lunes, 25 de mayo de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y JEAN RACINE

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y JEAN RACINE

“Nuestros sabios de la escritura, ocupados generalmente en la salvaguarda del idioma polaco, no pudieron cumplir con su papel de asignarle a nuestra literatura el lugar que le correspondía entre las otras, de conferir rango mundial a nuestras obras maestras. Sólo un gran poeta, un maestro de la lengua, podría dar a sus compatriotas una idea acerca del nivel de nuestros poetas, situados a la altura de los más grandes del mundo, convencerles de que nuestra poesía está hecha del mismo metal noble que la de Dante, Racine y Shakespeare”
Son unas palabras que Jan Lechon pronunció en una conferencia que dio en Nueva York para la colonia polaca donde aparece Racine como uno de los campeones de la literatura universal.

Gombrowicz no estaba de acuerdo con Lechon, sólo distinguía a Shakespeare con estos laureles, en cambio Dante era para él un inmoral y Racine no le parecía gran cosa. También tenía diferencias con Shakespeare pues para Shakespeare los sentimientos eran la materia prima de todo lo que existe y para Gombrowicz eran una afección que había que evitar en el arte y también en la vida.
Gombrowicz trató a los sentimientos como costumbres agonizantes y esclerosadas de las que se habían escapado sus contenidos vivos quedándose nada más que con la rigidez de las formas puras. La acción de sus piezas de teatro transcurre en un medio cortesano, un poco porque quería imitar a Shakespeare y otro poco porque sus manías genealógicas nunca lo abandonaron del todo.

Su familia tenía una posición ligeramente superior a la media de la nobleza polaca, pero no pertenecía a la aristocracia. La pertenencia de Gombrowicz a una clase social situada entre la alta aristocracia y los hidalgos campesinos se le manifestó como un gran problema que llegó a tener alcances de obsesión, una obsesión que se le mitigó en la Argentina. El encuentro con Berlín, la ciudad en la que se había planificado la ruina de Polonia, y la enfermedad habían puesto a Gombrowicz fuera de concurso.. Royaumont es una transición, en la vieja abadía Gombrowicz recupera el dominio y la alegría que había perdido en Berlín.
“Una abadía del siglo XIII, donde san Luis servía a los monjes y donde, al parecer, gobernó a Francia durante un tiempo; un gótico poderoso, de base cuadrada, de cuatro pisos, murallas, galerías, arcos, rosetones, columnas, un parque tranquilo con canales y estanques de agua verde y podrida”

Royaumont era un centro científico y cultural donde se celebraban congresos internacionales, conferencias, conciertos y seminarios. Tenía conversaciones estrafalarias en el comedor destinado a los residentes habituales y a los miembros del círculo. Presidía la mesa un anciano muy distinguido, experto en quesos y devorador de ensaladas. Era sordo como una tapia, lo que no le impedía llevar la conversación con la cordialidad típica de los franceses: –Ah, es usted escritor polaco, perfecto, ¿me podría decir a cuál de los escritores franceses contemporáneos aprecia usted más? ; –¡A Sartre!; –¿A quién? ¿A Sartre? Sartre no es mi amigo para nada. ¿Y no le gusta Racine?; –¡Oh, no!; –¿Cómo que no?; –¡Pues no me parece gran cosa!; –¿Qué? ¿Perdone? ¿Qué ha dicho ese señor? ¿Qué no le parece gran cosa? Pero, perdóneme mi amigo, usted exagera.

No sólo con este señor d’Hormon sostenía diálogos de sordo, también con las damas intelectuales: –¿Usted comparte las opiniones que tiene Simone de Beauvoire sobre la mujer contemporánea?; –No del todo, yo tengo una opinión más bien parecida a la del emperador Guillermo: –‘K.K.K’, o sea, ‘Kinder, Küche, Kirche’, es decir, ‘hijos, cocina, iglesia’; –¿Qué, qué?, ¿usted está hablando en serio?; –Sí, estoy hablando en serio.
Estas locuras arrogantes de Gombrowicz seducían a los estudiantes, así fue como sedujo a la Vaca Sagrada en esta vieja abadía medieval. Hablaba aparte con los jóvenes, especialmente con uno de los estudiantes más rebeldes: –¡Le, adoro, usted tiene el don de convertir a la gente en idiotas!

