lunes, 5 de septiembre de 2011

WITOLD GOMBROWICZ, LA ALIMENTACIÓN Y LA COLIFLOR

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS


WITOLD GOMBROWICZ, LA ALIMENTACIÓN Y LA COLIFLOR


La alimentación y el mismo acto de alimentarse son cuestiones primordiales que ocupan una atención especial en el pensamiento de los hombres y Gombrowicz no podía ser ajeno a esta particularidad. Ahora bien, sea por espíritu de contradicción, sea por ambivalencia o por alguna otra cosa Gombrowicz trataba de muy diferente manera sus comidas reales y sus comidas literarias.
La comida se había convertido en Vence en uno de los pocos placeres que le quedaban, a través de la comida se le despertaba la nostalgia de su infancia y de Polonia desde donde una familia amiga le mandaba saches de bortsch. También se le despertaba la nostalgia de la Argentina, en su último otoño que transcurre en Vence tuvo una época ascética, en la que comía carne asada a la parrilla con pan y no comía ninguna otra cosa.

Las comidas de por acá las hacíamos generalmente en el “Sorrento”, pero cuando Gombrowicz tenía ganas de comer un buen bife a la parrilla, una comida que le gustaba mucho, íbamos a “La Churrasquita” o a “El Palacio de la Papa Frita”. Dio pocas recepciones en la Argentina, no tenía medios para darlas, pero la cumbre como anfitrión la alcanzó en el Club Americano.
Dio una cena en honor de los amigos polacos que tenían la costumbre de invitarlo. Henryk Gruber, un polaco muy rico y snob se hizo cargo de todos los gastos del Club Americano: –No entiendo por qué eres amigo del señor Gruber, un hombre tan distante y antipático. “Los trajes del señor presidente (lo había sido del Banco Polaco antes de Nowinski) me viene de maravilla (...)”

“No molestes a mi protector y está a la altura de las circunstancias pues el señor presidente usa ahora un impermeable inglés muy elegante que espero vestir en un futuro próximo”. Distendido, rejuvenecido, se paseaba por aquel decorado de tapices orientales. Mesas recubiertas de manteles bordados, cubiertos ingleses de plata, velas y flores. Un rostro radiante de propietario efímero pero soberano de todo aquel lujo.
Para Gombrowicz era un ejercicio con la forma, fiestas a la antigua con la hospitalidad y el gusto por recibir que le venían de las tradiciones familiares. El restaurante Sorrento, donde acostumbraba a comer, se convirtió en un santuario gastronómico. Allí recibí enseñanzas sobre los modales de la mesa: el cuchillo sólo se utiliza si no se puede prescindir de él, nunca para una omelette, una tarta, con el tenedor alcanza.

La cuchara debe ingresar de costado a la boca, nunca de punta. El caldo se debe absorber en silencio; no se deben tomar los alimentos con las manos; lo que ingresa a la boca no puede salir por la boca: ¿Y los carozos y las espinas?; –Arréglese, hay que sacarlos antes; jamás usar mondadientes y mucho menos llevarse una mano a la boca para ocultar las maniobras que se hacen con él.
Basta decir que Gombrowicz violaba una por una todas estas prohibiciones. ¿Qué hace, Gombrowicz?; –Vea, Gómez, una vez que se sabe, está permitido. Y es el Sorrento el que le da una idea sobre la que escribe un pasaje célebre en las páginas de los diarios en el que convierte a la comida en un mecanismo que baila al son de una música metafísica. “A derecha e izquierda, burguesía (...)”

