sábado, 25 de julio de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y LA UNIVERSIDAD DE VARSOVIA


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y LA UNIVERSIDAD DE VARSOVIA

“Acabé la carrera de derecho. En el último examen me sucedió un hecho tan insólito que sólo podría ser comparado con el premio gordo de la lotería. Tras unas cuantas preguntas, a las que más o menos respondí bien, me dijo el profesor: –Ahora, busque este artículo en el código.. Yo no había mirado el código en mi vida, no sabía si buscar el artículo al principio o al final, pensé: me ha embromado, de igual modo abrí el libro al azar (...)”
“Y ¿qué ocurrió?, encontré precisamente el dichoso artículo, a pesar de que el libro era muy gordo y de papel muy fino: –Ya veo que usted conoce muy bien el código; –¡Dios mío! Terminada la carrera ¿qué haría? Por nada del mundo quería ser abogado o juez. Estaba hasta la coronilla del derecho: cuando su sutileza y precisión tropezaba con la vida, se armaban unos ‘quid pro quos’ increíbles (...)”

“En teoría debía ser una síntesis de exactitud y de lógica, pero en la práctica se despachaba a los criminales rápido y corriendo, como sea, de cualquier manera y cuanto antes. Al final llegué a odiar esa ciencia pretenciosa, tan vulgarmente desenmascarada por la vida que se sentaba en el banquillo”
Gombrowicz había terminado sus estudios en París y vuelto a sus vacaciones de Polonia. Confiesa que sólo había pisado dos veces el Instituto de Estudios Internacionales y que, en realidad, los estudios nunca habían comenzado. El padre no se había hecho ilusiones, cuando le preguntaban por los progresos del hijo decía que ni en París hacían de un asno maíz. Renunció a continuar sus estudios y comenzó sus prácticas de pasante con un juez de instrucción.

En esa época escribe cuatro novelas cortas: “Crimen premeditado”, “El festín de la condesa Kotlubaj”, “La virginidad” y “En la escalera de servicio”. Era la época de su práctica no rentada en los Tribunales de Varsovia, trabajaba en el despacho de un juez de instrucción en el que tuvo la ocasión de tratar con un hampa de diversas clases. Gombrowicz tenía la convicción absoluta de la inocencia del hombre, de que el hombre era inocente por naturaleza, no era una convicción que dedujera de alguna filosofía sino un sentimiento espontáneo que no podía combatir. Esta convicción lo predispuso al disparate y al absurdo y nada le satisfacía más que ver nacer bajo su pluma una escena verdaderamente loca y ajena a los estándares del razonamiento común, una irracionalidad que, sin embargo, estaba sólidamente establecida dentro de su propia lógica.

Sus primeras tentativas literarias manifestaban, y él se daba cuenta de eso, una fuerte oposición rebelde y universal. Lo devoraba una rabia sorda contra todo lo que le facilitaba la existencia: el dinero, el origen, los estudios, las relaciones, todo aquello que, en fin, hacía de él un sibarita y un holgazán. El juez le entregaba expedientes con la investigación policial preliminar, lo distinguía con los asuntos interesantes porque sabía jugar al ajedrez.
Trataba con locos, asistía a autopsias, pudiera parecer entonces que Gombrowicz debiera haber sacado enseñanzas importantes del contacto con la miseria y con el crimen, pero no fue así. Los jueces lo consideraban el mejor de los pasantes por los informes que preparaba.

El trabajo en el tribunal no le ocupaba mucho tiempo, el resto del día se lo dedicaba a la lectura y, en un determinado momento, retomó la ocupación de escribir que tenía abandonada. Cuando terminó las cuatro novelas cortas que había escrito ese año no se las mostró a nadie, por vergüenza. El trabajo literario le parecía un poco ridículo, ser artista era para él una falta de tacto, y las iniciativas que tomaba en ese sentido le parecían condenadas a una afectación incurable.
Se divertía jugando al tenis, escribiendo cuentos, no consideraba a sus prácticas de pasante como un trabajo verdadero, se sentía como un verdadero parásito. Le confesó a una joven las tribulaciones en las que se encontraba por tener una vida fácil, ella lo escuchó con atención y le respondió que era claro que tenía una vida fácil, pero que para él su vida fácil era más difícil que lo que podía ser para otros su vida dura.

