lunes, 10 de enero de 2011

WITOLD GOMBROWICZ, LOS PULMONES Y LAS MONTAÑAS

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ, LOS PULMONES Y LAS MONTAÑAS



A raíz de sus problemas pulmonares Gombrowicz tuvo que buscar desde joven refugio en las cercanías de las montañas. La región de los Cárpatos, especialmente los montes Tatras y la ciudad de Zakopane se convirtieron en lugares habituales de su vida y de su imaginación. Su primera novela corta y su última novela utilizan esas regiones montañosas como vías de escape y purificación.
En la primera novela el abogado Kraykowski se tuvo que escapar y esconder en una pequeña localidad al este de los Cárpatos, buscando refugio en las montañas con la esperanza de que el joven epiléptico lo olvidara. Pero el protagonista se propone seguirlo, lo seguirá a todas partes porque ese hombre es como su estrella. Duda que regrese vivo de ese viaje pero se arriesga a morir.

Por si eso llegara a ocurrir se dispone a preparar un documento para que su cadáver le sea remitido de inmediato al abogado Kraykowski. En su última novela Leon busca la purificación en la montaña recurriendo a la masturbación. “Pero hay en ello un profunda necesidad espiritual. La formación de la obra en mí me parece, en principio, idéntica a la formación de la realidad en mis obras (...)”
“¿De donde procede, por ejemplo, esa distancia física de la segunda parte de ´Cosmos’, ese eco. Por qué he obligado a mis personajes a marchar a la montaña?”. La historia de “Cosmos” transcurre en Zakopane, en cuya calle principal se encontraban los cafés, los restaurantes, y los clubes nocturnos más distinguidos. En estos lugares Gombrowicz vio algo con mucha nitidez.

En Polonia la superioridad y la inferioridad tenían una incapacidad absoluta para convivir, se hundían mutuamente en la farsa. Observaba el proceso que se desarrollaba ante sus ojos de la progresiva extinción de los ambientes y de los estilos. La gente vagaba en libertad por sus calles y no era aplastada por las funciones ni por las jerarquías.
Hidalguillos, mafiosos, aristócratas, escaladores profesionales, escritores, industriales y comerciantes, estudiantes, toda esa diversidad de tipos se mezclaba en la calle. Cada uno andaba por su propio camino, a pesar de la facilidad aparente resultaba muy difícil pasar de un grupo a otro, a veces se producían situaciones diabólicas y trágicas cuando alguien lo intentaba.

El pluralismo de lenguajes de aquella Polonia, de esos pequeños mundillos, parecían inexpugnables como castillos de la Edad Media. Pero pasó el tiempo y todo cambió, un conde ya no despertaba curiosidad, las jovenzuelas se sentaban a la mesa de los escritores sin haber sido invitadas. El mito según el cual existían unos grupos cerrados poseedores del monopolio de la cultura o el chic, estaba en vías de extinción.
Gombrowicz estaba de acuerdo con la evolución que iba destruyendo todos esos cultos y veneraciones que le quitaban a los polacos la audacia y la libertad. Pero después de veinte años de vida en la Argentina, donde la gente no hace tanto caso a los esplendores del otro, empezó a añorar aquellas vergüenzas de otro tiempo, y aquella torpeza nacida de la admiración.

“Tal vez era más interesante... Naturalmente, es agradable sentirse seguro de sí mismo y cómodo con todo el mundo, no dejarse impresionar, no interesarse demasiado por nadie, dedicarse a asuntos personales. Sin embargo, se produjo una especie de empobrecimiento cuando el hombre dejó de sentir en el otro un secreto magnífico e inaccesible, y desaparecieron las tensiones entre los diferentes medios (...)”
“En la Polonia de hoy, ¿habrá alguien que impresione o infunda respeto al otro? Lo dudo. Habéis ganado en razón, pero quizá, perdido en poesía”. Un cierto parentesco de Polonia con la Argentina, una semejanza del comportamiento de sus clases superiores, y la añoranza de los viejos tiempos, ponen bastante cerca a estas dos naciones tan lejanas. Los Montes Tatras son una verdadera rareza.

La altura que poseen y el aspecto del paisaje que presentan nos inducen a error. Si observamos imágenes del área, creeríamos estar en un cordón montañoso imponente, cuando en realidad, su mayor altura no supera los 2.499 metros sobre el nivel del mar. Los geógrafos alemanes que exploraron el área en el siglo XIX los bautizaron como “la alta montaña más pequeña del mundo”.
El cerro Aconcagua es una montaña de la cordillera de los Andes, situada en la Provincia de Mendoza al centro-oeste de la República Argentina. Es el pico más alto de Argentina y el más alto de América y del mundo fuera de Asia, con sus 6.962 metros de altura. Las características tan diferentes de los Montes Tatras y del Aconcagua le dieron ocasión a Gombrowicz para acercarse a la belleza y a la inmensidad.

