miércoles, 28 de julio de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, BEETHOVEN Y LA MANO

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ, BEETHOVEN Y LA MANO



“En cuanto a Beethoven, también yo estoy un poco harto de esas sinfonías, su orquesta no es capaz de absorberme y acosarme del todo; pero sus cuartetos del último período, cuyo lenguaje es difícil, esos sonidos que rozan el límite y hasta lo sobrepasan... ¡Oh, décimo cuarto cuarteto! Si te escucho con tanta emoción, es probablemente porque abundas tanto en gozos sensuales de la forma como en violencia ejercida sobre esta forma (...)”
“Abundas en nombre de, iba a decir en nombre del Espíritu, pero diré en nombre del creador. Porque mientras los cuatro instrumentos del décimo cuarto, cumbre y corona de todos los cuartetos, cantando al unísono, a cada instante alcanza las más embriagadoras armonías y se retuercen en modulaciones voluptuosas, al mismo tiempo, a cada instante, una mano severa y hasta brutal y despiadada viola este deleite (...)”

“Te obliga a saltos repentinos y a una dura economía de la expresión, vuelta hacia la esfera de la metafísica, ascética, extendida entre los registros más altos y más bajos, que aspira a una realización más elevada y más lejana. De pronto todo ha callado. El disco se ha acabado. Punto. Tengo necesidad de un café. Tomaba café, comía unos croissants. Y algo más (...)”
“Cuando el mozo se acercó para preguntar qué deseaba, su mano pendía, silenciosa, escondida, secreta, y desocupada, hasta que, sin saber en qué pensar, pensé en un arbusto que había estado observando un día en no sé qué estación, desde la ventanilla de un tren. Esa mano me asaltó de repente en el silencio que se interpuso entre nosotros... Final. Punto”

En un mismo pasaje de los diarios Gombrowicz manifiesta la importancia que le da a Beethoven y a las manos. “Maneras de escuchar los cuartetos de Beethoven. A veces trato de relacionarlos con una edad diferente e incluso con el otro sexo. Intento imaginarme que el do sostenido menor fue compuesto por un niño de diez años o por una mujer. También trato de escuchar el cuarto como si estuviera compuesto después del décimo tercero (...)”
“Para adquirir una relación personal con cada uno de los instrumentos, me imagino que soy el primer violín, que Quilomboflor toca la viola, que Goma sostiene el violoncelo y Beduino el segundo violín”. Como expresión del hombre Gombrowicz le reservó siempre un lugar especial a la música y a los sueños. La música rehumaniza la descomposición formal con mayor fuerza que la literatura.

Es por eso que su efecto es más poderoso que el del resto de las artes. La crítica a la música que realiza Gombrowicz se refiere más bien a sus manifestaciones sociales, a la mistificación y a la falsedad que rodean a las representaciones en los teatros de ópera y de conciertos, al valor derivado e inauténtico de los ejecutantes y de los directores, y no a la música misma.
Después de su ocupación habitual que era la literatura, las pasiones predominantes de Gombrowicz eran la filosofía y la música. Poco después de despacharlo a Milosz en las primeras páginas del “Diario” se ocupa de un concierto en el Teatro Colón, es el primer escenario de la Argentina que aparece en los diarios. Un pianista alemán galopaba acompañado por la orquesta.

Termina de galopar, lo aplauden y el jinete baja del caballo, hace reverencias secándose la frente con un pañuelo. “A la vista de tantos solícitos homenajes podía parecer que no habría una mayor diferencia entre su fama y la de Beethoven, su nombre también estaba en los labios de todos y era un artista igual que él... Y sin embargo... sin embargo... ¿era famoso como Beethoven o como las hojitas de afeitar de Gillet? (...)”
“¡Qué diferente es la fama por la que se paga de la fama con la que se gana! Pero él era demasiado débil para oponerse al mecanismo que lo ensalzaba, no había que esperar resistencia de su parte. Bailaba al son que le tocaban. Y tocaba para el baile de quienes bailaban a su alrededor”. Las características sociales de la música tienen representaciones que se manifiestan en grandes cantidades.