Se le estaba presentando la posibilidad de realizar una operación que tiene una gran utilidad en el arte, la transformación de los propios defectos en valor. Por el momento se dedicaba a elaborar cuentos fantásticos dejando para más adelante su ajuste de cuentas con la vida, con la suya y con la de los demás. El tribunal llegó a ser para Gombrowicz una especie de agujero por el penetraba en la miseria de la existencia.
Pero los jueces, los fiscales y los abogados, aunque mejores que los propietarios terratenientes, se hallaban lejos de la perfección, ellos también eran caricaturas. La vida miserable deformaba al proletariado, las comodidades y el ocio deformaban a los terratenientes, pero esa intelligentsia urbana también estaba desfigurada por su modo de vivir.

Había que destruir esa forma, había que imponer otra que permitiera a la superioridad acercarse a la inferioridad para establecer con ella una relación creativa, pero no sabía cómo realizarlo.
“Querido colega, es un asunto interesante, se lo doy a usted porque sé que le gusta jugar al ajedrez (...) Falsificó o no falsificó la declaración... Es necesario esclarecer las circunstancias mediante un interrogatorio, y estudie bien la investigación (...) Diga que es juez, siempre es mejor que piensen que están delante de un juez y no de un pasante”
Gombrowicz se sintió desde muy joven como actor de una mala obra teatral, con un papel estrecho y banal, y sin ninguna posibilidad de lucirse, así que se fue preparando poco a poco con la conciencia de esta inferioridad esperando tiempos mejores. Lo que sí sabía, sin ninguna duda, es que él no era culpable de nada, la culpable era la situación.

En el año que trabajó como pasante en los Tribunales de Varsovia se dio cuenta de que esta característica suya era innata, no creía de ninguna manera que la persona a quien se atormentaba con preguntas taimadas fuera de veras culpable. Se inclinaba más bien a pensar que el reo había tenido mala suerte al dejarse pescar. Esa convicción sobre la inocencia absoluta del hombre no era la consecuencia de ningún pensamiento determinista, era un pensamiento espontáneo que no podía combatir.
“Esto creaba en ocasiones situaciones extrañas. Así, una vez, en el tribunal de primera instancia, donde había sido destinado para desempeñar funciones de escribano en las sesiones, el presidente, tras haber ordenado la suspensión de la sesión, me mandó preguntar algo al acusado. Me acerqué al banquillo y le tendí mi mano al reo; sólo las miradas estupefactas de los abogados hicieron que me diera cuenta de mi metida de pata”

Decide permanecer en Radom pero choca con la hostilidad de los abogados locales que en su gran mayoría pertenecían al Partido Nacional, una agrupación política de derecha. Sus partidarios se escandalizaban por las relaciones que mantenía Gombrowicz con centros de izquierda y, particularmente, por las que tenía con Wiadomosci Literackie. Desde ese momento renunció a la continuación de su carrera jurídica.
El ajuste de cuentas con la abogacía Gombrowicz lo realiza en “El bailarín del abogado Kraykowski”. Corría el año 1926 y como el protagonista llega tarde al teatro en vez de ponerse en la cola para sacar la entrada se cuela. Un individuo alto y perfumado lo sujeta del cuello y lo arrastra hasta el último lugar de la cola. Al joven se le cortó la respiración, se dirigió al atrevido, un hombre rozagante con un pequeño bigote cuidadosamente recortado, que conversaba con dos damas elegantes y otro caballero.

