WITOLD GOMBROWICZ Y EL TIGRE
“Me apasiona penetrar en una selva virgen o en un desierto salvaje, pero no me gustan los sitios donde te sacuden, te cubren de polvo, te asan, te hielan, te mojan y encima tienes problemas para lavarte los dientes. Me defendía con tanta elocuencia que una conocida mía, testigo de la discusión, me invitó a hacer una excursión al Tigre. Cerca de Buenos Aires se juntan dos enormes ríos, el Paraná y el Uruguay (...)”
Estos ríos forman un coloso llamado Río de la Plata, de decenas de kilómetros de ancho, a cuyas orillas está la capital argentina. Pero el Paraná, antes de unirse al Uruguay, se ensancha creando un enorme delta del tamaño de varias provincias polacas lleno de canales e islotes. Hay cinco islotes y el mismo número de canales, repletos de árboles y de una vegetación exuberante y húmeda semejante a una especie de gran ramo tropical”
“La excursión parte del puerto del Tigre en un día espléndido. Todo era verde y azul, agradable y ameno. En una parada sube una muchacha que... ¿cómo decirlo? La belleza tiene sus misterios. Hay muchas melodías bellas, pero sólo algunas son como una mano que oprime la gargan-ta. Esta belleza era tan magnetizadora que todos se sintieron extraños y quizás, incluso, avergonzados (...)”
“Nadie se atrevía a admitir que la ob-servaba, aunque no había ni un par de ojos que no contemplara a escon-didas aquella espléndida aparición. De repente, la muchacha, con toda la tranquilidad del mundo, se puso a hurgarse la nariz”. No hay cosa que esté más vinculada al tiempo que nuestra propia vida. La belleza detiene el tiempo, el encantamiento que produce en el hombre suspende la actividad de la vida trivial, pero si algún detalle de la vida trivial llega a alcanzarla, la belleza desaparece.
Gombrowicz, en unos comentarios que hace en el “Diario” sobre Balzac, había escrito que es más fácil llegar a odiar a alguien por hurgarse la nariz que llegar a amarlo por haber compuesto una sinfonía. Mientras navegan observan una gran variedad de embarcaciones de muchos colores. “Diré de pasada que la Argentina maneja mejor los colores en la vida cotidiana que Europa (...)”
“Aquí los colores de la ropa o de los objetos son más limpios, más vivos, más simpáticos y mucho más nobles que los de Francia, por ejemplo”. A medida que la conversación a bordo de la embarcación se hacía más intelectual y más pretenciosa Gombrowicz se empieza a irritar. Se le forma la impresión de que en la Argentina la cultura funciona al revés.
Unos días atrás había podido admirar la actitud audaz y directa ante la vida y el mundo de un puñado de turistas argentinos sin educación que contemplaba el Aconcagua, y ahora, al escuchar la discusión de sus colegas, se volvía a sentir lo peor de la Argentina, ésa de la que se habla con una sonrisa de desdén como algo secundario e insignificante. Lo que pierde al arte argentino es el deseo de mostrarse a la altura del mundo.
Los argentinos caen inevitablemente en Borges, el mayor prosista de la Argentina, un escritor que, aunque poco leído, es admirado en toda Sudamérica. “Expreso mi opinión crítica., para mi gusto esa metafísica fantástica es retorcida, estéril, aburrida y, en el fondo, poco original: –Es posible, señor Gombrowicz, pero es el único escritor nuestro de alto nivel. Ha tenido muy buena prensa en París, ¿ha leído algo de ella? (...)”
“Sí, claro, es una lástima que no escriba de otra forma, yo también preferiría verlo más vinculado a la vida y a la realidad, que fuese más de carne y hueso. Pero de todos modos es literatura”. Con cierta frecuencia Gombrowicz compara el mundo literario polaco con el argentino. La falta de originalidad que obliga a relacionarse con la realidad a través de una autoridad y de una cultura ajena más madura, también la sentía en Polonia, pero con menos fuerza.
Sin embargo, los argentinos tienen una ventaja sobre los polacos, con una historia de menos años, es decir, con menos pasado y, en consecuencia, con una literatura más joven y más pobre, tienen más sitio en la cabeza para dedicarlo al pensamiento y al arte universales. Los polacos, en cambio, están hasta la coronilla con sus tres poetas profetas cuyo estudio les ocupa casi todo el tiempo.
El argentino conoce pues más de la literatura y de la historia del mundo. En cuanto a la filosofía y al pensamiento contemporáneo reciente, Gombrowicz supone que tanto los literatos polacos como los argentinos en general no tienen ni la menor idea. La Argentina, en el sentido intelectual y artístico, es casi una colonia francesa, lo reconocen los mismos argentinos.
“Los polacos los superan en temperamento, en poesía y en un mayor sentido de la realidad. En temperamento, porque al argentino no le gusta hacer locuras, posiblemente no le guste siquiera vivir demasiado intensamente. En poesía, porque aquí falta lo lírico. En el sentido de realidad porque el arte argentino parece estar creado en la luna”. Pero el Tigre toma un aspecto verdaderamente siniestro cuando Gombrowicz escribe unas páginas en los diarios sobre la hijita quemada de Simón.