“Las mujeres se meten en sus orificios bucales trozos de carne mortecina y mueven la bocacha. Esta carne les pasa al esófago y después al aparato digestivo. Todo ello con cara de sacrificio, y de nuevo abren el orificio para llenarlo... Los hombres se valen de cuchillo y tenedor; entre otras cosas, sus pantorrillas embutidas en las perneras se nutren aprovechando el trabajo de los órganos digestivos (...)”
“¿Sería francamente extraño abordar la actividad de la gente aquí reunida como la nutrición de las pantorrillas...? Pero el mecanismo de sus movimientos está fijado en los más mínimos detalles, todas estas operaciones están definidas y formadas desde hace siglos: alargar la mano para alcanzar el limón, untar los trocitos de pan, conversar entre dos tragos (...)”

“Llenar los vasos o servir los platos al margen de una conversación, una uniformidad de movimientos casi como en los conciertos de Brandeburgo. Se ve aquí la humanidad que se repite a sí misma sin descanso. La sala, rebosante de comilona, se manifiesta en una infinidad de variantes, como una figura de vals repetida por los bailarines; y la cara de esta sala concentrada en su eterna función era la cara de un pensador”.
Esta forma constructiva de referirse a los alimentos gira ciento ochenta grados cuando Gombrowicz da rienda suelta a su imaginación creativa. En “Ivona” el alimento es elegido como la forma más adecuada de asesinato para matar a Ivona, una pobre joven que involuntariamente ponía al descubierto las monstruosidades del reino. El Príncipe quiere asesinarla con un cuchillo y la Reina con una pócima de veneno.

Finalmente el Rey se inclina por la alimentación, elige una corvina como el instrumento del asesinato, un pescado que va a ser servido en un banquete de homenaje. El rey escondido detrás de un sillón le dice al chambelán que le gustaría saber qué cosas hace Margarita cuando nadie la ve, está empezando a sospechar que lo engaña. Le habla de la prosperidad de la inmoralidad, el cinismo y la desvergüenza.
El Rey le comenta al chambelán que si pasara por ahí Ivona podría matarla, que ya otra vez lo habían hecho. El chambelán lo previene de que es necesario, debido a los momentos que se viven, conservar la urbanidad y el tacto, que un asesinato como el anterior sería imposible, pero que en el banquete se podría servir un plato de pescado con muchas espinas como la corvina.

Ivona se pone nerviosa delante de la gente, casi se ahoga con una papa, la corvina es un pescado difícil. El rey lo aprueba, esa idiotez es tan grande que no puede despertar sospechas. Entra la reina y el rey se esconde tras el sillón otra vez. Margarita saca un cuaderno de poemas de amor y recita. Se siente humillada por la semejanza que encontró el rey entre sus escritos e Ivona.
Está decidida a matarla con un veneno volcando unas gotas en su medicina. Pero la tiene que matar con otro aspecto, se desordena el cabello, se pintarrajea y cuando está por entrar al cuarto de Ivona el rey se le echa encima y la detiene. Le dice que es un monstruo, una infame y ella se desmaya. Cuando Margarita se despierta el rey le dice que ellos saben como matarla, que hace mucho tiempo habían ahogado a otra tarada.

La reina no está de acuerdo, el rey le dice que la asesinará con estilo y majestad y de una manera tan idiota que nadie podrá pensar mal, que en el banquete de la noche se iba a manducar una corvinita a la crema exquisita. Margarita le dice que ni loca piensa servir corvina, entonces el rey le pide al chambelán que le alcance la corona, la reina retrocede aterrada.
El Rey Ignacio la amenaza con pegarle y le exige que prepare y sirva la corvina. El rey se tranquiliza y le ruega que invite a los dignatarios más snob, a los viejos profesionales de la arrogancia capaces de paralizar a cualquiera. No quiere ver más emociones ni éxtasis, le pide que termine con su poesía, que ella es más que esos versitos, que es la reina.