Con una voz casi imperceptible, estaba a punto de desvanecerse, le preguntó si era a él a quien le debía la gentileza, el caballero lo miró con desprecio pero no le contestó.
Después del primer acto lo saludó en la escalera, pero tampoco le respondió, entonces, le hizo una reverencia, posteriormente lo volvió a saludar un par de veces más, regresó a su asiento tembloroso y extenuado.
A la salida del teatro, cuando el arrogante despedía a una de las señoras y a su marido, se le acercó para pedirle que si no le hacía el favor de dejarlo viajar en su coche por un rato porque le gustaba la comodidad; como sólo le responde que si no lo puede dejar en paz se dirige al chofer, y cuando empieza a repetirle el pedido, el automóvil parte. El joven lo sigue en un taxi, observa la casa en la que entran y con una estratagema obtiene del portero el nombre del caballero: abogado Kraykowski.

A la noche no pudo dormir atormentado por los pensamientos de lo que le había ocurrido en el teatro. A la mañana siguiente envía un ramo de rosas a la casa de Kraykowski y lo espera algunas horas en la puerta de la casa. Sale el abogado elegantemente vestido silbando y blandiendo un bastón.
El joven sigue al abogado Kraykowski dominado por un sentimiento de gratitud y decide rendirle un homenaje en silencio. Le compra un ramo de violetas a una florista, pasa corriendo al lado del abogado y se lo arroja a los pies sin detener la marcha. No se animaba a mirar hacia atrás, cuando finalmente mira, el abogado había desaparecido. A la salida del teatro había escuchado que a la noche los cuatro se iban a encontrar en el “Polonia”, un restaurante de primera categoría, así que el resto del día lo vivió con esa única idea, la de encontrarse allí con el abogado Kraykowski.

Entró tras ellos en el lujoso local, inmediatamente advirtieron su presencia. Mientras las damas lo miraban y murmuraban el abogado no le prestó ninguna atención. Les hacía cortesías a las damas, miraba fijamente a otras mujeres y hablaba lentamente. Cuando ordena la comida para su mesa el joven ordena la misma comida, come y bebe todo lo que come y bebe el abogado Kraykowski.
Admira la elegancia y la gracia de sus inclinaciones. Su esposa era una nulidad, pero la otra señora, la esposa del doctor, era muy atractiva y el protagonista advierte que cuando se dirigía a ella su voz era más dulce y tierna. La esposa del doctor era una mujer hecha realmente para él: delgada, elegante, felina, con una deliciosa arbitrariedad femenina.

Fue su primera orgía nocturna por el abogado y para el abogado, a partir de ese día comenzó a esperarlo a la salida de su casa espiando desde un café, para luego seguirlo. El joven tenía tiempo de sobra, su única ocupación era cuidar de una epilepsia que lo tenía extenuado hasta el punto de que había llegado a suponer que no le quedaba mucho tiempo de vida.
Unos ingresos modestos eran suficientes para cubrir sus necesidades. El abogado era goloso, al regresar del Tribunal se detenía en una pastelería y devoraba pastelillos de manzana. Después de pensarlo con cuidado un día el joven habla con la pastelera y le paga por adelantado el consumo de un mes de pastelillos para Kraykowski, le dice que lo hace porque tiene que pagar una apuesta que había perdido.

Al día siguiente, cuando la pastelera no le quiso cobrar los pastelillos a Kraykowski, el abogado se enojó y arrojó las monedas en una alcancía de beneficencia. Un océano ilimitado de ideas empezó a llenarle la cabeza durante el día, las coincidencias y los servicios se sucedían, encuentros en el tranvía para sentarse frente al abogado, los servicios de baño pagados por adelantado por el joven.
Eran señales de adoración y de obediencia que le daba ese joven obsesionado, muestras de fidelidad y de respeto, un sentimiento férreo del deber que denotaba pasión. La mujer del doctor, el amigo del abogado Kraykowski, parecía insensible a los encantos de ese personaje, era evidente que lo estaba rechazando, un día lo vio salir furioso de la casa de ella.