Cantidades de orquestas, salas, virtuosos, viajes, academias, festivales, concursos, técnicos, teóricos, ingenieros, creadores y críticos, se cuentan de a miles. El escándalo causado por la cantidad no sólo alcanza a los virtuosos y a las orquestas de conciertos sino también a sus mismísimos creadores. Durante muchos años Gombrowicz había perdido el contacto con la música.
Con anterioridad a la compra del Ken Brown, un reproductor de discos, nuestras conversaciones con él poco tenían que ver con la músi-ca misma: el concierto para piano que dio en Sal-sipuedes en el que aporreó las teclas, a pesar de que no sabía distinguir una negra de una corchea; los auxilios financieros del inolvidable Karol Szymanowski, el príncipe de los putos, según declaraba con entonación, y poca cosa más.

Pero Gombrowicz anda-ba a la búsqueda de algo más duradero, unos nuevos temas para su “Diario”, ya que lo que había escrito sobre la música hasta ese entonces se re-fería más bien a sus manifestaciones sociales, a la mistificación y a la falsedad que rodean a las representaciones en los teatros de ópe-ra y de conciertos, al valor derivado e inauténtico de los ejecutantes y directores, y no a la música misma.
La pieza de Venezuela era muy antigua y tenía suministro de corriente continua, así que cuando Gom-browicz enchufó el Ken Brown por primera vez, un aparato de corriente alternada, la pick-up le explo-tó en las manos. Llegó a adquirir una gran facilidad para referirse a los aspectos técnicos de la música, un conocimiento apócrifo que utilizaba para lucirse e incomodar a los demás.

Mientras el público escuchaba con atención un concierto en la Facultad de Derecho, Gombrowicz sacó un gotero del bolsillo, lo ascendió cuan-to pudo con el brazo bien extendido y empezó a descolgarse gotas en la nariz desde lo alto, haciendo todos los aspavientos posibles para llamar la atención. Cuando terminó el concierto fuimos a ver al direc-tor polaco, Stanislaw Skrowaczewski.
Habló un rato con el director incomodado por el placer doloroso de la confrontación, acordaron un encuentro para el día siguien-te y nos fuimos. Después de un tiempo le pregunté a Gombrowicz qué le había pare-cido nuestra orquesta al maestro polaco: –Vea, no quiero desanimarlo, me dijo que tiene el nivel, más o menos, de las bandas de música que tocan en las plazas de Varsovia.

Los cuartetos de Beethoven eran para Gombrowicz la cumbre prodigiosa de la música, y la música, el efecto más poderoso y penetrante con el que las bellas artes alcanzan el alma. A parte del placer que le producía, Gombrowicz encontraba en los cuartetos una estructura espiritual que se correspondía profundamente con el arte de composición literaria a la que ponía en práctica en todas sus obras.
En la variedad de temas que Gombrowicz aborda en los diarios está incluida su sabiduría filosófico musical, pero su obra artística no la incluye, por lo menos no la incluye a primera vista. Hay que decir no obstante que las estructuras musicales y el pensamiento fundamental están presentes en el momento de la creación, pero Gombrowicz se ocupa de cubrir su presencia con el lenguaje.

A veces utiliza el sistema de la grilla que se aplica sobre un texto legible para hacer surgir un código, otras el método del pintor que primero hace un cuadro realista y después oculta su legibilidad, y también el procedimiento que utilizan los animales para ocultar sus excrementos. En la música que escuchaba no es razonable investigar cuál es la referencia al mundo de esas melodías y armonías, como lo hacen la pintura y la literatura.
Todos los acontecimientos posibles de la vida se realizan en ella, sin embargo, no puede encontrase parecido entre la música y las cosas que pasan por nuestra mente cuando la escuchamos, es expresiva y elocuente pero no describe nada al margen de ella misma. El hombre encuentra en la música su más auténtica y completa expresión artística, su lado íntimo y del mundo en general.

