viernes, 11 de junio de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, LA INMENSIDAD Y LA GRANDEZA

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ, LA INMENSIDAD Y LA GRANDEZA



“Camino hacia el sur apenas me detuve en Buenos. Debía ir a la estancia de Wladyslaw Jankowski, cerca de Necochea. Pero Odyniec me metió en el coche y me llevó a Mar del Plata. Tras ocho horas de viaje, he aquí la ciudad, y de pronto, a un lado, a la izquierda y visto desde lo alto, el océano. Nos adentramos en las calles y por fin llegamos a la quinta. Ya lo conozco (...)”
“Enormes y susurrantes árboles en el jardín, perros y cactos. Árboles frutales. Casi el campo. Estoy solo en este Jocaral (así se llama la quinta), me levanto a las nueve. Después de la cena leo ‘La pésanteur et la grâace’, de Simone Weil. Por su inmensidad Mar del Plata es un fenómeno excepcional a nivel mundial. Las diversas Ostendes parecen simples aldeas en comparación con este balneario (...)”

“Durante el sueño del invierno, cuenta con más de medio millón de habitantes, o sea que es una ciudad grande, y en verano se hincha con un millón de turistas, sobre todo de Buenos Aires. Desde las colinas la vista de las playas es imponente. Allá abajo hay más de diez playas invadidas por multitudes, erizadas de cabinas y banderas; en un espacio de muchos kilómetros se extienden playas y más playas (...)”
“En estas playas encontramos pastelerías, bares, centros de baño y deportes, clubes, estaciones de servicio para los coches, parasoles, mesitas, sillas, todo para la playa; de hecho, es una segunda ciudad, frívola y bañada por la espuma, que ha surgido a los pies de la primera. Y detrás de las playas, sobre la alta orilla, sobre las rocas y colinas, se yerguen orgullosos hoteles (...)”

“Estos hoteles nada tienen que envidiar a los mejores de Buenos Aires, se abren también unas avenidas llenas de pensiones. Coches, motos, motocicletas, helicópteros, vehículos deportivos de las más diversas formas y tamaños, por ejemplo, un ómnibus anfibio que con toda la tranquilidad del mundo se mete en el agua y navega espléndidamente, o pequeños trenes para niños (...)”
“Todo eso se mueve, toca la bocina, se precipita y, sobre todo, se agolpa. Mar del Plata no es ningún remanso”. Mar del Plata se me presenta, en relación con Gombrowicz, como una representante de la tortura, de la ruptura, de la mundología y del diabolismo. La tortura. El transcurso de las horas en el empleo del Banco Polaco alcanzó en Gombrowicz una dimensión metafísica.

Todas las horas eran terribles para este bancario ilustre, las más singulares, la de entrada y la de salida. Como no soportaba al banco ni a nada de lo que ocurriera dentro de él, el tiempo no le pasaba nunca. Para mitigar la angustia se imaginaba un viaje a Mar del Plata, a determinada hora calculaba que estaba promediando el viaje, más o menos había llegado a Maipú, ya más cerca del destino final y, en su caso, de la salida del banco.
“Ante mí –nada, ninguna esperanza. Para mí todo ha terminado, nada quiere comenzar. ¿Mi balance? Después de tantos años, llenos a pesar de todo de esfuerzo intenso y de trabajo, ¿qué soy? Un empleadillo del Banco Polaco, asesinado por siete horas pasadas diariamente ocupándome de papelejos, estrangulado en todas sus empresas de escritor. Nada, no puedo escribir nada aparte de este Diario”
La parálisis que se apoderaba de Gombrowicz en la oficina era muy grande. El trabajo y la polonidad fueron verdaderas torturas para Gombrowicz, la primera le duró algún tiempo, la segunda toda la vida. A la alergia que le producía el trabajo le oponía la forma de su linaje pues, según él, su familia hacía cuatrocientos años que no trabajaba y estaba alejada del origen de la plusvalía.
Lo de los cuatrocientos años no era caprichoso, los sacaba del pasto inglés, ésa era la antigüedad del césped de la campiña inglesa y por eso era tan hermoso. El infierno del Banco Polaco le produjo delirios que traspuso literariamente recurriendo a un ectoplasma. La ruptura. Cuando viajamos a Piriápólis estuvimos en ese balneario uruguayo a caballo de los años 61’ y 62’.

Al año siguiente me propuso otra vez unas vacaciones en Piriápolis. No acepté, y para sacarme el problema de encima, Gombrowicz no se daba por vencido así nomás, inventé un compromiso anterior con Roberto Cebrelli (Beto), según le dije íbamos a pasar las vacaciones en Mar del Plata. Si le hubiera advertido a Beto de esta mentira no hubiera pasado nada, pero me olvidé de advertirle.
La cosa es que una noche en La Fragata le preguntó a mi amigo cómo nos había ido en Mar del Plata, como yo no estaba presente Beto le dijo que nosotros no habíamos estado en Mar del Plata, le dijo más todavía, le dijo que no habíamos veraneado juntos. Al día siguiente, y a solas, se armó un lío tremendo, yo me retiré completamente ofendido y Gombrowicz también.

