WITOLD GOMBROWICZ, EL EROS Y LA GUERRA
Gombrowicz alcanzó en “Pornografía” una de sus creaciones artísticas más logradas con los temas de la erotización y de la guerra. Una mezcla parecida a la de “Pornografía” se le aparece a Gombrowicz durante un descanso largo que se toma huyendo del frío. “La provincia de Buenos Aires, del tamaño de Polonia, hace tiempo que ha quedado atrás (...)”
“También hemos abandonado ya la provincia de Santa Fe y ahora irrumpimos en la arenas de Santiago del Estero; es de noche, corremos. El tren corre. A través de las ventanas del vagón herméticamente cerradas a causa de la arena que penetra por todas partes, no se ve nada aparte de esos raquíticos arbolitos crecidos en la arena, y una hierba rala (...)”
“Cae la noche; de vez en cuando, al apagar con la mano los reflejos en el cristal, se me dibujan a lo lejos los árboles, siempre los mismos, que huyen. ¿Cuánto me quedaba aún de este viaje y a través de qué regiones? No lo sé. Me duermo. Y, por fin, Santiago”. Gombrowicz se establece en Santiago del Estero en el año 1958 después de sus primeras vacaciones en Tandil.
Huyendo del frío de Tandil y del de Buenos Aires se toma unas vacaciones de cuatro meses y medio en esa ciudad subtropical. En esa ciudad no encontró el término medio de Tandil ni el anonimato de Buenos Aires, se movía a menudo entre la provocación y el erotismo. Gombrowicz buscaba una actualización de su inmadurez y de su talante jocoso e infantil que no pocas veces le producía contratiempos.
Las últimas paradas argentinas que hizo en este viaje a la inmadurez fueron Tandil y Santiago del Estero. El intento por separar literariamente en los diarios su inmadurez tandilense de su erotización santiagueña no funcionó y todo quedó confundido en una especie de erotización inmadura. Mientras los europeos le estaban abriendo la puerta a un Gombrowicz importante, el Gombrowicz de por acá tiene ataques de infantilismo.
Se comportaba con los jóvenes como si fuera un muchacho grande. La naturaleza indígena y erotizada de Santiago asomaba la nariz por todas partes: en las plazas, en los parques y en los estudiantes. “Estaba sentado en un banco de la plaza, en un parque, y a mi lado tenía un muchacho, posiblemente un estudiante de la Escuela Industrial, con un compañero un poco mayor que él (...)”
“Si fueras de putas –le decía el muchacho al compañero–, tendrías que soltar al menos cincuenta. ¡O sea que a mí me debes lo mismo! ¿Cómo entender eso? Ya me he percatado que en Santiago todo puede interpretarse de dos maneras diferentes. Se puede interpretar como extrema inocencia o como extrema depravación, por lo que no me extrañaría que estas palabras fueran inocentes (...)”
“Se podría tratar de una simple broma en una conversación entre colegiales. Pero no puede excluirse algo más perverso. Como tampoco puede excluirse la archiperversión que consistiría en que, teniendo el significado que yo les atribuía, fueran, a pesar de todo ello, inocentes. En ese caso el escándalo mayor constituiría la más perfecta inocencia (...)”
“Ese muchacho quinceañero era evidentemente de buena familia, de sus ojos emanaba salud, cordialidad y alegría, no decía aquello voluptuosamente, sino con toda la convicción de una persona que defiende un derecho legítimo. Y además reía..., con esa risa de aquí, nunca excesiva pero envolvente”. Gombrowicz ya estaba advertido de la dulzura equívoca de los changos.
Con ese conocimiento dio una conferencia en la Universidad en la que habló como hablan los más célebres, simulando que se sentía como si estuviera en su propia casa, que aquello era para él pan comido, cuando en realidad cualquier cuestionario indiscreto que le hubieran hecho lo hubiera dejado desarmado. “¡Pero estoy tan acostumbrado a la mistificación y al engaño! (...)”
“Y además sé perfectamente que hasta los más ilustres sabios no desdeñan tales mistificaciones. Hacía, pues, mi papel como podía, un papel que por otro lado no me salía del todo mal. De repente vi, un poco al fondo, detrás de la primera fila, una mano que descansaba sobre una rodilla. Otra mano, al lado, perteneciente a otra persona, se apoyaba o, mejor, se agarraba con los dedos al respaldo de la silla (...)”
