
WITOLD GOMBROWICZ Y LA BIOGRAFÍA
En  el mes de noviembre próximo pasado la Vaca Sagrada estuvo en la  Argentina e hizo dos declaraciones llamativas: que ésta era la última  vez que venía a este país y que estaba faltando una verdadera y buena  biografía de Gombrowicz. Los gombrowiczólogos polacos deben estar que  trinan, vienen escribiendo sobre Gombrowicz a diestra y siniestra.
Después  de haber escrito tanto deben haber completado una verdadera biografía.  La Vaca Sagrada vino a Buenos Aires invitada por las embajadas de  Francia y de Polonia y por la Biblioteca Nacional para promocionar su  libro de testimonios “Gombrowicz en Argentina”. La declaración de que  era la última vez que venía a la Argentina tiene un carácter mortuorio o  despreciativo y no vale la pena detenernos en ella.
Otra cosa  muy distinta es la cuestión del completamiento de la biografía. Sobre  las biografías, los libros y las lecturas Gombrowicz ha escrito páginas  memorables en el “Diario”. Sobre el libro de los testimonios tuve una  aventura curiosa. Cuando empecé a decirle al Aceitoso que el Perverso  era un depravado mal nacido, simplemente me lo prohibió, alentándome en  cambio a que hablara pestes del Guitarrón.
Lo obedecí inmediatamente  con la esperanza de que podría aflojarme algo respecto al Perverso. No  aflojó, cómo iba a aflojar, yo no sabía que el Perverso le había  publicado recientemente al Aceitoso una novela. Pues bien, el Perverso  no sólo publica las obras del Aceitoso, la Hierática me está diciendo  que ha preparado una nueva pócima en su celebrado aquelarre.
En  junio saca del caldero la reedición  de “Gombrowicz en Argentina”,  restituyéndole el título original al libro de la Vaca Sagrada. El Gnomo  Pimentón cuenta que Barnatán publicó “Gombrowicz íntimo”, la primera  versión española y pirata de “Gombrowicz en la Argentina”, nada más que  para pavonearse, para aparecer en una foto junto a Borges y a  Mastronardi.
El Perverso seguramente lo hace porque es un distinguido  miembro del club de gombrowiczidas. Las circunstancias fueron  convirtiendo poco a poco a la Vaca Sagrada en la albacea de la gloria  que con tanto cuidado había empezado a administrar su marido. Cuando lo  conoció en Royaumont estaba escribiendo una tesis sobre Colette.  Gombrowicz, ya tenía la salud quebrantada.
Le dijo que quería  radicarse en España, en el sur de Francia o, quizás, regresar a la  Argentina: –Cambie el tema de la tesis, hágala sobre mí, yo se la  escribiré en dos semanas y luego nos vamos. Finalmente aprobó la tesis  escribiendo sobre Colette, a pesar de los sarcasmos de Gombrowicz que le  advirtió que después de los acontecimientos de mayo su tesis sería  rechazada.
La Vaca Sagrada escribió “Gombrowicz en Argentina” y  “Gombrowicz en Europa” para alcanzar su salud espiritual escapándole a  la sombra del gran sobretodo gris de Gombrowicz que la había protegido  pero que a la larga terminó por ahogarla. Ya en una entrevista que le  hizo Louis Soler alcanzamos a notar como no pudo concretar ese anhelo de  libertad.
La Vaca Sagrada no apareció en el primer libro y quedó  completamente sometida en el segundo, siendo éste, quizás, el destino  de los compañeros o compañeras de vida de los grandes artistas, el  destino de sus alumnos, admiradores y discípulos. De la que sí se fue  liberando poco a poco fue de la sumisión que tenía con los que  testimoniaron en sus libros.
Con el tiempo adoptó una actitud que la  fue convirtiendo en la sacerdotisa de un conjunto de corifeos que le  rinden pleitesía, y que la convirtieron a mis ojos en la Vaca Sagrada.  “Alguien me manda como obsequio desde París un paquete con importantes  libros franceses, adivinando con razón que no los conozco y debería  leerlos. Estoy condenado a leer únicamente los libros que me caen en las  manos (...)”
