miércoles, 13 de enero de 2010

WITOLD GOMBROWICZ Y LAS ARTES PLÁSTICAS



JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y LAS ARTES PLÁSTICAS

“Yo en aquel entonces estaba efectivamente en mala disposición con el arte. Me saturaba de Schopenhauer y de su antinomia entre la vida y la contemplación, y de Mann en cuya obra este contraste toma un aspecto aún más doloroso. El arte era para mí el fruto de la enfermedad, la debilidad, la decadencia; los artistas no me gustaban, por decirlo así, personalmente, yo prefería al mundo y a la gente de acción (...)”
“Estas fobias, a mi edad, eran apasionadas, yo tenía entonces veinticinco años, una edad en la que aún no se ha renunciado a la belleza. El mundo artístico me atraía por su libertad y su esplendor, pero me repudiaba física y moralmente. Así que esa excursión al Louvre no era tan inocente como pudiera parecer. Escaleras. Estatuas. Salas. Al franquear el umbral de ese templo, empezaron a ocurrir cosas raras, aunque en cada uno de diferente manera (...)”

“Jules de repente adoptó un aire místico como si su sensibilidad, aumentada súbitamente, le hubiera dado alas, se acercaba a los cuadros y a las estatuas en un estado de tensión, se notaba que lo vivía apasionadamente y eso me enfurecía, ya que sospechaba que él lo vivía así para mí, para atraerme a su culto. Entonces, cuanto más se exaltaba, yo me volvía más flemático y apático (...)”
“Con la expresión de un perfecto campesino echaba unas miradas descuidadas a aquellas salas llenas de la monotonía infinita de las obras de arte, aspiraba ese olor a museo que da dolor de cabeza, mientras mis ojos se deslizaban de un cuadro a otro con esa expresión mezcla de aburrimiento y menosprecio que produce el exceso. Eran demasiado numerosas esas obras maestras y la cantidad mataba la calidad. Y también la mataba esa disposición tan uniforme sobre las paredes”

Desde muy joven la admiración constituyó para Gombrowicz una actitud absolutamente impracticable. No sé que es lo que habrá hecho en Polonia pero aquí, en Buenos Aires, entraba a las exposiciones renqueando apoyado en alguno de nosotros; si le preguntaban por qué renqueaba, en algunos ocasiones alegaba que lo hacía para compensar alguna falta de balance de la propia exposición.
En otras ocasiones decía que renqueaba porque le dolía mucho una pierna, y que era una lástima que la belleza de la pintura calmara menos el dolor que una aspirina. Cuando en la quinta de Hurlingham me presentó las esculturas metálicas de Giangrande evitó que me pusiera en pose de admiración: –Vea, son unos pluviómetros muy especiales que se fabrican aquí para una empresa agrícola. En París, en una de esas tardes de vagabundeo, acompañó a su amigo Jules al Louvre.

“Cuando se me ocurre ir a un museo me preocupo mucho más por los rostros de los visitantes que miran las pinturas que por los rostros pintados. Mientras los rostros pintados miran con una tranquilidad soberana, en los rostros vivientes y reales se nota algo convulsivo y desesperado, falso y ficticio que hasta puede asustar a una persona poco acostumbrada (...)”
“Ah, por Dios, estas miradas piadosas o conocedoras, ese esfuerzo para estar a la altura, esa pseudo profundidad que se junta con todo un mar de pseudo impresiones, pseudo sentimientos, pseudo juicios. La Gioconda es una hermosa tela, pero si Leonardo da Vinci hubiese podido presentir las convulsiones que originaría su cuadro, es posible que hubiese aniquilado el rostro pintado para salvar los rostros reales”

Jules se había transportado: –¿Por qué me haces reproches, Jules?, no comprendes que yo no miraba los cuadros, sino otra cosa; –¿Qué cosa?; –La gente, tu miras los cuadros y yo miro a la gente que admira los cuadros, tienen una expresión estúpida, ¿entiendes?, un hombre al admirar un cuadro pone cara de imbécil, ¡es un hecho! La belleza de la pintura afeaba la cara de los admiradores.
El cuadro era hermoso, pero lo que había delante del cuadro era esnobismo y un esfuerzo torpe para advertir algo de esa belleza de cuya existencia se estaba informado. El sentimiento de admiración que aparece de vez en cuando en las obras de Giombrowicz, es un sentimiento de admiración derrumbado, enfermizo y teatral. Con una expresión de perfecto campesino Gombrowicz echaba unas miradas aburridas.

