martes, 21 de diciembre de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, LAS MUJERES Y EL COMUNISMO

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ, LAS MUJERES Y EL COMUNISMO



“Debo hablar también un poco de las mujeres de esa época lejana... Mi madre y mi hermana eran virtuosas, creyentes, con principios, como se solía decir entonces, por lo tanto las representantes del bello sexo que frecuentaban nuestra casa se caracterizaban más por sus virtudes que por su coquetería. Las distintas amigas de mi hermana Rena, pertenecían a la Asociación de Mujeres Terratenientes o a la Acción Católica (...)”
“Se dedicaban generalmente a actividades filantrópicas y no se mostraban para nada dispuestas al flirteo. Polonia era por aquel entonces un país de estilos agonizantes, de las formas que se remataban sin piedad como a un animal enfermo... ¿Pero acaso esos chirridos formales no eran para mí una verdadera ganga en el momento de escribir ‘Ferdydurke’? (...)”

“No siempre el deseo de venganza de la generación que prosperaba tomaba una forma dramática. Uno de mis amigos se llevaba mal con una de sus tías. Esta tía, que actuaba como guardiana y protectora de los principios de la familia, había condenado públicamente sus esponsales con una señorita no lo suficientemente bien. Entonces mi amigo se buscó una mujer conocida como callejera (...)”
“No se presentaba nada mal, le enseñó en unas cuantas lecciones de las llamadas maneras de los salones y la introdujo con un nombre falso en el salón de la tía. La cortesana se comportó al parecer, perfectamente, bebía el té y comiscaba los bocaditos de una manera irreprochable, pero resultó que tenía demasiados conocidos entre los señores allí presentes (...)”

“Este encuentro provocó pavor, el pavor pánico, y el pánico escándalo, terminando de patitas en la calle no solamente la pobre prostituta sino también mi amigo”. La vieja generación de las mujeres de la intelligentsia cargaba con los lugares comunes que había heredado de la tradición y de la literatura de la época anterior. Estaban dispuestas a cumplir una misión y hablaban en nombre de principios superiores.
Eran unas señoras un tanto exageradas, poco flexibles, ingenuas y casi infantiles frente al papel glorioso que habían elegido. Las hijas de estas señoras ya ejercían un mayor control sobre sí mismas. Una señorita normal, que no rehuía ni a la diversión ni al flirteo, que deseaba casarse, no se sentía cómoda en la armadura de su madre que no estaba hecha a su medida.

A menudo perdía el sentido de la proporción, comprendía mal lo que se le pedía y cuáles eran sus deberes. A todo esto se agregaba una contradicción más entre el ambiente de los establecimientos de enseñanza donde reinaba el liberalismo y el espíritu de austeridad que alimentaba su casa. Pero Gombrowicz no sólo remataba las formas de las mujeres de antes, también remataba las formas de las mujeres modernas.
El protagonista de “Ferdydurke” se propone descubrir el talón de Aquiles de los Juventones y decide espiarlos. “Agucé los sentidos. ¡Bestializado espiritualmente, era como un salvaje animal civilizado en el Kulturkampf! Cantó el gallo. Primero apareció Juventona en una robe de chambre a medio peinar”. La Juventona entró al closet-water y salió de allí más orgullosa que al entrar.

De este templo sacaban su poder las modernas esposas de los ingenieros y los abogados.

Salían de ese lugar más perfectas y culturales, llevando en alto la bandera del progreso, de ahí provenían la inteligencia y la naturalidad con las que la Juventona atormentaba al protagonista. Enseguida apareció el Juventón trotando en pijama, carraspeando y escupiendo ruidosamente.
Al ver la puerta del closet-water risoteó y entró jugueteando. Salió desmoralizado, con una cara lujuriosa y vil, parecía un tonto. A Pepe le extrañó que mientras el clost-water ejercía una influencia constructiva sobre la esposa, sobre el esposo actuaba en cambio destructivamente. Mientras tanto la doctora se había bañado, se secaba y hacía ejercicios.

Hizo doce cuclillas hasta que los senos sonaron, al protagonista le empezaron a bailar las piernas en un bailoteo infernal y cultural. La intranquilidad de los perseguidos aumentaba porque se sentían mirados. La doctora trataba de organizar a ciegas una defensa y toda la tarde se dedicó a la lectura de Russell, mientras al esposo se le dio por leer a Wells.
No conseguían ubicar su desasosiego, no podían permanecer sentados pero tampoco podían permanecer de pie, el Juventón buscaba la complicidad de Pepe guiñándole un ojo. Se acercaba la noche y con ella la hora decisiva. Los Juventones entraron al dormitorio y el protagonista corrió para escuchar detrás de la puerta y mirar por el ojo de la cerradura.

El ingeniero Juventón brincando en calzoncillos y sumamente risueño le contaba a la doctora Juventona anécdotas del cabaret: –¡Basta, cállate!; –Espera, chinita, enseguida terminaré; –No soy ninguna chinita, me llamo Juana, sácate los calzoncillos o ponte los pantalones; –¡Calzoncillitos!; –¡Cállate!; –Enciende la luz, vieja; –No soy ninguna vieja.
Juana se preguntaba qué les estaría pasando, le pedía al esposo que volviera en sí, que juntos iban hacia los tiempos nuevos como luchadores y constructores del mañana: –Así es, una gorda, gorda langosta conmigo se acuesta. A pesar de su gordura es muy soñadura. Pero a él no se le antoja porque ya es muy floja. La doctora lo convoca a que piense en la abolición de la pena de muerte, en la época, en la cultura, en el progreso.

Victorcito trotando pega brincos; –¡Víctor! ¿Qué dices? ¿Qué te picó? ¡Hay algo malo! ¡Algo fatal en el aire! La traición; –La traicioncita; –¡Víctor! ¡No uses diminutivos!; –La traicionzuelita. Empezaron a manotearse, uno prendía y otro apagaba la luz, la Juventona jadeaba y el ingeniero jadeaba y chillaba de risa: –¡Espera que te dé una palmadita en el cuellito!; –¡Jamás, suelta o morderé!
Víctor echó de sí todos los diminutivos amorosos de alcoba. El infernal diminutivo que tan decisivamente había pesado en el destino del protagonista ahora le hacía sentir sus garras a los Juventones. El paso de Pepe para descalabrar a la modernidad estaba dado, había preparado todo para el derrumbe final. Schopenhauer fue el pensador que le dio a Gombrowicz la noción más acabada para organizar el mundo en una visión.

La contemplación es un juego superior a la vida, el artista contempla el mundo y se maravilla como un niño, en forma desinteresada. Schopenhauer construye una teoría artística que deslumbra a Gombrowicz. Deduce la primacía de la belleza del cuerpo del hombre sobre el cuerpo de la mujer. Este golpe artero que le da Schopenhauer a la condición femenina es rematado por Gombrowicz de una manera aún más cruel.
“Mujeres ajamonadas con grupas a punto de estallar, pantorrillas y muslos que rebosan por todas partes, clavadas en medio de la playa como una cuña imbécil, bobina y cretina, cederán las costuras, estallarán, ¡explotarán con todas esas carnes! ¿Dónde está el carnicero que pueda con ellas? Mujeres mayores, obesas. Mujeres mayores, flacas. Paseante, mira esas montañas de grasa o esos huesos, mira, por favor, ¿lo ves? (...)”

“En el vaquismo vacuno de esta asquerosidad descarada y desvergonzada sólo se ha conservado una cosa de los viejos tiempos, a modo de recuerdo. Un piececito... ni gordo, ni flaco, y... mira... ¿no se parece al piececito de tu novia? ¿Has entendido joven? ¿Ya sabes qué potencial de cinismo carnal y qué indiferencia hacia la fealdad se ocultan en tu preciosidad? (...)”
“Señoritas encantadoras, graciosas esposas, aconsejad a vuestras mamás que se queden en casa, ¡que no os desenmascaren demasiado!”. Gombrowicz estaba de malas con las mujeres y también estaba de malas con el comunismo. “Contrariamente a lo que se ha dicho y escrito sobre mí durante muchos años, nunca fui indiferente al siniestro problema de la vida fácil de los ricos y la vida difícil de los pobres (...)”

“Fue un asunto que siempre me ha atormentado dolorosamente desde mi más temprana juventud. Sobre este asunto tuve un diálogo con Adam Wazyk, uno de los escritores comunistas que acababa de conocer: –¿De qué hablar con usted?, si usted no conoce la vida, vive en un invernadero, alejado de la lucha por la existencia? ¿Qué puede usted saber de estos problemas sociales? (...)”
“Era mi talón de Aquiles, pero sabía cómo defenderme. Me propuse demostrarle, con el tono contenido y apropiado, que no era extraño a esa realidad: –Pensé que usted era hijo de mamá y, sin embargo, veo que usted penetra en esa problemática; –Conozco la vida y sé mejor lo que es que vosotros, los comunistas, aunque nunca haya experimentado directamente la miseria (...)”