“No puedo permitirme el lujo de comprarlos; me  rechinan los dientes al ver a industriales y a comerciantes y a todo  tipo de empresarios que se compran bibliotecas enteras con el solo  propósito de adornar sus despachos. Yo, mientras ellos se atiborran de  libros y de bibliotecas, no tengo acceso a obras de las que haría un uso  bastante diferente (...)”
“Algún día la ilimitada idiotez del  sistema, que me cierra ante las narices las puertas de los teatros, de  los salones de conciertos, de las librerías, las puertas que se abren de  par en par ante el dinero de los snobs, algún día esa idiotez se  vengará en vosotros. Ese sistema, que relega al intelectual al último  puesto, que quita a la intelligentsia la posibilidad de desarrollarse,  será en el futuro adecuadamente juzgado (...)”
“Vuestros nietos  os tomarán por imbéciles, claro, que a vosotros qué os importa”. En las  ocasiones en las que le preguntaba a Gombrowicz si había leído tal o  cual libro siempre me respondía que yo debía suponer que él había leído  todo. Al llegar a la Argentina Gombrowicz ya tenía asimilados a  Shakespeare, Rabelais, Montaigne, Goethe, Dostoievski, Mann...
Yo  nunca lo vi comprar un libro, no tenía plata para comprarlos. A veces se  lamentaba de no disponer de los más actuales para escribir sobre ellos  en sus diarios, y como no era un hombre de ir a las bibliotecas leía  sólo lo que le prestaban. La primera vez que vi a Gombrowicz me pareció  un personaje inglés por el aspecto y por la pipa. Poco tiempo después se  me empezó a parecer a Jacques Tati.
Y cuando lo conocí un poco  más todavía, leí “Ferdydurke”. Gombrowicz fue el primer hombre de letras  al que conocí personalmente; de este encuentro y de la lectura de  “Ferdydurke” saqué la conclusión de que no existía ninguna diferencia  entre el escritor y sus escritos. Cuando conocí a otros escritores me di  cuenta de que este canon no era aplicable en forma uniforme.
Funcionaba  más o menos bien con el finado Pterodáctilo, pero no funcionaba para  nada con el Pato Criollo, para poner dos ejemplos solamente. Pero si  Gombrowicz es tan parecido a sus obras, si es tan contradictorio como lo  son los protagonistas de sus novelas, de sus cuentos y de sus piezas de  teatro, entonces estamos frente a un verdadero problema.
A  medida que Gombrowicz fue adquiriendo seguridad para definir sus  problemas formuló una ley de carácter universal: “cuanto más  inteligencia, mayor estupidez”, una estupidez que va a la par de la  inteligencia y que crece con ella. La estupidez del refinamiento del  lenguaje que produce fatiga y distracción de modo que la comprensión es  reemplazada por los malentendidos.
Y también la estupidez que produce  la erudición pues la gente no ha encontrado un lenguaje que le permita  expresar su ignorancia; no le está permitido no saber o saber más o  menos. La forma de transmitir el pensamiento ha cambiado muy poco desde  los tiempos de Gutenberg y una gran cantidad de palabras y de libros  está llegando al sol, pero el sol es inalcanzable.
Gombrowicz  pone de manifiesto que cuanto más tiende nuestro espíritu a través de  los siglos a liberarse de la estupidez y a dominarla, más parece pegarse  la estupidez a la condición humana. El esfuerzo del pensamiento por  purificarse de la estupidez humana está, por lo tanto, en una  contradicción flagrante con la organización interna del género humano.
“Cuando  abandoné Berlín, en mayo de 1964, me instalé en Royaumont, a treinta  kilómetros de París. Una abadía del siglo XIII, donde san Luis servía a  los monjes y donde, al parecer, gobernó a Francia durante un tiempo; un  gótico poderoso, de base cuadrada, de cuatro pisos, murallas, galerías,  arcos, rosetones, columnas, un parque tranquilo con canales y estanques  de agua verde y podrida (...)”
