
 
WITOLD GOMBROWICZ Y EL GRITO DE LOS MUERTOS
Gombrowicz  anduvo siempre dando vueltas alrededor de la muerte utilizando como  instrumentos el yo y la forma. En el “Dante” empieza a subir por una  montaña de cadáveres mientras va pensando que nuestra convivencia con la  muerte es anormal e irreal, el pasado ya no existe, ni el pasado de los  siglos ni mi propio pasado. Con los restos del pasado se recrea una  existencia que se fue.
Convivir con el pasado significa aprehenderlo  sin pausa, convocarlo continuamente a la existencia, pero del pasado  sólo tenemos restos, es caótico, fragmentario y casual. Cada día mueren  cientos de miles de personas y nosotros no nos enteramos de nada, la  discreción de la muerte y de la enfermedad es realmente admirable, todo  ocurre  fuera de nosotros. La muerte es universal, imprecisa y no deja rastros. 
A pesar de la irrealidad de la muerte Gombrowicz, de vez en  cuando, escucha el grito de los muertos, en su propio oído o en el oído  de otros. “¡La ridiculez de Léon Bloy! Un día anota en su diario que en  la madrugada lo despertó un  grito terrible como llegado del infinito.  Convencido de que era el grito de un alma condenada, cayó de rodillas y  se sumió en una ferviente oración. Al día siguiente escribe: ‘Ah, ya sé  de quién era aquella alma’ (...)”
“‘La prensa informa que ayer murió  Alfred Jarry, justamente a la misma hora y en el mismo minuto en que a  mí me llegó aquel grito...’ Y para contraste, ¡la ridiculez de Alfred  Jarry! Para vengarse de Dios, pidió un palillo y murió hurgándose los  dientes. Lo prefiero a Bloy, a quien Dios proporcionó sobre todo una  magnífica superioridad absoluta sobre los demás mortales. Bloy vivía  gozosamente entregado al Todopoderoso (...)”
“¿Una razón  medieval? ¿Un alma medieval? En tiempo de Carlomagno el papel de la  intelligentsia era justamente opuesto al de hoy en día. En aquellos  tiempos el intelectual estaba subordinado al pensamiento colectivo de la  Iglesia, en cambio el hombre simple pensaba por su cuenta,  empíricamente y sin dogmas, en las cuestiones prácticas, en las  cuestiones de todos los días (...)”
“Hoy es todo lo contrario....,  la inteligencia se ha desencadenado y ya nada puede, como quiere el  comunismo. Si pudiera, aunque fuese por un segundo, abarcar la  totalidad. ¿Vivir siempre de fragmentos, migajas? ¿Concentrarme siempre  en una sola cosa, dejando escapar todas las demás? ¿De qué me sirve ese  Léon Bloy? Aunque...”. Las obras de Léon Bloy reflejan una  profundización de la devoción a la Iglesia católica.
La mayoría  de su creación en general manifiesta un gran deseo de lo  absoluto. Bloy conoce a una prostituta a la que convierte al  catolicismo y que gradualmente empieza a tener experiencias místicas y  revelaciones; el clímax de misticismo exacerbado, en un entorno de la  miseria material y de la soledad espiritual, y de anuncios apocalípticos  incumplidos culmina con la demencia completa de la prostituta y el  aplastamiento moral de Bloy.
Enemigo declarado del mundo burgués, y  de todos los valores que encarnaba el espíritu moderno, progreso,  democracia, ciencia, se lo suele emparentar en este aspecto con los  grandes artistas contestatarios de fines de siglo XIX: Nietzsche,  Dostoyevsky, Kierkegaard, Baudelaire. Gombrowicz sigue el camino de Léon  Bloy cuando se propone alcanzar la totalidad concentrándose en una sola  cosa.
En algunos asuntos, sigue el camino del grito de Alfred  Jarry, por ejemplo, con el grito de la hijita quemada de Simon y en  otros, como en el caso del tío Szymon, con un grito más  atenuado. En “Crimen premeditado” podemos encontrar algunas huellas de  la preferencia que tiene Gombrowicz por Bloy cuando lo compara con  Jarry. De la casa de Ignacio K. solicitaron la ayuda de un juez para  resolver un problema patrimonial.
