sábado, 20 de junio de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y HERBERT GEORGE WELLS


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y HERBERT GEORGE WELLS

Herbert George Wells se encuentra en la línea de novelistas que exponen una visión realista de la vida y mantienen una enérgica creencia en la capacidad del hombre para servirse de la técnica como medio para mejorar las condiciones de vida de la humanidad. Fue toda su vida un izquierdista convencido. De hecho, su primera novela, “La máquina del tiempo”, trataba fundamentalmente la lucha de clases.
Los hermosos Eloi eran descendiente de los antiguos capitalistas, y los Morlocks de los proletarios, enterrados junto con las máquinas y la industria y que, en la novela, acaban por dominar a sus antiguos opresores. Criticó la hipocresía y la rigidez de la época victoriana, así como el imperialismo británico, y se adelantó a lo que serían los movimientos de liberación femeninos. Wells estaba convencido de que la especie humana podría ser mejorada gracias a la ciencia y a la educación.

Gombrowicz perteneció a una época que sucedía a otra anterior en la que había triunfado el intelecto con una violenta ofensiva en todos los campos, parecía entonces que la ignorancia podía ser erradicada por el esfuerzo tenaz de la razón. Este impulso intelectual creció hasta alcanzar su apogeo después de la segunda guerra mundial, cuando el marxismo y el existencialismo se desparramaron por toda Europa.
Estas ideas ampliaron explosivamente los horizontes de los hombres dedicados al pensamiento en toda Europa. Gombrowicz empieza a darse cuenta de que, si bien la vieja ignorancia estaba desapareciendo poco a poco, aparecía una nueva ignorancia engendrada, justamente por el intelecto, y por una nueva estupidez desgraciadamente intelectual.

La vieja visión del mundo que descansaba en la autoridad, sobre todo la de la Iglesia, estaba siendo remplazada por otra, en la que cada uno tenía que pensar el mundo y la vida por cuenta propia, porque ya no existía la vieja autoridad. El mundo del pensamiento empezó a caracterizarse por una extraordinaria ingenuidad, a la que animaba una juventud sorprendente, los intelectuales exhortaban a los hombres a que pensaran por ellos mismos, con su propia cabeza, algo parecido a lo que había hecho Lutero con su protestantismo, un giro del pensamiento al que Nietzsche calificó de revolución provinciana. Las ideas podían tener un salvoconducto si se las comprendía personalmente, y no sólo eso, había que experimentarlas en la propia vida, había que tomarlas en serio y alimentarlas con la propia sangre.

El aumento de este exceso de responsabilidad tuvo consecuencias paradójicas: el conocimiento y la verdad dejaron de ser la preocupación principal del intelectual, una preocupación que fue remplazada por otra, por la preocupación de que descubrieran su ignorancia.
El intelectual, atiborrado de conocimientos y de ideas que no termina de asimilar, anda con rodeos para no dejarse pescar en su ignorancia, entonces empieza a tomar algunas medidas de precaución bastante ingeniosas: enmascara la formulación de los pensamientos, utiliza nociones pero no las desarrolla, dando por sentado que son perfectamente conocidas por todo el mundo, y todo esto lo hace para ocultar su ignorancia. Los resultados no fueron buenos, la función social del escritor se hizo irresistible y el pensamiento se degradó.

“La guerra de los mundos” es una novela en la que Wells relata una invasión de alienígenas de Marte. Los marcianos inician la conquista de la Tierra incinerando a los humanos con un rayo de calor invisible y también se sirven de ellos para alimentarse con transfusiones de sangre. Estos seres extraterrestres finalmente son derrotados por bacterias patógenas que los despachan al otro mundo. La guerra entre los mundos de Gombrowicz y del Asiriobabilónico Metafísico tiene una cierta analogía con la novela de Wells, pero ninguno de esos mundos logra imponerse al otro.
Gombrowicz hace unas reflexiones en los diarios en las que el Asiriobabilónico Metafísico podría representar el talante de Wells y Gombrowicz el de un bárbaro oriental.

“Así pues, si la generación polaca que entraba en la liza justo después de la primera guerra mundial se bañaba en la gran revolución de las costumbres engendrada por la guerra, la generación siguiente sentía ya el soplo de un nuevo cataclismo. De este modo en el tiempo de entreguerras la juventud se iba alejando progresivamente de las ideas acerca del matrimonio, la familia y el trabajo profesional inclinándose cada vez más hacia la vida romántica y peligrosa (...)”
“La diferencia entre nosotros y Europa occidental, en cuanto se refiere a ese proceso de liberación creciente de las costumbres, consistía probablemente en que en aquellos países que proporcionaban un sentido de mayor seguridad, se procedía de forma más racional, más reflexiva, mientras en Polonia era todo mucho más oscuro, intuitivo, dramático (...)”