“El edificio está medio vacío,  (refectorios ‘con eco’, salas con las losas sepulcrales venerables e  inscripciones en latín) y medio habitado, ya que las celdas de los  monjes de la primera planta, entre ellas aquella en la que había vivido  el rey san Luis, han sido habilitadas para intelectuales y artistas que  vienen de París. Yo seguía enfermo con una enfermedad extraña (...)”    
“En  principio era una convalecencia después de la estancia en un hospital  de Berlín, pero no acababa de mejorar, sentía que un secreto venenoso  anidaba aún en mí, me encontraba mal, paseaba debilitado bajo los  castaños, llegaba perezosamente al camino, al pequeño puente, me sentaba  en una piedra, contemplaba la dulce Francia que se desplegaba ante mí  como si fuera de seda (...)”
“Pequeños bosques, prados, colinas  por donde pasaban las líneas de alta tensión fijadas en torres de acero,  transparentes y dispuestas rítmicamente. Miraba todo aquello  desanimado, con el alma desganada de un perro que aparta el morro del  plato lleno, y, poco a poco, dirigía mis pasos de vuelta a casa, me  adentraba en el espesor de los muros, en el gótico de las bóvedas (...)”
“Por  la mañana, al afeitarme, con la toalla en el cuello, veía desde la  ventana a gente deambulando por el parque: un profesor que arrastraba su  tumbona hacia un lugar apartado, dos damas muy distinguidas con  sombrillas, un pintor contemplando el canal, un estudiante en el césped  rodeado de libros. Cada pocos días irrumpían en esta tranquilidad grupos  de habla extranjera (...)”
“Sesenta biólogos, cuarenta  etnólogos, diecisiete parapsicólogos (los veía desde la ventana), ya que  Royaumont es un importante centro científico y cultural donde se  celebran congresos internacionales, conferencias, conciertos y  seminarios. Al principio pensé que me sentiría bien en ese lugar,  prefería esto al aburrimiento de un hotel. No podía vivir en París  (...)”
“París se ha convertido en un Apocalipsis automovilístico  aullante, rugiente, acelerado y hediondo, me alegraba de tener aquí  combinados un verdor delicioso con el Café de Flor y la Sorbona, e  incluso con Japón y Australia”. Nuestro destino anda golpeando puertas  por el mundo hasta que finalmente entra por una. Es inútil preguntarse  por qué entró por ésa y no por aquella otra puerta.
Si esta  pregunta tuviera alguna respuesta no hubiese sido entonces el destino el  que la golpeaba. El destino golpeó dos veces la puerta de Gombrowicz:  en un café de Varsovia en el que un colega escritor le despierta las  ganas de viajar a la Argentina, y en la vieja abadía de Royaumont donde  pierde su condición de célibe y cancela su regreso a la Argentina.
El  abandono de la Argentina, el encuentro con Berlín, la ciudad en la que  se había planificado la ruina de Polonia, y la enfermedad lo pusieron a  Gombrowicz fuera de concurso. Royaumont es una transición, en la vieja  abadía Gombrowicz recupera hasta cierto punto el dominio y la alegría  que había perdido en un hospital de Berlín en el que estuvo internado  dos meses.
Tenía conversaciones estrafalarias e inconcebibles en  el comedor de la abadía de Royaumont destinado a los residentes  habituales y a los miembros del círculo. Presidía la mesa un anciano muy  distinguido, experto en quesos y un gran devorador de ensaladas. El  señor d’Hormon era sordo como una tapia, lo que no le impedía llevar la  conversación con la cordialidad típica de los franceses.