A la noche todas sus chicas deberán exhibir su elegancia hasta reventar, quiere una recepción brillante, le ordena que vaya a cocinar. El rey y el chambelán escuchan pasos y se esconden, entra el príncipe con un cuchillo en la mano y Cirilo con una bolsa. Desde fuera del cuarto ven como Ivona bosteza y caza moscas, Felipe aprieta el cuchillo y se prepara.
Cuando Ivona se queda dormida le pide a Cirilo que lo haga por él porque es tan fácil como degollar un pollo, Cirilo no se anima, entonces le pide que se vaya, que lo hará solo. Ivona suspira, entra Isabel, se espanta y les recrimina a los dos que se estén preparando para ser asesinos. El rey escondido desea que la mate, Isabel le dice qué es de él en cuerpo y alma, que se ocupe de ella.

El príncipe siente que todos están en el interior de Ivona, que los arrastra por el barro y hace de ellos lo que quiere. Isabel le ruega que la bese, el príncipe la observa a Ivona que ronca y traga saliva, Cirilo le pide que bese a Isabel, el rey en silencio también lo anima, Isabel ofendida se niega a mendigar besos, Felipe le implora que se quede, que no quiere perderla, que el beso será la salvación.
La abraza y le pide que le diga que lo ama, Isabel se niega. Ivona aparece en la puerta restregándose lo ojos. El rey sale de su escondite y lo azuza al hijo para que la mate, le dice que hay que darle duro a la tarada, el chambelán lo contiene e Isabel los convoca a una huida general mientras el rey lo exhorta al hijo para que la degüelle viva con ánimo y valor.

Entra la reina vestida de gala con los invitados, los criados traen las mesas del banquete, entonces el rey se acuerda de la corvina y le pide al hijo que se detenga, que se arregle la corbata y que se pase un peine, y al chambelán que le alcance la corona. El rey le ruega a todos los invitados que se ubiquen y que sienten frente a los reyes a la futura nuera.
Los invitados hacen reverencias, el rey les explica que se celebra la comida en honor a Ivona a la que condecora con el título de Princesa de Borgoña. Los invitados aplauden y se deleitan con la corvina. El rey y el chambelán estimulan a la joven para que coma, Ivona comienza a comer, Ignacio le dice que tenga cuidado con las espinas. Ivona se ahoga.

La reina y los invitados se lamentan de la pobre desdichada y se van retirando poco a poco mirando el cadáver de Ivona. Mientras el príncipe y el chambelán constatan que se murió atragantada con una espina la reina piensa en el luto, acaricia los cabellos del príncipe y le dice que está con él. El chambelán le ordena a los criados que la preparen para las pompas fúnebres y se pone de rodillas.
Todos se arrodillan excepto el príncipe. El chambelán y la reina le piden que se arrodille. El príncipe se arrodilla. En “El banquete” es también la alimentación la que da ocasión a que los miembros de la corte, por medio de la imitación, intentan restituir la dignidad del rey ahorcando a las damas presentes. El rey se enfurece al ver que nada le estaba permitido.

Todo lo que hacía era imitado de inmediato, así que empuja violentamente la mesa y se levanta. Todos lo imitaron. El canciller se había dado cuenta que la única manera de salvar a la corona, ya que no se le podía ocultar a la archiduquesa la verdadera naturaleza del rey, era obligar a los invitados a repetir los actos de Gnulo, especialmente aquellos que no admitían imitación.
Había que convertir los gestos del rey en achigestos para presionar al monarca. Gnulo, enfurecido, golpea la mesa y rompe dos platos, todos los demás hicieron lo mismo. Cada acto del rey era imitado y repetido en medio de las exclamaciones de los invitados. El rey empieza a deambular de un lado para otro cada vez con más furia, y los comensales deambulan.

Cuando el archideambular alcanza una gran altura, Gnulo, repentinamente mareado, lanza un alarido sombrío y cae sobre la archiduquesa. No sabe que hacer y empieza a estrangularla delante de toda la corte. Sin dudarlo un instante el canciller se deja caer sobre la primera dama que encuentra y empieza a estrangularla, los otros siguen el ejemplo.
El archiestrangulamiento rompe los lazos que unen a los invitados con el mundo normal liberándolos de cualquier control humano. La archiduquesa y muchas otras damas caen muertas mientras crece y crece una archiinmovilidad. Presa de un pánico indescriptible el rey empieza a huir con las dos manos tomadas al culo, obsesionado con la idea de dejar atrás todo aquel archireino.