Para convencerla de que tenía que ceder a los sentimientos del abogado le escribe una carta anónima en la que le protesta por su comportamiento incomprensible y la exhorta a que cumpla sus obligaciones con un caballero tan encantador. A los pocos días el abogado Kraykowski se detiene mientras el joven lo perseguía, se vuelve y se le acerca con el bastón en la mano.
Una extraña sensación de desvanecimiento se apoderó del protagonista cuando se sintió agarrado de la solapa y sacudido violentamente. Cuando lo amenazó con romperle el cuello a bastonazos por los anónimos el joven no pudo hablar, se sentía feliz y aceptaba el suplicio como si fuera la santa comunión, se arrodilló en silencio y le ofreció la espalda.

Kraykowski se alejó y el joven regresó a su casa con la sensación de que eso todavía no bastaba, que era necesario mucho más. Era evidente que ella había considerado la carta como una broma estúpida y se la había mostrado al abogado. Decidió ser más persuasivo esta vez y le volvió a escribir de manera más drástica, se iba a infligir toda clase de penitencias hasta que ocurriera aquello, le dijo a la señora que debía dejar de lado su orgullo y su obstinación, ¿perfumes?, sólo Violette, a él le gusta.
A partir de entonces el abogado Kraykowski dejó de visitar a la esposa del doctor. El protagonista pasaba las noches en blanco, le seguía escribiendo que debía hacerlo, que su doctor era una nulidad, que lo debía hacer esa misma noche si es que el marido no estaba.

De pronto recordó que el abogado había tenido la intención de golpearlo, entonces se dirigió a los Tribunales, y cuando Kraykowski salió en compañía de dos colegas se arrodilló delante de él ofreciéndole la espalda para los golpes de bastón, exclamando que tal vez ahora podía. El abogado le dijo en voz baja a sus colegas que debía ser un pobre idiota, le dio unos centavos al miserable y se despidió.
Uno de los señores quiso darle él también unas monedas pero no se las aceptó, le explicó que sólo recibía limosna de la mano del abogado Kraykowski. En el edificio de la mujer dibujó una gigantesca K con una flecha. Fue tejiendo una telaraña de malos entendidos que la empujaban más y más a caer en los brazos del abogado, le hacía llamadas a la medianoche ordenándole que lo haga.

Pero todos sus esfuerzos parecían caer en el vacío, empezó a perder las esperanzas. En unas de las noches en las que el joven regresaba a su casa después de las persecuciones agotadoras, una corazonada le dijo que tenía que entrar en el parque. Y los vio, caminaban por un sendero, luego se sentaron en un banco. El abogado la abrazó y empezó a murmurarle palabras dulces. El joven no pudo resistir, algo explotó dentro de él como si una corriente eléctrica se descargara en su interior y empezó a gritar con una voz que podía escucharse en todo el parque: “¡El abogado Kraykowski se la está…! ¡El abogado Kraykowski se la está…!” Cundió la alarma. La gente corría y se asomaba a las ventanas, el joven sintió una primera sacudida, una segunda, una tercera, las piernas le temblaron y empezó a bailar como nunca lo había hecho antes, con la espuma en la boca sollozaba en medio de las convulsiones.

Fue una danza orgiástica, se despertó en el hospital. Cada día que pasaba se sentía peor, los últimos acontecimientos lo habían vencido.. El abogado Kraykowski se tuvo que escapar y esconder en una pequeña localidad al este de los Cárpatos, buscando refugio en las montañas con la esperanza de que el joven lo olvidara. Pero el protagonista se propone seguirlo, lo seguirá a todas partes porque ese hombre es como su estrella. Duda que regrese vivo de ese viaje pero se arriesga a morir. Por si eso llegara a ocurrir se dispone a preparar un documento para que su cadáver le sea remitido de inmediato al abogado Kraykowski.



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