lunes, 15 de agosto de 2011

WITOLD GOMBROWICZ Y LAS ANOMALÍAS

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ Y LAS ANOMALÍAS


A medida que transcurre la historia el mundo va presentando anomalías. En la matemática el cálculo de la raíz cuadrada de dos da nacimiento a la aparición de los números irracionales; en la física la invariancia de la velocidad de la luz da nacimiento a la teoría de la relatividad; en el comportamiento humano la atracción de sexo del mismo género da nacimiento a la homosexualidad.
Aunque la aparición de estas paradojas del conocimiento han sido resistidas en el tiempo de su aparición finalmente van siendo aceptadas por la ciencia. De los tres ejemplos que pusimos el más confuso es el de la homosexualidad, por esta razón es el que ofrece más resistencia a ser aceptado, y eso a pesar de los esfuerzos preclaros que hicieron algunos hombres insignes para que la homosexualidad fuera reconocida.

Estos connotados escritores pretenden darle la misma categoría que tienen los números irracionales y la invariancia de la velocidad de la luz, perteneciendo a esta clase de esforzados pensadores el mismísimo Gombrowicz. Sin embargo hay que decir que, excluyendo el “Diario”, Gombrowicz pone en acción a la homosexualidad. en sólo dos ocasiones.
En un conjunto de marineros en “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury” y en el comportamiento de un millonario argentino en “Transatlántico”. “¡Psicoanálisis! ¡Diagnóstico! ¡Fórmulas! Yo mordería la mano del psiquiatra que pretendiese destriparme privándome de mi vida interior acostado en un diván haciéndome preguntas (...)”

“Pero como hecho a propósito, a causa de este montaje oculto que no soy el único en descubrir en la vida, por esa misma época me fue dado observar el cuadro clínico de una histeria que lindaba con mis propios sentimientos y era casi una advertencia: ¡cuidado, estás a un paso de esto! Ocurrió, pues, que a través de unos amigos de un conjunto de ballet en gira por la Argentina, entré en contacto con cierto ambiente (...)”
Era un ambiente de un homosexualismo extremo y enloquecido. Digo extremo, porque con un homosexualismo normal ya me topaba desde hacía tiempo; el cualquier latitud, el mundillo artístico está saturado de esta clase de amor, pero aquí lo que se me pareció fue su rostro frenético hasta la locura (...)”

“El grupo que conocí esta vez se componía de hombres enamorados de otros hombres más que cualquier mujer, eran putos en estado de ebullición, incansables, siempre a la caza, zarandeados por los jóvenes, desgarrados por ellos como si fueran perros, igual que mi Gonzalo en ‘Transatlántico’”. Gombrowicz, cuando se refiere a su vida personal e íntima, casi siempre recurre a fórmulas.
También recurre a anécdotas o generalidades poéticas, evitando los detalles. En sus cartas a los amigos cercanos, especialmente en los últimos años, se manifestaba más libremente y sin tantas restricciones, pero esta indecente confesión tardía sonó como una broma. Otros gombrowiczidas en cambio sostienen que el erotismo de la juventud de Gombrowicz era normal en un sentido físico, pero anárquico y loco en el mental.

En la esfera erótica de Gombrowicz se manifestaba su pasividad, su naturalidad sumisa, su inmediatez y la facilidad del acceso, de la entrega total, un carácter ideal y místico. Necesitaba de una relación directa y espontánea con las personas. “Por supuesto no he cometido ningún acto de locura. En la superficie he sido razonable, pero en el fondo, muy dentro de mí mismo, he vivido una vida apoyada enteramente en la fantasía (...)”
“Creo que soy un hombre normal, pero tengo una tendencia a la locura interna”.
Gombrowicz tenía de sí mismo una opinión estándar. “En cuanto hijo de buena familia, educado, bastante sano, ni feo ni guapo, sólo pasable, haciéndole la corte a sus primas, alumno mediocre, un tanto enmadrado, delicado, inquieto, y al mismo tiempo burlón, parlanchín, provocador, a menudo insoportable en el colegio y golpeado por sus compañeros mayores, sociable, frívolo, audaz o tímido según las circunstancias”

La madre de Gombrowicz intentó casarlo con su prima Barbara Godecka por su posición social y su dote, mientras el padre, por los mismos motivos, intentaba casarlo con una joven que había elegido cuidadosamente. “¿Para qué necesito a una mujer? Esta joven le gusta a mi padre, por eso quiere que me case con ella, porque él no puede” Jan Onufry estaba preocupado por el matrimonio de su hijo
También lo estaba su amigo Tadeusz Breza. A Gombrowicz le encantaba el humor de Breza, envidiaba la facilidad que tenía para relacionarse con las mujeres, mientras él iba de mal en peor. Finalmente, como sus fracasos no cesaban de repetirse, llamaron la atención de Tadeusz. Le presentó a una joven actriz, hermosa, sana, simpática, amante de la lectura y del arte.