El verdadero carácter de la melodía refleja la naturaleza eterna de la vida humana, que desea, se satisface, y vuelve a desear, desea otra vez, una particularidad que describe Schopenhauer con palabras profundas y hermosas. “Por consiguiente, la música no es en modo alguno la copia de las Ideas, sino de la voluntad misma, cuya objetividad está constituida por las Ideas (...)”
“Por esto mismo, el efecto de la música es mucho más po-deroso y penetrante que el del resto de las bellas artes, pues éstas solo nos reproducen sombras, mientras que ella, esencias”. Gombrowicz no utiliza las estructuras musicales tan sólo para ordenar su creación literaria, sino también como elemento de hechizo, para seducir a los lectores. “¡Qué descaro de mi parte recurrir a unos temas tan fascinantes y melodiosos! (...)”

“Sobre todo hoy, cuando la música moderna le teme a la melodía, cuando el compositor, antes de utilizarla, tiene que despojarla de toda su atracción, volverla árida. Lo mismo ocurre con la literatura: un escritor moderno que se respete evita toda suerte de cebos, es difícil y prefiere repeler antes que tentar. ¿Y yo? Yo hago justamente lo contrario, meto en la obra todos los sabores más sabrosos, los encantos más encantadores (...)”
“La relleno de bellezas y excitaciones, no quiero una escritura árida, sin hechizo... Busco las melodías más cautivadoras... para llegar, si lo consigo, a algo todavía más seductor”. Teníamos absolutamente prohibido tararear, canturrear o silbar mientras escuchábamos música junto a Gombrowicz. Él, en cambio, se permitía algunas cosas que a nosotros nos resultaban extrañas.

Hacía unas muecas espantosas con la boca, levantaba los codos con los brazos flexionados y las manos crispadas, siguiendo los compases de la música, aleteando como un pájaro herido que no puede levantar vuelo. A veces dejaba escapar unos chirridos muy desagradable entre los dientes. Había muchas protestas: –Vean, yo sigo la línea fundamental, como los grandes directores, los detalles no me preocupan.
Gombrowicz tenía una actitud verdaderamente religiosa con la música, era enormemente sensible a al lenguaje musical al que consideraba como la manifestación más esencial del arte. Bach, que representa al género abstracto, con una línea melódica que le recordaba el sonido de una máquina de coser, condujo al fracaso el desarrollo de la música según el juicio de Gombrowicz.

La admiración que despierta Bach y el placer que produce son equivalentes a los que se obtienen de la resolución de un problema matemático. Bach instruye con sus Brandenburgueses a los asesinos del canto. De Beethoven, en cambio, emana un placer inmenso, la sensualidad de la forma y la violencia ejercida contra ella lo ponen de inmediato en la esfera metafísica.
Hay una facilidad en la aproximación a Beethoven que le llamaba la atención. En el arte nada es tan difícil como la facilidad, pues su desarrollo es contrario a esta facilidad, el esfuerzo por mantenerla viva es contrario a la evolución natural del arte, y su existencia sólo es posible si detrás de la música se oculta un trabajo gigantesco de composición con la forma.

Beethoven parece fácil y, sin embargo, es el más difícil de todos: encontró un lenguaje musical ya hecho, lo unió a la naturaleza e inventó un idioma nuevo que durará por muchos siglos. A Gombrowicz le resultan muy extraños los juicios de Nietzsche y de Ortega sobre Beethoven. El alemán lo compara con Goethe y el español con Bach, en ambos casos la música del genio de Bonn aparece como un producto de sentimientos rústicos.
Beethoven era un ser desgraciado, pero supo expresar en su arte la salud y el equilibrio porque no los tenía. Gombrowicz atribuía a esta antinomia la máxima importancia. El artista debe compensar sus desórdenes con la disciplina y el rigor. “Ya es hora de responder a la pregunta: ¿por qué se quiere destruir a Beethoven, por qué se permite cualquier tontería siempre que sea antibeethoveniana?

“¿Por qué se ha urdido una red de alabanzas ingenuas y acusaciones igualmente ingenuas con la intención de ahogarlo? ¿Tal vez porque Beethoven no gusta? Es justamente por lo contrario: porque es la única música que realmente le ha salido bien a la humanidad, la única encantadora”. En el prólogo de “Gombrowicz, este hombre me causa problemas” enuncié el canon del treinta por ciento, canon con el que me manejo para leer.
Ha llegado el momento entonces de que enuncie los tres principios con los que me manejo para escribir, principios que tienen la particularidad de que no se pueden usar al mismo tiempo, o uno u otro, porque son excluyentes. Primero. Nadie lee nada de nada. Segundo. Algunos leen pero no entienden nada. Tercero. Algunos entienden pero se olvidan enseguida.