“Sonaba presuntuoso, pero tal vez mi juicio no estuviera tan distante de la verdad como pudiera parecer pues la experiencia personal no siempre aumenta la sensibilidad, sino que a menudo la disminuye: –Si usted lo siente con tanta fuerza, ¿por qué no se hace comunista?; –No porque no me gusten vuestros objetivos. Sino porque no creo que podáis realizarlos. No haréis más que aumentar la confusión”
En la misma época en la que Gombrowicz mantuvo ese diálogo con Adam Wazyk sobre el comunismo, había escrito “El diario de Stefan Czarniecki”, un cuento en el que liquida el problema del comunismo de una manera curiosa. La idea de la bastardía rondaba en la cabeza de Gombrowicz, y no podía ser de otra manera, el bastardo tiene menos derechos en la familia.

Esa era la sensación que tenía Gombrowicz respecto a sus hermanos. No se sentía reconocido por su padre como adulto y como adaptado a la vida. El giro indigno de una conducta que degenera de su origen está presente en toda la obra de Gombrowicz, y es también el que alienta en “El diario de Stefan Czarniecki”. En este cuento no queda títere con cabeza.
La familia, la polonidad, la política, la guerra, el amor, todo vuela por los aires, pero son más bien caricaturas las que vuelan por los aires, unas marionetas que Gombrowicz zarandea como una verdadera parodia de la realidad. Stefan Czarniecki había nacido en una casa muy respetable. El padre, un hombre fascinante y orgulloso, poseía unos rasgos que personificaban una estirpe perfecta y una raza noble.

La madre andaba siempre vestida de negro con unos pendientes antiguos como único adorno. Stefan se veía a sí mismo como un muchacho serio y pensativo. Había en su vida familiar un solo punto oscuro, su padre odiaba a su madre, no la soportaba, un enigma que lo condujo finalmente a la catástrofe interior. Se convirtió en un inútil inmoral, besaba la mano de una dama babeándola, sacaba el pañuelo y se secaba la saliva mientras le pedía perdón.
El padre evitaba el contacto con la madre, a veces la miraba a hurtadillas con expresión de infinito disgusto. Stefan, en cambio, no manifestaba aversión hacia su madre a pesar de que había engordado muchísimo al punto de tropezarse con todas las cosas. Stefan se imaginaba que había sido concebido realmente bajo coacción violentando los instintos, y que él era el fruto del heroísmo del padre.

Un día la repugnancia del padre estalló: –Te estás quedando calva. Dentro de poco estarás más calva que un trasero. Eres horrorosa. Ni siquiera adviertes cuán horrible es tu aspecto. Stefan no comprendía el porqué debía considerar a la calvicie de la madre peor que la del padre, además, los dientes de la madre eran mejores y, sin embargo, ella no sentía repugnancia por él.
Era una mujer realmente majestuosa y muy religiosa, rodeada de una furia de ayunos y acciones piadosas. A veces, los convocaba a Stefan, al cocinero, al mayordomo y a la camarera: –¡Ruega, ruega pobre hijo mío por el alma de ese monstruo que tienes por padre! ¡Rogad también vosotros por el alma de vuestro amo que se ha vendido al mismísimo diablo!

A la madre le producían horror las acciones del padre, la forma desconsiderada en que la trataba, y al padre lo que le producía horror era ella misma. No podía dejar de manifestar su asco: –Créeme, querida, que estás cometiendo una falta de tacto. Cuando veo ante el altar tu nariz, tus orejas, tus labios, tengo la convicción de que también Cristo se siente un poco a disgusto.
A pesar de estas contrariedades, del conflicto permanente entre los padres, Stefan fue un buen alumno, aplicado y puntual, pero nunca gozó de la simpatía de los demás. En el recreo los alumnos cantaban: –Uno, dos y tres, dos pan pan/ no hay judío que no sea un can/ Los polacos en cambio son águilas de oro/ Uno, dos, tres, ahora le toca al loro. Stefan estaba fascinado con estos versos pero debía apartarse de los otros chicos cuando cantaban.

A pesar de los esfuerzos que hacía por resultarles agradable a ellos y a los profesores con sus buenas maneras, lo único que conseguía era una actitud hostil. Una tarde, un profesor de historia y literatura, un vejete tranquilo y bastante inofensivo les estaba dando una clase sobre los polacos: –Los polacos, señores míos, han sido siempre perezosos, sin embargo, la pereza es siempre compañera del genio.
Los polacos han sido siempre valientes y perezosos ¡Magnífico pueblo, el polaco! A partir de ese momento el interés de Stefan por el estudio disminuyó. Sin embargo con este cambio no consiguió la simpatía del profesor y de nada le sirvió su incipiente preferencia por los desaplicados y los perezosos. La observaciones del profesor tenían mucha influencia en la clase, especialmente cuando hablaba de los polacos.

Los polacos han sido siempre holgazanes, pero las suecas, las danesas, las francesas y las alemanas pierden la cabeza por nosotros, sin embargo, nosotros preferimos a las polacas. ¿No es acaso famosa la belleza de la mujer polaca? El resultado de esas insinuaciones fue que Stefan se enamoró de una joven pero ella no se daba por enterada. Una mañana, después de haberle pedido consejo a sus compañeros, venció su timidez y le dio un pellizco.
Ella cerró los ojos y soltó una risita. Lo había logrado. Se lo contó a sus compañeros y fue la primera vez que lo escucharon con interés, acto seguido se precipitaron sobre una rana y la mataron a golpes. Stefan estaba emocionado y orgulloso de haber sido admitido por los jóvenes y presintió que empezaba una nueva etapa de su vida. Para congraciarse aún más atrapó una golondrina y le rompió un ala.

Cuando se disponía a golpearla con un palo un alumno le dio una bofetada muy sonora en la cara. Como no se defendió todos se lanzaron sobre él y lo aporrearon sin ahorrar escarnios ni insultos. En el amor tampoco le iba nada bien, la joven pellizcada le hacía recriminaciones porque era un consentido, un pequeño nene de mamá. Stefan había comprendido finalmente que, si bien el padre era de raza pura, su madre también lo era.
La madre lo era pero en el sentido contrario, el padre era un aristócrata arruinado casado con la hija de un rico banquero. Se imaginaba que las dos razas hostiles de los padres, ambas poderosas, se habían neutralizado. De ese modo habían parido un ratón sin pigmentación, un ratón completamente neutro, por eso Stefan no tomaba parte de nada a pesar de haber participado en todo, ése era su misterio.

La joven Jawdiga le pedía que fuera valiente, le ordenaba que saltara zanjas, que sostuviera pesos, que golpeara abedules bajo la observación del vigilante, que arrojara agua sobre el sombrero de los transeúntes. Cuando Stefan le preguntaba a Jawdiga cuál era la razón de esos caprichos ella le decía que no lo sabía, que era un enigma, una esfinge, un misterio para sí misma.
Si la joven fracasaba en algo se entristecía, si triunfaba se ponía feliz y le permitía besar sus deliciosas orejas, como premio, sin embargo, nunca se permitió responder a su apremiante: –¡Te deseo! Le decía que había algo en él de repulsivo y no sabía bien qué era. Pero Stefan sabía muy bien lo que querían decir esas palabras. Leía mucho y trataba de comprender el significado de su secreto.

Se daba ánimos con el recuerdo de uno de los temas escolares, la superioridad de los polacos: los alemanes son pesados, brutales y tienen los pies planos; los franceses son pequeños, mezquinos y depravados; los rusos son peludos; los italianos... bel canto. Ésta era la razón por la que querían eliminar a los polacos de la faz de la tierra, eran los únicos que no causaban repulsión.
El horizonte político se volvía cada vez más amenazador y la joven cada vez más nerviosa. La multitud en las calles, las tropas se desplazaban hacia el frente. La movilización, los adioses, las banderas, los discursos. Juramentos, sacrificios, lágrimas, manifiestos, indignación, exaltación y odio. La amada de Stefan ni lo miraba, no tenía ojos más que para los militares.

Stefan afirmaba su patriotismo, participaba en juicios sumarios contra espías, pero algo en la mirada de Jadwiga lo obligó a alistarse como voluntario en el regimiento de ulanos. Atravesaban la cuidad cantando inclinados sobre el cuello de sus caballos, una expresión maravillosa aparecía en el rostro de las mujeres y sentía que muchos corazones latían también por él.
Y no entendía el porqué pues no había dejado de ser el conde Stefan Czarniecki que era antes ni el hijo de una Goldwasser, el único cambio era que ahora usaba botas militares y llevaba en el cuello unas tiras color frambuesa. La madre lo convocaba para que no tuviera piedad, para que arrasara, quemara y matara, para que destruyera a los malvados. El padre, un gran patriota, lloraba en un rincón.