Tenía la esperanza de haber encontrado para Gombrowicz la unidad ideal de cuerpo y de espíritu, de cultura y naturaleza. Pero el hecho de que esa joven apareciera sobre un escenario, que se dejara contemplar, que tuviera una actitud profesional hacia su encanto y sus gracias, hizo que a Gombrowicz no se le despertara ningún interés por ella.
En el año 1926 Gombrowicz realiza los primeros flirteos con sus primas y las amigas de su hermana, todas las cuales lo abruman con su celo religioso. Su familia, tanto su madre como su padre, desea que se prometa a una joven condesa católica, amiga de su hermana, dos años mayor que él y organiza una discreta comida para que él se declare, pero nada ocurre.

Era la consecuencia de su forma de comportamiento que lo hacía sentir a gusto solamente con aquellos a quienes conseguía imponer esa forma suya un tanto extravagante. La aristocracia tenía su propio estilo, definido, banal e impersonal, y nada podía hacer en su contra, tenía que someterse. Esta separación, sin embargo, no era tan drástica como podría suponerse.
La primera obra literaria de su vida fue la monografía “illustrissimae familiae Gombrovici”. La conservó en estado de manuscrito, y aunque no contenía nada de especial pues los Gombrowicz eran tan solo miembros de una pequeña nobleza, se pavoneaba con cada detalle referente a los bienes, funciones y vínculos familiares, y disfrutaba de esta manía.

Cuando murió su padre en el año 1933 ya había empezado a sentir la decadencia de su familia a la que le encontraba cierto parecido con “Los Buddenbrooks”, la novela de Thomas Mann. Era una familia que se extinguía, las perturbaciones mentales de algunos parientes de la parte de su madre pesaban sobre su cabeza como una amenaza de trastornos psíquicos futuros.
Poco a poco se fue haciendo notar como más sensato y equilibrado que los demás, de alguna manera se sabía que su especialidad era la inteligencia y no otra cosa. “El hombre es un ser social, y quien se integra rápida y fácilmente en su ambiente, se forma e incluso llega a un grado considerable de eficacia... pero no se manifestará nunca en él la fuente de sus energías más profundas (...)”
“Será un hombre técnicamente útil, pero superficial y limitado”. El desorden, la confusión y la torpeza de una existencia que elegía la idiotez para relacionarse con los demás fueron para él la mejor escuela en la se formó y que le permitió más adelante sobresalir y entrar en el gran mundo. Gombrowicz sabía que no podía responder a las expectativas y a las necesidades de las jóvenes.

No podía representar el papel de admirador y de amante. “Ferdydurke” termina con una escena que dice mucho sobre la relación convencional entre un hombre y una mujer. Pepe, de conformidad con el canon estándar secuestra a su prima Isabel. La joven disfruta del rapto y él debe responder a sus expectativas. La escena muestra la incapacidad fundamental de Gombrowicz para representar el papel de novio y marido.
Pero, ¿y la homosexualidad?, no es tan evidente que el origen de la homosexualidad de Gombrowicz sea el miedo. Gombrowicz no le tenía odio a las mujeres, no era misógino, pero, ¿y miedo?, ¿no será que era ginófobo? La cuestión de que la homosexualidad le produjera tanta vergüenza y la heterosexualidad de sus relaciones algunas mujeres dan para pensar que le tenía miedo a las mujeres.

Algunos gombrowiczidas connotados piensan que el miedo era el origen de su homosexualidad. Dejemos este dilema para otra oportunidad, pero si fuera cierto que era ginófobo, el miedo se convertiría en el archiorigen de los dolores de Gombrowicz. Fue el miedo a la guerra y no la conclusión de un análisis ponderado de la realidad el que lo impulsó a saltar del Chrobry en el puerto de Buenos Aires.
Los pasajes de su inmadurez a su madurez son obscuros e incompletos, es evidente que no tuvo esa transformación interna estándar que nos va volviendo maduros: del erotismo a la sexualidad, del estudio a la profesión, de la profesión al trabajo, del trabajo al dinero, de la sexualidad a la pareja, de la pareja a los hijos, y, en general, de una cosa a la otra, en este camino nos vamos transformando y nos volvemos maduros.