El hombre se siente diferente según esté en un bosque sombrío, en un jardín podado a la francesa, o en el piso cuadragésimo de un rascacielos. Los que escriben en los cafés tienen los límites de su personalidad a la distancia que los separa de las mesas vecinas. No hay en ellos ni rastros de un empeño dramático, les falta la angustia metafísica nacida del silencio, el método y la disciplina de los laboratorios científicos.
Cada uno de ellos acaba allí donde comienza su vecino; muy cerca. En medio de la montaña Gombrowicz sentía la necesidad de sintetizarse, de ser un hombre concreto, de vivir el mundo sólo para transformarlo en la medida que se lo permitieran las posibilidades de su naturaleza. El Pato Criollo escribe en el prólogo de “Gombrowicz, este hombre me causa problemas” unas palabras que me llamaron la atención.

“El argentino y el extranjero: el extranjero asciende un escalón más en lo concreto de la realidad al desterrase. Si bien suele hablarse del exilio como de un universal del que se predican angustias y productividades, no se lo puede generalizar porque es un producto biográfico de la Historia. El desterrado hace una construcción imperfecta, arma un país con los fragmentos de otro (...)”
“Es un trabajo parecido al de construir la felicidad, que se arma con fragmento de otras vidas, fragmentos cuyos bordes nunca coinciden exactamente”. Inspirado en este pasaje del Pato Criollo sobre el argentino y el extranjero me puse a buscar algunos de los fragmentos de Polonia y de Europa con los que Gombrowicz había armado a la Argentina y me encontré con algunas dificultades desde el comienzo del proyecto.

Con unos fragmentos muy heterogéneos Gombrowicz llegó a la Argentina y se propuso armar un país que, naturalmente, ya estaba armado. Si bien es cierto que los inmigrantes de todos los países del mundo suelen vanagloriarse llenando de alabanzas a su país natal, los polacos son una caso muy especial. Dostoievski acostumbraba a decir que cuando los polacos se van de Polonia y pisan suelo extranjero se declaran condes.
Cuatro cosas de la Argentina lo impresionaron vivamente a Gombrowicz por sus dimensiones descomunales. Eran cosas pertenecientes a la mismísima naturaleza: el río Paraná, el Aconcagua, las cataratas del Iguazú y Mar del Plata, e intentaba que los polacos que no conocían el país se formaran una idea sobre estas cuatro cosas que ciertamente son descomunales.

“La Argentina, aunque geográficamente hablando esté perdida en la más extrema periferia, ahogada entre océanos, en realidad es un lugar abierto al mundo, un país internacional, marinero, intercontinental. En la Argentina la inmensidad del continente americano y su poder se manifiestan en dos situaciones diferentes, una de naturaleza hídrica y la otra montañosa (...)”
“La de naturaleza hídrica se manifiesta cuando navegas río arriba por el Paraná y por el Uruguay, ríos que no se acaban ni se estrechan nunca, semejantes a dos reptiles prehistóricos, y la de naturaleza montañosa se manifiesta cuando te acercas a la Cordillera. Una especie de monotonía se eleva de esas montañas que en algunos lugares alcanzan los ocho mil metros, unas pulgadas menos que el Himalaya (...)”

“Entramos a una región de huertas y viñas, comienza la ciudad de Mendoza. Estamos a dos mil metros de altura, el doble de la altura de Zakopane. Lo extremo me ha asediado por todos lados. Y es un asedio lleno de terror y fuerza. Pero –como ya lo he anotado con satisfacción– apago en mí todas las fuerzas. Un existencialista profundizaría en las angustias. Un creyente se prosternaría ante Dios (...)”
“Un marxista trataría de llegar hasta el fondo del marxismo... No creo que ninguno de ellos, hombres serios, se defendiera ante la seriedad de este experimento; yo, en cambio, hago lo que puedo para volver a una dimensión media, a una vida corriente, no demasiado seria... No quiero abismos ni cumbres, lo que deseo es la llanura”. Pero..., el hombre propone y Dios dispone.

Cuando Gombrowicz estaba terminado de construir una muralla para defenderse de la inmensidad y la desmesura, tropieza con el Aconcagua. La Argentina y Polonia tienen naturalezas bien distintas, la de Polonia es mansa y cariñosa, la de Argentina es inhóspita, monumental y no le da lugar a las caricias; el hombre va por un lado y la naturaleza por otro.
Gombrowicz emprende desde la ciudad de Mendoza la expedición al Aconcagua. A medida que el coche sube por caminos empinados se va desorientando con las perspectivas gigantescas que le ofrece la cordillera de los Andes, el aire se vuelve denso y lo empieza a embriagar. “¡Ay, si pudiera embriagarme hasta perder el conocimiento! ¡Ay, si pudiera tomar siquiera una copa! (...)”