Le decía a Stefan que con la sangre podría borrar la mancha de su origen; le rogaba que pensara siempre en él y ahuyentara como la peste el recuerdo de la madre porque ese recuerdo podía serle fatal, que no perdonara y que exterminara hasta el último de esos canallas. La amada le entregó por primera vez su boca, una verdadera delicia. La guerra era hermosa.
Era precisamente la conciencia de ese esplendor la que le proporcionaba las energías para combatir al implacable enemigo del soldado: el miedo. De cuando en cuando lograba colocar un tiro de fusil en el blanco preciso, y entonces se sentía columpiado por la sonrisa impenetrable de las mujeres y hasta le parecía que se ganaba el afecto de los caballos que hasta el momento sólo le habían propinado coces y mordiscos.

Sin embargo, ocurrió un incidente que lo lanzó al abismo de la depravación moral de la que no pudo apartarse hasta el día de hoy. La guerra se había desencadenado en todo el mundo. La esperanza, consuelo de los imbéciles, lo hacía vislumbrar la dichosa perspectiva del porvenir: el regreso a casa y la liberación de su situación de ratón neutro, pero las cosas no ocurrieron de esa manera.
El regimiento de Stefan estaba defendiendo con tesón por tercer día consecutivo una colina en el frente, con la orden de resistir hasta la muerte. Fue entonces cuando cayó un obús que le cortó de un tajo ambas piernas al ulano Kaeperski y le destrozó los intestinos, pero el pobre, seguramente aturdido, explotó en una carcajada convulsiva que Stefan tuvo que acompañar.

Cuando terminó la guerra y volvió a casa con aquella risa sonándole en los oídos comprobó que todo lo que hasta entonces había sostenido su existencia yacía hecho escombros, que no le quedaba más remedio que volverse comunista. Stefan entendía el comunismo como un programa en el que los padres y las madres, las razas y la fe, la virtud y las esposas, y todo, sería nacionalizado y distribuido mediante cupones en porciones iguales.
Un programa en el que su madre debía ser cortada en pequeños trozos y repartida entre quienes no fueran suficientemente devotos en sus oraciones; que lo mismo debería hacerse con su padre entre aquellos cuya raza fuera poco satisfactoria. Un programa en el que todas las sonrisas, las gracias y los encantos fueran suministrados exclusivamente bajo petición expresa, y que el rechazo injustificado fuera causal del castigo con la cárcel.

Stefan elegía el término comunismo porque constituía para los intelectuales que le eran adversos un enigma tan incomprensible como lo eran para él las sonrisas sarcásticas y los rostros brutales de esos intelectuales. Las conversaciones más irónicas y afectuosas las tuvo con su adorada Jadwiga que lo había recibido con efusiones extraordinarias al regreso de la guerra.
Stefan le preguntaba que si acaso la mujer no era algo misterioso, y cuando ella le respondía que sí, que lo era, y que ella misma era misteriosa y desencadenaba pasiones, que era una mujer esfinge, entonces Stefan exclamaba que también él era un misterio, que tenía un lenguaje personal secreto y que le gustaría que ella lo adoptara, que le encantaría compartirlo con ella.

Le advirtió que le iba a meter un sapo debajo de la blusa, y que ella tenía que repetir con él unas palabras: Cham, bam, biu, mniu, ba, bi, ba be no zar. Fue imposible, no quiso pronunciarlas, le dijo que le daba vergüenza y se echó a llorar. Stefan no le hizo caso, tomó un sapo grande y gordo y cumplió con su palabra. Se puso como loca. Se tiró al suelo, y el grito que lanzó sólo podría compararse con el del soldado destripado.
¿Pero es que para todas las personas las mismas cosas deben ser bellas y agradables? Lo único que le quedó de agradable en esa historia fue que ella enloqueció, incapaz de librarse del sapo que se agitaba bajo su blusa. Es posible que Stefan Czarniecki no fuera comunista sino tan solo un pacifista militante. “Navegaba por el mundo en medio de opiniones totalmente incomprensibles (...)”

“Cada vez que tropezaba con un sentimiento misterioso, fuera la virtud o la familia, la fe o la patria, sentía la necesidad de cometer una villanía. Tal es el secreto personal que opongo al gran misterio de la existencia. ¿Qué queréis?... cuando paso junto a una pareja feliz, a una madre con un niño o a un anciano amable, pierdo la tranquilidad. Pero a veces el corazón se me encoge y una gran nostalgia de vosotros, padre y madre queridos, se apodera de mí. ¡También de ti siento nostalgia, oh santa infancia mía!”



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sábado, 18 de diciembre de 2010

WITOLD GOMBROWICZ Y LAS FIESTAS

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ Y LAS FIESTAS


Las fiestas de fin de año tienen, para los que fuimos educados en las creencias cristianas, un carácter más o menos religioso. Sin tomar en cuenta la fuerza de ese carácter, que en algunos casos puede llegar a ser nula, vamos a echarle un vistazo a alguna de esas fiestas en las celebraciones de Gombrowicz. “Para despedir el año 1934 organicé en la Noche Vieja una fiesta artística en el piso de mi madre (...)”
“Mi madre y mi hermana se hallaban entonces en el campo y podía hacer en la casa lo que me diera la gana. La fiesta, que duró hasta las seis de la mañana, era un signo manifiesto de mi sólida posición en el mundillo literario de Varsovia. Yo estaba borracho como todos, y disimulaba que me divertía, lo cual no me impidió constatar una vez más que era por naturaleza muy extraño a este tipo de placeres (...)”

“Tenía mal alcohol, el alcohol provocaba unos pésimos efectos en mi hígado y me volvía hipocondríaco, no me acercaba a nadie, al contrario, me alejaba”. Esta alegre fiesta y la sólida posición literaria de Gombrowicz en el mundillo de Varsovia contrasta con el tono de la que celebró treinta años después en Berlín. El año nuevo de 1964 lo pasó con un grupo de jóvenes alemanes en la casa de un pintor.
Y aquí, como ya lo había hecho en el café Querandí, empieza a darle vuelta a las manos, ve a esos jóvenes nórdicos encadenados a sus propias manos, una manos por otra parte perfectamente civilizadas. “Y las cabezas acompañaban esas manos como una nube acompaña la tierra. Eran unas manos nuevas e inocentes y, sin embargo, iguales a aquellas otras sangrientas (...)”

“Manos amistosas, fraternales y amorosas, como las de aquel bosque de manos alzadas, tendidas hacia delante en su heil, en las que también había amor. Pero en estos jóvenes alemanes de hoy no tenían ni una sombra de nacionalismo, era la juventud más madura que había visto jamás. Una generación que parecía no engendrada por nadie, sin pasado y suspendida en el vacío (...)”
“Pero seguía encadenada a sus propias manos, unas manos que ya no mataban, sino que se ocupaban de gráficos, de la contabilidad y de la producción. Eran ricos. Para llenar una laguna de mi alemán chapurreado cité el Hier ist der Hund begraben (Aquí está el perro enterrado) de Goethe, y enseguida vino a pegárseme un perro enterrado, no, no exactamente un perro (...)”

“No un perro sino un muchacho igual que ellos, de su edad, que podía estar enterrado en algún lugar próximo, a orillas del canal, debajo de las casas, donde una muerte joven debió ser muy frecuente en el último combate. El esqueleto de ese muchacho estaba seguramente en algún lugar cercano a las orillas del canal... Y al mismo tiempo miré la pared y vi, en lo alto, casi tocando el techo, un gancho clavado en la pared (...)”
“Clavado en una pared lisa, solitario, trágico como aquellas anillas de hierro de las que colgaban o asfixiaban a los que luchaban contra Hitler”. Ese año nuevo en Berlín le resultó plácido, sin la presencia del tiempo ni de la historia. Sólo aquel gancho en la pared, el esqueleto fraterno y esas manos se le asociaban con las paradas militares amorosamente mortales.

De esos jóvenes alemanes se habían extraído unas manos puestas en la avanzada de un bosque de manos que mostraban el camino hacia delante y hacia el triunfo. “Aquí y ahora, en cambio, las manos estaban tranquilas, desocupadas, eran privadas, y, sin embargo, los vi de nuevo encadenados a sus manos. En realidad no sabía a qué atenerme (...)”
“Nunca había visto una juventud más humanitaria y universal, democrática y auténticamente inocente..., más tranquila. Pero... ¡con esas manos!”. En las referencias que hacemos a las fiestas de fin de año que Gombrowicz celebró en la Argentina aparece especialmente la soledad, una soledad que a veces baila y otras representa sólo una farsa.

