martes, 30 de marzo de 2010

WITOLD GOMBROWICZ Y EL TÍO SZYMON

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS


WITOLD GOMBROWICZ Y EL TÍO SZYMON



“¿Podré morir como los demás, y cuál será después mi suerte? Entre la gente que huye de sí misma, yo sigo concentrado en mi persona. Me agiganto, ¿hasta qué límites? ¿Acaso es malsano? ¿Hasta qué punto y en qué medida es malsano? A veces sospecho que la función de agigantarme a la que me abandono no es indiferente a la naturaleza, constituye algo así como una provocación (...)”
“¿No habré tocado algo fundamental en mi actitud ante las fuerzas naturales y no será después mi suerte diferente por haber obrado conmigo mismo de una forma distinta que los demás?”. Con este procedimiento Gombrowicz pretendía asegurarse para después de muerto una situación parecida a la del tío Szymon, que salió de la tumba para tomar un té con la familia.

Gombrowicz relata lo que en su juventud le había contado una amiga: –Mientras estábamos merendando en la terraza apareció el tío Szymon; –¿Pero, cómo?, si Szymon hace cinco años que yace bajo tierra; –Exacto, vino del cementerio con el mismo traje con que lo enterramos, saludó a todos los presentes, se sentó, tomó un té, charló un poco sobre las cosechas y se volvió al cementerio.
¿Cómo? ¿Y vosotros qué hicisteis?; –Nada, qué puede hacerse, querido, ante semejante insolencia. A pesar de que Gombrowicz había privilegiado la importancia del dolor sobre el valor de la muerte anduvo siempre dando vueltas alrededor de la inmortalidad utilizando como instrumentos al yo y a la forma. La importancia que Gombrowicz le da a su yo en el “Diario” es continua y no tiene altibajos.

Su yo no podía crecer ni siquiera un milímetro más por la forma que le da a este género literario desde el principio: lunes. Yo; martes. Yo; miércoles. Yo; jueves. Yo. Una actitud tan drástica sólo la podemos encontrar en los filósofos que conciben el yo como la realidad anterior a la división entre sujeto y objeto, como la realidad que se pone a sí misma y, con ello, pone a su opuesto, es decir a lo que no es yo, al no-yo
“La elección que haré está vinculada con el lugar que ocupo en el mapa literario mundial. Estoy en el punto donde se desencadena la lucha por defender el Yo, donde ese Yo tiende a afirmarse y a intensificarse, en busca de la Inmortalidad”. El yo es una idea poderosa porque es el origen de todas las cosas, y también por la grandeza que puede alcanzar ese yo en la forma de una personalidad.

Ninguno de los protagonistas de la obra de Gombrowicz tiene grandeza, el autor no permite que la tengan, la grandeza la reserva para su obra, es decir, justamente para el autor, es decir, justamente para su yo. En los diarios su egotismo se vuelve consciente, metódico, disciplinado, altamente desarrollado y distante, es decir, objetivo. En esta cuestión del ego, yo me pongo del lado de Gombrowicz.
La verdad es que sólo podemos ver el mundo con nuestros propios ojos y pensar con nuestra propia razón. Si alguien reconoce la superioridad de otro lo hace sólo con su propio juicio. El hecho de que cada uno de nosotros quiera ser el centro del mundo y su propio juez choca de manera evidente con el objetivismo que nos obliga a reconocer mundos y puntos de vista ajenos.

Pero el punto de partida de Gombrowicz, como también del existencialismo, no es el objeto sino el sujeto. “La relación del sujeto con el objeto, es decir, de la conciencia con el objeto de la conciencia, es el punto de partida del pensamiento filosófico. Imaginemos que el mundo se reduce a un solo y único objeto. Si no hubiese nadie para tomar conciencia de la existencia de ese objeto, éste no existiría (...)”
“La conciencia está más allá de todo, es definitiva, soy consciente de mis pensamientos, de mi cuerpo, de mis impresiones, de mis sensaciones, y por eso, para mí, todo esto existe. Ya en su mismo inicio, en Platón y en Aristóteles, el pensamiento se divide en pensamiento subjetivo y objetivo. Aristóteles, a través de Santo Tomás de Aquino, llega por distintas vías a nuestro tiempo, mientras que Platón llega a través de San Agustín y de Descartes”

La conciencia no necesita más fundamento que ella misma: de esta forma, el conocimiento no parte ya del fenómeno, sino que se vuelve creación del sujeto conocedor. Es así que se crea el idealismo: la realidad es un producto del sujeto pensante, en contraposición al realismo, el cual afirma que los objetos existen independientemente del sujeto que los percibe.
“Yo, individuo privado y concreto, odio las estructuras, y si descubro la forma a mi manera, es precisamente para defenderme de ella. Los estructuralistas buscan las estructuras en la cultura, yo en la realidad inmediata. Mi manera de ver las cosas estaba directamente relacionada con los acontecimientos de aquel entonces: hitlerismo, stalinismo, fascismo... Estaba fascinado por las formas grotescas y espantosas que surgían en la esfera interhumana destruyendo todo lo que hasta entonces había sido venerable (...)”