Y aquí hubiera terminado todo, ninguno de los dos iba a dar el brazo a torcer, y adiós para siempre a Gombrowicz... pero, el destino no estaba todavía preparado para que nuestra relación terminara ahí, y postergó dos años más una ruptura que, de un modo o de otro, parece que tenía que ocurrir. Matías Straub, el Galimatías, hizo de mediador y recompuso la relación un par de semanas antes de su partida a Europa.
La mundología. La comparación de la igualdad socialista de Polonia con la igualdad capitalista de la Argentina se puso en cuestión durante unas vacaciones que Gombrowicz pasa en Mar del Plata. Mar del Plata era una de las cinco cosas de la Argentina que lo habían impresionado vivamente por sus dimensiones descomunales. Se alojó en uno de los hoteles más lujosos de la ciudad gracias a la liberalidad del propietario que era amigo suyo.

El lugar estaba repleto de representantes de la oligarquía argentina excitadísimos, había llegado de París una condesa Rochefoucauld. “Por la noche, en la enorme sala del comedor, entre montañas de carnes y pescados puestos sobre unas mesas móviles, no se hablaba más que de quiénes habían sido invitados y quiénes no a un lunch aristocrático que tendría lugar al día siguiente y que se servía en honor a la condesa (...)”
“Estuve cenando con aquella conocida mía argentina que acababa de llegar de su breve visita a Polonia y que tanto había elogiado a la democracia argentina al compararla con las tosquedades y los anacronismos de la estructura social de Polonia. Pero la orgía de snobismo en el hotel ponía en tela de juicio la igualdad de la democracia argentina: –¡Esto no es nada! (...)”

“¡En París sí que se puede ver el snobismo argentino en estado de ebullición! ¡Es de opereta!; –Ya lo ve. Esto es la Argentina. Dinero. Dinero, o sea lujo. Lujo, o sea vanidad”. Gombrowicz no había estado en Polonia después de la guerra, pero tenía noticias de que por allá la gente no vivía con tanta superficialidad, sin embargo, esta locuaz señora argentina insistía.
Para ella la Argentina era más natural a pesar de sus ridiculeces, su infantilismo no era peligroso ni siquiera antipático: “En resumen, que los polacos no le han gustado demasiado: –¡No, qué dice! Se ve, sobre todo en las ciudades, muchísima gente de aspecto muy agradable: caras afables, inteligentes, sensibles”. Esta señora sólo quería referirse a la influencia paralizadora de la pobreza sobre un espléndido material humano.

Una sociedad opulenta siempre será más democrática que la que alimenta y viste a sus ciudadanos con una pobreza crónica envuelta en los lugares comunes de la igualdad. Pero las playas de Mar del Plata terminan por concentrar toda la atención de Gombrowicz. Según lo veía Gombrowicz, las playas de Mar del Plata estaban repletas de una feminidad espléndida, ágil, sensual, deliciosa, de ojos profundos, delicada como una flor.
Le resultaba extraño que los polacos recién llegados a la Argentina necesitaran de un tiempo bastante largo para llegar a entender algo de esas maravillas que tanto saltaban a la vista. A pesar de este homenaje que le hace Gombrowicz a la belleza argentina, no hay que olvidar que veía al mundo con el ojo de Hegel, y no se sabe bien si era el ojo, si eran las cosas, o eran ambos, los que resultaban contradictorios.

Gombrowicz convoca a las jóvenes argentinas para que se pongan en guardia contra sus madres y traten de excluirlas de ciertos de negocios. “Mujeres ajamonadas con grupas a punto de estallar, pantorrillas y muslos que rebosan por todas partes, ¡socorro!, clavadas en medio de la playa como una cuña imbécil, bobina y cretina, ¡socorro!, cederán las costuras, estallarán, ¡explotarán con todas esas carnes! (...)”
“¿Dónde está el carnicero que pueda con ellas? Mujeres mayores, obesas. Mujeres mayores, flacas. Paseante, mira esas montañas de grasa... o esos huesos... mira, por favor, ¿lo ves? En el vaquismo vacuno de esta asquerosidad descarada y desvergonzada sólo se ha conservado una cosa de los viejos tiempos, a modo de recuerdo. Un piececito... ni gordo, ni flaco, y... mira... ¿no se parece al piececito de tu novia? (...)”

