WITOLD GOMBROWICZ, LA REBELIÓN Y LA SERVIDUMBRE
“No hay nada más peligroso que hacer de guía a través de las propias obras. El arte es siempre algo más, y es precisamente en ese algo más, un lugar que escapa a la interpretación, donde es más auténtico. Yo he encogido ese arte en mis ‘Conversaciones’, lo he empobrecido, pero un autor tan mal leído como yo no tiene gran cosa que perder. ‘Conversaciones’ puede constituir una guía útil, pero tampoco hay que esperar demasiado de este librito (...)”
“Su mayor defecto es que se demora demasiado en la forma, y no introduce lo suficiente en la inmadurez, otro de mis terrenos. A lo largo de estas ‘Conversaciones’ no me he liberado de la sensación de que mi obra se encontraba por completo en otra parte. Si mi obra hubiera tenido que servir exclusivamente a esa visión del hombre y del mundo, hubiera tenido que ser escrita de manera algo diferente (...)”
“Tal visión está contenida en mi obra, pero mis obras no han sido escritas para eso; en mí, escribir supone sobre todo un juego, no pongo en ello intención, ni plan, ni objeto. He ahí por qué no resulta nada fácil extraer de mis obras un esquema ideológico. Es un esquema, lo subrayo una vez más, a posteriori”. En Gombrowicz existen tres personas distintas: el Gombrowicz inferior, el hijo de buena familia, y el Gombrowicz de la obra.
Estas tres naturalezas no se mezclaban ni en su persona ni en su obra, eran como esos líquidos que no se diluyen en otros. Hay personas que sueñan con desaparecer, otras que sueñan con ser invisibles, en fin, hay muchos sueños, la pasión predominante de Gombrowicz era duplicarse, triplicarse, cuadruplicarse. “Tengo que confesar, además, que yo era diferente con cada uno de ellos, a punto tal que nadie sabía cómo era yo en realidad”
No es extraño, pues, que luego de tantas fragmentaciones se haya querido sintetizar a toda costa convirtiéndose en un campeón de la entronización del yo, tanto que en “Yo y mi doble” sueña con su propio ectoplasma. Es una de las burlas más crueles que Gombrowicz haya hecho de sí mismo hasta el punto de rematar la narración negando la desnudez y afirmando el deseo de servir, a pesar de lo que había escrito en los diarios.
“Bien, por lo que a mí se refiere, afirmo y anoto como uno de los cánones de mi conocimiento de los hombres, que el que desee agradarles alcanzará con más facilidad la humanidad que el que desee tan sólo ser un siervo útil”. Gombrowicz no podía buscar la vida ni en una bienamada ni en la humanidad ni, claro, en un empleo del Ministerio de Relaciones Exteriores.
Y tampoco en ese ectoplasma que en la madrugada de un día se había desprendido del calentador de carbón, no podía mirar con ojos amorosos a un doppelgänger pues no era ni una muchacha ni la patria, sino él mismo, un ectoplasma al que había escupido para que se fuera. Gombrowicz zarandea en este relato con sarcasmo y ligereza unas marionetas a las que llama yo, ser e identidad.
Sin embargo, estas cuestiones eran fundamentales en su concepción del mundo. Entre su yo y lo otro siempre había un mediador, un mediador al que finalmente le puso el nombre de forma, y la forma era el origen de sus archidolores que como un puñal se le hundía en la carne y lo hería una y otra vez. Su conciencia se puso a disposición de su inmadurez y entre ambas entablaron un combate a muerte con las formas.
Y las formas son las máscaras con las que nos aparecemos ante los demás y ante nosotros mismos, una deformación interhumana del ese “yo mismo”. Gombrowicz explica muy claramente cómo asomaban la cabeza los dolores emergentes de esa lucha. “Ignoro cuál es mi forma, lo que soy, pero sufro cuando se me deforma. Así, pues, al menos sé lo que no soy. Mi ‘yo’ no es sino la voluntad de ser yo mismo”
La desnudez, la juventud, el encanto y la libertad, esos eran los ideales de Gombrowicz. Bajo el signo de una constelación erótico sensual, sombría y lúgubre, Gombrowicz despertó un día a las cinco de la mañana. Por uno de esos fenómenos de resurgimiento que deberían estarles prohibidos a la naturaleza, acababa de ver una cosa totalmente perdida para él, su juventud y su primera bienamada.
Cuando miraba al presente, en cambio, Gombrowicz contabilizaba unas mejillas sin frescura, un vejete antipoético y rígido que no podía inspirar poemas y al que ya nadie admiraría. La nostalgia de su propia belleza desvanecida lo agitaba cada vez más. Le quedaba el trabajo, sí, un buen puesto para meterle miedo a las muchachas que ya no languidecían por él.
O tener un hijo y vivir por y en él una vida plena repitiendo el canto eterno de la juventud, de la felicidad y de la belleza. O sacrificar la vida por un ideal para adquirir una segunda belleza y convertirse de nuevo en objeto de nostalgia. Sabía que no tenía ningún atractivo para nadie, era un empleado aburrido para él y para los demás, sus debilidades espirituales eran cada vez más nítidas.
A medida que a Gombrowicz se le iba instalando la rigidez de la edad madura empezó a sentirse mal con sus defectos. Pensó entonces en suicidarse para suscitar después de la muerte la atracción y la nostalgia, y vivir la misma vida de una estatua ya que no podía hacerlo como un hombre privado. O en convertirse en un bombero para adornarse con el uniforme.