Como nadie podía atreverse a detener al rey el anciano canciller exclama que hay que seguirlo. El rey huía por la carretera seguido por el canciller y los invitados. La ignominiosa huida del rey se transforma de esa manera en una carga de infantería y el rey se convierte en el comandante del asalto. La plebe ve a los magnates latifundistas y a los descendientes de estirpes gloriosas
Galopan junto a los oficiales del estado mayor que, al modo militar, acompañan a los ministros y mariscales mientras los chambelanes forman una guardia de honor rodeando el galope desenfrenado de las damas sobrevivientes. La archicarrera era iluminada por las luces de las lámparas bajo la bóveda del cielo, los cañones del castillo dispararon y el rey se lanzó a la carga.

“Y archicargando a la cabeza de su archiescuadrón, el archirey archicargó en las tinieblas de la noche”. Pero hay un relato de Gombrowicz en el que la alimentación cumple las funciones más crueles e innecesarias. En los tiempos de la antigua Grecia ocurrían cosas que aún siguen ocurriendo entre nosotros, verbigracia, la filosofía y la antropofagia, aunque la filosofía no tanto.
Tántalo, hijo de Zeus y rey de Lidia, fue invitado a la mesa de los dioses del Olimpo. Para jactarse entre los mortales, reveló los secretos de los dioses que había conocido en la mesa, robó néctar y ambrosía para repartir entre los amigos y, con el propósito de corresponder a la liberalidad de los olímpicos, los invitó a un banquete en el que les ofreció la carne de su propio hijo, prolijamente descuartizada y bien cocida.

Zeus lo arrojó al Tártaro y lo condenó a permanecer a la orilla de un río cuyas aguas se retiran cuando quiere beber, y debajo de unos árboles cuyas ramas se levantan cuando quiere comer sus frutos, padeciendo desde entonces un hambre y una sed inextinguibles. Vamos a ver ahora cómo nuestro Dios, igual que Zeus, castiga a los antropófagos también en los tiempos que corren.
“El festín de la condesa Kotlubaj” es una de las cuatro novelas cortas que Gombrowicz escribió en el año 1929, unos años después de la novela del contable. En “Crimen premeditado” se nota la relación entre el asunto de la novela y su práctica de pasante con un juez de instrucción en un Tribunal de Varsovia, en “La virginidad” asistimos a la confusión del erotismo más refinado con la obscenidad total.

En “El festín de la condesa Kotlubaj” la cuestión es otra. Gombrowicz cuenta como unos personajes aristócratas organizan comilonas aparentemente vegetarianas con el fin de cultivar la sublimación y las sutilezas del espíritu. Pero en realidad asistimos a un banquete en el que se sirve una comida muy sabrosa preparada con trozos de un pequeño muchacho.
Es una narración absurda y cruel, construida con elementos sacados de la vida, un absurdo monstruoso que, sin embargo, es una caricatura de la realidad. Esta novela le trajo a Gombrowicz algunos problemas con una familia Kotlubaj de Lituania que casi termina en un asunto de honor, lo retaron a duelo. Sin embargo, la fuente verdadera de su inspiración había sido Marta Krasinska.

Esa mujer era parienta directa del conde Zygmunt Krasinski, famosa por sus hazañas filantrópicas y estéticas. Ese plasma oscuro de la conciencia de Gombrowicz esta vez se le dispara hacia el lado de la crueldad, está preparando el próximo banquete de los aristócratas antropófagos en el rostro infantil de un pequeño enfermizo que observa por la ventana lo que ocurre en el interior del palacio en medio de la lluvia.
La honestidad burguesa de Mann resulta chocante y vacía en nuestros tiempos pero la perversidad de Gombrowicz nos fascina. El protagonista y la condesa Kotlubaj eran amigos, era la amistad de un joven de un medio burgués y una aristócrata de pura raza. Había conquistado la simpatía de la condesa gracias a su altivez, a su agudeza intelectual y a su tendencia al idealismo.

