jueves, 20 de agosto de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y LA SEÑORA KOWALSKA


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y LA SEÑORA KOWALSKA

“La presión sexual me llevaba hacia lo bajo, hacia las aventuras secretas y solitarias en los barrios lejanos de Varsovia con mujeres de la peor especie. No, no se trataba de putas, en esas aventuras desgraciadas yo buscaba justamente la salud, algo elemental, lo que lo hacía más bajo aún, y, sin embargo, más auténtico (...) Mordería la mano del psiquiatra que pretendiera destriparme privándome de mi vida interior; no se trata aquí de que el hombre no tenga complejos, sino de que sepa transformar el complejo en un valor cultural”
La popularidad de las indagaciones de Sartre sobre la mirada y de Freud sobre la participación de la sexualidad en la conducta humana facilitaron la comprensión de la obra de Gombrowicz un tanto hermética, a pesar de la desconfianza que le tenía a estos ilustres pensadores.

“En la escalera de servicio” es una novela corta que Gombrowicz escribe en el año 1929. Es la historia de un acomodado funcionario, casado con una refinadísima señora de clase alta, al que lo pierde su atracción por las criadas gordas, feas y embrutecidas.
“Hay algo aquí que quizás se remonte a la infancia, a la época en la que se le despertaron sus primeros deseos, hacia su séptimo u octavo año (...) Seguramente vio algo que le causó impacto, unas pantorrillas, o algo mejor, y que una y otra vez acudía a su mente”
La inclinación de Gombrowicz por las pantorrillas, los muslos y las criadas aparece frecuentemente en su obra. El apetito por las criadas que ilustra la narración de “En la escalera de servicio” tiene unos orígenes igualmente remotos.

“Ese sentimiento perdura en mí desde la infancia, desde esos años en que, sin aliento, con el corazón golpeándome en el pecho, contemplaba a nuestra criada. Cuando nos servía en la mesa, cuando enceraba el parquet, cuando nos traía el desayuno (...) Yo miraba ávidamente, tímidamente, bajo mis párpados entornados”
En este cuento Gombrowicz pone en funcionamiento una de sus partes oscuras que saca a la superficie con mano maestra. A diferencia de otros funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores y de los secretarios de embajadas extranjeras que salían a las calles a hacer conquistas aquí y allá, según su gusto, fantasía y temperamento, Filip, el protagonista de “En la escalera de servicio” sólo salía a conquistar a las criadas gordas, comunes y corrientes que llevaban un pañuelo en la cabeza.

Al poco tiempo de su nombramiento como segundo secretario de la embajada en París tuvo que renunciar al cargo debido a la nostalgia que sentía por las criadas polacas. Abordaba a las criadas en la escalera de servicio y les preguntaba si conocían a la señora Kowalska como una manera de presentarse. No se puede decir que fuera una conquista concreta, en los últimos años había abordado más de mil quinientas criadas y jamás había recibido ni siquiera un beso.
Las criadas, con la cesta en la mano, no tenían el sabor de las legumbres frescas sino más bien el de la grasa de cerdo, no se las podía comparar con los complicados bocadillos que ofrecía la ciudad. Filip se preguntaba cómo era posible que en cada uno de los estratos sociales se podían encontrar señoritas llenas de poesía, mientras las criadas eran las únicas que carecían de belleza y atractivo.

Con el tiempo descubrió que eran las amas de casa las que elegían a esos monstruos deformes seguramente para evitar que algún miembro de la familia fuera tentado por deseos poco honestos. Pero la timidez que Filip guardaba desde la niñez, sofocada por el lujo y los éxitos, seguía prefiriendo a esos monstruos de la escalera de servicio que pululaban alrededor de los mercados.
Sus colegas del Ministerio se burlaban tanto de Filip que por miedo al ridículo se casó con una joven que era algo así como el antídoto de la criada. La mujer con la que contrajo matrimonio tenía una silueta delgada y elegante, era el testimonio de su buen gusto para elegir, lo que hizo que la pareja produjera por doquier una magnífica impresión.

Contrataron a una graciosa camarera completamente diferente a las criadas habituales, llevaba una cofia de encaje blanco y servía la mesa con mucha desenvoltura. La personalidad de su mujer se fue imponiendo en la casa con pie firme pero delicado, cien mil veces más distinguido que los pies hinchados, deformes y planos de las criadas. En el fondo del alma la sospecha de que su mujer pudiera llegar a saber algo de lo que habían sido sus gustos lo perseguía cruelmente.
Filip observaba con una hipócrita admiración el mundo hostil y helado de una mujer tan refinada, su geografía blanca y tersa, esos detalles que para él eran tan vacuos y desérticos como el mundo lunar, mientras que la Madre Tierra permanecía exilada quién sabe dónde.