Una noche charlábamos en el Rex de un problema que tenía cierta importancia, pero de repente yo tomé la palabra y empecé a hablar apasionadamente de una cuestión que carecía por completo de interés: –Gómez, no veo por qué usted habla con tanto entusiasmo de un asunto insignificante; –Vea, Gombrowicz, si hablara sin ningún entusiasmo nadie me escucharía.
Gombrowicz no era muy entusiasta que digamos pero se obsesionaba frecuentemente con temas laterales. “Yo miro esta mesa y me fijo en el cenicero. Si me fijo sólo una vez no pasa nada. Pero si vuelvo al cenicero y lo miro otra vez, entonces me voy a preguntar por qué el cenicero se ha convertido en un objeto más interesante que los demás. Y si vuelvo a mirarlo una tercera y una cuarta vez, el cenicero se convierte en un objeto decisivo (...)”

“Por la repetición de un acto de conciencia se llega a dar una importancia terrible a una cosa que no tiene aspecto de ser tan importante. Esta emboscada de la conciencia tiene una gran importancia en mis obras”. En el segundo intento que hizo con un tipo de historias a las que podríamos considerar al margen de la literatura, valiéndose de un tema de tan poco interés como el de mi charla apasionada en el Rex, utilizó una mano.
Pero mientras yo trataba de despertar la atención de los demás solamente con mi entusiasmo, Gombrowicz lo despierta con la maestría que tiene para sacarle jugo a las mismísimas piedras. La ciencia es un sistema general construido para estudiar los caracteres similares de los fenómenos y sus relaciones, siendo algunos de sus productos de una gran utilidad.

Ninguna persona en su sano juicio puede prescindir de ellos pero hay que tratar de que no se conviertan en un alimento único. La ciencia es, entonces, un conocimiento racional y útil, mientras que el arte es un orden gratuito que busca la distracción y el goce estético. Aunque pudiera parecer lo contrario, los objetos detrás de los cuales van la ciencia y el arte a veces se manifiestan como deseos simultáneos y vehementes en una misma cabeza.
Los milagros son fenómenos sorprendentes de la naturaleza contra los que la ciencia se rompe la cabeza mientras el arte suele tener con ellos una actitud ambivalente. Uno de los lugares preferidos por Gombrowicz para hacer milagros diabólicos era el café Querandí. “Yo miro esta mesa y me fijo en una de mis manos apoyada sobre ella. Si me fijo sólo una vez no pasa nada (...)”

“Pero si vuelvo a la mano y la miro otra vez, entonces me voy a preguntar por qué la mano se está convirtiendo en un objeto más interesante que los demás. Y si vuelvo a mirarla una tercera, una cuarta y una quinta vez, la mano se convierte en un objeto decisivo. Por la repetición de un acto de conciencia se llega a dar una importancia terrible a una cosa que no tiene aspecto de ser tan importante (...)”
“Esta emboscada de la conciencia tiene una gran importancia en mis obras”. La relación que Gombrowicz tenía con los sentimientos lo predispuso desde joven a realizar experimentos, los experimentos que hace con las manos son memorables. Gombrowicz tenía una gran maestría para animar a los seres sin alma. A las diez de la mañana, después de haber escuchado un cuarteto de Beethoven, estaba tomando un café en el Querandí.

El mozo se le acerca y Gombrowicz empieza a ponerle atención a su mano que cuelga silenciosa, secreta y desocupada pero, de pronto, sin saber por qué, sus pensamientos vuelan hacia un árbol que había visto una vez desde la ventanilla del tren. “Sí, me sucede con frecuencia. Observo un árbol. Cuando ya lo he observado una vez, vuelvo a ese árbol, que por esta razón, se hace más fuerte que los demás (...)”
“Es algo que se organiza al margen de mi voluntad, pero creo que a todo el mundo le ocurre lo mismo”. Los árboles y los arbustos le despertaban un especial interés, también es por un arbusto que me pregunta a mí en Piriápolis cuando andaba buscando inspiraciones para “Cosmos”. Pero volvamos al Querandí. La mano del mozo lo había asaltado de repente en medio del silencio.