“Me presenté en aquel baile de la Nochevieja de 1954 a las dos de la madrugada, llevando dentro, aparte del pavo, bastante cantidad de vodka y de vino. Había quedado allí con unos conocidos, pero no estaban; deambulé por diversos salones, me senté en el jardín donde inesperadamente la muchedumbre se dividió en parejas y empezó el baile”. Tanto en sus novelas cortas como en las largas echaba mano al recurso de los bailes, a veces bailes imaginarios, como el de “Ferdydurke”, cuando baila frente a las toallas, los pijamas, las cremas y las camas de los Juventones para ridiculizarlos y descalabrar su modernidad. Como expresión del hombre Gombrowicz le reservó siempre un lugar especial a la música.

La música rehumaniza la descomposición formal con mayor fuerza que la literatura y por eso su efecto es más poderoso que el del resto de las artes. Después de su ocupación habitual que era la literatura, las pasiones predominantes de Gombrowicz eran la filosofía y la música. En la variedad de temas que Gombrowicz aborda en los diarios está incluida su sabiduría filosófico musical, pero su obra artística no la incluye.
Hay que decir no obstante que las estructuras musicales y el pensamiento fundamental están presentes en el momento de la creación, pero Gombrowicz se ocupa de cubrir su presencia con el lenguaje. A veces utiliza el sistema de la grilla que se aplica sobre un texto legible para hacer surgir un código, y otras el método del pintor que primero hace un cuadro realista y después oculta su legibilidad.

En ocasiones fue la danza la que inspiró a los músicos, pero al principio fue la música con sus instrumentos del corazón y de la voz, y luego surgió la danza. Gombrowicz se pone de parte de la relación tradicional entre la música y la danza y en un pasaje de los diarios ilustra de una manera ejemplar cómo el baile se pone en el lugar de la acción en un relato donde los caracteres y la trama apenas asoman la cabeza.
Había llegado a esa reunión de Nochevieja a las dos de la mañana, era la noche de fin de año. Inesperadamente, la gente se dividió en parejas y empezó a bailar. Desde el lugar donde estaba Gombrowicz casi no se oía la música, el ritmo de la danza era más real que la melodía, parecía que el origen del baile no era la música, sino que el origen de la música era el baile.

Era un baile de barrigas, de calvas y de los rostros marchitos de gente mayor. Se trataba de la humanidad más corriente con su inevitable miseria que se pavoneaba de sí misma desvergonzadamente entre brincos sin música, como dispuesta a poseer por la fuerza a la belleza, la elegancia y la alegría, poniendo en el baile todos sus defectos y su vulgaridad.
“Pero ese frenético anhelo de verdadero encanto, al llegar a su total paroxismo, de repente arrebataba un signo de vida a la melodía, a aquellas pocas notas felices que al unirse con el baile lo santificaban por un instante, tras lo cual se reanudaba la colaboración salvaje, oscura, sorda y sin Dios de unos cuerpos agitados y arrastrados por su propio ímpetu”.

El baile, a pesar de su imperfección, creaba la música, y es aquí donde Gombrowicz hace una pirueta profunda, sin embargo tenía conciencia de que esa idea se le había ocurrido sin elaboración. La idea de que el baile creaba a la música era lo que había en el fondo de los libros, en el fondo de las luchas y del valor de los escritores a lo largo de toda la historia. Hacia ese idea se precipitaba toda la humanidad.
Esa idea se había convertido en la inspiración y en la meta de nuestro tiempo. “También yo me dirigía hacia esa idea siguiendo una espiral que estrechaba cada vez más sus círculos”. Gombrowicz llega a la conclusión de que el baile degrada el espíritu de la música así como los libros degradan el espíritu de los escritores, pero son justamente el baile y los libros los que crean el espíritu del hombre.

“Aullidos de sirenas, pitidos, fuegos artificiales, descorchar de botellas y el vasto murmullo de una gran ciudad en gran agitación. En este instante hace su entrada el año nuevo, 1955. Camino por la calle Corrientes, solo y desesperado. Delante de mí no veo nada... ninguna esperanza”. Finalmente, el trabajo de oficina en el Banco Polaco lo había aplastado, no podía escribir nada aparte de los diarios.
Se sentía un forastero en todo el universo. Sin embargo, pasados unos días después de las fiestas le cambia el humor y escribe en una página del diario cómo en un café de la calle Callao había puesto una inscripción en la puerta de un baño. “A señoras y a señores, para nuestro beneficio, no lo hagan en la tapa, háganlo en el orificio”. En seguida le advierte al lector que había dudado antes de confesar esta manía.

Pero la manía le había resultado tan fascinante que se lamentaba de haber perdido tanto tiempo sin conocer un placer tan barato y desprovisto de riesgo. “Hay en esto algo..., algo extraño y embriagador... debido probablemente a la terrible evidencia de la inscripción unida al absoluto ocultamiento del autor, al que es imposible descubrir. Y también al hecho de que se trata de algo inferior al nivel de mi creación”
Hace más de medio siglo, en la Nochebuena del 56, Gombrowicz pasaba unas vacaciones en el Jocaral, una quinta del barrio Los Troncos en Mar del Plata. Las lluvias, la agitación y el ruido de las hojas de los árboles lo obligaban a encerrarse en casa y también en sí mismo, y de esos experimentos nocturnos que hacía resultaba el miedo, tenía miedo que se le apareciera algo.

“Algo anormal, ya que mi monstruosidad va creciendo, mis relaciones con la naturaleza son malas, flojas, y este aflojamiento me hace vulnerable a todo. No me refiero al diablo, sino a cualquier cosa. No sé si me explico. Si la mesa dejara de ser una mesa transformándose en... No necesariamente en algo diabólico. El diablo es sólo una de las posibilidades, fuera de la naturaleza está el infinito (....)”
“La casa crujía, los postigos golpeaban. Quise encender la luz: imposible, los cables estaban cortados. Un aguacero. Me quedé sentado a oscuras en medio de los resplandores. Me levanté, di unos pasos por la habitación y de pronto extendí la mano, no sé por qué, quizás porque tenía miedo. Entonces cesó el temporal. La lluvia, el viento, los truenos, el fulgor: todo acabó. Silencio (...)”

“Entiéndase bien: la tempestad no se extinguió de un modo natural, sino que fue interrumpida. Yo, por supuesto, no estaba tan loco como para creer que mi gesto había detenido la tempestad. Pero, por curiosidad, volví a extender la mano en aquella habitación envuelta ahora en las tinieblas. ¿Y qué?: viento, lluvia, truenos, ¡todo empezó de nuevo! (...)”
“No me atreví a extender la mano por tercera vez, y mi mano ha quedado hasta hoy ‘sin extender’, manchada por esta vergüenza. Al fin y al cabo, lo que sé de mi naturaleza y de la naturaleza del mundo es incompleto, es como si no supiera nada”. En el año 1957 Gombrowicz firma el contrato para publicar “Ferdydurke” en Francia, y al año siguiente aparece esa novela en París, pero...

“El año nuevo de 1958 venido del Este con la velocidad de una revolución terrestre me ha alcanzado y envuelto en La Cabaña, la casa de Wladyslaw Jankowski, sentado en el sofá con una copa de champán en la mano. La llegada del año nuevo es una terrible carrera del tiempo, de la humanidad, del mundo, todo se precipita como en arrebato de locura hacia el futuro, y la magnitud de esta carrera cósmica corta la respiración (...)”
“Ha comenzado otro año. Mi historia, que está llegando a su fin, empieza a producirme un placer casi sensual. Me sumerjo verdaderamente en este placer como en un río insólito que tiende a esclarecerse. Poco a poco todo se va completando. Todo se cierra. Empiezo ya a disfrazarme de mí mismo, aunque con dificultad y como a través de unas gafas opacas (...)”

“Qué extraño: por fin empiezo a ver mi propia cara que emerge del Tiempo. Lo cual va acompañado del presagio del fin”. Yo pasé una sola Navidad con Gombrowicz, en Piriápolis, en la casa de los Swieczewski, en el año 1961. Una mesa de católicos polacos en la que sólo Gombrowicz y yo habíamos perdido la fe. En el momento del brindis a mí se me ocurrió decir “prosit”.
Esta ocurrencia era realmente extraña en una reunión de polacos. La cuestión es que Gombrowicz exclamó al instante y en voz alta: –dijo “closet”. Como era un asunto que no se podía aclarar me puse colorado como un tomate. Viajamos a Piriapolis en un buque elegante que hizo el trayecto entre Buenos Aires y Montevideo en una noche estrellada.