Pero, poco a poco, él también se fue volviendo europeo, lavado y reluciente, con estas convenciones conquistó el corazón de su mujer y creció en el trabajo. Hasta la mujer mejor pertrechada se abría como una ostra cuando se pronunciaban las palabras precisas, las santificadas por la costumbre, y cuando se realizaban los gestos rituales. El asunto con las criadas era más complicado, en todas partes había resistencia y susceptibilidades.
Una tarde, después de perseguirla, y cuando finalmente la criada terminaba su ronda de compras y entraba en el portón del edificio, Filip la alcanzó en la escalera de servicio y le preguntó si conocía a la señora Kowalska. Cuando la criada se detuvo él le acarició la mano y le dijo que le gustaba mucho.

La criada se echó a reír y lo trató de sinvergüenza, se hizo la ofendida, y después de manifestarle que no le gustaba conocer a la gente en la escalera, le preguntó con quién se imaginaba que estaba hablando. La otras criadas del edificio se asomaron a la escalera de servicio riendo y murmurando, mientras la que estaba con Filip se desternillaba de la risa, de pronto, extendió las piernas y empezó a gritar: –¡Ji, ji, ji, güri, güri, giu!
Las criadas que estaban colocadas en los pisos superiores empezaron a gritar también: –¡Ji, ji, ji, güri, güri, giu! Filip desciendió por la escalera con la cabeza baja mientras a sus espaldas se desencadena un infierno: –¡Habrase visto semejante cerdo! ¡Dale María, tíralo por la escalera! ¡Rómpele la cresta! ¡Sinvergüenza! ¡Atacar de esa manera a una señorita!

Debía ser el miedo que tenían de encontrase con sus amas el que las ponía en ese estado. Aquello no era como con las manicuras y las coristas, tales eran sus recuerdos prohibidos, los recuerdos del pasado. Hoy en día sabía, como también lo sabía entonces, que nada hubiera podido ocurrir entre las criadas y él porque los separaba un abismo naturalmente infranqueable.
Pero hoy, igual que ayer, se negaba a reconocer la existencia de ese abismo y su ira se dirigía contra las amas de casa. Tal vez si no fuera por culpa de ellas que las paralizaban con el miedo y con la vergüenza de descubrirlas en la escalera de servicio, las criadas se hubieran comportado mejor con Filip. Pasaron los años, Filip empezó a envejecer, en sus sienes aparecieron algunas canas.

En el Ministerio ocupaba el alto cargo de viceministro de Asuntos Exteriores y en pulcritud y aseo había llegado a superar hasta a su propia mujer. Para Filip la pulcritud se había convertido en audacia, en esplendor y en un modelo de vida. La mujer se asombraba de que Filip se tomara tan a pecho esas cosas, y en cuanto a la suciedad del mundo le decía que ella no la aborrecía, que simplemente la ignoraba. Pero esa ignorancia no llegó muy lejos.
Una noche, seguramente en medio de una pesadilla, Filip se puso a gritar: –¿Vive aquí la señora Kowalska?, y un poco después, ¡Ji, ji, güiri, güiri, güi!, y que quería estrangular a ciertas lunas pálidas (las amas de casa) vacías y sofocantes. La mujer empezó a tener tanto miedo de él como un ratón puede tenerlo de un gato.

Se le dio por quejarse de que jamás había tenido una noche de tranquilidad por culpa de los ronquidos de su marido y de que tenía miedo que fuera a suceder una desgracia. Estaba arrepentida de haberse casado con Filip, le recriminaba que desde que había empezado a envejecer estaba cada vez peor, que quería que le explicara lo de las lunas pálidas, y que si llegaba a ocurrir algo se acordara de que había sido una buena esposa y que siempre le había demostrado afecto.
Filip no comprendía bien lo que le estaba pasando, era un hombre que envejecía, sin pasiones, inofensivo, desgastado por la vida familiar y la oficina. Pero del episodio de las lunas nacieron unos cuantos lances que se tiró con la camarera, la mujer lo advirtió y la despidió inmediatamente.