“De pronto fue como si esas dos manos me tomaran, hasta el punto que me asusté, me quedé sin respiración, y otra vez sentí en mí la llamada de la carne”. Las manos que irrumpen en la conferencia como un llamado del cuerpo lo llevan a Gombrowicz a una persecución anhelante de un muchacho moreno, desconocido para él, por las calles de Santiago.
“Fue uno de esos momentos de mi vida en que comprendí con toda claridad que la moral es salvaje. De pronto, cuando llegué a su altura, me saludó sonriente: –Qué tal? ¡Lo conocía, era uno de los lustrabotas de la plaza, para eso yo no estaba ni por asomo preparado!; –¿Adónde vas?, nos cruzamos y de toda esa pasión no quedó sino la normalidad (...)”
“Santiago es una vaca que rumia diariamente su vuelo, es una pesadilla en la que uno corre una carrera vertiginosa pero sin moverse de un lugar”. Respondía con altivez a los reproches que le hacían: –Viejo, ¿no estarás reblandecido? Sos un viejo vanidoso, además muy egoísta y también egocéntrico; –No joda, che, nadie sabe cómo soy, ni yo que soy Gombrowicz.
En la maraña indígeno erotizada que Gombrowicz había armado en Santiago del Estero se fueron perfilando poco a poco dos personajes míticos. Estos personajes eran Leopoldo Allub Manzur y Mario Roberto Santucho a los que Gombrowicz apodó el Beduino y el Indiecito respectivamente. “Roby llegó a Buenos Aires, es un soldado nato, sirve para el fusil, las trincheras, el caballo (...)”
“Me interesaba saber si en los dos años que habíamos dejado de vernos había cambiado algo en aquel estudiante, me parecía imposible que a su edad, pudiera evitar una mutación aunque fuese parcial. El tonto no ha asimilado nada desde que lo dejé en Santiago hace dos años”. En el año 1960 Roby Santucho vino a Buenos Aires y nos fue a visitar al café Rex.
A la una de la mañana nos fuimos a otro bar a tomar cerveza y a discutir en un círculo más privado. Esa noche Roby lo había trasladado a Gombrowicz al pasado, al hitlerismo, al sentimiento de impotencia que lo había asaltado en la víspera de la quiebra de Europa, y al asombro que le producía el cómo la calidad inferior puede ser hasta tal punto fuerte y agresiva.
Por esa particularidad fructuosa que tiene la literatura podemos mezclar estos recuerdos del ascenso irresistible de la barbarie alemana del año 1938, con ese Roby santiagueño de 1960, y con unas aventuras extrañas que corrió Gombrowicz durante su estada en Berlín en 1963. La cabeza y la mano, en la imaginación de Gombrowicz, son las partes del cuerpo que lo ponían en contacto a ese joven argentino y con el terror del nazismo.
Ese Indiecito, como cariñosamente lo llamaba Gombrowicz, se convirtió con el tiempo en el jefe del ejército revolucionario del pueblo. A Gombrowicz lo asaltaba la sospecha insistente de que el contenido de las ideologías no tenía importancia, que las ideologías sólo servían para agrupar a la gente, formar una masa y una fuerza creadora. Pero Gombrowicz quería ser él mismo.
Quería sostenerse sobre sus propios pies, alejarse de las palabras huecas, de la mentira y del éxtasis para tener contacto con la realidad. “Viví antes de la guerra y durante la guerra la victoria de la fuerza colectiva y también su derrota y su desintegración con el renacimiento del ‘yo’ inmortal. Poco a poco se han ido debilitando en mí aquellos miedos, ¡cuando de pronto Roby me ha hecho llegar nuevamente ese tufo diabólico!”
Otra vez Gombrowicz se sentía sometido a las fuerzas ciegas de la colectividad y de la historia; la moral, la ciencia, la razón, la lógica, todas esas cosas juntas se convierten en instrumento de una idea diferente y superior que quiere conquistarnos y poseernos a nosotros y al mundo. Pero no es una idea, es una criatura surgida de la masa y que expresa a la multitud.