“¿Has entendido? ¿Ya sabes qué potencial de cinismo carnal y qué indiferencia hacia la fealdad se ocultan en tu preciosidad? Señoritas encantadoras, graciosas esposas, aconsejad a vuestras mamás que se queden en casa, ¡que no os desenmascaren demasiado!”. El diabolismo. La relación que Gombrowicz tenía con los sentimientos lo predispuso desde joven a realizar experimentos, también con la naturaleza.
Los santos y los profetas tienen lugares preferidos para hacer estos milagros, uno de los lugares preferidos de Gombrowicz para hacerlos era Mar del Plata. Hace más de medio siglo, en la Nochebuena del 56, Gombrowicz pasaba unas vacaciones en el Jocaral, una quinta del barrio Los Troncos en Mar del Plata. Las lluvias, la agitación y el ruido de las hojas de los árboles lo obligaban a encerrarse en casa y también en sí mismo.

De esos experimentos nocturnos que hacía resultaba el miedo, tenía miedo que se le apareciera algo. “Algo anormal..., ya que mi monstruosidad va creciendo, mis relaciones con la naturaleza son malas, flojas, y este aflojamiento me hace vulnerable a todo. No me refiero al diablo, sino a cualquier cosa... No sé si me explico. Si la mesa dejara de ser una mesa transformándose en (...)”
“No necesariamente en algo diabólico. El diablo es sólo una de las posibilidades, fuera de la naturaleza está el infinito. La casa crujía, los postigos golpeaban. Quise encender la luz: imposible, los cables estaban cortados. Un aguacero. Me quedé sentado a oscuras en medio de los resplandores. Me levanté, di unos pasos por la habitación y de pronto extendí la mano, no sé por qué, quizás porque tenía miedo (...)”

“Entonces cesó el temporal. La lluvia, el viento, los truenos, el fulgor: todo acabó. Silencio. Entiéndase bien: la tempestad no se extinguió de un modo natural, sino que fue interrumpida. Yo, por supuesto, no estaba tan loco como para creer que fuera mi gesto lo que había detenido la tempestad. Pero –por curiosidad– volví a extender la mano en aquella habitación envuelta ahora en las tinieblas (...)”
“¿Y qué?: viento, lluvia, truenos, ¡todo empezó de nuevo! No me atreví a extender la mano por tercera vez, y mi mano ha quedado hasta hoy ‘sin extender’, manchada por esta vergüenza. Al fin y al cabo, lo que sé de mi naturaleza y de la naturaleza del mundo es incompleto, es como si no supiera nada. Estoy leyendo ‘La pésanteur et la grâace’, de Simone Weil. Es de lectura obligada (...)”

“Tengo que escribir sobre este libro para un semanario argentino. Esta mujer es demasiado fuerte para que yo pueda rechazarla, sobre todo ahora, cuando en la lucha interior que libro en Mar del Plata estoy tan a merced de los elementos”. Gombrowicz fue construyendo poco a poco a su alrededor una especie de santidad. Engrandeció su ego hasta donde pudo y le dedicó la vida entera al arte de escribir.
Mientras tanto se burlaba de la patria, de la política y de la familia. Era un conquistador, aunque no supiera donde iba ni si valía la pena ir a alguna parte, quería conquistar. Simone de Beauvoir nos recuerda en el comienzo de “¿Para qué la acción?” una conversación entre Pirro y Cineas; –Primero vamos a someter a Grecia; –¿Y después?; –Ganaremos África; –¿Y después de África?

Pasaremos al Asia, conquistaremos Asia menor, Arabia; –¿Y después?; –Iremos a las Indias; –¿Y después de las Indias?; –¡Ah, después descansaré!; –¿Por qué no descansas entonces antes de partir? Tanto Pirro como Gombrowicz querían lo mismo, querían conquistar, pero sus proyectos no eran iguales, Pirro después de conquistar quería descansar, Gombrowicz no sabía lo que quería conquistar
El rey de Epiro conocía lo que deseaba conquistar, y sabía también que después de someter a vastas regiones de la tierra su mayor deseo sería descansar, lo que a los ojos de Cineas convertía el proyecto de Pirro en una empresa ilógica. Gombrowicz no deseaba descansar y aunque quería conquistar no sabía lo que quería conquistar, ni tampoco le interesaba saberlo.

Este desconocimiento, a los ojos de algunos Cineas de la literatura, convirtieron a sus proyectos en una empresa arbitraria. “Oh, qué propiedad tan genial y generosa de la literatura: esa libertad de tejer tramas como si se tratara de escoger sendas en el bosque, sin saber adónde nos llevarán ni qué nos espera. Escribir es para mí sobre todo un juego, no pongo en ello intención, ni plan, ni objeto (...)”
“He ahí por qué no resulta nada fácil extraer de mis obras un esquema ideológico. Mi esquema, lo subrayo una vez más, me aparece a posteriori”. La ambigüedad de posición con la que se manejaba Gombrowicz respecto a su obra no la tenía sin embargo respecto de sí mismo. Cuando habla en sus diarios de personalidades sobresalientes utiliza dos procedimientos contrapuestos.