–Ah, es  usted escritor polaco, perfecto, ¿me podría decir a cuál de los  escritores franceses contemporáneos aprecia usted más?.  Gombrowicz  decide provocar al señor d’Hormon: –¡A Sartre!; –¿A quién? ¿A Sartre?  Sartre no es mi amigo para nada. ¿Y no le gusta Racine?; –¡Oh, no!;  –¿Cómo que no?; –¡Pues no me parece gran cosa!; –¿Qué? ¿Perdone? ¿Qué ha  dicho ese señor? ¿Qué no le parece gran cosa? Pero, perdóneme mi amigo,  usted exagera.
No sólo con el señor d’Hormon sostenía diálogos  de sordo, también los sostenía con las damas intelectuales: –¿Usted  comparte las opiniones que tiene Simone de Beauvoir sobre la mujer  contemporánea?; –No del todo, yo tengo una opinión más bien parecida a  la del emperador Guillermo: ‘K.K.K’, o sea, ‘Kinder, Küche, Kirche’, es  decir, ‘hijos, cocina, iglesia’; –¿Qué, qué?, ¿usted está hablando en  serio?; –Sí, estoy hablando en serio.
Estas locuras arrogantes de  Gombrowicz seducían a los estudiantes: –¡Lo adoro, Gombrowicz, usted  tiene el don de convertir a las personas en idiotas! La falta de humor  propia de un organismo sufriente, y los recovecos de ese edificio  medieval eran un poco lúgubres. Alemania y Francia, Polonia y la  Argentina. Después de haberse sumergido un año en Alemania miraba a los  franceses con curiosidad.
“Los europeos lanzados a las costas de  América del Sur como tristes náufragos, conchas o algas que perdían  fuerza..., aquí están en sus propias naciones, como frutos en el árbol,  llenos de savia. Polonia y Argentina, los dos tigres míticos de mi  historia, dos olas que pasan sobre mí y me asolan con su terrible  insistencia, pues eso ya no existe, fue”. La enfermedad lo golpeaba  duramente, le rondaban por la cabeza ideas tristes.
Pensaba que  había entrado en la fase final de la vida en la que sólo se vive de lo  que ya está muerto. Las obras y las cosas terminadas lo hacían sentir  vivo tan sólo para los que lo visitaban en Royaumont, pero él se sentía  muerto y petrificado... aunque algunas veces recuperaba su condición de  polemista. “Yo el travieso, yo el fantasmagórico, yo el bromista, yo el  torturado, yo viviendo, yo agonizando (...)”
“Me atormentaba no  haber sido todavía capaz de emprender nada más personal e innovador con  respecto a Europa, a la que visitaba después de una cuarto de siglo de  mis aventuras en la Argentina, yo el extranjero, yo el argentino, yo el  polaco que regresaba.  Me daba vergüenza pensar en los países que volvía  a ver de un modo ya establecido, mil veces hablado, banalizado (...)”
“Que  si la técnica, la ciencia y el aumento del nivel de vida, que si la  motorización, la socialización y la libertad de costumbres... ¿No seré  capaz de nada mejor? ¿Qué clase de Colón soy? Me parecía casi ridículo  que esa enormidad en la historia, Europa, en lugar de deslumbrarme con  su novedad después de los años de no verla, años de pampa, se me  convirtiera en un montón de lugares comunes de lo más trillado (...)”
“Lo  peor es que la verdad sobre ella no me interesaba en absoluto. Yo  quiero devolverle el frescor y refrescarme con su contacto. ¡Y todo para  que el tiempo se vuelva rejuvenecedor en lugar de hacernos envejecer a  mí y a ella! Por eso debo concebir un pensamiento aún no pensado,  destinado a servir no a la verdad, ¡sino a mí! Egoísmo. El artista es la  subordinación de la verdad a la propia vida, es el uso de la verdad con  fines personales”
En la abadía de Royaumont se sentía amenazado por  las etiquetas de noble polaco y de emigrante. De estos marbetes y de su  comportamiento altivo un crítico literario, alemán judío, sacó la  conclusión, y la puso en conocimiento del jurado que iba a otorgar el  premio Formentor, de que Gombrowicz era antisemita y de que estaba  escribiendo un libro plagado de estas alusiones.
