viernes, 21 de agosto de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y PAUL CLAUDEL


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y PAUL CLAUDEL

“La correspondencia de Gide con Claudel: ¡menudo espectáculo! ¡Qué ridículo se ha vuelto todo esto en los últimos años! Lo que hace reír no es el diálogo de un creyente con un no creyente, sino el disfraz..., este disfraz de mondalité perfectamente francesa, y el hecho de que todo esté tan literalmente pulido. La ‘Maja desnuda’ y ‘La Maja vestida’, y Dios entre Monsieur Gide y Monsieur Claudel. ¡Cuánta ingenuidad en este refinamiento! ¡Quelle délicatesse des sentiments! El verdadero autor de esta correspondencia es el servicio doméstico, porque se trata de una delicadeza mimada y acariciada por gente inferior, de un diálogo altisonante que tiene sus raíces en el populacho, aunque ya no se acuerde de ello y reine en todas partes como si viviera por su propia cuenta. De nuevo, pues, resulta inevitable referirnos a aquella verdad inferior que constituye la base de la verdad superior”

Paul Claudel es un representante del catolicismo francés en la literatura moderna. Toda su obra, en la que hace alarde por extraña paradoja de simbolismo y de realismo, de complejidad y de sencillez, de polifacetismo y de profundidad, aparece informada por una honda inquietud religiosa en la que supo conciliar la ortodoxia clásica con el modernismo.
Durante la mayor parte de su vida formó parte del cuerpo diplomático francés, pero se le conoce fundamentalmente como uno de los hombres de letras del siglo XX más famosos y prolíficos. Los volúmenes de poesía, teatro, prosas religiosas, libros de viajes y crítica literaria de Claudel expresan su ardiente fe en la Iglesia católica. Utilizó con frecuencia temas que relacionaban los conflictos espirituales y la salvación del alma.

“La ira que me acomete cuando pienso en artistas como Gide o como Claudel, ¿no estará relacionada con el hecho de que ellos, a pesar de todo, eran capaces de leerle a alguien un texto suyo sin esa desesperante sospecha de estar aburriendo? También pienso que un poco de conciencia de lo que llamamos la importancia social del artista me hubiera sido más conveniente que esta certeza mía de ser socialmente un cero, un marginal (...)”
“Además yo..., con mi vida... Si se suprimiera del ‘Diario’ de Gide toda la parafernalia de nombres ilustres, imagino que perdería buena parte de sus clientes. Yo me veía en el café Rex con Eisler, a quien conseguía sacar algunas monedas ganándole al ajedrez. Mi vida secreta no poseía la fuerza ni el color que nutren las memorias de los vagabundos auténticos”

Paul Claudel y André Gide son completamente opuestos como creadores y también como personas. Quizá sea eso lo que los atrae en un principio y los empuja a iniciar un intercambio epistolar bastante regular sin apenas haberse visto, en el que tratan sobre todo temas literarios y morales.
Fueron éstos últimos los que provocaron la crisis, el enfado sin reconciliación y hasta el desprecio, según lo que se desprende de algunas cartas de Claudel a amigos comunes en las que habla del “caso Gide”. Paul Claudel fue, ante todo, un poeta católico. Su obra no se comprende sin la doctrina cristiana más férrea, y suele reflejar la satisfacción constante que le produce la seguridad de poseer la verdad, de haberla atrapado y disfrutar de ella sin reparos ni pudor.

Cuando Claudel considera que su relación con André Gide ya ha obtenido un nivel aceptable de confianza, ataca sin tregua y empieza a pedirle su conversión al catolicismo. Claudel estaba convencido de que una de sus misiones principales en la vida consistía en arrojar la luz del catolicismo sobre las pobres almas que dudaban, que tenían miedo y sufrían porque no acababan de estar seguros de que el Dios cristiano fuera la verdad absoluta, ni siquiera una verdad aceptable.
Gide era todo lo contrario: inseguro, heterodoxo, variable... su lucidez extrema y su incomodidad frente al mundo le provocan hondas crisis que supera mediante la escritura, la música, los amigos, los viajes, y finalmente la confesión de su homosexualidad.