Sin embargo, siempre nos queda como en un sueño actual el recuerdo de la juventud, el deseo de volver a ser jóvenes. Uno de los propósitos deliberados que tenía Gombrowicz era el de desvincular la conducta humana de la voluntad y del determinismo psíquico. A la voluntad la trasponía con el automatismo y al determinismo psíquico con partes del cuerpo.
Este modelo creativo se le empezó a perfilar en “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Bambury”, un modelo que perfeccionó en “Ferdydurke”. La cara y sus habitantes: los ojos, la boca, la nariz y las orejas; el culo y sus proximidades: las manos, los dedos, los muslos y las espaldas se convirtieron desde entonces en los representantes plenipotenciarios de la forma y de la inmadurez.

“Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury” es la novela corta más larga de Gombrowicz. Esta novela corta la escribió en el año 1933, y sin saber que siete años más tarde desembarcaría en la Argentina, ya sueña con ella. “Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña”. Y comienza la narración en forma realmente premonitoria.
“Mi situación en el continente europeo se hacía día a día más penosa y más equívoca”. En “Cosmos” intenta volver reales las asociaciones que tiene en la conciencia, y ahorca al gato, un acto desleal pues falsea la relación entre el ahorcamiento imaginario del gorrión y el ahorcamiento real del gato. Pone en juego intencionalmente elementos reales para configurar una estructura de elementos que tiene en la conciencia.

De este modo el protagonista lleva a cabo un acto desleal pues perturba lo que está observando y sólo conocerá entonces el resultado de la perturbación. Con el ojo humano y el marinero que se traga la cuerda del palo de mesana hace al revés, pone en juego intencionalmente elementos imaginarios para configurar una estructura de elementos reales, otro acto desleal que arroja el mismo resultado.
En la primavera de 1930 Zantman emprendió un largo viaje por motivos de salud. Su situación en el continente europeo se tornaba día a día más embarazosa y menos clara. Le pidió a un amigo que le encontrara un lugar en alguna de sus embarcaciones, y a la semana siguiente emprendió el viaje en una hermosa goleta de tres mástiles con una capacidad de cuatro mil toneladas cargada de sardinas y arenques, rumbo a Valparaíso.

El capitán Clarke le dio la bienvenida cuando subió a bordo de la goleta Banbury. El primer oficial Smith le cedió su camarote por una módica suma de dinero. A las horas Zantman empezó a vomitar todo lo que tenía en el estómago, y para volverlo a llenar devoró toda la ropa de cama y la ropa interior del primer oficial que estaba en el baúl, pero muy poco tiempo permanecieron en sus entrañas.
Sus gemidos llegaron al capitán quien, apiadándose de él, ordenó que subieran al puente un barril de arenques y otro de sardinas para que siguiera devorando. Sólo al anochecer del tercer día, después de haber consumido tres cuartas partes de los arenques y la mitad de las sardinas, logró recuperarse. Cesó también el movimiento de las bombas que limpiaban el navío.

Se alejaban de Europa, en una noche estrellada y apacible ocurrió algo que parecía relacionado con los vómitos que había padecido Zantman y que, en cierto sentido, resultó premonitorio. Uno de los marineros se llevó a la boca, en forma distraía, una cuerda que colgaba del mástil mayor. Muy posiblemente, debido al movimiento vermicular del intestino estimulado por esta anomalía, se empezó a tragar la cuerda.
Se la tragó con tanta violencia que el marinero fue izado como si fuese un trapo hasta lo más alto del mástil donde quedó atascado con la boca completamente abierta. Dos mozos de cubierta se colgaron de sus piernas pero no pudieron hacerlo bajar, entonces, el primer oficial tuvo la idea de recurrir otra vez a los vómitos. Para despertarle la imaginación vomitiva le presentó al paciente un plato lleno de colas de rata.

El pobre infeliz, con los ojos totalmente desorbitados, tuvo un acceso de vómito y cayó al puente tan pesadamente que casi se rompe las piernas. Aunque en ese momento no le puso mucha atención, Zantman había presenciado ya dos acontecimientos con síntomas relacionados a la náusea, el del marino, de carácter absorbente y centrípeto, y el suyo, de carácter centrífugo.
Las colas de las ratas, la nave y las espaldas de los marineros le empezaron a resultar familiares. Smith, el primer oficial de a bordo, y el capitán Clarke le explicaban que el barco era bueno, y que si a alguien no le parecía del todo bueno podía abandonarlo cuando lo deseara. Al promediar la conversación Clarke le pide a Smith que ordene a la tripulación tres vivas para el capitán, y la tripulación lo viva tres veces.

