WITOLD GOMBROWICZ Y WLADZIMIERZ TAWORSKI
“Escuchadme, hipopótamos: yo no me quejo de que vuestra estupidez profesional o articulista haya difamado sin cesar mi trabajo literario, que como se ha comprobado hoy, tiene algún valor. Hicisteis lo que pudisteis por fastidiarme la vida y en parte lo conseguisteis. Si no fuera por vuestra mezquindad, vuestra superficialidad, vuestra mediocridad, tal vez no hubiera pasado hambre durante años en la Argentina, y también otras humillaciones me hubieran sido ahorradas (...)”
Os interpusisteis entre yo y el mundo, banda de infalibles maestros de escuela y periodistas, deformando, tergiversando, falseando los valores y las proporciones. Bien, al diablo con vosotros, ¡os perdono! Y no espero que ninguno balbucee hoy algo parecido a una tímida disculpa, sé demasiado bien qué es lo que se puede esperar de unos pillos como vosotros (...)”
“Pero ¿cómo perdonaros el que hayáis logrado vencerme en mi victoria final sobre vosotros? Sí. Alegraos. Habéis ganado en vuestra derrota. Porque habéis hecho que mi éxito haya llegado demasiado tarde..., diez, veinte años más tarde..., cuando ya estoy demasiado cerca de la muerte y ella contamina de derrota hasta mis triunfos...; ¿sabéis?, ya no soy lo suficientemente vigoroso para poder disfrutar de mi desquite. ¿Triunfo? ¿Megalómano? ¿Presumido? Pero si hasta de esto me habéis privado, no puedo gozar ni de mi ascensión ni de vuestra derrota, ¿cómo voy a perdonarlo?”
Entre los recuerdos de sus miserias argentinas, incluidos los días que pasó entre rejas, el que permanecía en Gombrowicz como un símbolo misterioso era el de Morón. A Morón lo convirtió también en un enigma en las noches del Rex con una oración que recitaba en forma maniática: –Existe un cura en la Argentina que nunca ha estado en Morón. Nosotros no sabíamos a qué atenernos.
“Me dirijo a la plaza de Morón. Cada vez que vuelvo aquí, voy en peregrinación a la plaza para echar una mirada a mi pasado del año mil novecientos cuarenta y dos. Pero ya no existe la pizzería donde solía tener conversaciones con los contertulios, ni el café donde jugué una memorable partida de ajedrez bailando boogie-woogie con el campeón de Morón; los dos bailábamos y bailando nos acercábamos al tablero de ajedrez para cada nuevo movimiento”
Gombrowicz fue a parar a Morón cuando el dueño del hotel de la calle Tacuarí donde vivía lo empezó a zamarrear para que le pagase los seis meses de alquiler que le debía. Una noche, mientras su vecino le pasaba las valijas por la ventana, se largó sigilosamente.
Eran tantas las penurias que pasó Gombrowicz en la Argentina que no tuvo más remedio que volverse genio.
“Por otro lado, hay un valor literario muy evidente: aunque privadas, y privadísimas, las cartas que Gombrowicz le escribió a Gómez son cartas de un escritor genial, que no podía escribir otra cosa que no fuera literatura porque la máquina que había inventado para sobrevivir lo obligaba. Siempre he pensado que Gombrowicz era un hombre con tan graves dificultades para vivir, que al hacer de la literatura su recurso de supervivencia, tuvo que ser un gran genio porque con menos no le habría alcanzado”
Ya en un café, después de la huida del hotel y con las valijas a cuestas, meditaba en su triste destino: –¿Usted aquí?
En forma providencial se le acercó Taworski, un periodista polaco: –Mire, ahora tengo unos socios capitalistas, y hemos alquilado un chalet en los alrededores de Buenos Aires, en Morón, para montar un taller de tejidos. Puede usted vivir allí.
El chalet era lindo pero estaba casi vacío, Gombrowicz dormía en el suelo acostado sobre un montón de diarios, además, de noche recibían la visita de unos borrachos ex socios de Taworski con los que tenía algunas deudas importantes, que se robaban las pocas cosas que quedaban en la casa.
“Y aquellas visitas nocturnas, crueles y alcohólicas, así como nuestra impotencia para defendernos, tomaron para mí, una vez más, el aspecto de un símbolo tan patético como misterioso”
Gombrowicz pasaba miserias a lo grande, como si estuviera de vacaciones en un balneario de moda, siempre por encima de las circunstancias y poniéndole buena cara al mal tiempo.
“En Morón gocé de gran popularidad, tanto en la pizzería de la plaza como en el café, donde se podía jugar al billar y al ajedrez. Me bebía un litro de leche diario y me comía mi pan sentado en el suelo, sobre el pasto del chalet, mientras contemplaba la calle. En la pizzería, un mozo al que le caía simpático, me daba un sandwich por veinte centavos, pero con una feta de jamón cuatro veces más gruesa de lo normal, casi como un bistec. Y, en eso, he aquí que el en suplemento literario de ‘La Nación’, un periódico muy popular, aparece en primera plana un artículo mío. Desde ese momento mi posición social en Morón quedó liquidada. La gente empezó a darme muestras de consideración”
Gombrowicz escribe que era su propia catástrofe la que lo sostenía, así como la catástrofe de Polonia y la catástrofe de Europa, pero había algo más, él era capaz de reírse a pesar de todas las desgracias, tirando de las barbas de Dios y tocándole la cola al diablo. Cuando al final de su vida le preguntan si la holgura europea no le había llegado un poco tarde, Gombrowicz se acuerda de los hipopótamos y de nosotros.
“Evidentemente, para mí es un poco triste porque no sólo la edad, sino también la enfermedad, me impiden gozar de todas estas cosas. Pero yo he tenido siempre la sensación de que el arte no puede dar dividendos. Un artista que se siente, ante todo, creador de una forma profunda o personal, no puede pretender además unos ingresos; por algo así más bien hay que pagar (...)”
“Hay un arte por el cual se es pagado, y otro por el cual hay que pagar. Y se paga con la salud, con las comodidades... Naturalmente, no sé si soy un artista importante o no, pero de todas formas, en ese sentido, mi vida ha sido más bien ascética”
Pasó seis meses en ese chalet que gradualmente era desvalijado pues Taworski, con una sentencia de prisión en suspenso, no se atrevía a protestar. Cuidaba a Gombrowicz como si fuera un hijo.
Vivían casi exclusivamente a base de carne ahumada y de choclo, una comida que cocinaba Taworski una vez por semana. La vida de Gombrowicz en ese época no era nada fácil, pero al mismo tiempo que en las fronteras de la miseria también actuaba en otro plano, en un nivel más elevado.
“¡Pobre pelele! Cerca de los cuarenta años llevaba la existencia de un joven de veinte, y a esa edad la revivía justamente frente a la catástrofe mundial, lo cual basta para demostrar hasta qué punto era temeraria mi empresa. No sé... El imperialismo de nuestro ‘yo’ es indomable, y su poder tiene tal alcance que, a veces, me sentía inclinado a creer que el desbarajuste del mundo no tenía otro objeto que depositarme en la Argentina y sumergirme de nuevo en la juventud de mi vida, que en su momento no había podido experimentar ni aprovechar. Era por eso por lo que existía la guerra, y la Argentina, y Buenos Aires”
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