“Oh, dejemos  que esta asociación de mi persona con una terminología ya demasiado  trillada engendre unos monstruos que acaben devorándose entre ellos. Lo  peor es que la prensa francesa, en ocasión de mi llegada a París, se  dedicó a subrayar mi aspecto de conde y mis maneras aristocráticas,  mientras la prensa italiana me calificaba de gentilhuomo polacco.  ¿Protestar? ¿Qué conseguiría protestando? (...)”
“Sé perfectamente  que todo esto me desacredita a los ojos de la vanguardia, de los  estudiantes, de la izquierda, casi como si yo fuera el autor de “Quo  vadis”; y sin embargo, es la izquierda y no la derecha la que constituye  el terreno natural de mi expansión. Desgraciadamente se repite la vieja  historia de los tiempos en que la derecha veía en mí a un bolchevique,  mientras que para la izquierda yo era un anacronismo insoportable (...)” 
“Pero de alguna manera veo en ello mi misión histórica. Ah,  entrar en París con una desenvoltura ingenua, como un conservador  iconoclasta, un terrateniente vanguardista, un izquierdista de derechas,  un derechista de izquierdas, un sármata argentino, un plebeyo  aristócrata, un artista antiartístico, un maduro inmaduro, un anarquista  disciplinado, artificialmente sincero, sinceramente artificial. Eso os  hará bien... ¡y a mí también!”
Gombrowicz prefería la diversión a la  seriedad, así que seguía obteniendo material satírico de sus  conversaciones con el señor d’Hormon: –En su Renán está oculto Bergson;  –Sí, es cierto, porque a la mónada hay que abordarla desde esta  perspectiva, créame, he pensado mucho en ello, y además Demócrito...;  –Desconfío de Teócrito; –¿Qué? ¿Heráclito? Sí, sí, hasta cierto punto  comparto sus sentimientos, pero los horizontes heraclitianos...
“Nos  escuchaban con devoción, en un silencio profundo, la mesa entera estaba  suspendida de nuestros labios, hasta que finalmente el anciano me dio  una palmadita en el hombro: –Somos del mismo piso”. En la vieja abadía  de Royaumont el destino golpea otra vez la puerta de Gombrowicz, le da  la última llave para que encuentre su camino. “En Royaumont, cerca de  París, pasé tres meses (...)”
“Después huí del otoño, primero a la  Messuguier, en la proximidades de Cannes. Alquilé la habitación donde  antaño había vivido Gide. Mi senda sigue por fin la huella de los  hombres que conozco bien desde hace años, como si los alcanzara  físicamente post mortem, y siento en mí una voz que dice: estabas  desterrado”. Al bibliotecario de Royaumont le plantea una cuestión  extraña.
Le pregunta si el gobierno estaba tomando medidas para  afrontar la llegada inminente del desbordamiento total, cuando las  bibliotecas hagan estallar las ciudades, cuando haya que entregarle no  sólo los edificios, sino barrios enteros, cuando los libros y las obras  de arte acumulados inunden los campos y los bosques desbordándose de las  ciudades llenas hasta reventar.
No había que olvidar que, al mismo  tiempo que la cantidad se convierte en calidad, la calidad también se  transforma en cantidad. Esta preocupación que le manifiesta al  bibliotecario de Royaumont, le venía de tiempo atrás, antes de empezar a  escribir los diarios, era una verdadera obsesión de Gombrowicz. No es  tan fácil saber a qué atenerse sobre los hombres de letras y los libros  leyendo a Gombrowicz.
Tal como presenta las cosas, pareciera de  que tienen valor y de que no tienen valor al mismo tiempo. Por más que  Gombrowicz se rompa la cabeza, la escritura, también la suya, es una  forma, y la forma, por más que el artista se disfrace de murciélago, de  rata, de topo o de mimosa, no puede abarcar los intríngulis que nos  presenta la existencia, impenetrable para la forma como un grano de  maíz.