Los marineros siempre estaban inclinados limpiando algo, de modo que Zantman no veía otra cosa más que sus espaldas. Una mañana le manifestó al primer oficial su convicción de que la tripulación de la Banbury estaba integrada por mozos valientes y honestos. Smith le respondió a Zantman que no era así, que los tenía sujetos a todos con el taladro.
Los trataba con puño de hierro y no le daba una patada en el culo al que se portaba mal, a pesar de que era lo único que ofrecían, porque no serviría de nada, si pateaba a uno tendría que patearlos a todos por el espíritu de igualdad, y eso sería una tontería. El capitán le comentaba a Zantman que arriba de la goleta no había papá ni mamá y tampoco había consulados, que él era el amo y señor de la vida y de la muerte.

No había abuelos ni dulces ni bizcochos, sólo había disciplina y obediencia. Quería demostrarle a Zantman que tenía poder, deseaba mostrárselo porque de vez en cuando lo asaltaba el desánimo y se reblandecía. El capitán Clarke le dijo a Smith que si lo viera sin la hoja de parra, como Dios lo trajo al mundo, sin los pantalones blancos y los galones de oro en la gorra, no lo reconocería ni lo respetaría.
Al marcharse el capitán, Zantman murmuró que eso bastaba para él, refiriéndose a las manías del capitán, y al momento el primer oficial le contesta que no le aconsejaba hacerse el gracioso. De vez en cuando el capitán y el primer oficial jugaban con bolitas de migas de pan, el tedio se dejaba sentir tanto que se peleaban violentamente sin conocer la razón de la riña.

Los oficiales bebían licores y los marineros realizaban extraños movimientos con el cuerpo, se inclinaban, apoyaban los brazos en el suelo, estiraban las piernas y movían los hombros como hacen los gusanos en la tierra. El primer oficial Smith le confiesa a Zantman que debido al aburrimiento sus relaciones con el capitán Clarke se habían puesto difíciles y tirantes.
Jugaban a pincharse con agujas, vencía el que resistía más tiempo, estaba picado como un colador. Zantman le dice que habían creado un círculo vicioso sin salida lateral. Tenían que procurarse un alfiletero y colocarlo entre los dos. Smith lo miró con respeto y le dijo que estaba sorprendido con sus conocimientos, que había resultado ser un magnífico navegante experimentado, que tenía el colmillo de un viejo lobo de mar.

Con el alfiletero dejarían inmediatamente de pincharse. A la tarde Smith empezó a hacerle confidencias sobre la tripulación, la peor gentuza, carne de horca recogida en los peores puertos del mundo. Había que tratarlos con mano dura, no pensaban en otra cosa que sacarle el cuerpo al trabajo, que el peor de todos se llamaba Thompson, con una boca en forma de culo de gallina como si quisiera sorber vaya saber qué cosa.
Esa noche le iba a dar una lección. Después de decirle todo esto empezó a canturrear que de agua y tedio era la vida del marinero. Posteriormente a la conversación sobre el alfiletero con Smith el capitán cambió la actitud hacia Zantman, dedujo que Zantman tenía sus métodos para combatir el tedio, que no era de esos estúpidos ratones de tierra sino un experto navegante, y que era inútil que le ocultara su verdadera identidad.

Clarke, en tierra firme, no hacía otra cosa que aburrirse, y el tedio que le sobrevenía lo arrojaba otra vez al mar. Y una vez desplegadas las velas, desaparecidas las costas del continente, tras el movimiento y el ruido de la hélice, otra vez, nada, el aburrimiento, el tedio marino. Con una buena tormenta se arreglarían las cosas, pero así todo resulta intolerable.
Al día siguiente el ayudante de cocina dejó caer involuntariamente al mar un gran balde de cobre que desapareció inmediatamente en la boca de un tiburón. El hecho le produjo al mozo tanta alegría que sin poder contenerse empezó a arrojar todos cubiertos que el escualo devoraba al vuelo, y después lanzó al mar el resto de lo que cayó en sus manos. Smith lo detuvo cuando estaba desclavando una repisa de la pared.