“Ya que todos los precipicios que he contemplado con terror a lo largo de mi vida se reducen a unos huecos de nada en comparación con lo que surge ahora justo a mi lado, a un palmo de las ruedas del coche, y que ya prácticamente deja de ser un precipicio y se convierte en el espacio que se lanza vertiginosamente hacia abajo, casi gritando, y es tan amenazador, que el cuello se crispa y el corazón sube hasta la garganta”
Entre las paredes rocosas surgen valles, gargantas y laderas encadenados a un precipicio que produce pánico, es un movimiento detenido, esa inmovilidad del movimiento es la misma que Gombrowicz había observado en el Tatra, en los Alpes y en los Pirineos, pero esa tensión del movimiento era más fuerte en los Andes. “¡Helo aquí: el corazón de las montañas! ¡Helo aquí: el Aconcagua, como perdido entre otras cumbres!”

Esa inmensidad exigía una confirmación intelectual, era grandiosa, pero su grandeza, igual que la de las obras de arte, era domada por la armonía de las proporciones perfectas y por esa razón dejaba de existir. Si Polonia tuviera el Aconcagua, los polacos se conmoverían, estarían orgullosos y felices, con un recogimiento religioso mirarían sus cimas como algo propio, la polonidad de ese paisaje sería su mayor encanto.
En la Argentina no ocurre nada parecido, nadie piensa que la segunda cumbre en la altura del mundo es argentina. Gombrowicz vuelve a descubrir aquí hasta qué punto los argentinos son imperialistas y con qué fuerza está arraigada en ellos la conciencia de su destino a escala intercontinental. En la Argentina Gombrowicz se siente ciudadano del mundo y tiene el presentimiento de desempeñar un papel mundial...

El nacionalismo de aquí a menudo adquiere formas grotescas, pero se limita a manifestarse en el campo de la política; en la vida cotidiana, en la convivencia con la naturaleza, el sentimiento argentino es de amplias miras y respira como esas montañas que, con su inmensidad, derrumban las fronteras del Estado y se convierten en la propiedad de América.
“Si la geografía condiciona el espíritu humano, el espíritu humano de Polonia debería ser mezquino, estrecho, retrógrado... Pero, ¿acaso el espíritu no parece a veces querer llevar la contraria? ¿No resulta antinómico? ¿Acaso no es capaz de superase a sí mismo? En mi opinión, Polonia debería sentir la llamada del más extremo universalismo, porque sólo así podrá compensar su situación geográfica”

Los pulmones por fin le impiden a Gombrowicz regresar a la Argentina y escribir una obra que ya tenía en la cabeza. El asma que lleva de la Argentina y el hábito de fumar que no abandona hicieron fracasar los tratamientos que le hacían para restablecer sus vías respiratorias. Fue perdiendo el aire poco a poco a pesar de la cortisona que le aplicaban diariamente.
No podía hablar en forma continua y por eso tuvo que escribir las entrevistas con el Hasídico, pues no pudo grabarlas. Por la misma razón Gombrowicz tampoco pudo escribir una obra que había concebido para encontrarle una forma al dolor, la enfermedad se lo impidió. Los protagonistas, un hombre y una mosca, siguen la fantasía que se le había formado a Gombrowicz en relación con los cuartetos de Beethoven.

El dolor más evidente y el que se le manifestaba con mayor frecuencia en la época que lo conocí era el que le producía el asma que más de una vez lo acercó a la idea del suicidio. En la mayor parte de su vida estuvo protegido de los dolores sociales que algunas veces producen el matrimonio y el trabajo, aunque en ocho de los veinticuatro años que vivió en la Argentina tuvo que afrontar la miseria.
Sin embargo se puede decir que los dolores que contabilizó Gombrowicz en su obra tienen un alcance más extendido. “Mi vida se hace cada día menos agradable, mi organismo se debilita, el asma me cansa muchísimo y últimamente apareció también una úlcera de estómago que me obligó a dejar la cortizona. Desde que dejé la Argentina me siento cada día un poco peor (...)”

“Creo que ya les mencioné que es conveniente tener preparada una salida por cualquier cosa. Soy bastante cobarde y no puedo pegarme un tiro en la cabeza pero pienso sin embargo que podría matarme con una preparación adecuada. Lamentablemente el asunto no es fácil. Las píldoras para dormir, el gas, y otras cosas parecidas no me despiertan confianza (...)”
“Me parece mejor el cianuro; si no me equivoco la muerte sobreviene entre los seis y los ocho minutos aunque ya en el primer momento se pierde el conocimiento. No obstante me faltan aquí amigos que puedan hacer algo por mí en este sentido. Pensé en ustedes, supongo que tienen alguna posibilidad de proporcionármelo o por lo menos de indicarme a alguna persona que me podría ayudar (...)”