“Tomaba cerveza sentado frente a ese estudiante tan encantadoramente joven, tan indefenso y al mismo tiempo tan peligroso. Miraba su cabeza y su mano. ¡Su cabeza! ¡Su mano! Una mano dispuesta a matar en nombre de una niñería. La prolongación del disparate y la sandez que se estaba incubando en su cabeza era una bayoneta ensangrentada (...)”
“Una criatura extraña: de cabeza confusa y trivial, de mano peligrosa. Se me ha ocurrido una idea, un poco vaga y no acabada de pensar, que sin embargo quisiera anotar aquí. Se podría formular más o menos como sigue: su cabeza está llena de quimeras, por lo tanto es digna de compasión; pero su mano tiene el don de transformar las quimeras en realidad, es capaz de crear hechos (...)”
“Irrealidad, pues, del lado de la cabeza, realidad del lado de la mano... y seriedad de uno de los extremos. Tal vez le esté agradecido por haberme vuelto a mis antiguas angustias. Esta seguridad en mí mismo de hombre culto, de intelectual, de artista, que va creciendo en mí con la edad, ¡no es nada bueno! No hay que olvidar que los que no escriben con tinta escriben con sangre”
Esta presencia real de la sensualidad y la sangre en los comparsas de Santiago es equivalente a su presencia imaginaria en un de sus novelas. “Voy a contarles otra de mis aventuras, y justamente una de las más fatales. Por entonces, era en el año 1943, me encontraba yo en la ex-Polonia y en la ex-Varsovia, en lo más hondo del hecho consumado (...)”
“El desmantelado grupo de mis compañeros y amigos del ex-café Ziemianska, se reunía en cierto pisito de la calle Krucza, y allí, mientras bebíamos, procurábamos seguir siendo artistas, escritores, pensadores... reanudando nuestras viejas conversaciones, nuestro ex-debates sobre el arte. Todavía hoy nos veo sentados o tumbados, en el cuarto lleno de humo, todos charla que charlarás y grita que gritarás (...)”
“Uno chillaba: Dios, otro: arte, un tercero: nación, un cuarto: proletariado, y así discutíamos ferozmente y venga darle vueltas y vueltas. Dios, arte, nación, proletariado, pero un día llegó Fryderyk, un hombre de mediana edad, oscuro y reseco, de nariz aguileña, y se presentó a todo el mundo con todos los requisitos de la cortesía”. Gombrowicz y Fryderyk se van a la casa de campo de Hipolit.
Intentan escaparse de esta manera del drama colectivo de la ex-Polonia, de la ex-Varsovia y de las discusiones interminables sobre la nación, Dios, el proletariado, el arte. En el primer domingo de misa Gombrowicz observa a su compañero que arrodillándose y actuando de una manera particular le va quitando importancia a la ceremonia religiosa.
Con una mirada obsesiva y penetrante Fryderyk establece un contacto sensual entre las nucas de dos jóvenes, ese hombre se volvía temible y, de repente, esa misa celebrada en un lugar de la Polonia abandonada a los alemanes, cayó fulminada por un rayo, como si el absoluto de Dios hubiera muerto. Pero cada nuca estaba sola, no estaban juntas, eran la nucas de Henia, la hija de Hipolit, y de Karol, un auxiliar de la finca.
Y la novela termina a lo Shakespeare, en una verdadera tragedia. Cómo es que se pasa de la descomposición del ritual religioso y de las nucas a semejante carnicería, sólo Dios lo sabe. El estallido de las monstruosidades señoriales y campesinas que confluyen en el gesto del sacerdote celebrando la misa, y la nihilización de la iglesia, preparan el camino para el reemplazo de Dios por una nueva deidad.
Las nucas de Henia y Karol se asocian en la conciencia de Gombrowicz de una manera lasciva, le nace el pensamiento de que los jóvenes deben consumar con el cuerpo la atracción que él había descubierto, y es alrededor de este elemento erótico cómo se empieza a desarrollar la historia. Henia y Karol son claros representantes de la tentación y del pecado.
Waclaw, el prometido de Henia, y su madre Amelia, son representantes de la corrección y de los principios religiosos. De qué son representantes Fryderyk y Gombrowicz es más difícil saberlo. Por ahora digamos que son dos adultos mirones y lascivos que planean, en principio, que los dos jóvenes se presten atención y consumen una atracción que grita al cielo, salvo para los jóvenes mismos.