Al volver a su casa la mano ya no estaba con él, pero una lectura que estaba haciendo de la conferencia de Heidegger sobre Zarathustra le inyectó a la mano una nueva dosis de existencia. La idea que lo llevó nuevamente al café fue la del eterno retorno. Mientras se preguntaba si debía preparar la ropa para lavar, en el mismo momento, ese ser de Nietzsche que venía desde los primeros orígenes hasta las últimas realizaciones, estaba con él.
Un ser representante de la amargura, la furia y el silencio de humanidad. Silencioso como la mano del mozo. ¿Qué estaría haciendo la mano en el Querandí mientras Gombrowicz estaba en casa? Si dejara de pensar en la mano del mozo la mano se disiparía en la facilidad de la nada, pero la mano volvía a él porque el había vuelto a ella con Nietzsche, y un poco después con la mano del Embajador de Polonia con quien estaba conversando ahora.

Miraba esa mano diplomática apoyada el brazo del sillón, pero no era ésa la mano, sino aquella otra abandonada allá en el Querandí, como un punto de referencia. Gombrowicz empieza a tener miedo del diablo, un sentimiento extraño para un incrédulo como lo era él, pero la presencia del mal convertía su ser en una existencia azarosa, inquietante y susceptible del diabolismo.
Le resultaba difícil aceptar cualquier tipo de certeza en un asunto en el que la falta de datos tenía el mismo significado que su abundancia. Su propia mano descansaba tranquila en el bolsillo, también descansaban tranquilas las manos sobre las rodillas de los automovilistas que corrían en sus coches. ¿Y la mano del Querandí qué estaría haciendo? Estaba vagabundeando en la periferia de sus límites en busca de no se sabe qué.

¿Y si Gombrowicz de repente se arrodillara ante la mano? Sería un intento fallido, como siempre, de construir un altar cualquiera. Una desesperación por agarrase de algo, de la mano del mozo del café Querandí. Más tarde, en el restaurante Sorrento, se le acercó el mozo, también con una mano desocupada igual que en el Querandí, una mano que sólo era importante porque no era aquélla.
Está adorando un objeto que él mismo enaltece. Se arrodilla frente a un objeto que no tiene derecho a exigir que se postren ante él. El ponerse de rodillas sólo depende de Gombrowicz. Escogió esa mano del Querandí para agarrarse de algo, para tener un punto de referencia. Pero no quiere que la mano haga algo con él, o de él. Ya es de noche, llega a un café de Lavalle y San Martín.

Discute conmigo sobre el tema de Raskólnikov. Su punto de vista es que en “Crimen y Castigo” no existe un drama de conciencia en el sentido clásico de la palabra. El juicio de Raskólnikov no es de su conciencia, es un juicio surgido de un reflejo, un juicio de espejo. Este tipo de reflejo se convierte también en un mecanismo que nos lleva a decir lo que nos pasa por la cabeza.
Esta conciencia de espejo es como fijar la mano del Querandí en alguna parte, fuera de nosotros, por la fuerza de un reflejo. Así como se construía la conciencia de Raskólnikov, se le estaba construyendo esa mano a Gombrowicz. Esa mano se ha convertido en un parásito, ahora se está alimentando de Dostoievski, no parará hasta chupar de Gombrowicz todas las palabras que necesite.

Llegó la medianoche, habían pasado catorce horas desde el comienzo de la aventura. ¿Dónde estará la mano en ese momento? ¿Todavía en el Querandí? ¿Descansará en alguna almohada y se habrá puesto a dormir? “Me pareció tranquila al verla por primera vez en el Querandí... , pero se ha vuelto cada vez más posesiva... , y yo mismo ya no sé qué es la que podría frenarla allá, en la periferia... , donde está mi límite”



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