miércoles, 22 de julio de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y PAN TADEUSZ


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y PAN TADEUSZ

“Creo que el año 1920 hizo de mí lo que seguí siendo hasta hoy: un individualista. Y sucedió así porque no supe cumplir mis deberes hacia la nación en un momento en que una terrible amenaza se cernía sobre nuestra joven independencia. Esto me colocó en una situación crucial, no tenía alternativa. El patriotismo, cuando no estaba dispuesto a sacrificar mi vida por la patria, era para mí una palabra hueca. Y ya que no existía en mí esta disposición, debía sacar consecuencias (...)”
“Todos estos fermentos de juventud se fueron civilizando y puliendo en el curso de mi desarrollo ulterior. Pero no han desaparecido. Hace poco, un célebre científico galardonado con el premio Nobel, se sorprendía, después de haber leído uno de mis libros, de que fuera tan poco polaco, ya que para él los polacos significaban la muerte heroica en el campo de batalla, Chopin, las insurrecciones y las ruinas de Varsovia. Le contesté: ‘Yo soy un polaco arrojado a las últimas consecuencias por la Historia’ (...)”

El romanticismo y la patria, los sentimientos más representativos de los polacos, le dieron a Gombrowicz muchos dolores de cabeza durante el transcurso de su vida. La grandeza del hombre clásico se expresa en su voluntad de dominio, es una postura en la que el hombre trata de ser dueño y señor.
La postura romántica, en cambio, se expresa en el sometimiento del hombre, en el aguante y en el sufrimiento, la grandeza del hombre romántico recién aparece cuando se convierte en víctima de un mundo que lo supera. Adam Mickiewicz, no deja lugar a ninguna duda, representa la postura romántica del aguante y el sufrimiento, su grandeza proviene de su lucha contra una fuerza que lo somete y lo hace víctima de un mundo que lo supera.

La segunda guerra mundial le da una terrible paliza a ese espíritu romántico, al país le empieza a resultar indispensable un mayor grado de sensatez, es decir, de realismo, es entonces que le sirven en el plato de la ciencia y de la política una teoría presuntuosa que se jacta de ser un pensamiento racional, le sirven el marxismo científico.
En el medio de un mundo de hombres paralizados en la Polonia de antes de la guerra a Gombrowicz se le ocurre ponerse en contra del lema del romanticismo polaco que convocaba a los jóvenes a medir las fuerzas por las intenciones y no las intenciones por las fuerzas, y escribe “Ferdydurke” con un propósito restringido, pero la obra se la va de las manos, le sale el tiro por la culata y se pone en línea con la “Oda a la juventud” de Adam Mickiewicz.

El valor de la patria se le transformó a Gombrowicz. cuando los rusos llegaron a las puertas de Varsovia y fueron detenidos por el ejército polaco al comando del mariscal Pilsudski en el año 1920. Los jóvenes se alistaban como voluntarios y sus colegas se paseaban en uniforme por las calles, pero Gombrowicz permaneció en su casa. Esa ruptura con el grupo y con la nación surgió en el año memorable de la batalla de Varsovia, y lo obligó a buscar su propia senda y a vivir por su cuenta.
Se sintió humillado y a la vez en rebeldía, todas esas aventuras lo impulsaron a la anarquía, al cinismo y se puso en contra de la patria por la presión que ejercía sobre los individuos. Aunque estaba lejos todavía de dominar intelectualmente estos difíciles problemas empezó a comprender que en Polonia el precio de la vida humana era bajo.

Desde muy joven Gombrowicz meditaba sobre cuál podría ser la causa que lo obligaba a oscilar entre el valor y el disvalor en una forma tan pronunciada. Un snobismo bobalicón al lado de un espíritu crítico y un gran sentido del humor, un snobismo que lo ponía al borde de la demencia. En el momento en que los combates contra los bolcheviques llegaban a su fase decisiva, Gombrowicz se entretenía mostrándole de refilón una foto a su jefe en la oficina donde trabajaba de voluntario enviando paquetes a los soldados.
La foto era la de un edificio público de Lublin bastante conocido, sin embargo, le dijo al jefe, que para su desgracia lo había visitado un par de veces: –Es el palacio de mi prima Tyszkiewicz. La familia de los Tyszkiewicz, junto a la de los Radziwill, los Potocki y los Plater, era una de las más aristocráticas de Polonia y no estaba emparentada con la familia de Gombrowicz. Sus artificios se volvían indigeribles.