Su espíritu romántico y ligeramente anacrónico le allanaron el camino para asistir por primera vez a los célebres almuerzos vegetarianos de los viernes que daba la condesa Kotlubaj. La condesa maldecía la carne y los olores que despedían las personas que la comían. Era heredera de los ilustres Krasinski y tenía la convicción de que bastaba que un salón fuera aristocrático para que sus altos propósitos quedaran garantizados.
Un príncipe había aceptado el papel de intelectual y filósofo, una baronesa animaba las reuniones con su canto, era impresionante ver inclinarse a las más grandes fortunas sobre un plato de achicoria en un mundo cruelmente carnívoro. Los tomates rellenos con arroz poseían un sabor inigualable en esas comidas espirituales, las tortillas de espárragos tenían reputación mundial.

Los camareros trajeron una gigantesca coliflor cubierta de mantequilla fresca deliciosamente horneada. Conversaban en forma animada del amor, de la belleza y de la piedad, de que la piedad era más bella que el amor pero que no había que descuidar los modales. ¡Deliciosa coliflor!, exclamó el barón; sí, dijo la condesa mirando el plato con sospechas mientras ordenaba que lo llamaran al cocinero.
Comían la coliflor con una glotonería atroz, sin ningún tipo de modales, el protagonista no pudo contenerse más, estornudó y se levantó de la mesa para ir a buscar un pañuelo, no podía comprender por qué habían perdido tan abruptamente la elegancia y la delicadeza. Volvió al comedor, la enorme bandeja de plata tenía restos de la coliflor, la panza de la condesa parecía la de una mujer en el séptimo mes de embarazo.

El barón hundía la nariz en el plato mientras la marquesa rumiaba moviendo las mandíbulas como una vaca. ¡Divino, maravilloso, efervescente manjar!, exclamaban. El protagonista no comprendía lo que había pasado, entonces empezaron unas aclaraciones que le parecían momento a momento cada vez más extrañas. Se levantaron de la mesa y condujeron sus enormes abdómenes al dorado saloncito Luis XVI.
La alegría de los comensales se alimentaba del desconcierto del protagonista que jamás había presenciado semejante comportamiento. El barón cantaba arias canallescas de opereta. Nosotros, los de la aristocracia, le murmuró al oído la marquesa, adoramos la más completa libertad de las costumbres, somos capaces de emplear expresiones vulgares, sabemos ser frívolos y, en algunas ocasiones, plebeyos.

El barón exclama con aire de superioridad que no eran terroríficos como parecía a primera vista aunque su grosería apareciera como menos aceptable que su elegancia, y la condesa grazna que, claro, no habían cometido ningún delito, que no eran caníbales y que no se habían comido a nadie, con excepción de... Y todos soltaron una gran carcajada lanzando los cojines al aire.
Estos aristócratas no eran los mismos de la sopa de calabaza, una metamorfosis increíble los había hundido en la hostilidad, el sarcasmo y en una mofa ardiente que sostenían con una altivez y un desprecio que le impedían cualquier manifestación de confianza. Después de soportar un largo rato su propio silencio el joven le recordó a la condesa que le había prometido un ejemplar dedicado de los “Efluvios de mi espíritu”.