A bordo de la nave no pasó gran cosa, salvo la proposición que me hizo Gombrowicz de que nos contáramos la vida y nos tratáramos de tú. Esta idea sorprendente me dejó de una pieza, cuando recuperé mi compostura me negué con mucha cortesía pero no sin cierta intranquilidad. Es una pena que no haya escrito yo también mi propio diario sobre las vacaciones en ese balneario.
A estas horas podría recordar con más detalle lo que realmente ocurrió en Piriapolis, pues Gombrowicz, en el suyo, le dio rienda suelta a su imaginación, al punto que lo comienza narrando nuestro viaje en avión, a pesar de que lo habíamos hecho en barco. Cuenta que habíamos viajado a mil quinientos metros de altura unos cincuenta pasajeros en total.

Según se le ocurre a él, la cantidad de pasajeros sería diferente si se hubieran quedado en tierra. Divisa desde el avión una eczema de cinco millones de individuos que se alejan de nosotros a quinientos kilómetros por hora. Promediando el vuelo se puso a hacer cálculos. Si bien el viaje de doscientos diez kilómetros lo íbamos a hacer en veinticinco minutos, la duración total era otra.
Con revisión de valijas y verificación de papeles, había sido de ciento ochenta minutos, exactamente. Llegado a este punto se imagina una igualdad. El número de kilómetros era igual al número de pasajeros más ciento sesenta minutos, un cálculo que somete a mi consideración, un cálculo que yo completo con reflexiones sobre el fenómeno de la cifra y la cifra del fenómeno.

Cuando salíamos de la aduana a Gombrowicz se le ocurrió que yo hablaba demasiado, que había hablado casi sin parar durante todo el vuelo, aunque no estaba del todo seguro de que esto fuera así porque las hélices hacían mucho ruido. Antes de subir al ómnibus se puso a observar un bulto que llevaba un pasajero del que goteaba vodka; entre la altitud y la vodka que goteaba quedamos un poco aturdidos.
Yo terminé saltando del ómnibus pues me había olvidado la valija en tierra. Gombrowicz llegó solo a Piriapolis a las cuatro de la tarde. En la casa se topó con unos alambres en los que los habitantes colgaban la ropa, una situación que presagiaba un futuro incierto. “Era una casa construida en un bosque de pinos, muda como un pescado petrificado (...)”

“Aparecía en la perspectiva gótica de árboles y de ese desierto donde las guirnaldas de telas y de lencería de hombre y mujer representaban para mí, en ese momento, después de mis recientes tribulaciones –dudo que esto resulte claro–, una especie de atenuación de la cantidad humana, una substitución, o una real decadencia... un espectro pálido de la locura, algo lunar... mórbido...”
En la habitación Gombrowicz se pone a mirar tres botellas de vino, hace unas consideraciones acerca del alcohol que se le había subido a la cabeza cuando vio la vodka que goteaba, y se pone en guardia pues tiene el presentimiento de que lo que le va a ocurrir en Piriapolis va a ser tan sólo una farsa. Una niña de ocho años se nos aparecía como la representante del otro lado de la casa y nos servía el almuerzo.

A Gombrowicz le gustaba que los otros se le aparecieran de esa forma atenuada y reducida. De nuestro lado, en el dominio del bosque, no hay más que ropa tendida en los alambres. “Pero nuestro encuentro con la farsa todavía no se ha engendrado, la cuestión es saber si todo esto es farsa, si nosotros mismos figuramos dentro de esa farsa, si yo fuera de color gris agregaría: una farsa como esas camisas y esos calzoncillos”
Sospechaba que yo tenía el hábito de hacer farsas, que ese proceso se estaba elaborando en mí, por lo que se alegraba de esa propiedad genial y fructuosa que tiene la literatura, esa libertad que le permite al escritor construir tramas como si eligiera senderos en el bosque sin saber dónde lo llevan y qué le espera.

“Gómez lleva a su boca un vaso de curasao. Me confía con una sonrisa que no encontró hasta el momento en toda Piriapolis una sola persona que hable, nosotros somos los únicos...”. A medida que hacemos excursiones el presentimiento de la farsa se le va acrecentando. “Fuera de aquí, fuera a la farsa, No. No. ¡Fuera! ¿Pero por qué se pega así a mí? La botella mea pero el calzoncillo seca. Fuera de aquí. Fuera farsa (...)”
“Por qué se pega a mí esta Farsa... por qué me invade como un parásito... hija de perra... Farsa... Fuera”. Relata nuestras conversaciones y discusiones interminables sobre los asuntos más abstractos: las formas de la afirmación, los límites del hermetismo, el número pi, la ingenuidad de la perversión, la tragedia seca y viscosa, el sujeto del prefijo “ex”, el carácter maníaco de la física, el principio de corporalidad.

Pero la farsa lo empieza a golpear sin piedad. En medio de la oscuridad la farsa se le dibuja en la ropa colgada que parece una bandera envenenada, una bandera de los que están del otro lado, a quienes reconoce bajo la forma de calzoncillos y de camisas. La farsa le muestra los dientes. No quiere discutir más conmigo, no quiere mezclarse con ninguna farsa, sabe que si responde a la farsa con la farsa está perdido.
Debe cuidar la seriedad de su existencia. Si tiene que ser cómico, que lo sea sólo exteriormente, no en su interior. Él, en su centro, debe quedarse imperturbable como Guillermo Tell, con la manzana de la seriedad sobre su cabeza. “He aquí que todo termina. Dejé Piriapolis el 31 de enero y, vía Colonia, llegué a Buenos Aires en el mismo día, a las once y media de la noche (...)”

“Gómez se había ido antes, lo habían llamado por telegrama desde la universidad. No sabré pues jamás qué es lo que realmente pasó en Piriapolis”. Buenas fiestas, gombrowiczidas, entre copas, el baile y la farsa, allí nos encontraremos.




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miércoles, 15 de diciembre de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, LOS PRÓLOGOS Y LOS JINETES

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ, LOS PRÓLOGOS Y LOS JINETES



Existen tres cuestiones que ponen en contacto a Gombrowicz con Stanislaw Lem: la ironía, la matemática y los prólogos. Stanisław Lem es un escritor polaco cuya obra se ha caracterizado por su tono satírico y filosófico. Los pone en contacto especialmente su profunda perspectiva irónica, y es en “Cosmos” donde las visiones de los dos escritores polacos encuentran el punto de aproximación más evidente.
A partir de la imagen de un gorrión colgado de una rama al inicio de “Cosmos”, Gombrowicz va desovillando una trama de escenas que parecen rimar, como el estribillo de una canción extraña. Escrita en un tono minimalista, lleno de detalles absurdos y frases deslumbrantes, la novela es un intento por descubrir lo que Gombrowicz llama el origen de la realidad.

“Cosmos” recuerda algunas de las obras de Lem, sobre todo a dos novelas policiacas: “La investigación” y “La fiebre del heno”. “En La investigación” un grupo de cadáveres se escapa de la morgue y un agente de Scotland Yard investiga el caso. Resulta que los cadáveres resucitaron durante algún tiempo de un modo inexplicable siendo encontrados después en diversos lugares de un Londres aureolado de una atmósfera gótica.
En “La fiebre del heno” una serie de hombres calvos, regordetes y solterones, muere misteriosamente en un balneario italiano. Las autoridades contratan a un astronauta divorciado, pelado y obeso, para que siga cada uno de los pasos de las víctimas. En ambas novelas el misterio se queda en el misterio a pesar de que se revela parte del enigma.

Lo mismo sucede en “Cosmos” de un modo más sutil y menos espectacular: al final de la novela el lector encontrará una solución, pero esta sólo planteará mayores problemas. Stanislaw Lem escribe unas palabras con la intención de conseguirle a los prólogos un título de nobleza. Reconoce el intento que había hecho Gombrowicz en este sentido pero puntualiza que el resultado había sido incompleto.
“Evoquemos a ese doctor preclaro, a ese terrateniente convertido a la hermenéutica de los prólogos que es Witold Gombrowicz. El nos explicaría las cosas de este modo: No se trata de que a la gente la idea de liberar a los Prólogos de la Materia qué anuncian nos guste o no nos guste, ya que estamos sometidos sin apelación a las leyes de la Evolución de la Forma (...)”

“El Arte no puede detenerse en un sitio ni repetirse siempre a si mismo: por eso no puede sólo gustar. Si has puesto un huevo, has de incubarlo; si te sale de él un mamifero en vez de un reptil, debes darle algo con que alimentarse; si, pues un paso consecutivo nos lleva a algo que despierta un disgusto general e incluso un estado paravomital, no hay remedio (...)”
“Hemos elaborado ya aquel Algo Concreto, nos hemos arrastrado y empujado tan lejos ya a nosotros mismos que, obedeciendo una orden superior al placer, tendremos que dar vueltas en el ojo en el oído, en el intelecto, a lo Nuevo, categóricamente aplicado, porque fue descubierto en el largo camino del ascenso. Por cierto, nadie ha estado nunca allí, ni quiere ir (...)”