La página de “Las Cuevas del Vaticano”, donde el narrador describe la perversa atracción que le produce un candoroso chiquillo, es el desencadenante del escándalo general y la indignación de Claudel, que después de exigir el arrepentimiento de Gide y al ver que éste no hace sino reafirmarse en su postura, corta en seco la relación con el poseedor de ese defecto abominable.
La iglesia de Claudel y los defectos abominables de Gide eran extremos entre los que Gombrowicz se movía con aparente comodidad, echando mano a un ardid al que había recurrido desde su temprana juventud: la representación de los sentimientos.
“Gide ha dicho muy bien que un sentimiento que se representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi indiscernibles (...)”

“Decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o representar una comedia que hará que permanezca con mi madre, es casi la misma cosa. Dicho de otro modo, el sentimiento se construye con actos que se realizan; no puedo pues consultarlo para guiarme por él. Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los conceptos que me permitirían actuar”
Gombrowicz podría haber puesto su firma debajo de estas palabras de Sartre, la idea de que la representación de los sentimientos es el centro de gravedad alrededor del cual giran sus propias ideas. Gide le dio entonces a Gombrowicz más que un modelo para escribir los diarios, él también creía que los sentimientos empiezan a existir cuando se representan.

Pero en el caso de la correspondencia de Gide con Claudel el punto central para Gombrowicz no es la iglesia ni los defectos abominables ni la representación de los sentimientos, el punto central es el disfraz. El disfraz, es decir, la máscara, es decir, la facha, es el archienemigo de Gombrowicz.
Este contrincante impiadoso, cuyo representante más conspicuo es París, suele ser atacado por Gombrowicz oponiéndole la desnudez. Los parisinos son enemigos de la desnudez, en cambio parecen contentos disfrutando de su fealdad. Su sensibilidad, en vez de desahogarse en la desnudez, se ha posado en los afeites; la belleza de París está puesta en las estatuas y parece que los parisinos han renunciado con alegría a la belleza joven y desnuda.

La belleza que se adquiera en la madurez es incompleta, mancillada por la falta de juventud, por eso la belleza joven es una belleza desnuda, la única que no necesita avergonzarse. La desnudez es una idea que gira alrededor de la cabeza del hombre desde hace muchos siglos. Acteón era un cazador que sorprendió a la hermosa Diana bañándose desnuda.
Se quedó mirándola fascinado por su belleza, la diosa se irritó, lo convirtió en ciervo y Acteón fue devorado por sus propios perros. En “El ser y la nada”, Sartre, al que no le alcanzaban los complejos de Edipo y de inferioridad, se inventó otros dos: el de Acteón y el de Jonás. El de Acteón está relacionado con la mirada curiosa y lasciva de la desnudez humana cuya sublimación es el origen de toda búsqueda.

Para Sartre, la esencia de las relaciones humanas, incluido el amor, es una tentativa de posesionarse de la libertad del otro, de esclavizarlo. Pero esta actividad de apropiación del hombre no está relacionada solamente con las personas sino también con las cosas. El conocimiento, en el sentido de descubrimiento de la verdad, es un cazador que sorprende una desnudez blanca y virgen, para robarla, apropiarse de ella y violarla con la mirada..
El conocimiento o descubrimiento de la verdad es un modo de apropiación, es algo análogo a la posesión carnal, que nos ofrece la seductora imagen de un cuerpo desnudo que es perpetuamente poseído y perpetuamente nuevo, y en el cual la posesión no deja rastro alguno.

Casi veinte años después de la aparición de “Aurora”, de la que lamentablemente se editó un solo número, Gombrowicz confronta otra vez, ahora en los diarios, al refinamiento de las máscaras humanas con la desnudez. El relato que hace en los diarios sobre el día en que se bajó los pantalones en un restaurante de París no parece cierto –no era capaz de ponerse un traje de baño cuando iba a la playa– pero las consecuencias que saca no están del todo mal.
Estaba almorzando en un local muy distinguido a orillas del Sena conversando animadamente con gente del ambiente literario: –¡Quién es ese escritor; –Es un escritor eminente; –Sí, eminente, pero ¿quién es?; –Viene del surrealismo y se pasó al objetivismo.

Gombrowicz empieza a manifestar una cierta intranquilidad: –Muy bien, objetivismo, pero ¿quién es?; –Pertenece al grupo Melpomène; –No tengo nada en contra de Melpomène, pero ¿quién es?; –Una combinación de géneros: el argot con una metafísica de elementos fantásticos; –Sí, la combinación me parece bien, pero ¿quién es?; –Cuatro años atrás le concedieron el Prix St. Eustache..., y tú cómo te consideras; –Yo no soy escritor, ni miembro de nada, ni metafísico ni ensayista, soy yo mismo, libre, independiente, vivo...; –Ah, sí, eres existencialista.
Los contertulios estaban turbados con la mirada ingenua de Gombrowicz que les traspasaba la ropa, y es aquí cuando decide hacer el experimento crucial: se empieza a bajar los pantalones.