Al muchacho lo hicieron enfermar de paludismo esa misma noche y no reapareció hasta el final del viaje. De día, las espaldas de los marineros eran dóciles y temerosas, pero en las noches llegaba hasta el camarote de Zantman un zumbido monótono e insistente semejante al de un enjambre de insectos. Eran los marineros que Smith controlaba durante el día, pero no a la noche.
Murmuraban historias absurdas e interminables en las que no existía ni una sola palabra de verdad. Cuando Zantman comprobó que Thompson tenía, efectivamente, la boca de culo de gallina le preguntó porque la ponía así, le respondió que la ponía así porque le gustaba, le hacía bien para olvidarse del aburrimiento y de la severidad de los oficiales que lo estaban arruinando.

Zantman le dio diez chelines, le prometió que le iba a dejar fruta y leche en la puerta de su camarote todas las noches y le rogó que no hiciera escándalos y aguantara hasta llegar a Valparaíso. Thompson contó lo de los chelines, la noticia se divulgó y algunos marineros le empezaron a pedir plata a Zantman, la cuenta le iba resultando de treinta y seis chelines y seis peniques.
Había hecho mal, los marineros se excitaron y se volvieron más insolentes, les daba una mano y se tomaban el brazo. Un día Zantman paseaba por la popa y vio en el puente un ojo humano. Le preguntó al timonel de quién era el ojo, pero el timonel no lo sabía, y cuando le preguntó otra vez si alguien lo había perdido o se lo habían sacado a alguien, le respondió que estaba ahí desde la mañana pero que él no había visto a nadie.

Le hubiera gustado recogerlo y guardarlo en una caja pero no podía abandonar el timón. Bajo cubierta había otro ojo, era un ojo distinto, era de otro hombre. Zantman se lo contó a los oficiales y el capitán comentó que habían empezado a jugar al ojito, le dio la orden al primer oficial Smith de castigar al autor de ese desaguisado y, además, de obligarlo a comer el ojo extraído como lo exigían los usos y las costumbres marítimos.
Zantman les comenta que no vale la pena castigarlos, que el ojo es sólo un órgano mal fijado, es sólo una bolita colocada en una cavidad del hombre. Smith murmuró que en adelante ya no tendrían paz, que durante una temporada en el Pacífico meridional habían perdido las tres cuartas partes de los ojos de la tripulación, y que tenía que darles una lección.

Cuando Zantman le dijo a Clarke que tenía la impresión de que los hombres se encontraban molestos como si les estuviera faltando algo y que, a lo mejor, se los podría tranquilizar de alguna manera, el capitán le contestó que era evidente que lo había calado el miedo, que a veces le parecía un navegante valeroso y otras una mujercita plañidera.
En ese momento Zantman le espetó que tenía conocimiento de que en el barco se estaba preparando un motín, y que todo iba a terminar muy mal. El capitán lo invitó a beber unos tragos de cognac. Los marineros de proa cantaban: –Oh, bella mía, ¿por qué no me amas?, y los de popa cantaban: –Bésame, bésame. Era necesario evitar hablar de mujeres.

Smith les prohibió mencionarlas y, entonces, los marineros al tirar de las cuerdas exclamaban: –Aprieta, aprieta–, e inclinados sobre los baldes: –Lava, seca, moja, riega. Cantaban con todo el sentimiento y toda la nostalgia de la que eran capaces. El capitán dio la orden perentoria de que los marineros debían tomar una cucharada de aceite de hígado de bacalao.
Aunque ellos no querían arruinar sus ensueños con esa cucharada de aceite igual la tomaron, por el momento volvió a reinar la calma. A la noche la tripulación canturreaba y murmuraba: –Las mujeres de Singapur, de Mandrás, de Mindoro, de Sáo Paulo, de Loamin–, se restregaban los brazos con aceite de hígado de bacalao. Y seguían: –Sus manecitas, sus piececitos, yo he sido amado sin dejarle siquiera un chelín.

Thompson propuso cambiar la ruta noventa grados, apuntar hacia el Sur donde existen islas cubiertas de jardines y vacas marinas grandes como montañas, mientras cantaba: –Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña. Cantaban para amar a la nostalgia. Zantman estaba pensando que era una suerte que no hubiera mujeres cuando, repentinamente, sintió el chasquido inconfundible de un beso.
Era Thompson abrazándose con un grumete, Zantman le ofreció una libra al grumete para que recuperara el juicio, pero el grumete gritó, con la voz tan aflautada como la de una mujer, que él se parecía a una mujer. Otros marineros se abrazaban y cuchicheaban. El capitán observaba desde el puente de mando con la pipa encendida. Zantman se le acercó y le dijo que en el barco habían aparecido los besos.