Karol es atractivo con una juventud violenta que lo arroja en los brazos de la brutalidad y la obediencia. Sensual, carnal y con una sonrisa que lo ata a una inferioridad superficial, Karol no puede defenderse. Esta mezcla explosiva en la conciencia de Gombrowicz se le echa encima a Henia como si fuera una perra, arde por ella, un deseo que nada tiene que ver con el amor.
Es un enamoramiento becerril con toda su degradación. Pero la joven señorita tiene con el muchacho un diálogo desembarazado y confiado, los jóvenes no se comportan según el contenido de la conciencia de Gombrowicz. En este punto Gombrowicz se pregunta cuánto sabe Fryderyk de todo esto: de la descomposición de la misa, de la atracción de las nucas, del llamado del cuerpo de los jóvenes a la consumación.
Henia es una colegiala cortés, cordial y muy atractiva. Cuando Fryderyk tenía apartes con Henia a solas Gombrowicz pensaba: se la lleva para hacer cosas con ella o ella se va con él para que él le haga cosas. A partir de ese momento Fryderyk se convierte en el operador del drama mientras Gombrowicz le sigue los pasos y trata de interpretar el significado de sus maniobras.
Fryderyk maniobra con los pantalones de Karol cuando le pide a ella que se los remangue, es como si les estuviera diciendo: vengan, háganlo, gozaré, lo deseo. Gombrowicz quería averiguar cuánto de ingenuos eran los jóvenes respecto de los propósitos de Fryderyk. Pensaba más o menos así: Henia remangaba los pantalones para que Fryderyk gozara.
Estaba de acuerdo con que él gozara con ella y también con Karol, ella se daba cuenta de que entre los dos podían excitar y seducir, y también Karol lo sabía porque había colaborado en aquel juego. No eran tan ingenuos, entonces, conocían su propio sabor. La situación no tenía vuelta atrás, los cuatro eran cómplices en el silencio pues el asunto era inconfesable y vergonzoso.
Después de que Karol le levantara la falda a una vieja fregona y asquerosa haciéndole brillar la blancura del bajo vientre y la mancha de pelo negro, le dice a Gombrowicz que le gustaba Henia pero que le gustaría más hacerlo con doña María, la madre de Henia. El joven estaba actuando para los adultos porque quería divertirse con ellos, y no con la joven Henia.
Los adultos, aún dentro de su fealdad, podían llevarlo más lejos al ser menos limitados. Pero esto no es lo que quería Gombrowicz, Karol era demasiado joven para Dios y para las mujeres, era demasiado joven para todo. El sueño de los dos adultos de que los jóvenes consumaran su atracción innegable se venía abajo. Era una pareja adulta de enamorados en la frustración, desdeñada por la otra pareja de amantes.
El fuego de su excitación no tenía nada en qué descargarse. Llameaba entre ellos, estaban asqueados el uno del otro y se juntaban en una sensualidad irritada. Pero Fryderyk continuaba con sus maniobras calculadas para juntarlos obligándolos a pisar una misma lombriz hasta partirla. Quería que Henia y Karol causaran tormentos con las suelas de sus zapatos
Con toda calma Fryderyk había transformado en un verdadero infierno la existencia de esa pobre lombriz. Un pecado común cometido para los adultos que penetraba la intimidad fundiendo a unos con otros. En la virtud los jóvenes se le presentaban a Fryderyk y a Gombrowicz cerrados, herméticos, pero en el pecado podían revolcarse con ellos.
Era un sistema de espejos, Fryderyk lo miraba a Gombrowicz y Gombrowicz lo miraba a Fryderyk, hilaban sueños por cuenta del otro y de ese modo llegaban hasta la idea que ninguno de ellos se habría atrevido a dar por suya. Por su parte Henia les hacía saber que era creyente, que si ni lo fuese no se confesaría ni comulgaría, que sus principios eran los mismos que los de su futuro marido.
Su futura suegra era como si fuera su madre, era un honor para ella entrar en esa familia, era seguro que si se casaba con Wlacaw no haría nada con ningún otro. Un comentario de Henia que parecía severo pero que era también una confiada y seductora confesión de su propia debilidad, excitaba, precisamente, por su virtud y no por su pornografía.