El funcionario llegó a la noche,  lo atacaron los perros y tuvo que meterse de apuro en el coche.  Finalmente pudo anunciarse como el juez de instrucción H. y manifestar  el deseo de verse con el señor K. El joven Antonio lo hizo pasar y le  dijo que era hijo del anfitrión. Su hermana Cecilia, que los esperaba en  una sala pequeña, con excepción de una cara bonita, pertenecía a la  clase de las jóvenes carentes de reacciones, indiferentes y despistadas. 
Le dieron la bienvenida, estaban temerosos, pero no se sabía de  qué tenían miedo. El juez preguntó si el señor K se hallaba en casa y  los hermanos respondieron afirmativamente. La cena fue sombría, el  apetito del hambriento juez resultaba  extraño tanto a los hermanos como a Esteban, un criado. Cuando  terminaron de cenar entró la madre, la señora K., se sentó sin  pronunciar palabra.
Miró con severidad al juez y después de unos  minutos le comentó que quizás estuviera molesto por haber hecho un viaje  sin sentido puesto que su esposo había fallecido anoche. El juez muy  sorprendido le dio las condolencias y balbuceó algo referente al respeto  y aprecio que siempre había tenido por el difunto. El visitante estaba  acostumbrado a los cadáveres provenientes de los asesinatos.
Debido  a este circunstancia en vez de pedir permiso para ver al difunto, lo  pidió para ver el cadáver, una palabra que produjo un efecto  desafortunado. La viuda rompió a llorar y le tendió una mano que el juez  besó con humildad. El protagonista permaneció allí, mirando las manos  temblorosas de la señora sin que se le ocurriera nada, sintiendo que su  situación a cada minuto se volvía más  embarazosa.
La señora lo acompañó a ver a Ignacio. Mientras subían  al piso superior le comentaba que había sido un golpe terrible. Los  hijos estaban aturdidos y no decían nada, Antonio estaba disgustado con  la madre porque le temblaban las manos, la madre le decía al juez que su  hijo no debería haber tocado el cuerpo y esperaba que no enfermara por  haberlo tocado, sin embargo, algo se tenía que hacer, hubo que  arreglarlo.
Antonio no había llorado en ningún momento, la madre  le rogaba al cielo para que pudiera llorar. Cuando la viuda abrió la  puerta el juez se arrodilló e inclinó la cabeza sobre el pecho, el  muerto estaba en la cama tal como había fallecido. Su cara azul e  hinchada indicaba la muerte por asfixia, muy común en los ataques al  corazón. El juez se persignó, rezó una plegaria e hizo un comentario  sobre la nobleza de los rasgos del difunto.
Se volvió a arrodillar  otra vez a dos pasos de un cadáver que no  tenía derecho a tocar. Desde el mismo momento de llegada todo lo que  había hecho le resultaba falso y pretencioso, como la representación de  un actor mediocre. Cuando por fin se halló en su habitación se sacó el  cuello y lo arrojó al piso para pisotearlo, estaba furioso, sentía que  lo estaban poniendo en ridículo.
Aquella mujer malvada había  preparado todo muy hábilmente. La viuda le exigía que le rinda homenaje,  que le bese las manos, que tenga sentimientos. Le daba rabia que no  hubieran tenido en cuenta su carácter de juez de instrucción y que en la  casa había un cadáver, y que una cosa debía estar relacionada con la  otra, un huésped que accidentalmente resulta ser un juez de instrucción.
A  este juez de instrucción no le envían el coche y se resisten a abrirle  la puerta. A alguien le molestaba la presencia del juez, lo obligaban a  arrodillarse y a besar manos con el pretexto de que el finado había  muerto de muerte  natural. Había algo irregular en todo eso. El funcionario echó mano a  toda la agudeza de que disponía y empezó a establecer la cadena de  hechos, a construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas.