La relación que tenía Gombrowicz con los libros, con los  bibliotecarios y con las bibliotecas no era del todo clara. Mientras  Sastre termina tratando a los libros como si fueran productos,  Gombrowicz comienza a relacionarse con ellos en forma despectiva.  Sartre, que durante gran parte de su vida aspiraba al reconocimiento de  la posteridad, llegando a los sesenta años nos dice que se había  engañado hasta los huesos.
Que había dudado de todo, pero no  había dudado de haber sido el elegido de la duda, por lo que se había  convertido en un dogmático, y que se había transformado en una máquina  de hacer libros. Gombrowicz tenía la sospecha que la gente en realidad  leía mucho menos de lo que decía que leía. En algunas ocasiones  Gombrowicz nos manifestaba que el contacto directo con los libros le  producía eczema.
Por esta razón le resultaba más placentero  dedicarlos que acarrearlos o leerlos. “Se acercaba el bachillerato. Mi  situación era un tanto embarazosa porque desde hacía unos cuantos años  casi no había abierto mis manuales, y me dedicaba en las clases durante  horas enteras a practicar mi firma, cada vez más sofisticada, con  rúbrica o sin ella, aprobando los cursos de pura chiripa (...)”
“En  el cuarto curso el director me había retado porque yo no llevaba libros  a la escuela, simplemente una pequeña agenda para tomar apuntes. En  respuesta contraté a un mensajero –se encontraban entonces en las  esquinas de las calles– que entró detrás de mí en el edificio de la  escuela cargando con mi mochila llena de libros”. La relación entre los  libros y la erudición cae bajo la lupa de Gombrowicz.
“¿Por qué nadie  se atreve a poner de manifiesto la falsa erudición científica y  filosófica de los literatos que, depravados por la ciencia, trabajan con  enciclopedias? Porque se descubriría que fingen ser más cultos de lo  que son”. Gombrowicz, tanto como Sócrates, le tenía una cierta  desconfianza a la palabra escrita. Esta desconfianza, sin embargo, no  era tan drástica como podría suponerse.
La primera obra literaria  de su vida fue la monografía “illustrissimae familiae Gombrovici”.  Gombrowicz conservó esta obra en estado de manuscrito, y aunque no  contenía nada de especial pues los Gombrowicz eran tan solo miembros de  una pequeña nobleza, se pavoneaba con cada detalle referente a los  bienes, funciones y vínculos familiares, y disfrutaba de esta manía.
“Yo  era, como ya he dicho, de origen noble, terrateniente, y ésa es una  herencia poderosa y trágica. La primera obra que escribí, a los  dieciocho años, era la historia de mi familia elaborada a partir de  nuestros documentos, que abarcaban cuatro siglos de bienestar en  Zemaitija. Un terrateniente, da igual que sea un noble polaco o un  granjero americano, siempre tendrá una actitud de desconfianza hacia la  cultura (...)”
“Su alejamiento de las grandes aglomeraciones lo  vuelve impermeable a los conflictos y a los productos interhumanos. Y  tendrá una naturaleza de señor. Exigirá que la cultura sea para él y no  él para la cultura; todo aquello que sea humilde servicio, entrega y  sacrificio le resultará sospechoso. ¿Quién, de aquellos señores polacos  que se hacían traer antaño los cuadros de Italia, habría tenido la idea  de postrarse ante una obra maestra?”
“Ninguno. Trataban de una manera  señorial tanto a las obras como a los maestros. Yo, aunque traidor y  escarnecedor de mi esfera, pertenecía a ella a pesar de todo, muchas de  mis raíces deben buscarse en la época de mayor depravación de la  nobleza, el siglo XVIII. Yo, que tenía un pie en el bondadoso mundo de  la nobleza terrateniente y otro en el intelecto y en la literatura de  vanguardia, estaba entre dos mundos (...)”