“(...) cundió el pánico, salieron rajando por puertas y ventanas. Me quedé solo. El restaurante estaba desierto, hasta los cocineros habían huido... Sólo entonces me di cuenta de lo que estaba haciendo, de lo que pasaba...., y me quedé así, hecho un tonto, con una pernera puesta y la otra en la mano”
Los franceses caen en éxtasis si se le cita un poema de Cocteau o se les muestra un Cézanne, lo asocian con la belleza y, entonces, segregan saliva, es decir, se ponen a aplaudir. Los parisinos se ocupan de su espíritu como los campesinos de las vacas, a las que sólo hay que limpiar, ordeñar e ir luego a vender la leche.
“París es un palacio, pero los parisinos me dan la sensación de ser sólo el servicio palaciego. En París, la ciudad de los perros que segregan saliva al son de la trompeta, tuve aventuras equívocas y perversas”

Después de una comida sabrosa y de buen vino en la cabeza, Gombrowicz vio el portal entornado de un palacio magnífico. Cuando se estaba paseando por sus salas llenas de esculturas, plafones, escudos y dorados, se le presentó una persona menuda de aspecto modesto. Supuso que era el mayordomo y le pidió que le mostrara las salas, lo que el hombre hizo muy amablemente.
Al marcharse Gombrowicz se llevó la mano al bolsillo: –Oh, no, soy el príncipe, aquí mi mujer la princesa, y mi hijo el marqués, y el conde, y el vizconde. Pensaba cómo huir de este mundo artificioso mirando las estatuas de París, y de pronto vio al Acteón de mármol que huía de sus propios perros después de haber visto a Diana desnuda.

“¡Qué horror! El pecado mortal de ese joven temerario, huyendo y a punto de ser devorado, no se movía en absoluto... Y seguirá siempre así, por toda la eternidad, como un arroyo fijado por el hielo. Y frente al pecado inmovilizado por la muerte, oí el aullido de Pavlov alejándose hasta los límites de París...¡Y los aullidos sordos de Pavlov siguieron oyéndose en la noche inmóvil!”
La desnudez es una idea que rondaba en la cabeza de Gombrowicz, una idea que se le aliaba la más de las veces con la juventud para librar su constante batalla con la forma. Gombrowicz presenta por primera vez la idea de la desnudez en “Aurora”. Con la aparición de “Ferdydurke” Gombrowicz decide publicar una revista a la que llamó “Aurora”.

Aurora formaba parte de aquellas palabras e ideas, como Poesía Pura y Perfección, que Gombrowicz detestaba. La revista era un panfleto escrito en plan humorístico, una farsa estudiantil, teatral y vulgar. En esta revista Gombrowicz hace una publicidad canina distribuida armoniosamente a lo largo de todo el texto, y sigue ejercitándose en su aspiración central: la destrucción de la forma en todas sus formas.
Para destruir la forma de la palabra Gombrowicz recurre a un relato en el que un escritor escrupuloso va ajustándose estrictamente a los cánones de las palabras y termina transformando el lenguaje de los protagonistas, una señora y su mucamo, en un griterío de gallinas. La majestad rotunda del cuerpo vestido era un gran enemigo de Gombrowicz.

Las partes del cuerpo que aparecen en “Ferdydurke”, entre las que reina el culo, deben ser desacreditadas, y no hay recurso al que no eche mano en esta novela para conseguir este propósito. En “Aurora” se vale de un pequeño número teatral para mostrar qué cosas ocurren cuando la majestad de un cuerpo vestido decide desnudarse. La acción se desarrolla en un banquete muy distinguido entre dos personajes: el Orador y el Público.

El Orador: L’eternel sourire dans lequel la grace et l’ingence... (y se quita la corbata).
El Público: algo extrañado.
El Orador: La clarte de la pensee et l’insuperable exprit de la mesure... (y se quita los zapatos).
El Público: más extrañado.
El Orador: L’elegance exquise et le charme... (y se quita el saco)
El Público: muy extrañado.
El Orador: La distinction, le tact et la finesse unies au bon gout... (y se quita los pantalones).
El Público: se levanta.
El Orador: La cravate, le veston, les bottines et les pantalons... (y se quita todo lo demás). Telón.



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