A  la mañana siguiente el juez se puso a hablar con el otro criado. El  criado le confirmó que Ignacio había muerto efectivamente en la  habitación de arriba, también le dijo que Esteban dormía con el  mayordomo en un cuarto junto a la cocina, y que él dormía en la  despensa, que la señora dormía con el señor pero una semana antes de la  muerte se había mudado al cuarto de la hija, y que Antonio dormía en la  planta baja junto al comedor.
Le resultó extraño lo de la mudanza de  la esposa pero se propuso no sacar conclusiones apresuradas. Cuando la  viuda le preguntó si ya se iba le respondió que le gustaría quedarse un  poco más. La viuda murmuró algo sobre el traslado del cadáver y le  preguntó con poca convicción si  estaría presente en el funeral. El juez le respondió que sí, que era un  gran honor para él estar presente y le pidió permiso para ver el  cadáver otra vez.
A juzgar por las evidencias el hombre había  muerto de muerte natural, sin embargo, se acercó al lecho y tocó el  cuello del cadáver con un dedo. La viuda se alarmó pero el juez siguió  revisando el cuello y examinado toda la habitación, escrupulosamente. Lo  único que desentonaba en el conjunto era una enorme cucaracha muerta.  Finalmente el juez se decide y le pregunta a la viuda por qué se había  mudado a la habitación de la hija.
La viuda le responde ofendida que  se había mudado porque su hijo se lo había recomendado, para que  Ignacio tuviera más aire pues ya se había estado asfixiando durante todo  una noche. La mujer está preocupada, el juez le pide que no trasladen  el cadáver hasta el día siguiente, ella se yergue, lo desafía con la  mirada y abandona la  habitación. Pero, nada, sólo la cucaracha aplastada junto al tocador.
Parecía  como si el cadáver, contemplando el cielo, estuviera diciendo que había  muerto de un ataque cardíaco. El juez salió de su habitación para dar  un paseo alrededor de la casa. Cuando entró al comedor Cecilia y Antonio  se alejaron rápidamente mientras los sirvientes preparaban la mesa para  el almuerzo. La señora estaba aterrorizada y le preguntó a la hija si  el juez ya se había ido.
No comprendía qué andaba buscando, que  Antonio no lo iba a tolerar porque estaba cometiendo una injuria. Cuando  el juez le pregunta a Antonio si lo quería al padre, le responde que lo  quería bastante y que el día de la muerte había dormido en su  habitación de la planta baja. Mientras el juez se lavaba las manos en su  cuarto entró el mismo criado de la mañana para preguntarle si  necesitaba algo.
Le contó que la noche de la muerte del señor  Ignacio, Antonio lo  había encerrado con llave en la despensa, no estaba dormido a pesar de  que era la medianoche y lo había escuchado, le pidió al juez que por  favor no comentara esto. Pero si en el tribunal le hubieran preguntado  al juez en qué se basaba para afirmar que ese hombre había sido  asesinado, tendría que haber respondido, que en el comportamiento  extraño del hijo.
También en que todos se comportaban como si lo  hubieran asesinado aunque la autopsia hubiera demostrado que había  muerto de un ataque cardíaco. En la mesa el juez se mandó una larga  perorata sobre la naturaleza del crimen, el crimen real lo comete  siempre el espíritu, los detalles son las formalidades médicas y  judiciales, los detalles son externos. De pronto, la viuda, pálida como  la muerte, arrojó su servilleta.
Con las manos más temblorosas  que de costumbre, se levantó de la mesa exclamando que era un malvado.  El juez le responde que si él era un malvado que le explicara  entonces por qué habían cerrado la puerta con llave, pensando en la  puerta de despensa, la noche de la muerte de Ignacio. Cecilia dice que  fue ella, la madre aclara que ella se lo ordenó, pero se referían a la  puerta del cuarto de ellas y no a la puerta de la despensa.
Antonio  manifestó que no podía decir porque había cerrado la puerta y abandonó  el comedor. El juez pensó que el cadáver debía haberle preocupado a esa  banda de asesinos. A la medianoche Antonio golpeó su puerta y el juez lo  hizo entrar, entonces el joven le dice que o se iba inmediatamente de  la casa o le hablaba con claridad sobre qué es lo que estaba haciendo.