La expresión de Jules rayaba entre la histeria y el odio: –Estoy harto, Jules, basta. ¡Vámonos! Salimos al mundo, ¡qué delicia!: sol, mujeres. “Cuando hombres normales e inteligentes en todas las demás realidades se pierden de modo tan lamentable frente a cierta clase de fenómenos, esto quiere decir que hay algo de falso y de malo en su relación misma con esos fenómenos (...)”
“Y, por cierto, en el terreno artístico se acumuló una cantidad tan grande de absurdos, paradojas, falsedades, que eso no se puede explicar sino por algún error básico en nuestro modo de tratar el asunto. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que delante de un cuadro firmado por Rafael nos muramos de entusiasmo y la copia del mismo cuadro aunque perfecta nos deje fríos?”

El escritor debe obligarse a desarrollar una política frente a la cultura, no puede dejarse subyugar, debe conservar su soberanía y no tan sólo en atención a su yo. La atracción que produce la belleza en el arte no tiene lugar en una atmósfera de libertad, una voluntad colectiva que pertenece a la región interhumana de la que no tenemos conciencia nos obliga a admirar.
De modo que somos puestos en el trance de tener que admirar, la relación que surge entonces entre el que admira y la belleza que admira es falsa. En esta escuela de tergiversaciones se ha formado un estilo, no sólo artístico sino también de pensar y de sentir de una elite que se perfecciona y consigue la seguridad de su forma de una manera inauténtica.

“¿Cómo es posible reducir todo eso a la pura estética y a una retórica estéril y vacía sobre la grandeza del arte? ¿Cómo se puede de tal modo enseñar la literatura y el arte a los niños en las escuelas acostumbrándonos desde pequeños a una pura ficción? Nuestra vida artística se desarrolla en un clima de perpetua mentira, y es por eso que la clase culta no tiene ningún real contacto con la cultura (...)”
“En verdad, todas nuestras actuaciones culturales recuerdan mucho más un rito solemne que una auténtica convivencia espiritual. Mientras no tengamos el valor necesario para dejar las ilusiones, mientras no lleguemos a una mejor conciencia de las fuerzas que nos dominan, siempre el rostro pintado de la Gioconda va a transformar nuestro propio rostro en algo... algo... en fin, en algo bastante dudoso”


Leonardo da Vinci es un personaje histórico que tiene para Gombrowicz el atractivo de ser archinteligente y de conocimientos completos, unas cualidades que debieron ejercer sobre él una enorme sugestión en su juventud. Leonardo da Vinci, arquitecto, escultor, pintor, inventor, músico, ingeniero y el hombre más representativo del Renacimiento, es considerado como uno de los más grandes pintores de todos los tiempos y la persona con más variados talentos de toda la historia de la humanidad.
Leonardo se revela grande sobre todo como pintor. Regular y perfectamente formado, parecía, en las comparaciones de la humanidad común, un ejemplar ideal. Del mismo modo que la claridad y la perspicacia de la vista se reflejan más apropiadamente en el intelecto que en los sentidos, así la claridad y la inteligencia eran propias de Leonardo da Vinci.

No se abandonó nunca al último impulso de su propio talento originario e incomparable y, frenando todo impulso espontáneo y casual, quiso que todo fuese meditado una y otra vez. Siempre atento a la naturaleza, consultándola sin tregua, no se imita jamás a sí mismo; el más docto de los maestros es también el más ingenuo, y ninguno de sus dos émulos, Miguel Ángel y Rafael, merece tanto como él ese elogio.
El interés por Leonardo da Vinci nunca se ha satisfecho, a través de los siglos ha llegado hasta nosotros. Las multitudes aún hoy hacen cola por ver sus obras y sus dibujos más famosos se divulgan en camisetas. Los escritores actuales, siguen maravillándose de su enorme genio. Especulan sobre su vida privada y, particularmente, sobre lo que alguien tan inteligente pensaba realmente.

La archiinteligencia, los conocimientos completos y el humanismo eran cuestiones que subyugaban su conciencia, por lo tanto Leonardo da Vinci debió ser en su juventud algo así como el Norte de Gombrowicz. “Corrió mucho agua bajo el puente hasta que conseguir establecer una base y sólidas razones a mi contienda contra las artes plásticas iniciada aquel día delante del Louvre, en París (...)”
“Sólo después de la guerra, en la Argentina, empezó a cristalizar en mí esa hostilidad hacia la pintura. Mi primera declaración pública sobre este tema, un artículo en el diario argentino ‘La Nación’. Llevaba por título ‘Nuestra cara y la cara de la Gioconda’ y hacía referencia a mis experiencias en París. Hoy veo hasta qué punto mis reacciones son polacas: de un hidalgüelo polaco, de una campesino polaco, polacas de carne y hueso (...)”

“Mi polonidad incurable, que experimento a cada paso cuando estoy en el extranjero, casi hace reír a un hombre como yo, aparente liberado de todos sus lazos. Llevo en la sangre esa desconfianza polaca hacia el arte y, sobre todo, hacia las artes plásticas. El hombre no está hecho para la pintura, sino la pintura para el hombre. En aquel momento yo aún no sabía que estaba estableciendo una de las fórmulas más importantes en todo mi desarrollo ulterior”



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