De pronto, mientras se hundía en la repugnancia hacia sí mismo, la forma de un espectro se desprendió del calentador de carbón. Como era de madrugada pensó que a esa hora la única que podía llamarlo era la patria, como ya los había llamado a los tres bardos profetas de Polonia. La silueta del espectro era, sin embargo, de un ser humano, aunque no de la figura de su bienamada sino de un hombre.
Debía ser entonces la humanidad que lo estaba llamando para el sacrificio de su vida. Pero, no, no era una abstracción, era un hombre concreto que vestía saco azul marino. Al ver que no era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes lo llamaban, es decir, nada de lo que podía despertar su melancolía, se dispuso a retomar el sueño cuando, repentinamente, se dio cuenta que era él mismo quien estaba de pie frente al calentador, esperando.
El espectro no estaba en pose, se miraba los zapatos, se pellizcaba maquinalmente la manga del saco y parecía avergonzado. Tenía un grano en la mejilla izquierda y, al sentirse mirado, se avergonzó aún más. Estaba lleno de defectos físicos y espirituales, el espectro se dejaba examinar, se acurrucaba e intentaba escapar de la mirada indiscreta del protagonista. Al rato se cansó de mirarlo y cayó de rodillas frente a él.
Ocultó el rostro y produjo tal cantidad de vergüenza que se quedó sin aliento, entonces el espectro lo miró. Los defectos físicos y espirituales del ectoplasma habían desaparecido, mejor dicho, se habían convertido en su mirada, el protagonista ya no miraba sus defectos sino que los defectos lo miraban a él. Esos signos que habían sido fuente de vergüenza y de indecencia se convirtieron en una mirada brillante, algo tan absoluto como las barbas de Dios Padre.
Y esos defectos que para alguien de afuera sólo podían despertar compasión ahora miraban con la fuerza y la soberanía de la vida, más aún, eran la vida misma, una vida que el protagonista había buscado en todas partes salvo dentro de sí mismo. Por fin la calma, ya no era necesario sentir miedo ni vergüenza, podía existir como él mismo.
El amor y la nostalgia mezclados con el temor lo hicieron volar como una pluma. Pero, de pronto, se dio cuenta que no podía caer de rodillas ni extenderle la mano a una forma que era él mismo. No era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes se le habían aparecido, no podía mirar con ojos amorosos a alguien que era él mismo. Su cabeza hervía, se aparecía ante sí mismo con el aspecto de un egocéntrico y de un narciso sucio.
Sintió que la juventud se burlaba de él y lo despreciaba como a un miserable egoísta y que las alumnas del liceo no verían nunca en él ningún atractivo sexual. Entonces escupió en el rostro del espectro, el espectro lanzó un gemido y desapareció. El protagonista se quedó con la sensación de un vacío profundo, sin otra perspectiva que la de una existencia miserable y vana con la muerte inevitable al final del camino.
La pregunta de quién era él le quedó flotando, a veces le parecía que era una función social, y otras que era, sin más. Pero la palabra ‘ser’ sin atributos era un hecho desnudo y terrible, lo llenaba de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser uno mismo, ni más ni menos. Esa palabra connotaba una horrorosa desnudez. Por otra parte, había escupido al espíritu y el espíritu se había desvanecido.
No quería ser él mismo, prefería ser un empleado subalterno del Ministerio de Relaciones Exteriores, prefería servir para algo o para alguien, inmediatamente, sin tardanza. Debía tratar de servir, buscar con qué abrigarse porque hacía frío y era indecente estar desnudo. Es necesario, hay que servir. “¿Cuántas páginas he escrito a lo largo de mi vida? Unas tres mil. ¿Con qué resultado, si nos referimos a mí personalmente? (...)”
“He abordado estas ‘Conversaciones’ con la intención de ligar mi literatura a mi vida. ¿Me ha servido esa literatura para resolver mis problemas, mis dificultades personales? ¿Adónde me han llevado mis atentados contra la forma? Me han llevado a la forma, precisamente. A fuerza de quebrarla, me he convertido en un escritor cuyo tema es la forma. He ahí mi forma, y mi definición (...)”
“Y hoy, yo, individuo vivo, soy siervo de ese Gombrowicz oficial que he creado con mis propias manos. No puedo hacer otra cosa que seguir adelante. Mis impulsos de antaño, mis meteduras de pata, mis disonancias, toda esa inmadurez que me ponía a prueba... ¿adónde han ido a parar? En mi vejez, la vida me resulta más fácil. Navego con seguridad entre mis contradicciones, mi voz se ha hecho más firme, sí, sí, me he hecho un lugar, cumplo mi papel, soy un siervo (...)”
¿De quién? De Gombrowicz. ¿Renacerá mi rebelión de antaño en la imaginación de algún otro, de nuevo joven y cautivadora? No lo sé. Pero, ¿y yo? ¿Lograré rebelarme siquiera una vez contra él, contra ese Gombrowicz? No estoy muy seguro. He maquinado diversas estratagemas que me permitirían librarme de su tiranía, pero los años y la enfermedad me han quitado facultades (...)”
“Desembarazarme de Gombrowicz, comprometerlo, destruirlo, eso sí que sería vivificante, pero no hay nada más arduo que luchar contra el propio caparazón. Volver al comienzo, refugiarme en la inmadurez de mi juventud, pero, ¿rebelarme? ¿Cómo? ¿Yo? ¿Un siervo?”
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