“No se sabe si se puede aguantar en Aquellas Alturas siquiera un momento; pero, a decir verdad, ¡para el Desarrollo de la Cultura esto no tiene la menor importancia! Este lema nos ordena, con la soltura propia de la genialidad displicente, que cambiemos una esclavitud antigua, espontánea y por tanto inconsciente, por otra, nueva. No nos quita las trabas, sólo alarga nuestro ronzal (...)”
“De ese modo nos lanza a lo Desconocido, dando el nombre de libertad a una necesidad razonada”. Gombrowicz pasó olímpicamente por alto una personalidad tan multifacética y seductora como la de Jacques Lacan, sólo se refiere a él cuando mezcla su nombre en una retahíla de nombres estructuralistas que menciona en un reportaje apócrifo que se hace a sí mismo.

La inteligencia de Jaques Lacan era tan seductora que despertó la admiración de nuestra Victoria Ocampo en los viajes que hacía a París entre las dos guerras mundiales, aunque nadie puede asegurar que la relación que tuvo con él haya ido más allá de un apasionado flirteo mundano, a pesar del gusto que tenía esa dama tan elegante por ir a la cama con personajes destacados.
Gombrowicz vivió en la época más agitada del siglo XX, a la gente se le había dado por pensar y las ideas deslumbrantes salían de las cabezas de los pensadores a una velocidad vertiginosa. Gombrowicz era por naturaleza perezoso pero no podía dejarse estar ni quedarse atrás, más aún estando en Europa, y en el asunto de la novedad del pensamiento Dios le dio una mano.

Los franceses empezaron a hacer correr como reguero de pólvora el comentario de que su idea de la forma se había adelantado treinta años al estructuralismo con el que tenía un gran parecido. Por más que uno mire con los ojos de la ciencia la forma en la que se encadenan los acontecimientos, el resultado al que llegamos algunas veces nos parece milagroso.
De la misma manera nos parece milagrosa la aparición del protagonista que juega un mach de tenis en “Filimor forrado de niño”. “A fines del siglo dieciocho un campesino, nacido en París, tuvo un hijo, y aquel hijo tuvo un hijo, y ese hijo tuvo a su vez un hijo y luego hubo otro hijo… y el último hijo, campeón mundial de tenis, jugaba un mach en la cancha del Racing Club parisiense”

El encadenamiento de los acontecimientos psicoanalíticos en todo lo que concierne al club de gombrowiczidas se presentó de un manera parecida. En la segunda mitad del siglo XX, Jacques Lacan, nacido en París, tuvo un yerno, Jacques-Alain Miller, y de ambos nacieron unos miembros del club que participan de estas historias verdaderas con suerte marcadamente desigual.
Estos miembros son: el Gnomo Pimentón, Louis Soler, Jean-Michel Vappereau, y más recientemente el Gran Ortiba y Jorge Gómez Alcalá. Los cismas lacanianos que se producen en las organizaciones tanáticas que preside el yerno de Lacan son frecuentes, violentas y contagiosas. El Gnomo Pimentón, uno de nuestros gombrowiczidas más señalados, ha despachado desde el diván a muchos pacientes con suerte diversa.

Director de una organización de orates a la que dio en llamar “Fundación Descartes”, es un destripador de psiques que ha enloquecido a una gran cantidad de personas siendo uno de los casos más notables el de Cara de Ángel. Una de las particularidades más destacadas del yerno de Lacan, a más de la violencia, es su versatilidad, una versatilidad que nos recuerda a la de otro ilustre miembro del club: Revólver a la Orden.
“De las ‘psicosis no desencadenadas’, de los lazos entre Borges y Lacan y del ‘supuesto saber del presidente electo Fernando de la Rúa: de casi todo habló Jacques-Alain Miller, el yerno de Lacan”. En las apariciones de Gombrowicz, tanto se trate de su vida como de su obra, se hace presente el niño diabólico. El diabolismo de Gombrowicz, como también el de los niños, más que perverso es divertido.

Se pone voluntariamente en una posición inmadura y alegre para que su profundidad oscura y dramática sea francamente digerible. Las tesis y los problemas serios no le importaban demasiado, si bien se ocupaba de ellos lo hacía como quien no quiere la cosa, porque en el fondo de su alma era irresponsable. Los otros diablos que aparecen en Gombrowicz son más bien domésticos y sociables.
Aunque son diablos burlones y sarcásticos, tienen buenos modales y se los puede invitar tranquilamente a tomar el té en casa. “Filimor forrado de niño” es un relato corto que Gombrowicz incluye en “Ferdydurke”. Escrito en 1934 es presentado en el libro con un prefacio en el que Stanislaw Lem piensa cundo escribe sobre la naturaleza de los prólogos.

En este prefacio Gombrowicz da una explicación más o menos extensa de sus ideas sobre la forma y sobre los prólogos utilizando un estilo sarcástico para burlarse de la crítica. Construye artificialmente una tabla de sufrimientos para encontrar el dolor fundamental, y aunque escrita en forma irónica y teatral ni uno solo de esos dolores deja de ser humano.
En otra tabla contigua en la que identifica especialmente a sus rebeliones pone en entredicho a su propia psique, a la herencia y a toda la cultura. “Filimor forrado de niño” es un ejemplo de la maestría que tiene Gombrowicz para manejar el comportamiento de conjuntos a los que le va agregando elementos, hasta que finalmente algo explota.

En Gombrowicz conviven su clase social y una conciencia penetrante que buscaba el estilo de los pensamientos fundamentales, la independencia, la libertad y la sinceridad, en medio de los remolinos de sus anormalidades. Buscaba la realidad y sabía que la podía encontrar tanto en lo que es normal y sano como en la enfermedad y en la demencia.
El prólogo al “Filimor forrado de niño” es considerado como una muestra temprana de las relaciones que existen entre la idea de la forma que tiene Gombrowicz y la idea de estructura que tiene los estructuralistas. A fines del siglo dieciocho un campesino, nacido en París, tuvo un hijo, y aquel hijo tuvo un hijo, y ese hijo tuvo a su vez un hijo y luego hubo otro hijo…

Y el último hijo, campeón mundial de tenis, estaba jugando un mach en la cancha del Racing Club parisiense. Un coronel de zuavos, sentado en la tribuna lateral, empezó a envidiar el juego impecable de ambos campeones, y ansioso él también de exhibir sus habilidades, sacó una pistola y disparó contra la pelota. La pelota, no podía ser de otra manera, reventó.
Los contendientes, privados imprevistamente de aquello que estaban golpeando, golpeaban con la raqueta en el vacío. Cuando cayeron en la cuenta de que sus movimientos era absurdos, se agarraron a trompadas. Un trueno de aplausos estalló entre los espectadores. Aunque ésta no había sido la intención del coronel, la bala que había disparado siguió su trayectoria.

Finalmente la bala dio en el cuello a un industrial armador que estaba en la tribuna de enfrente. La esposa del herido, viendo borbotear la sangre de la arteria atravesada, quiso echarse sobre el coronel para quitarle el arma, pero como estaba inmovilizada por la muchedumbre le dio un cachetazo al vecino de la derecha. El abofeteado resultó ser un epiléptico.
Bajo la conmoción producida por el golpe, estalló como un geiser en medio de convulsiones. La pobre mujer se encontró de pronto entre un hombre que manaba sangre y otro que echaba espuma por la boca. El publicó atronó el estadio con aplausos. Un caballero que estaba sentado cerca de la desgraciada señora tuvo un acceso de pánico y saltó sobre la cabeza de una dama acomodada en las gradas de abajo.

La mujer se irguió y brincó hacia la cancha arrastrándolo en su carrera. El vecino de la izquierda del caballero, un jubilado humilde y soñador, hacía muchos años que soñaba con saltar sobre las personas ubicadas más abajo. Estimulado por el ejemplo de lo que estaba viendo, sin la menor tardanza saltó sobre una dama que tenía abajo recién llegada de África.
La joven en forma inocente se imaginó que justamente ésa era una costumbre del país y sin pensarlo ni por un momento también brincó tratando de imitar las maniobras de la otra dama y conservar la naturalidad de los movimientos. La parte más culta del público aplaudió para disimular el escándalo delante de los representantes de los países extranjeros.