En el puente los marineros andaban en pareja, paseaban del brazo y se abrazaban. Clarke llamó a Smith y le dijo que había que prepararse para castigar el motín de acuerdo a las leyes del mar y la navegación. Hacia la medianoche el viento se transformó en un huracán, la goleta comenzó a bailar como un columpio y la velocidad aumentó vertiginosamente.
Al cabo de veintiséis horas la tormenta amainó pero Zantman prefirió no salir del camarote. Era evidente que el amotinamiento había tenido lugar, cerró la puerta con llave y la aseguró con un armario. Pasaban los días y nadie se presentaba, la goleta aumentaba su velocidad sobre una superficie tersa como la de un pantano, las luces que se filtraban por las hendiduras del camarote eran cada vez más intensas.

Zantman estaba seguro de que afuera había grandes cóndores, vistosos papagayos y peces de oro, y de que los marineros habían dirigido a la Banbury hacia las aguas desconocidas del trópico. Había preferido no oír los gritos salvajes y frenéticos de la tripulación que, con toda seguridad, estaba saludando a los colibríes, a los papagayos, y a todos los otros signos que anunciaban la próxima y grandiosa orgía.
“No, no quería saberlo y no deseaba el calor, ni la exuberancia, ni el lujo. Prefería no salir al puente por temor a ver lo que hasta ese momento ofuscado, oculto y no dicho se desencadenaría con toda su falta de pudor, entre plumajes de pavos reales y fulgores espléndidos. Desde el comienzo todo había estado en mí, y yo, yo era exactamente igual a todos los demás. El mundo exterior no es sino un espejo que refleja el interior”

“La confección de estos recuerdos ha estado influida por el hecho de que la policía de Buenos Aires ha llevado a cabo una gran purga en el Corydonismo local. Han sido arrestadas centenares de personas. ¿Pero qué puede hacer la policía contra una enfermedad? ¿Es capaz de arrestar un cáncer? ¿O multar el tifus? Sería mejor, pues, descubrir al sutil bacilo de la enfermedad que sofocar los síntomas (...)”
“Pero, ¿quién está enfermo? ¿Acaso sólo los enfermos? ¿O también los sanos? No comparto la estrechez mental que no ve en ello más que un degeneración sexual. Degeneración, sí, pero que tiene su origen en el hecho de que las cuestiones de la edad y de la belleza no son suficientemente transparentes y libres en la gente normal. Es una de nuestras debilidades e impotencias más graves (...)”

“¿No sentís que en este campo también vuestra salud se vuelve histérica? Estáis encorsetados, amordazados: sois incapaces de confesar. Por eso quiero hablar. Pero tengo que puntualizar algo sobre lo que estoy diciendo: nada de esto es categórico. Todo es hipotético... Todo depende –¿por qué iba a ocultarlo?– del efecto que vaya a producir en los demás (...)”
“Es el rasgo que caracteriza a toda mi producción literaria. Intento diferentes papeles. Adopto diferentes posturas. Doy a mis experiencias diferentes sentidos, y si uno de estos sentidos es aceptado por la gente, me establezco en él. Es lo que hay de juvenil en mí. Es la única manera de imponer la idea de que el sentido de una vida, de una actividad, se determina entre un hombre y los demás (...)”

“No sólo yo me doy un sentido. También lo hacen los demás. Del encuentro de estas dos interpretaciones surge un tercer sentido, aquel que me define”. Gombrowicz estaba preocupado porque su prontuario en la Policía Federal estaba sucio con estas cosas del Corydonismo, así que le pidió ayuda a un amigo a ver si conocía a alguien que se lo pudiese limpiar.
Ya se sabe que los argentinos somos en general fanfarrones: cuando se habla de longitud, la más larga del mundo la tenemos nosotros, por la calle Rivadavia; cuando se habla de anchura, la ancha del mundo la tenemos nosotros, por la avenida 9 de Julio; y cuando se habla de la policía, la mejor del mundo la tenemos nosotros, por la Policía Federal.

El amigo concertó una reunión con un comisario y Gombrowicz en un café cercano al Departamento Central de la Policía Federal. Las cosa iban más o menos bien hasta que Gombrowicz, para hacerse el simpático, empezó a canturrear en voz baja: –La mejor del mundo... la mejor del mundo...El comisario le contó después al amigo que Gombrowicz le había parecido una persona poco seria, así que no había hecho nada por él.


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