“Pero estar entre es  también un buen método para enaltecerse, puesto que aplicando el  principio de divide et impera puedes conseguir que ambos mundos empiecen  a devorarse mutuamente, y entonces tú puedes zafarte y elevarte por  encima de ellos”. El camino que siguen los grandes escritores después de  muertos está compuesto de una mezcla de asuntos cuyas proporciones  varían a medida que pasa el tiempo.
Los ingredientes de esa mezcla  son la propia obra del hombre de letras, los testimonios de los que lo  conocieron, una gran variedad de documentos, los escritos de los que  escriben sobre el muerto y las biografías. A medida que pasan los años  estos compuestos van perdiendo actividad, como víctimas de una entropía,  esa función termodinámica que en el lenguaje de la ciencia es la parte  no utilizable de la energía en un sistema cerrado.
Esa entropía  los degrada, excepción hecha de los documentos que vendrían a ser a la  literatura lo que al mundo físico es el calor. La física predice la  muerte térmica del universo, pues el calor no puede devolverle a las  otras formas de energía en la misma cantidad lo que recibe de ellas, y  la literatura predice la muerte literaria de un autor cuando no quedan  de él más que los documentos y las enciclopedias.
El héroe de la  primera novela de Sartre, “La Náusea”, es un intelectual francés  desilusionado. No tiene familia, ni amigos, ni trabajo a no ser la tarea  que él mismo se ha impuesto de escribir una biografía de un aventurero  del siglo XVIII, Monsieur de Robellon. Al promediar el libro, Roquentín,  después de reunir una gran cantidad de documentos, abandona su intento  de escribir la vida de Monsieur de Robellon.
Puesto que no puede  recobrar su propio pasado, que sólo se le presenta en forma de imágenes  desconectadas, se da cuenta que es claramente fútil tratar de revivir  el pasado de otra persona. Esta imposibilidad manifiesta de recuperar el  tiempo perdido abre un signo de interrogación sobre los libros, un  agujero por el que se mete Gombrowicz en la búsqueda de sus cometidos.
La  curiosidad que tienen las personas cultas por saber cuáles han sido las  lecturas de los hombres de letras eminentes es análoga al deseo de  conocer sus antecedentes familiares, es una necesidad que se manifiesta  en todos los campos del conocimiento humano, la necesidad de clasificar y  de darle una estructura lo más simple posible al caos, al desorden y a  la falta de nombre.
Pero ni de sus antecedentes familiares ni de  sus lecturas podemos deducir la naturaleza de Gombrowicz. A los  hombres, tanto se desempeñen en la actividad de escribir como en la de  leer, se le van desarrollando unos meandros intrincados parecidos a los  que tienen las orejas. Schopenhauer decía que hay hombres que piensan  observado el mundo, y otros que necesitan leer un libro para pensar.
Los  griegos leían bastante poco, había mucho menos gente de la que hay  ahora, y a muy pocos de la poca gente que había se le ocurría escribir.  Escribían sólo cuando le venían cosas importantes a la cabeza, no como  ocurre ahora, además Gutenberg aún no había aparecido. En un principio  los griegos tenían tan solo el problema de pensar, poco a poco se le  fueron agregando los de escribir y los de leer.
Por esta razón  el mundo de ellos fue al comienzo más simple y originario, el nuestro en  cambio se ha vuelto más complejo y mediado. Se puede escribir sin  pensar, se puede leer sin pensar, pero no se puede pensar sin pensar,  algo así observa el protagonista de una de las novelas de Gombrowicz  cuando entra a una biblioteca llena de libros y de manuscritos  amontonados en el suelo.
Una montaña que llegaba hasta el techo sobre  la que estaban sentados ocho lectores  flaquísimos dedicados a leer  todo. Obras preciosas escritas por los máximos genios de la literatura,  se mordían y devaluaban porque había demasiadas y nadie podía leerlas  debido a su excesiva cantidad. Lo peor es que los libros se mordían como  si fuesen perros hasta darse muerte.



 
 
 