El  juez se decide y le dice que está pensando que su padre había sido  estrangulado. Se ponen a reflexionar entre los dos y concluyen que nadie  pudo haber entrado a la casa desde afuera así que sólo existían seis  sospechosos, tres de la familia y tres de la servidumbre. Pero el paso  de los sirvientes  había sido cerrado por Antonio, y Antonio no sabía por qué lo había  hecho.
Como la madre y la hermana también habían cerrado la puerta  de su cuarto sin saber por qué, el único sospechosos que quedaba era  Antonio. Otra cuestión que lo volvía sospechoso es que no había llorado,  y que se sentía feliz por la muerte de su padre. Pero nadie había  estado en el cuarto de Ignacio porque Antonio, no sólo había cerrado la  puerta de la despensa, sino también la de su propia habitación.
Antonio  murmuraba que como todos temían que el padre se muriera, posiblemente,  por miedo y por pudor se habían encerrado con llave. En fin, porque  todos querían que Ignacio resolviera por su cuenta sus asuntos. Cuando  el juez se estaba preguntando quién lo habría hecho entonces, Antonio se  quebró y le confesó que lo había hecho él, que lo había hecho  maquinalmente, sin pensarlo, que en un minuto lo había estrangulado.
Después  había  regresado a su cuarto y se había dormido profundamente. El juez le hizo  ver que, sin embargo, existía una pequeña dificultad, una pequeña  formalidad nada importante: el cuello no revelaba huella alguna de  estrangulación, el cuello no había sido tocado. Dicho esto se deslizó  por la puerta entreabierta y se fue a esconder en el guardarropa del  cuarto donde yacía el cadáver. Esperó largo rato hasta que, finalmente,  la puerta se abrió.
Alguien se deslizó en el interior y  enseguida escuchó un ruido espantoso, la cama crujió estruendosamente,  después los pasos se retiraron sigilosamente. Luego de una hora el juez  salió del escondite, las sábanas que cubrían el cadáver estaban  revueltas, el cuerpo yacía ahora en diagonal y en el cuello aparecían,  nítidas, las impresiones de diez dedos. Las formalidades se habían  cumplido ex post facto.
Los peritos no quedaron conformes con las  huellas dactilares, alegaron que había algo que  no era del todo normal, sin embargo esas huellas fueron tomadas, junto a  la confesión del asesino, como una base legal necesaria y suficiente.  “¿Podré morir como los demás, y cuál será después mi suerte? Entre la  gente que huye de sí misma, yo sigo concentrado en mi persona. Me  agiganto, ¿hasta qué límites? ¿Acaso es malsano? (...)”
“¿Hasta  qué punto y en qué medida es malsano? A veces sospecho que la función de  agigantarme a la que me abandono no es indiferente a la naturaleza,  constituye algo así como una provocación. ¿No habré tocado algo  fundamental en mi actitud ante las fuerzas naturales y no será después  mi suerte  diferente por haber obrado conmigo mismo de una forma  distinta que los demás?”.
Con este procedimiento Gombrowicz  pretendía asegurarse para después de muerto una situación parecida a la  del tío Szymon, que salió de la tumba para tomar un té con la familia,  pero con un grito mucho  más atenuado que el de la hijita quemada de Simón. Gombrowicz relata lo  que en su juventud le había contado una amiga de Wsola, en la casa de  su hermano Jerzy.
Mientras estábamos merendando en la terraza  apareció el tío Szymon; –¿Pero, cómo?, si Szymon hace cinco años que  yace bajo tierra; –Exacto, vino del cementerio con el mismo traje con  que lo enterramos, saludó a todos los presentes, se sentó, tomó un té,  charló un poco sobre las cosechas y se volvió al cementerio. ¿Cómo? ¿Y  vosotros qué hicisteis?; –Nada, qué puede hacerse, querido, ante  semejante insolencia.
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