La parte menos culta de la concurrencia tomó los aplausos como una señal de aprobación y empezó a cabalgar a sus damas. Como los extranjeros no salían de su asombro las personas presentes más distinguidas, también para disimular el escándalo, cabalgaron a sus damas. Un tal marqués de Filimor, se sintió disgustado y ofendido por los acontecimientos que se estaban desarrollando en la cancha de tenis.
De improviso el marqués se sintió gentleman, y desde el medio de la cancha de tenis, pálido y completamente decidido, preguntó si alguien, y quién precisamente, quería ofender a la marquesa de Filimor. Arrojó a la cara de la muchedumbre un puñado de tarjetas con la inscripción de “Philippe de Filimor”. Un silencio mortal reinó en el estadio.

De repente, no menos de treinta y seis caballeros se acercaron a la marquesa Filimor montados sobre mujeres de pura raza para ofender a la marquesa y para sentirse ellos mismos gentlemen. Pero la marquesa, a raíz del gran susto, abortó y parió un niño que empezó a berrear en forma estridente a los pies del marqués bajo los cascos de las mujeres piafantes.
“El marqués, repentinamente, forrado de niño, dotado y complementado de niño, mientras actuaba en forma particular y como un gentleman en sí, y adulto, se avergonzó y se fue a su casa en tanto un trueno de aplausos se oía entre los espectadores”. En este cuento, con toques maestros que le da a la forma y a la estructura, Gombrowicz convierte un partido de tenis en una cabalgata metafísica de jinetes.

Pero Gombrowicz no tenía una buena opinión de los jinetes. Los terratenientes tienen en general una buena relación con los animales, a Gombrowicz lo alcanzan las generales de la ley, es una predisposición que paradójicamente humaniza el carácter de los hombres, como también le ocurría a nuestro Bioy Casares. Ya sabemos que, a pesar de su nobleza terrateniente, Gombrowicz se sentía confuso y en contradicción con la naturaleza.
Al ponerse en contacto con ella se transformaba en un demonio, en una anti-naturaleza, sin embargo, con los caballos le iba bastante bien, no así con los jinetes. Mientras los caballos eran para Gombrowicz los representantes de una soledad radical, los jinetes en cambio eran unos payasos incorregibles. El hombre a caballo es una cosa estrafalaria, una ridiculez y una ofensa a la estética.

Los animales no nacen para cargar sobre sí a otros animales. Un hombre sobre un caballo es tan absurdo como una rata sobre un gallo o un mono sobre una vaca, es una perturbación del orden natural a pesar de que el arte le rinde homenaje a este convencionalismo en las estatuas y en la pintura. El jinete da brincos sobre la bestia con las piernas despatarradas en un animal torpe y estúpido.
Corre montado a la velocidad de una bicicleta y repite vez tras vez el salto de un obstáculo en una bestia que ni sirve ni ha nacido para saltar. Los placeres de las cabalgatas provienen del atavismo pues en otros tiempos el caballo era realmente útil y enaltecía al hombre. Un hombre a caballo dominaba a los demás, el caballo era la riqueza, la fuerza y el orgullo del jinete.

De esos tiempos nos quedó el culto de la equitación y la adoración por un cuadrúpedo anacrónico. “Mi monstruoso sacrilegio resonaba salvajemente de un extremo a otro del horizonte. El dueño y criador de sesenta yeguas de raza me miraba con condescendencia”




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martes, 14 de diciembre de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, LA MIRADA Y EL OTRO

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ, LA MIRADA Y EL OTRO


Hay personas que sueñan con desaparecer, otras que sueñan con ser invisibles, hay muchos sueños, la pasión predominante de Gombrowicz era la de duplicarse. No es extraño, pues, que luego de algunas fragmentaciones se haya querido sintetizar a toda costa convirtiéndose en un campeón de la entronización del yo, tanto que en “Yo y mi doble” sueña con su propio ectoplasma.
Un día del 1955, un año antes de haber sido presentados en el café Rex, yo lo vi a Gombrowicz hablando solo por la calle Florida. Caminaba con entusiasmo, también sonreía como si hubiera resuelto algún problema. Pasado más medio siglo me doy cuenta ahora que ese talante de condenado que recién sale del presidio estaba relacionado con su próxima renuncia la Banco Polaco hacia donde se dirigía presurosamente cuando lo vi.

El trabajo en el Banco Polaco y la polonidad fueron verdaderas torturas para Gombrowicz, la primera le duró algún tiempo, la segunda le duró toda la vida. A la alergia que le producía el trabajo le oponía la contraforma de su linaje pues, según él, su familia hacía cuatrocientos años que no trabajaba y estaba alejada del origen de la plusvalía.
Lo de los cuatrocientos años no era caprichoso, los sacaba del pasto inglés, ésa era la antigüedad del césped de la campiña inglesa y por eso era tan hermoso. El infierno del Banco Polaco le produjo delirios que traspuso literariamente recurriendo a un ectoplasma. Cuando Gombrowicz se miraba al espejo no veía su alter ego, esa persona en la cual uno tiene absoluta confianza.

Tampoco veía sus facciones registrando el progreso sus rasgos aristocráticos, como una tarde le dijo en la Fragata a Antonio Berni, veía a su contrario. “En una ocasión estuve explicando a alguien que, para sentir la importancia verdaderamente cósmica que tiene para el hombre otro hombre, hay que imaginarse lo siguiente: estoy completamente solo en un desierto (...)”
“Jamás he visto a nadie, ni tampoco adivino la posibilidad de la existencia de otro hombre. De repente, en mi campo de visión aparece un ser análogo, que sin embargo no soy yo –la misma idea encarnada en otro cuerpo, alguien idéntico y sin embargo extraño–, y experimento al mismo tiempo una maravillosa plenitud y un doloroso desdoblamiento (...)”

“Pero por encima de todo domina esta revelación: que me he convertido en un ser ilimitado, imprevisible para sí mismo, multiplicado en todas las posibilidades por esa fuerza extraña, fresca y sin embargo idéntica que se me acerca como si yo mismo me acercase desde el exterior”. El hecho de que cada uno de nosotros quiera ser el centro del mundo y su propio juez choca de manera evidente con el objetivismo.
El objetivismo nos obliga a reconocer mundos y puntos de vista ajenos. Pero el punto de partida de Gombrowicz, como también del existencialismo, no es el objeto sino el sujeto. Gombrowicz le da un lugar especial a las transacciones entre el ego y el alter ego en “Yo y mi doble”, un relato fascinante. También el Asiriobabilónico Metafísico se ocupa del alter ego, justamente en un cuento al que intituló “El otro”.

En el cuento un Asiriobabilónico Metafísico ya anciano, relata el encuentro acaecido con un Asiriobabilónico Metafísico joven. El diálogo se desarrolla, según el viejo a orillas del río Charles en Cambridge en 1969, y junto al río Ródano en Ginebra en 1918, según el joven. Si el lugar del episodio y el año en que sucedió son otros, también lo son los personajes.
La visión romántica de una fraternidad de todos los hombres a la que el joven alude, es una abstracción para el escepticismo del mayor, que duda hasta de la existencia de todo. El joven, escéptico, se pregunta cómo es posible que el otro no recordara ese encuentro. A raíz de un dato inexacto que proporciona el joven, el anciano concluye que se trata de un episodio real para él, pero un sueño para el más joven.

Mientras para Gombrowicz el problema del otro es un asunto trágico para el Asiriobabilónico Metafísico es un juego espaciotemporal. “El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento (...)”
“Con los años, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero”. La Filóloga, la que le sigue la pista a Gombrowicz en la Argentina como la Corifea se la sigue en Polonia, hace una comparación entre “El otro” y “Yo y mi doble”.

“La pacífica ceguera del viejo protagonista en ‘El otro’ de Borges contrasta con la hipervisualidad paranoica del protagonista en ‘Yo y mi doble’ de Gombrowicz, para quien la vista, lejos de ser el instrumento de un análisis claro y distinto del mundo, resulta ser, precisamente por su capacidad de análisis, un elemento perturbador, origen de angustia (...)”
“En conclusión, se puede afirmar que, comparados, estos cuentos contribuyen a mostrar la relevancia que el discurso visual adquiere en Gombrowicz”. El fenómeno del doble también es tratado en “William Wilson”, un relato corto de Edgar Allan Poe. El cuento sigue el tema del doppelgänger, y está escrito en un estilo basado en la racionalidad, donde el protagonista y su doble se van fundiendo en una sola persona.

El doble se comporta como una especie de ángel amonestador para William Wilson. Lo cierto es que cada vez que el doble interfiere en los planes de William Wilson es porque podían acarrearle algún daño. En un determinado momento, William Wilson no soporta la impresión de verse a sí mismo en los rasgos del doble y lo mata, matándose también a sí mismo.
“Has vencido y yo sucumbo. ¡Pero en adelante tú también estarás muerto, muerto para el Mundo, para el Cielo y para la Esperanza! En mí existías tú y en mi muerte verás por esta imagen, que es la tuya, cuán absolutamente te has asesinado a ti mismo”. La imitación despiadada que realiza el doble de William Wilson hace que en su corazón y en su mente nazcan los sentimientos y los pensamientos de su rival.