En uno, primero las golpea y después las levanta del suelo completamente maltrechas; en el otro, a la inversa, primero las elogia y después las noquea. Si la ocupación con la personalidad se le prolonga mucho tiempo reitera el procedimiento, es el caso típico de Sartre y el existencialismo. Esta manía de Gombrowicz se origina en su convencimiento absoluto de que él era el mejor.
A su juicio el deseo de ser el mejor es común a todas las personalidades sobresalientes. Simone Weil fue víctima de esos dos procedimientos contrapuestos en la oportunidad en que Gombrowicz hace algunas reflexiones sobre el catolicismo. A Gombrowicz le costaba trabajo mantener buenas relaciones con el catolicismo porque esa doctrina estaba en contradicción con su visión del mundo.

Pero el intelectualismo contemporáneo se estaba volviendo peligroso y le despertaba más desconfianza aún que el propio catolicismo. El cristianismo le ofrece al hombre una visión coherente y no lo tienta a resolver con su propia cabeza los problemas del mundo, una tentación que, por lo general, produce resultados catastróficos. En un principio contrapone el catolicismo superficial de Sienkiewicz al trágico y profundo catolicismo de Simone Weil
Con Weil se podía encontrar un leguaje común entre la religión y la literatura contemporánea pero, luego, se aleja de Weil y se acerca otra vez a Sienkiewicz porque, según dice, se había vuelto partidario de la mediocridad, de la tibieza, de las temperaturas medias, y enemigo de los extremismos. En general pensaba que cuando los católicos se ponían a escribir se sonaban los mocos con el alma en vez de sonárselos con la nariz.

Simone Weil –una judía conversa que ingresó a la Ecole Normale Superiore con la calificación más alta seguida de Simone de Beauvoir– se graduó en las carreras de filosofía y de literatura clásica. Investigadora de la doctrina marxista, sus preocupaciones más señaladas eran la cuestión social, la pureza y la verdad. Sus ejercitaciones en el trabajo fabril y una procesión católica que presenció en Portugal la acercaron al cristianismo.
“Tuve de pronto la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, que los esclavos no podían dejar de seguirla... y yo con ellos”. Participó de la Guerra Civil Española en las columnas anarquistas, y de la guerra le quedó el horror de la brutalidad y del desprecio de la verdad. El cristianismo ocupó un lugar preponderante en sus pensamientos.

Camus y Eliot le profesaban una enorme admiración por su lucidez, honetidad intelectual y desnudez espiritual. Murió muy joven, a los treinta y cuatro años. “Siempre me ha asombrado que pudieran existir vidas basadas en principios tan distintos de los míos. No conozco ninguna grandeza, absolutamente ninguna. Soy un paseante pequeño burgués que por azar llega a los Alpes o hasta el Himalaya (...)”
“A cada instante mi pluma toca causas supremas y poderosas, pero si he llegado hasta ellas, ha sido jugueteando...; al vagabundear como un muchacho me he topado frívolamente con ellas. Una existencia heroica, como la Simone Weil, me parece de otro planeta. Es el polo opuesto al mío: si yo soy una permanente huida de la vida, ella la asume plenamente, es la antítesis de mi deserción (...)”

“Simone Weil y yo, uno no podría imaginarse un contraste más fuerte, dos interpretaciones que se excluyen mutuamente, dos sistemas contrapuestos”. Gombrowicz se estaba enfrentando con la grandeza de una mujer que supo liberar de su interior corrientes y torbellinos espirituales de una potencia sobrehumana. ¿Grandeza?, sí, pero resulta que es así como la humanidad común y corriente se aburre.
Se aburre con lo profundo y lo sublime y, por cortesía, aguanta a los sabios, los santos, los héroes, la religión y la filosofía. ¿Qué es Weil entonces?, una histérica que fastidia y aburre, una egoísta cuya personalidad inflada y agresiva no sabe ver a los demás, ni es capaz de verse a sí misma con ojos ajenos. “¿Es la carpa metafísica de Simone Weil, cocinada en su propia salsa, la que debo vivir como una experiencia profunda? (...)”

“Yo exigiría una grandeza capaz de soportar a todos los hombres, en cualquier escala, en cualquier nivel, que abarcara todos los tipos de existencia, una grandeza tan irresistible arriba como abajo. Es una necesidad que me fue inculcada por el universalismo de mi tiempo, que quiere atraer al juego a todas las conciencias, superiores e inferiores, y ya no se contenta con la aristocracia”



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