“Los jóvenes ingleses leían a Wells, criticaban los conceptos antiguos en nombre de una nueva visión del mundo, científica, atea, que reconocía el derecho de las mujeres y el amor libre. En Polonia la transformación se producía por sí misma, ya que hasta los mocosos captaban de alguna manera , fuera de la retórica oficial, los indicios secretos de la tragedia que se avecinaba”
Herbert George Wells representaba todos los valores que se habían puesto en funcionamiento entre la primera y la segunda guerra mundial y que Gombrowicz ataca desde la inmadurez en “Ferdydurke”. Kowalski, el protagonista de la primera novela de Gombrowicz, se propone descubrir el talón de Aquiles de los Juventones y entonces también decide espiarlos.

“Agucé los sentidos. ¡Bestializado espiritualmente, era como un salvaje animal civilizado en el Kulturkampf! Cantó el gallo. Primero apareció Juventona en una robe de chambre a medio peinar”
Entró al closet-water y salió de allí más orgullosa que al entrar. De este templo sacaban su poder las modernas esposas de los ingenieros y los abogados. Salían de ese lugar más perfectas y culturales, llevando en alto la bandera del progreso, de ahí provenían la inteligencia y la naturalidad con las que la Juventona atormentaba a Kowalski.
Enseguida apareció el Juventón trotando en pijama, carraspeando y escupiendo ruidosamente. Al ver la puerta del closet-water risoteó y entró jugueteando. Salió desmoralizado, con una cara lujuriosa y vil, parecía un tonto.

A Kowalski le extrañó que mientras el clost-water ejercía una influencia constructiva sobre la esposa, sobre el esposo actuaba destructivamente. Mientras tanto la doctora se había bañado, se secaba y hacía ejercicios. Hizo doce cuclillas hasta que los senos sonaron, a Kowalski le empezaron a bailar las piernas en un bailoteo infernal y cultural. La intranquilidad de los perseguidos aumentaba porque se sentían mirados.
Los Juventones trataban de organizar a ciegas una defensa y toda la tarde se dedicaron a la lectura de Herbert George Wells. No conseguían ubicar su desasosiego, no podían permanecer sentados pero tampoco podían permanecer de pie, el Juventón buscaba la complicidad de Kowalski guiñándole un ojo. Se acercaba la noche y con ella la hora decisiva.

Los Juventones entraron al dormitorio y Kowalski corrió para escuchar detrás de la puerta y mirar por el ojo de la cerradura. El ingeniero en calzoncillos y sumamente risueño le contaba a la doctora anécdotas del cabaret: –¡Basta, cállate!; –Espera, chinita, enseguida terminaré; –No soy ninguna chinita, me llamo Juana, sácate los calzoncillos o ponte los pantalones; –¡Calzoncillitos!; –¡Cállate!; –Enciende la luz, vieja; –No soy ninguna vieja.
Juana se preguntaba qué les estaría pasando, le pedía al esposo que volviera en sí, que juntos iban hacia los tiempos nuevos como luchadores y constructores del mañana. Pero el ingeniero estaba en otra cosa: –Así es, una gorda, gorda langosta conmigo se acuesta. A pesar de su gordura es muy soñadura. Pero a él no se le antoja porque ya está muy floja.

La doctora lo convoca a que piense en la abolición de la pena de muerte, en la época, en la cultura, en el progreso: –Victorcito trotando pega brincos; –¡Víctor! ¿Qué dices? ¿Qué te picó? ¡Hay algo malo! ¡Algo fatal en el aire! La traición; –La traicioncita; –¡Víctor! ¡No uses diminutivos!; –La traicionzuelita.
Empezaron a manotearse, uno prendía y otro apagaba la luz, la Juventona jadeaba y el ingeniero jadeaba y chillaba de risa: –¡Espera que te dé una palmadita en el cuellito!; –¡Jamás, suelta o morderé! Víctor echó de sí todos los diminutivos amorosos de alcoba. El infernal diminutivo que tan decisivamente había pesado en el destino del protagonista ahora le hacía sentir sus garras a los Juventones. El paso de Kowalski para descalabrar a la modernidad estaba dado, había preparado todo para el derrumbe final.


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