Prefería la diversión a la seriedad, especialmente con el presidente del círculo, el señor André d’Hormon, sordo como una tapia: –En su Renán está oculto Bergson; –Sí, es cierto, porque a la mónada hay que abordarla desde esta perspectiva, créame, he pensado mucho en ello, y además Demócrito...; –Desconfío de Teócrito; –¿Qué? ¿Heráclito? Sí, sí, hasta cierto punto comparto sus sentimientos, querido señor, pero los horizontes heraclitianos.
“Nos escuchaban con devoción, en un silencio profundo, la mesa entera estaba suspendida de nuestros labios, hasta que finalmente el anciano me dio una palmadita en el hombro: –Somos del mismo piso”
Jean Racine seguía al pie de la letra las enseñanzas de Aristóteles para concebir sus tragedias.

“Los personajes en la escena no actúan para imitar caracteres, sino que reciben los caracteres como un accesorio, a causa de las acciones. Así las acciones y la fábula son el fin de la tragedia... Sin acción no puede haber tragedia, pero pueda haberla sin caracteres”
Estas palabras pertenecen a las enseñanzas clásicas de Aristóteles sobre la tragedia griega. De sus tres componentes: el relato, la acción y los caracteres, sólo el relato y la acción son necesarios según el parecer del Estagirita. El teatro de Racine muestra la pasión como una fuerza fatal que destruye al que la posee. Respetando los ideales de la tragedia clásica, presenta una acción simple, clara, en la que las peripecias nacen de las propias pasiones de los personajes.

Se le considera el principal exponente de la poesía clásica francesa. Sus siete tragedias más famosas figuran aún en el repertorio de la Comédie Française, y la interpretación de sus principales personajes se ha convertido en la máxima prueba para un actor en Francia. Los dramas de Racine contienen numerosas situaciones en las que intervienen intensas pasiones humanas, pero su estricto formalismo neoclásico, desprovisto de toda emoción espontánea, era para Gombrowicz una sustancia fría y artificial.
Gombrowicz está de acuerdo con las enseñanzas de Aristóteles sólo en parte, y sólo en parte porque para él también el relato, es decir, la fábula es un elemento accesorio. La literatura, como cualquier otro género de arte, es un fenómeno social. El autor escribe para el lector, al que necesita para completar la realización de su obra, tal como el pintor necesita del espectador y el compositor del oyente.

Gombrowicz tiene una concepción del arte compuesta de ideas contradictorias: la obra de arte debe ser intencional, pero sin que lo parezca. Rechaza las sustancia en cualquiera de sus formas: el carácter, el temperamento o la naturaleza humana. La herencia, la educación, el ambiente y la constitución fisiológica no son más que los grandes ídolos explicativos de nuestra época porque corresponden a una interpretación sustancialista del hombre.
El término carácter proviene de un vocablo griego que significa sello o estampa. Y estamos habituados a emplear el término en el sentido de las peculiaridades estampadas en una persona como resultado de su herencia y de su medio. La literatura dramática de Racine se funda sobre caracteres de estructuras definidas, que determinan las acciones en circunstancia dadas.

Pero Gombrowicz se convirtió en un autor dramáticos sin utilizar caracteres. Liquida la sustancia de los caracteres con la forma y con las palabras.
“Las palabras se alían traicioneramente a espaldas nuestras. Y no somos nosotros quienes decimos las palabras, son las palabras las que nos dicen a nosotros, y traicionan nuestro pensamiento que, a su vez, nos traiciona (...) Las palabras liberan en nosotros ciertos estados psíquicos, nos moldean... crean los vínculos reales entre nosotros”
La trama no tiene mucha importancia en la obra de Gombrowicz, la utiliza sólo como pretexto. Tampoco la tienen los caracteres, lo importante para él es la acción, por eso toda su creación, también las novelas y los cuentos, tiene esa marcada característica teatral.



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