Y también les decía que Karol no quería a nadie, que lo único que le interesaba era acostarse un poquito, que ella ya lo había hecho con un guerrillero, que sus padres lo sospechaban porque los habían sorprendido juntos, pero que no querían sospecharlo. Amelia, la madre de Waclaw, era cortés, sensible y espiritual, sencilla y de una rectitud ejemplar.
En Amelia regía el Dios católico, desprendido de la carne, era un principio metafísico, incorpóreo y majestuoso que no podía atender a todas las majaderías que tramaban los adultos con Henia y Karol. Parecía enamorada de Fryderyk, estaba subyugada con ese ser terriblemente reconcentrado que no se dejaba engañar y distraer por nada, un ser de una seriedad extrema.
En la finca de Amelia tiene lugar la segunda caída de Dios después del derrumbe de la misa en la iglesia. Un ladronzuelo de la edad de Karol entra en la casa para robar, según todo lo hace parecer la señora descubre al ladrón, toma un cuchillo y lucha con Joziek, transcurren unos minutos y llega a la mesa donde están su hijo y los invitados, se sienta y cae muerta con el cuchillo clavado mirando un crucifijo.
La situación no estaba clara, nadie sabía lo que había pasado porque Amelia no pudo contar nada y Joziek decía que sólo se habían revolcado, que había sido un accidente. Fryderyk era mal psicólogo porque tenía demasiada inteligencia y por lo tanto era capaz de imaginarse a doña Amelia en cualquier situación. Una sospecha terrible flotaba en el aire de la casa de campo.
Sospechaban que esa mujer tan espiritual y guiada por los principios de Dios había prologado demasiado la lucha con Joziek revolcándose en el suelo de puro placer y, por accidente, se le había clavado el cuchillo. Si esto fuera así no podían entregar a Joziek a la policía. A la casa de Hipolit llega Semian, un jefe de la resistencia que se había vuelto cobarde.
Sus compañeros temen que se convierta en delator y le piden a Hipolit que lo mate. Semian actualiza el sentimiento de que todos estaban atados a la patria, todos eran instrumentos de todos los demás, y a cada cual le estaba permitido servirse del instrumento con la mayor temeridad, para la causa común. La presencia del recién llegado convirtió a Karol en un soldado.
Era un solado preparado a dispararse como un perro al oír la orden. Pero no era sólo él, la miseria romántica tan repelente unos instantes atrás cedió de pronto, y todos en la mesa, como si fueran una patrulla, esperaban la orden para entregarse a la lucha. Mientras tanto Fryderyk seguía maniobrando para juntar a Henia con Karol, esta vez utilizando al prometido.
Le dio unos papeles en un teatro escrito por él y los hacía actuar en el parque, participaban de una escena extraña. Los jóvenes, según desde dónde se los mirara, recitaban con ademanes poéticos o caían en el pasto para revolcarse. Lo único que atinó a decir el pobre Waclaw, que observaba la escena desde el lugar en que lo había puesto Fryderyk, es que eso de caer tan pronto y luego levantarse era raro.
Así no se hacía, le parecía que ella no se había entregado a él. Esto le resultaba peor que si hubieran vivido juntos, que si se le hubiera entregado él podía defenderse, pero así no, porque entre ellos ocurría de otro modo, y al no habérsele entregado Henia era todavía más de Karol. Llegando al final de la novela hay un intercambio de mensajes escritos entre Gombrowicz y Fryderyk.
Es un intento que hacen los adultos por saber qué pasa. Fryderyk confiesa que no tiene un plan determinado, que actúa siguiendo las líneas de tensión y del apetito. Él piensa que los jóvenes no se juntan porque sería demasiada plenitud para los otros, que se les acercan y flirtean porque quieren hacerlo gracias a los otros, a través de los otros y también de Waclaw, por los otros.
Lo peligroso de todo esto es que Fryderyk siente que ha caído en manos de unos seres frívolos. Unas manos apenas crecidas empujaban, en la plenitud de su desarrollo intelectual y moral, a su propio pensamiento y pasión a hacer todo lo que estaba haciendo, se sentía como un Cristo crucificado en una cruz de dieciséis años. Y llegamos al final.