La camarera que la reemplazó también tuvo que ser despedida porque a Filip se le había despertado el apetito. Terminó por decirle a su mujer que era más fuerte que él, que estaba envejeciendo y que antes de retirarse quería darse un gusto, que las graciosas camareras eran el bocado preferido de los embajadores, que se las consumía en las mejores mesas.
Finalmente la mujer contrató a uno de esos monstruos de chal en la cabeza que, según le parecía a ella, no podía atraer la atención de nadie con sus dedos gordos repugnantes, la piel arrugada y ennegrecida del antebrazo y su tufo de grasa y cebolla. El corazón de Filip palpitaba emocionado, volvía a ser tímido otra vez, amedrentado, como lo había sido en otra época en las escaleras de servicio.

Pensaba que los temores de su mujer eran absurdos, que él era un hombre que se estaba apagando y que sólo quería, antes de extinguirse, saborear un poco el aire del pasado. En la mujer crecía el deseo de estrangular a esa fuerza erguida ante ella que anunciaba el desencadenamiento de una lucha cruel que se remontaba a la prehistoria. La señora empezó a amenazar a la criada.
Si no controlaba sus ruidos intestinales, si no se bañaba por lo menos una vez por semana con estropajo y jabón, la iba a despedir inmediatamente. La criada la engañaba y no le hacía caso, y esa desobediencia iba transformando a la esposa de Filip en una de esas amas de casa agrias y despiadadas. Filip había caído en una especie de estado cataléptico.

Una mañana escribió con un dedo en un cristal, sin pensar en lo que hacía: “¡Vergüenza a quien abandona su propia suciedad por la pulcritud de los demás! ¡La suciedad siempre es nuestra; la pulcritud es de los demás! Una tarde se dirige a la criada para decirle que la señora estaba en contra de las criadas, de ella y de todas las del edificio, porque son vulgares y escandalosas, porque transmiten enfermedades y porque roban con la complicidad de sus novios.
Ese mismo día la mujer le pidió que despidiera a la criada, que se había vuelto arrogante, que se pasaba el día entero en la escalera de servicio con las otras criadas, y que en el patio murmuraba con los porteros. La señora se ponía cada día más nerviosa y le rogaba a Filip que la despidiera a fin de mes, estaba tan alterada que le propuso retomar a la primera camarera.

Que no la aguantaba más, que se burlaba de ella, que a sus espaldas le hacía muecas, le sacaba la lengua y gesticulaba en forma soez. También se burlaban las otras criadas del edificio, estaba segura de que se iba a enfermar. Filip se le quejó a la criada y al propietario del edificio, pero al día siguiente alguien le arrojó una cebolla marchita por una ventana.
Una de las criadas de la escalera de servicio se atrevió a reírse abiertamente de la señora, en la puerta se veían dibujos repugnantes en los que Filip y su mujer aparecían en posiciones obscenas; comenzaron a ser víctimas de todo tipo de bromas pero no podían pescar a nadie con las manos en la masa. La mujer empezó a gritar que había que llamar a la policía, que había que despedir a las criadas, a la portera y a sus hijos.

Pero esos gritos no hacían otra cosa más que aumentar la arrogancia de las criadas y despertar un odio tremendo. La señora estaba perdiendo la razón, se le fue el color, se volvió gris y apagada y se acurrucó silenciosamente a un rincón. Filip permanecía en su sillón y pensaba que si su mujer odiaba a la criada, era normal que la criada la odiara también a ella.
A veces escuchaba que la criada le decía a su mujer que si ella le contara todas las rarezas que había visto en esa casa se le helaría la sangre en las venas. Un día la señora se quitó un anillo y lo puso en la mesa del comedor. Filip lo tomó y, mecánicamente, se lo guardó en el bolsillo. Poco tiempo después, sin recordar este episodio, le preguntó dónde tenía el anillo, la mujer pensó que se lo había robado la criada.

“!Ladrona! La criada le respondió con los brazos en jarras; ¡Ladrona serás tú!; –¡Cierra el pico!; –¡El pico lo cerrarás tú!; –¡Fuera, fuera de aquí, inmediatamente!; –¡Fuera de aquí! ¡Vaya escena! En todas las ventanas aparecieron caras de criadas, de todas partes llegaban gritos, insultos e improperios, una terrible carcajada resonó fuertemente, y he aquí lo que vi: la criada asió a mi mujer por los cabellos y comenzó a tirar, a tirar, y a través de una especie de niebla me llegó la voz implorante de mi mujer: –¡Filip!”


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