“Digan lo que digan, existe en toda la extensión del Universo, a lo largo de todo el espacio del Ser, un solo y único elemento horrible, espantoso e inaceptable, una sola y única cosa que está verdadera y absolutamente en contra de nosotros y es totalmente aniquiladora: el dolor. Del dolor, y de ninguna otra cosa, depende la entera dinámica de la existencia. Eliminado el dolor, el mundo pasa a ser un asunto absolutamente secundario”
Es un pasaje que Gombrowicz escribe en los diarios de 1966. El año 1966 es el año de la nostalgia y la melancolía por la Argentina, del infierno, de la muerte y el dolor en las páginas que escribe sobre Dante. Un lustro antes había intentado atrapar literariamente al dolor en algunas páginas del “Diario”, un pasaje en el que Gombrowicz alcanza una de sus más grandes aproximaciones con el sufrimiento.
“¡Hola! ¿Qué haces aquí tan temprano Simón? ¡Siéntate!; –¿Cómo estás?, Simón se sienta y los labios le empiezan a temblar; –¿Qué pasa?; –Una tina de agua hirviendo cayó sobre mi pequeña hija, hace horas que está en el hospital y todavía no terminó, disculpa; –¡Pero no, no es nada! ¡Al contrario, es natural...!”. La quemadura de la niña empezó a quemar a Gombrowicz, hasta que hizo una mueca de dolor: –¿Y si diéramos un paseo?
Gombrowicz y Simon salieron a la calle y empezaron a caminar. Mientras en ellos persistía esa cosa mala quemada, las casas, las calles y el ruido los estaban llamando de todos lados. Era una verdadera carrera contra el tiempo, pensaba Gombrowicz, la hija no podía estar muriéndose eternamente, eso se tenía que terminar de una u otra manera y Simón lo dejaría en paz.
Mientras caminaban vieron un vendedor de frutas: –Manzanas, por favor; –¿Quiere un kilo?; –A este señor le ha pasado una desgracia, tiene una hijita de cuatro años que se está muriendo; –¿Qué dice usted? ¡Qué desgracia!. Gombrowicz estaba perturbado: –¡Quédese con sus manzanas, al diablo con ellas! Y se echó a andar como poseído por el demonio, Simón y su hijita iban detrás. Con el secreto traicionado empezaron a marchar.
Las calles, las casas y los ruidos, y ellos caminaban, pero el grito dirigido al vendedor de frutas que había hecho público el horror de la hijita quemada, también caminaba con ellos. El ladrido de un perro se había mezclado con ese grito, y el grito se había animalizado. Juntos caminaban ahora con esa bestia al lado, calles, casas y ruidos, caminaban por Florida hendiendo el gentío a empujones.
Un señor se acerca y les pregunta en forma cortés por la calle Corrientes. Ni Simón ni Gombrowicz le contestan, es una negación bajo un sol claro, que resulta oscura, negra y sorda. Y caminaban como poseídos por la furia, un grito llegado de no se sabe donde se unió al grito de Gombrowicz, resucitó el ladrido del perro, esa bestia daba otra vez unas señales de vida para las que no tenían respuesta.
Gombrowicz no sabía lo que le pasaba por dentro a Simón, y Simón tampoco sabía lo que le pasaba a él. Se terminó la calle Florida y apareció la plaza San Martín como servida en una fuente. No podían retroceder ni quedarse en la plaza pues caminaban como si se dirigieran a algún destino, caminaron hasta que se agotó el caminar. Cuando se detuvieron un papel crujió entre sus pies movido por el viento.
Simón retuvo el papel con la punta del zapato y la mirada clavada en el suelo; el papel crujía. Ese crujido era como el de la bestia que ya conocían, pero surgía de abajo, de lo más profundo, de un objeto inanimado. Gombrowicz empezó a sentir miedo, no creía en el diablo y Simón era incapaz de matar a una mosca, ... pero... Ese monstruo nacido de un grito humano, del ladrido de un perro y del crujido de un papel se asociaban con la pobre hijita de Simón.
Gombrowicz sintió una profunda desconfianza y pensó en escaparse. Calculó que si empezaba a caminar rápidamente podía alejarse de Simón. Apareció un silencio igual al que había aparecido con la pregunta por la calle Corrientes, entonces, Gombrowicz se marchó. Caminaba hacia la estación para perderse en ella, llega a la ventanilla: –¿A dónde va?; –A Tigre.
Pero detrás de él sintió la voz de Simón: –A Tigre. Gombrowicz huía y Simón lo perseguía. Gombrowicz no se hubiera preocupado demasiado si no hubiese sido por cierto detalle escabroso, por la existencia de ese reptil que se oculta en el seno tenebroso de la existencia: el dolor. Le importaría todo un comino si no doliera, pero ya está informado del dolor de la pequeña niña de Simón.
Esa niña quemada y animalizada por el grito, el ladrido y el crujido de un papel. Llegó el tren y se subieron. Avanzaban hacia Tigre, pero, ¿por qué hacia Tigre?, iban a Tigre sin ninguna razón, raptados por el tren, pero...¿el tigre no es un animal? Simón se movió en medio de la gente, Gombrowicz intentó darse a la fuga pero se hundió en un cuerpo mullido.
Era un gordo, se estaba bien en él, era un lugar silencioso a cien millas de aquel otro problema que quemaba. De pronto un golpe terrible le fue asestado desde abajo. Lo que hubiera sido lo había agarrado descuidado hasta casi morderlo. ¿Sería el animal?, con la cabeza escondida Gombrowicz esperaba el salto. De pronto sintió unas cosquillas en la nuca. ¿Sería el gordo, Simón, un marica? No se hacía ilusiones:
“Sabía bien que la falta de relación entre aquel cosquilleo y el Animal era precisamente la garantía de su combinación infernal, de su complot, de su acuerdo –y esperaba el momento en que el Cosquilleo se aliara definitivamente con él, con el Animal, para clavarse, como un puñal, en un grito desconocido, todavía inconcebible, hasta ahora no lanzado”
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