jueves, 3 de septiembre de 2009

GOMBROWICZIDAS WITOLD GOMBROWICZ, SIMÓN Y EL BEDUINO


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ, SIMÓN Y EL BEDUINO


A parte del placer que le producía Gombrowicz encontraba en la música una estructura espiritual que se correspondía profundamente con el arte de composición literaria que ponía en práctica en todas sus obras. También tenía recetas: al drama debe seguir la comicidad, a la profundidad lo trivial..., y viceversa. Los diarios que escribe en las postrimerías del año 1961 tienen dos pasajes contiguos que ilustran acabadamente esta concepción, uno de género dramático y otro de género ligero.
“Digan lo que digan, existe en toda la extensión del Universo, a lo largo de todo el espacio del Ser, un solo y único elemento horrible, espantoso e inaceptable, una sola y única cosa que está verdadera y absolutamente en contra de nosotros y es totalmente aniquiladora: el dolor (...)”

“Del dolor, y de ninguna otra cosa, depende la entera dinámica de la existencia. Eliminado el dolor, el mundo pasa a ser un asunto de absoluta indiferencia (...) ¡Hola! ¿Qué haces aquí tan temprano Simón? ¡Siéntate!; –¿Cómo estás?, Simón se sienta y los labios le empiezan a temblar; –¿Qué pasa?; –Una tina de agua hirviendo cayó sobre mi pequeña hija, hace horas que está en el hospital y todavía no terminó, disculpa; –¡Pero no, no es nada! ¡Al contrario, es natural...!”
La quemadura de la niña empezó a quemar a Gombrowicz, hasta que hizo una mueca de dolor: –¿Y si diéramos un paseo? Salieron a la calle y empezaron a caminar. Mientras en ellos persistía esa cosa mala quemada, las casas, las calles y el ruido los estaban llamando.

Era una carrera contra el tiempo, pensaba Gombrowicz, la hija no podía estar muriéndose eternamente, eso se tenía que terminar de una u otra manera y Simón lo dejaría en paz. Mientras caminaban vieron un vendedor de frutas: –Manzanas, por favor; –¿Quiere un kilo?; –A este señor le ha pasado una desgracia, tiene una hijita de cuatro años que se está muriendo; –¿Qué dice usted? ¡Qué desgracia!. Gombrowicz estaba perturbado: –¡Quédese con sus manzanas, al diablo con ellas!
Y se echó a andar como poseído por el demonio, Simón y el pensamiento sobre su hijita iban detrás. Con el secreto traicionado empezaron a marchar. Las calles, las casas y los ruidos, y ellos caminaban, pero el grito de Gombrowicz al vendedor de frutas que había hecho público el horror de la hijita quemada, también caminaba con ellos.

El ladrido de un perro se había mezclado con ese grito, y el grito se había animalizado. Juntos caminaban ahora con esa bestia al lado, calles, casas y ruidos, caminaban por Florida hendiendo el gentío a empujones. Un señor se acerca y les pregunta en forma cortés por la calle Corrientes. Ni Simón ni Gombrowicz le contestan, es una negación hecha bajo un sol claro.
Una negación que resulta oscura, negra y sorda. Y ambos caminaban como poseídos por la furia, de repente un grito llegado de no se sabe donde se unió al grito de Gombrowicz, resucitó el ladrido del perro, esa bestia daba otra vez unas señales de vida para la que no tenían respuesta. Gombrowicz no sabía lo que le pasaba por dentro a Simón, y Simón tampoco sabía lo que le pasaba a él.