Los adultos no se animan a matar a Semian y le piden a Karol que lo haga con la irresponsabilidad de la juventud para quitarle gravedad a un crimen tan siniestro. Waclaw, que está preparando su propia muerte entra al cuarto de Semian y lo mata. Apaga la luz y se enmascara con un pañuelo para que no lo reconozca Karol cuando le abra la puerta. Karol no lo reconoce y lo mata creyendo que es Semian.
Queda un cabo suelto, Joziek, el joven al que no se lo puede entregar a la policía porque es inocente, entonces, Fryderyk lo mata. Y no se sabe si lo mata para guardar sin mancha la memoria de doña Amelia muerta de una puñalada que había caído en el pecado original, o para ponerle el punto final a la no consumación de los jóvenes. Hania y Karol sonríen.
“Sonríen como sonríe la juventud cuando no sabe cómo salir de un apuro. Y durante unos segundos, ellos y nosotros, en nuestra catástrofe, nos miramos a los ojos”. Esta mezcla de erotización y de sangre presente en “Pornografía” y Santiago es un poco ajena a la relación que Gombrowicz tenía con el Beduino. El Beduino era un personaje desconcertante.
De un aspecto intimidatorio por la fiereza de su rostro, sin embargo, tenía un corazón tierno, era el más tierno de todos nosotros. Para defenderse de su timidez oculta recurría a burlas inocentes en forma más o menos permanente de modo que a su alrededor flotaba un aire de irrealidad manifiesto como la irrealidad del geniecillo de la filosofía de Descartes.
En un banco de la plaza principal de Santiago del Estero el Beduino le preguntaba a Gombrowicz si tenía tanto sentido del humor como parecía a primera vista. Mientras tanto le contaba que cada uno de los hermanos Santucho tenía una tendencia política diferente, gracias a esto la familia no le temía a las revoluciones tan frecuentes en aquella época.
Cualquiera fuese la que triunfara algún hermano ganaría: el comunista, el nacionalista, el liberal, el cura o el peronista. El Beduino trataba de asegurarse, más que de ninguna otra cosa, de que Gombrowicz tuviera efectivamente sentido del humor. Cuando estuvo seguro, con mucho disimulo, encendió un petardo y lo puso debajo del banco.
El petardo estalló: –Perdón, Gombrowicz, ¿se asustó?; –No utilice, jovencito, esas armas infernales. Gombrowicz se puso blanco como un papel y durante un largo rato no pronunció palabra. El Beduino visitaba la casa de Gombrowicz para escuchar los cuartetos de Beethoven llevando consigo el tono maligno y burlón del geniecillo de Descartes.
“Maneras de escuchar los cuartetos de Beethoven. A veces trato de relacionar los cuartetos con una edad diferente a la de Beethoven e incluso con el otro sexo. Intento imaginarme que el do sostenido menor fue compuesto por un niño de diez años o por una mujer. También trato de escuchar el cuarto como si estuviera compuesto después del décimo tercero.
“Para adquirir una relación personal con cada uno de los instrumentos, me imagino que soy el primer violín, que Quilomboflor toca la viola, que Gomozo sostiene el violoncelo y Beduino el segundo violín”. Ese tono burlón le daba oportunidad a Gombrowicz para armar numeritos teatrales de un gran impacto tanto existencial como literario. “Beduino y yo en la parada del autobús, esperamos el 208: –¡Oye, viejo! (...)”
“Para no aburrirnos, ¡montaremos un numerito! ¡Los dejaremos boquiabiertos! Habla conmigo como si yo fuera director de orquesta y tú músico, pregúntame por Toscanini... Beduino se muestra encantado. Subimos. Se sitúa a una distancia conveniente y comienza, en voz alta: –En tu lugar, reforzaría los contrabajos, prestaría atención también al fugato, maestro (...)”
“La gente aguza los oídos: –Hum, hum...; –Y cuidado con los cobres en ese pasaje del Fa al Re... ¿Cuándo tienes ese concierto? Yo toco el próximo catorce. A propósito, ¿cuándo me mostrarás esa carta de Toscanini?; –Me dejas asombrado, chico... No conozco a Toscanini, no soy director de orquesta y francamente no entiendo por qué has de presumir delante de la gente haciéndote pasar por músico (...)”
“¿Qué es eso de engalanarte con plumas ajenas? ¡Es muy feo! Todos miraban severamente a Beduino que, rojo como un tomate, me dirige una mirada asesina”
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