“Era como si la humanidad estuviera atravesando un cierto estadio para entrar en otro: el de una elaboración consciente de la forma. En adelante el hombre podría ‘hacerse’, se fabricaban las verdades a voluntad, y los ideales, los fanatismos e incluso los sentimientos más íntimos... El hombre fue para mí como una abeja, que secretaba continuamente no la miel sino la forma. Se modelaba en el vacío”
Gombrowicz le da un lugar especial a las transacciones del ego en “Yo y mi doble”. “Precisamente bajo el signo de una constelación erótico sensual de este tipo, sombría y lúgubre, desperté el martes a las cinco de la mañana. Por uno de esos fenómenos de resurgimiento que deberían estarles prohibidos a la naturaleza, acababa de ver una cosa totalmente perdida para mí, mi juventud y mi primera bienamada, allá en la roca, junto al molino, al borde del río”

Cuando el protagonista de este relato miraba al presente, en cambio, contabilizaba unas mejillas sin frescura, un vejete antipoético y rígido que no podía inspirar poemas y al que ya nadie admiraría. La nostalgia de su propia belleza desvanecida lo agitaba cada vez más. Le quedaba el trabajo, sí, un buen puesto para meterle miedo a las muchachas que ya no languidecían por él.
O tener un hijo y vivir por y en él una vida plena repitiendo el canto eterno de la juventud, de la felicidad y de la belleza. O sacrificar la vida por un ideal para adquirir una segunda belleza y convertirse de nuevo en objeto de nostalgia. Sabía que no tenía ningún atractivo para nadie, era un empleado aburrido para él y para los demás, sus debilidades espirituales eran cada vez más nítidas a medida que se le instalaba la rigidez de la edad madura.

Empezaba a sentirse mal con sus defectos; pensó entonces en suicidarse para suscitar después de la muerte la atracción y la nostalgia y vivir la vida de una estatua ya que no podía hacerlo como un hombre privado. O en convertirse en un bombero para adornarse con el uniforme. De pronto, mientras se hundía en la repugnancia hacia sí mismo, la forma de un espectro se desprendió del calentador de carbón.
Como era de madrugada pensó que a esa hora la única que podía llamarlo era la patria, como ya los había llamado a los tres bardos profetas de Polonia. La silueta del espectro era, sin embargo, de un ser humano, aunque no de la figura de su bienamada sino de un hombre, debía ser entonces la humanidad que lo estaba llamando para el sacrificio de su vida. Pero, no, no era una abstracción, era un hombre concreto que vestía saco azul marino.

Al ver que no era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes lo llamaban, es decir, nada de lo que podía despertar su melancolía se dispuso a retomar el sueño cuando, repentinamente, se dio cuenta que era él mismo quien estaba de pie frente al calentador, esperando. El espectro no estaba en pose, se miraba los zapatos, se pellizcaba maquinalmente la manga del saco y parecía avergonzado.
Tenía un grano en la mejilla izquierda y, al sentirse mirado, se avergonzó aún más. Estaba lleno de defectos físicos y espirituales, el espectro se dejaba examinar, se acurrucaba e intentaba escapar de la mirada indiscreta del protagonista. Al rato el protagonista se cansó de mirarlo y cayó de rodillas frente al ectoplasma, ocultó el rostro y produjo tal cantidad de vergüenza que se quedó sin aliento, entonces el espectro lo miró.

Los defectos físicos y espirituales del ectoplasma habían desaparecido, mejor dicho, se habían convertido en su mirada, el protagonista ya no miraba sus defectos sino que eran los defectos los que lo miraban a él. Esos signos que habían sido fuente de vergüenza y de indecencia se convirtieron en una mirada brillante, algo tan absoluto como las barbas de Dios Padre.
Y esos defectos que para alguien de afuera sólo podían despertar compasión ahora miraban con la fuerza y la soberanía de la vida, más aún, eran la vida misma, una vida que el protagonista había buscado en todas partes salvo dentro de sí mismo. Por fin la calma, ya no era necesario sentir miedo ni vergüenza, podía existir como él mismo. El amor y la nostalgia mezclados con el temor lo hicieron volar como una pluma.

Pero, de pronto, se dio cuenta que no podía caer de rodillas ni extenderle la mano a una forma que era él mismo. No era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes se le habían aparecido, no podía mirar con ojos amorosos a alguien que era él mismo. Su cabeza hervía, se aparecía ante sí mismo con el aspecto de un egocéntrico y de un narciso sucio, sintió que la juventud se burlaba de él y lo despreciaba como a un miserable egoísta y que las alumnas del liceo no verían nunca en él ningún atractivo sexual.
Entonces escupió en el rostro del espectro, el espectro lanzó un gemido y desapareció. El protagonista se quedó con la sensación de un vacío profundo, sin otra perspectiva que la de una existencia miserable y vana con la muerte inevitable al final del camino. La pregunta de quién era él le quedó flotando, a veces le parecía que era una función social, y otras que era, sin más.

Pero la palabra ‘ser’ sin atributos era un hecho desnudo y terrible, lo llenaba de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser uno mismo, ni más ni menos. Esa palabra connotaba una horrorosa desnudez. Por otra parte, había escupido al espíritu y el espíritu se había desvanecido. “No, no –murmuré encogido y trémulo–, no quiero ser yo mismo. Prefiero ser un empleado subalterno del Ministerio de Relaciones Exteriores, prefiero servir para algo, servir para algo o para alguien, inmediatamente, sin tardanza, hay que tratar de servir, buscar con qué abrigarse porque hace frío y es indecente estar desnudo. Es necesario, hay que servir”


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1 comentario:

  1. Estimado Daniel: Me da gusto encontrar un espacio donde se reflexione entorno a la obra de Gombrowicz. Lo felicito por esta labor. Siempre es importante tener una pista a indagar cuando uno se halla solitario y perdido en el bosque sideral de cualquier autor. En especial, cuando es uno tan valioso como Gombrowicz. Saludos desde México.

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