Se terminó la calle Florida y apareció la plaza San Martín como servida en una fuente. No podían retroceder ni quedarse en la plaza pues caminaban como si se dirigieran a algún destino, caminaron hasta que se agotó el caminar. Cuando se detuvieron un papel crujió entre sus pies movido por el viento. Simón retuvo el papel con la punta del zapato y la mirada clavada en el suelo; el papel crujía.
Ese crujido era como el de la bestia que ya conocían, pero surgía de abajo, de lo más profundo, de un objeto inanimado. Gombrowicz empezó a sentir miedo, no creía en el diablo y por otra parte Simón era incapaz de matar a una mosca, ... pero... Ese monstruo nacido de un grito humano, del ladrido de un perro y del crujido de un papel se asociaban con la pobre hijita de Simón.

Gombrowicz sintió una profunda desconfianza y pensó en escaparse. Calculó que si empezaba a caminar rápidamente podía alejarse de Simón. Apareció un silencio igual al que había aparecido con la pregunta por la calle Corrientes, entonces, Gombrowicz se marchó.. Caminaba hacia la estación de Retiro para perderse en ella, llega a la ventanilla: –¿A dónde va?; –A Tigre. Pero detrás de él sintió la voz de Simón: –A Tigre.
Gombrowicz huía y Simón lo perseguía. Gombrowicz no se hubiera preocupado demasiado si no hubiese sido por cierto detalle escabroso, por la existencia de ese reptil que se oculta en el seno tenebroso de la existencia: el dolor. Le importaría todo un comino si no doliera, pero ya está informado del dolor de la pequeña niña de Simón, esa niña quemada y animalizada por el grito, el ladrido y el crujido de un papel.

Llegó el tren y se subieron. Avanzaban hacia Tigre, pero, ¿por qué hacia Tigre?, iban a Tigre sin ninguna razón, raptados por el tren, pero...¿el tigre no es un animal? Simón se movió en medio de la gente, Gombrowicz intentó darse a la fuga pero se hundió en un cuerpo mullido. Era un gordo, se estaba bien en él, era un lugar silencioso a cien millas de aquel otro problema que quemaba.
De pronto Gombrowicz sintió un golpe terrible que le fue asestado desde abajo. Cualquier cosa que hubiera sido lo había agarrado descuidado hasta casi morderlo. ¿Sería el animal?; con la cabeza escondida Gombrowicz esperaba el salto final. De pronto sintió unas cosquillas en la nuca. ¿Sería el gordo, sería Simón, un marica? No se hacía ilusiones.

“(...) sabía bien que la falta de relación entre aquel cosquilleo y el Animal era precisamente la garantía de su combinación infernal, de su complot, de su acuerdo –y esperaba el momento en que el Cosquilleo se aliara definitivamente con él, con el Animal, para clavarse, como un puñal, en un grito desconocido, todavía inconcebible, hasta ahora no lanzado”
Como según la receta de Gombrowicz al drama debe seguir la comedia, a continuación de esta narración en la que alcanza una de las alturas más altas en la aproximación literaria al dolor, escribe en los diarios un pasaje de género ligero.
“Beduino y yo en la parada del autobús, esperamos el 208. Le digo: ¡Oye, viejo! Para no aburrirnos, ¡montaremos un numerito! ¡Los dejaremos boquiabiertos! (...)”

“Habla conmigo como si yo fuera director de orquesta y tú músico, pregúntame por Toscanini.... Beduino se muestra encantado. Subimos. Se sitúa a una distancia conveniente y comienza, en voz alta: –En tu lugar, reforzaría los contrabajos, prestaría atención también al fugato, maestro.... La gente aguza los oídos. Digo: –Hum, hum... Él: –Y cuidado con los cobres en ese pasaje del Fa al Re... ¿Cuándo tienes ese concierto? Yo toco el catorce... A propósito, ¿cuándo me mostrarás esa carta de Toscanini? Yo (en voz alta): –Me dejas asombrado, chico... No conozco a Toscanini, no soy director de orquesta y francamente no entiendo por qué has de presumir delante de la gente haciéndote pasar por músico. ¿Qué es eso de engalanarte con plumas ajenas? ¡Es muy feo! Todos miraban severamente a Beduino que, rojo como un tomate, me dirige una mirada asesina”



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