“Estoy dispuesto a pagar cien dólares, o más. La forma de mandarlo es lo menos importante. Esta carta no es tan macabra como parece. Algunas veces es la mejor salida... Yo por el momento ni pienso en suicidarme pero prefiero tenerlo preparado para mi propia tranquilidad”. La provincia de Córdoba fue la representante montañosa más singular para Gombrowicz en la Argentina.
Aunque no está debidamente registrado ni en sus diarios ni en sus innumerables biografías hay que decir que Gombrowicz se encontró una vez con Neruda en una residencia cordobesa. En una de las vacaciones que Gombrowicz pasó en la ciudad de Córdoba se alojó en la residencia de un nuevo rico argentino que había llegado al lugar con unas monedas en el bolsillo.

En la actualidad poseía doscientos millones, un Rolls Royce, un yate, un avión y una piscina de tres plantas que se adaptaban a cada nivel del terreno. “Soporto mal la riqueza, la brutal preponderancia del dinero por lo general me ofende, de modo que interiormente me preparé para mostrarme disgustado y rebelde. Pero resultó que mi rebeldía estaba fuera de lugar”
Gombrowicz se fue dando cuenta de que en la mesa donde estaba cenando había una especie de sinceridad infantil y una falta absoluta de afectación y arrogancia. El dueño de la casa, a diferencia del tío en “Ferdydurke”, miraba sin temor a los criados, y eso porque aún hoy seguía trabajando duro, probablemente más duro que sus propios sirvientes.

No había reticencias entre el magnate y los empleados, la situación era evidente para todos, en la vida unos tienen suerte y otros no la tienen. “Es cierto que en la Argentina, y quizás en toda América, se da menos importancia al dinero que en Europa. El dinero es más ligero. Es más inocente. Tiene menos pretensiones. Y cambia de manos con facilidad”
El vecino de mesa de Gombrowicz, un coronel simpático y conversador, le señala discretamente a un señor corpulento sentado junto a la señora de la casa: –Es Neruda. Y aquí comienza el desarrollo de un malentendido que tiene un final inesperado, como tantos otros finales inesperados que lo persiguieron a Gombrowicz durante el cuarto de siglo que vivió en la Argentina.

Neruda era un bardo comunista que tenía mucha suerte, pero el pobre Gombrowicz era un burgués instalado en el capitalismo que vivía apenas mejor que un obrero. El cantor del proletariado, censor de la explotación del hombre por el hombre, se revolcaba en millones largos gracias precisamente a su melopea revolucionaria recitada a los cuatro vientos.
“No hay mejor cosa que ser un poeta comunista en el podrido Occidente: se goza de una fama universal, también detrás del ‘telón de hierro’, se gana un montón de dinero y encima todos los placeres de ese capitalismo salvaje y podrido están a mano. Sin hablar de que una situación casi oficial te convierte en una especie de embajador o ministro itinerante”

Cuando se había realmente contrariado con todos estos pensamientos que le habían venido a la cabeza se la acerca la señora de la casa: –Señor Gombrowicz, el señor Neruda es un gran admirador suyo. Gombrowicz no comprendía nada, ¿cómo ese enemigo suyo podía ser su admirador? El coronel, muy nervioso, le da un codazo: –Es Neruda, pero no el que usted piensa. Es otro Neruda. Éste es del Chaco.
Gombrowicz juró para dentro de sí aprovechar la primera ocasión que se le presentara para vengarse de ese coronel gracioso, mientras tanto salieron a pasear por el campo. Pero, lamentablemente para Gombrowicz, la primera ocasión para hacer una nueva broma se le volvió a presentar al coronel. A la vuelta del paseo se sentaron en el salón, y como las puertas estaban abiertas se metió una serpiente.

“Perdí la conciencia de lo que pasaba conmigo y sólo al cabo de un rato constaté que estaba de pie sobre una frágil mesita de caoba: un milagro de equilibrio, que no sé cómo se produjo”. Antes de irse a dormir en la maravillosa residencia del magnate Gombrowicz fue víctima de otra broma del coronel. “El coronel me preguntó si me gustaba que me gastaran bromitas (...)”
“Le contesté que sí, que un hombre dotado de un sentido del humor como el mío puede deleitarse con cualquier bromita. El coronel se alejó un momento para beber agua, mientras yo pegaba un brinco impresionante, debajo de mi sillón se produjo un estallido ensordecedor. ¡Me había puesto un petardo!”


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