El fin de la guerra no supuso una liberación para los polacos, fue tan sólo la sustitución de los verdugos de Hitler por los verdugos de Stalin. Si por su situación geográfica y por su historia Polonia se veía condenada a estar eternamente desgarrada entonces había que cambiar algo en los polacos para salvar su humanidad.
En la relación de los polacos con el mundo había algo malo y alterado, como artista Gombrowicz se sentía un poco responsable de esa fatídica leyenda polaca con la que había que terminar de una manera u otra. A pesar de que estaban encerrados en una maraña de quimeras y de fraseología los polacos se hallaban al mismo tiempo muy cerca de la realidad cruda, esa realidad que rompe los huesos. Gombrowicz creía en el poder purificador de la realidad, pero no de una realidad polaca, sino de una realidad más fundamental, la realidad humana, sencillamente.

El romanticismo, el idealismo, la guerra y la leyenda polacos le asomaban la nariz debajo de cada página de “Transatlántico”, así que les tuvo que cortar la cabeza con la risa. Reír resulta agradable porque nos satisface el triunfo del conocimiento intuitivo, la forma natural del conocimiento inseparable de nuestro ser animal, sobre el pensamiento abstracto.
Nos agrada comprobar que el pensamiento es incapaz de comprender todas las variantes que presenta la realidad, es placentero ver perder a la razón de vez en cuando pues la razón es un dominio severo, perpetuo y molesto. Cuando aparece “Transatlántico” en “Kultura”, Czeslaw Milosz le formula por carta a Gombrowicz algunas objeciones de tono histórico.

Que ajustaba sus cuentas con una Polonia anterior a 1939, ya esfumada, pasando por alto la Polonia actual; que su pensamiento era más bien personal y no histórico; que los polacos a quienes intenta liberar de su polonidad sólo eran sombras; que ataca con su rencores a una Polonia inmadura y provinciana que ya no existe; que el ajuste de cuentas que quiere hacer con los polacos ya lo hizo la historia.
Que el marxismo había liquidado a Polonia de la misma manera que la destrucción de una ciudad liquida las discusiones matrimoniales y las preocupaciones por los muebles; que quiere contribuir a la formación postmarxista de Polonia con un pensamiento individual y autónomo que no tiene en cuenta la temperatura reinante en los países conquistados.

La presión contra la patria va creciendo hasta que se manda la blasfemia increíble del comienzo de “Transatlántico”. Pasados diez años de escritas estas páginas en las que maldice a Polonia, pone en el diario que en ese barco, en “Transatlántico”, había regresado a su patria y se había convertido en un ciudadano. La patria, como a Mickiewicz, le suscita otra vez la afirmación de su espíritu polaco. Y la patria lo llama nuevamente cuando se va de la Argentina y lo sorprende diciendo que no se había desnacionalizado, que seguía siendo tan polaco como el primer día.
“Esta obra nació en mí como un ‘Pan Tadeuz’ al revés. El poema de Mickiewicz, escrito también en el exilio hace más de cien años, la obra maestra de nuestra poesía nacional, supone una afirmación del espíritu polaco suscitada por la nostalgia. En ‘Transatlántico’ quería oponerme a Mickiewicz”

El “Pan Tadeusz” de Adam Mickiewicz es el último poema épico de la literatura europea y el emblema nacional de Polonia. El poema relata un momento de la historia de Polonia en el que la nación estaba a punto de ser repartida entre Rusia, Prusia y Austria, y en el que dos familias feudales enfrentadas se reconcilian por el amor de dos de sus jóvenes hijos.
Los Soplicas, aliados de los rusos, y los Horeszko, partidarios de la independencia, pelean por la grandeza de Polonia sublevándose contra la guarnición de los ocupantes rusos. Es un retrato de las tradiciones históricas de la nobleza polaca y un homenaje a un mundo perdido en el que se mezclan la desgracia, el amor y un refinado sentido del humor.

“(…) la Historia ha enseñado a los polacos lo que quiere decir no ser. Privados de Estado, vivieron durante más de un siglo en el corredor de la muerte. ‘Polonia todavía no ha perecido’ es el primer y patético verso de su himno nacional y, hace unos cincuenta años, Gombrowicz, en una carta a Czeslaw Milosz, escribía una frase que no se le habría ocurrido a ningún español: ‘Si dentro de cien años nuestra lengua todavía existe’…(...)”



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