La condesa tomó un pequeño volumen encuadernado, le escribió unas palabras y firmó: Condesa Podlubaj, una palabra que quiere decir húrgame la nariz. Cuando el protagonista le señala la equivocación le responde que era distraída y estalla en una risa a mandíbula batiente con todos los demás. Afuera diluviaba con una lluvia de ráfagas de un viento cortante que azotaba los ventanales.
La condesa le preguntó por qué tenía esa expresión de terror, mientras los otros lo acusaban de que estaba escandalizado porque en su ambiente nadie se divertía con tanta imaginación, que ellos cultivaban maneras infinitamente mejores que la de los salvajes aristócratas. Empezaron a fingir que estaban temerosos del juicio del protagonista y se acusaban en público fingiendo arrepentimiento.

Desvanecido, sin saber a qué santo encomendarse o hacia dónde huir, se dirigió suplicante a la marquesa que había hablado con tanta piedad de los niños raquíticos, y le pidió piedad suponiendo que si era capaz de sacrificarse por esos pobres desgraciados podría consolarlo. La marquesa se enjugó las lágrimas de risa que tenía en los ojos y miró al joven desventurado.
Le dijo que cuando los veía caer y levantarse sobre sus piernecitas a esos pobres niños enclenques todavía se sentía fuerte como una encina. Ahora era demasiado tarde para montar a caballo así que cabalgaba alegremente sobre sus pequeños paralíticos. De pronto intentó mostrarle sus piernas viejas aunque rectas, sanas y todavía fuertes, el protagonista hizo un gesto de espanto.

¿Y el amor, la piedad, la belleza, los presos, los inválidos y las maestras jubiladas? Nos acordamos de todos ellos, le decían en medio de estruendosas risotadas. Entonces el protagonista empezó a temblar espasmódicamente, finalmente, aunque demasiado tarde, había comprendido dónde se hallaba mientras la lluvia seguía azotando los cristales de las ventanas.
¡De cualquier manera el Señor existe!, balbuceó el pobre tratando desesperadamente de agarrarse de algo, y el barón le respondió que por supuesto que existe, el Señor existe y sale a pasear con la Señora. La marquesa se sentó al piano mientras el barón y la condesa empezaron a bailotear con elegancia, buen gusto y finura. Ahora sabía de qué se trataba... se lo habían hecho comprender con violencia.

¡Era un baile de caníbales! Faltaba sólo la presencia del pequeño tótem, el monstruillo negro de cabeza cuadrada, labios prominentes y nariz chata que desde algún lugar patrocinaba esas bacanales. Dirigió la mirada hacia la ventana y vio algo espeluznante... un pequeño rostro infantil, un rostro febril y enfermizo que observaba lo que ocurría en el interior con una mezcla de idiotez y de éxtasis celestial.
A la madrugada el protagonista logró salir del palacio y se aventuró en la lluvia, vio bajo la ventana un cuerpo exangüe. Era el cadáver de un muchachito de ocho años, de cabellos rubios y pies descalzos, flaco al punto que... parecía haber sido completamente devorado. En eso había terminado el pobre Bolek Coliflor, fascinado por la luminosidad de las ventanas, visibles desde lejos en medio de campos inundados.

Mientras corría hacia el portón apareció Felipe, el cocinero, vestido de punta en blanco con una distinción de maestro en el arte culinario: “Se inclinó, me miró de reojo y dijo en tono servil: –¡Espero que el señor haya disfrutado nuestra comida vegetariana!”. Gombrowicz se refiere a la alimentación en una de las últimas páginas de su “Diario”. “Con todo, mi situación no está exenta de una amarga ironía (...)”
“Después de años de ayuno argentino, ahora podría disfrutar de este país tan elegante, de esta civilización tan elevada, de estos paisajes, de este pan, pescados, manjares, de estas carreteras, playas palacetes, cascadas y lujos; ahora poseo un coche, un televisor, un gramófono, una nevera, un perrito y un gato; ahora estoy en la montaña, al sol, al aire libre, a orillas del mar (...)”

“Ahora que poseo todo esto desgraciadamente ahora he tenido que ingresar en un convento. En mi vida hay una contradicción que me arrebata de las manos el plato con comida justo cuando lo acerco a la boca”



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