El mundo inferior de Gombrowicz hacia el que lo impulsaba su erotismo aparecía ante sus ojos como rebosante de una vida intensa pero despojada de toda forma consciente de obligación y de responsabilidad. Por aquel entonces, la lectura de “El retrato de Dorian Grey” de Oscar Wilde, confirmó al joven Gombrowicz en sus ideas y en su comportamiento.
Cabe ver en esta obra el origen de su culto fáustico por la juventud y por la belleza, su concepto del erotismo y también los temas del doble y de la mirada, tan importantes en toda su obra. El problema de la mirada es un asunto central en el existencialismo de Sartre, una cuestión que desarrolla magistralmente en “El Ser y la Nada” El camino de la interioridad pasa a través de la otra persona.

La otra persona sólo es interesante para mí en la medida en que me refleja, vale decir en la medida en que yo soy un objeto para ella. Dado que soy un objeto tan solo en cuanto existo para el otro, tengo que obtener su reconocimiento de mi ser. El otro es el mediador entre yo y yo mismo. Por su naturaleza misma, la vergüenza es entonces un reconocimiento, yo reconozco que soy como el otro me ve.
Todas las relaciones entre diferentes personas, son las tentativas que cada uno hace para subyugar o poseer la libertad del otro. Tan pronto existo, establezco un límite de hecho a la libertad del otro. Yo soy ese límite, y cada uno de mis proyectos traza ese límite en torno del otro ser, el respeto de la libertad del otro es pues una palabra vana. Acteón era un cazador que sorprendió a la hermosa Diana bañándose desnuda.

Se quedó mirándola fascinado por su belleza, la diosa se irritó, lo convirtió en ciervo y fue devorado por sus propios perros. En “El ser y la nada”, Sartre, al que no le alcanzaban los complejos de Edipo y de inferioridad, se inventó otros dos: el de Acteón y el de Jonás. El de Acteón está relacionado con la mirada curiosa y lasciva cuya sublimación es el origen de toda búsqueda.
Se diferencia del voyeurismo tradicional en que es la búsqueda más que el encuentro lo que caracteriza al complejo. Para Sartre, la esencia de las relaciones humanas, incluido el amor, es una tentativa de posesionarse de la libertad del otro, de esclavizarlo. Pero esta actividad de apropiación del hombre no está relacionada solamente con las personas sino también con las cosas.

El conocimiento, en el sentido de descubrimiento de la verdad, es un cazador que sorprende una desnudez blanca y virgen, para robarla, apropiarse de ella y violarla con la mirada. El conocimiento o descubrimiento de la verdad es un modo de apropiación, es algo análogo a la posesión carnal, que nos ofrece la seductora imagen de un cuerpo que es perpetuamente poseído y perpetuamente nuevo.
En el cuerpo la posesión no deja rastro alguno. “Pornografía”, una narración metafísica más que psicológica, es una novela en la que las transformaciones las sufren los maduros, los jóvenes son poseídos por las miradas de los adultos pero permanecen intactos. Una cosa es mirar, es decir, fijar la vista con atención en algo, y otra cosa es espiar, es decir, observar algo para después contárselo a otro.

Aunque mirar y espiar no son la misma cosa debemos decir que son de la misma familia. La cuestión de la mirada adquirió una gran importancia cuando Sartre puso la atención en ella, era la puerta de entrada a una de las tres categorías en las que divide el ser: el ser-para-otros. Un poco antes que Sartre, Erskine Caldwell le había dado algunas vueltas al problema de la mirada en una narración memorable.
Agnes era una linda muchacha que vivía en un pueblecito norteamericano. Su padre la puso en un autobús, le dio unos pesos y le prometió enviarle mensualmente la misma cantidad durante algún tiempo. Estaba convencido de que su hija iría a Birmingham de Alabama para estudiar taquigrafía en un colegio comercial. Pero la joven no llegó jamás a tomar esas lecciones.

Se convirtió, en cambio, en la manicura de una peluquería de segunda categoría. Los hombres llegaban, deslizaban sus manos por su escote, y la apretaban. Pronto estaba ganando más dinero fuera de horario que en su mesa de trabajo. Toda su familia sabía que vivía en un hotelucho y que no era una taquígrafa. Pero cuando la muchacha iba a su casa todos los años, para Navidad, no le decían nada.
Simplemente se sentaban y se quedaban mirándola. La muchacha llega a la histeria: –Se sientan y me miran, pero no me dicen nada sobre eso, sólo dicen que me están mirando. Esta narración nos da una idea del inexorable sentimiento de culpa y vergüenza que la mirada de los otros puede producir en nosotros, el camino de la interioridad pasa a través de la otra persona.

La otra persona sólo es interesante para mí en la medida en que me refleja, vale decir en la medida en que yo soy un objeto para ella. Más recientemente el mismísimo Pato Criollo aborda el problema de la mirada en una novela cuya acción transcurre en Coronel Pringles. En cierto momento se produce una gran revolución en el cementerio, los muertos salen de las tumbas y atacan al pueblo.
Le abren la cabeza a los vecinos y le chupan las endorfinas, los zombis resultan invencibles. Sin embargo, en un momento determinado una señora anciana mira y reconoce a uno de los muertos que se le está viniendo encima: –Pero si éste es el colorado Pereira. Los viejos comienzan a mirarlos e identificarlos a uno por uno y los zombis, mirados y derrotados, vuelven a las tumbas.

Gombrowicz tenía problemas para sostener la mirada del otro, la vergüenza lo obligaba a espiar más que a mirar, observaba al otro para después contárselo a sus escritos. Gombrowicz le da un lugar especial a las transacciones entre la mirada y el otro en “Yo y mi doble. “Bien, por lo que a mí se refiere, afirmo y anoto uno de los cánones de mi conocimiento de los hombres (...)”
“El que desee agradarles y causarles placer alcanzará con más facilidad la humanidad que el que desee tan sólo ser un siervo útil”. Gombrowicz no podía buscar ni el placer ni el deseo de agradar a los demás en ese ectoplasma que en la madrugada brumosa de un martes se había desprendido del calentador de carbón y se había presentado en su habitación.

No podía mirar con ojos amorosos a un doppelgänger pues no era ni una muchacha ni la patria, sino él mismo, un ectoplasma al que había escupido para que se fuera. Gombrowicz zarandea en este relato con sarcasmo y ligereza unas marionetas a las que a veces llama yo, otras ser, y otra más identidad, sin embargo, estas cuestiones eran fundamentales en su concepción del mundo y del hombre.
“Precisamente bajo el signo de una constelación erótico sensual de este tipo, sombría y lúgubre, desperté el martes a las cinco de la mañana. Por uno de esos fenómenos de resurgimiento que deberían estarles prohibidos a la naturaleza, acababa de ver una cosa totalmente perdida para mí, mi juventud y mi primera bienamada, allá en la roca, junto al molino, al borde del río”

Cuando Gombrowicz miraba al presente, en cambio, contabilizaba unas mejillas sin frescura, un vejete antipoético y rígido que no podía inspirar poemas y al que ya nadie admiraría. La nostalgia de su propia belleza desvanecida lo agitaba cada vez más. Le quedaba el trabajo, sí, un buen puesto para meterle miedo a las muchachas que ya no languidecían por él.
O tener un hijo y vivir por él y en él una vida plena repitiendo el canto eterno de la juventud, de la felicidad y de la belleza. O sacrificar la vida por algún ideal para adquirir una segunda belleza y convertirse de nuevo en objeto de nostalgia. Gombrowicz sabía que no tenía ningún atractivo para nadie, era un empleado aburrido para él y para los demás.

Sus debilidades espirituales eran cada vez más nítidas a medida que se le instalaba la rigidez de la edad madura y empezaba a sentirse mal con sus defectos. Pensó entonces en suicidarse para suscitar después de la muerte la atracción y la nostalgia y vivir la vida de una estatua ya que no podía hacerlo como un hombre privado. O en convertirse en un bombero para adornarse con el uniforme.
De pronto, mientras se hundía en la repugnancia hacia sí mismo, la forma de un espectro se desprendió del calentador de carbón. Como era de madrugada pensó que a esa hora la única que podía llamarlo era la patria, como ya los había llamado a los tres bardos profetas de Polonia. La silueta del espectro era, sin embargo, la de un ser humano.

No era la figura de su bienamada sino de un hombre, debía ser entonces la humanidad que lo estaba llamando para el sacrificio de su vida. Pero, no, no era una abstracción, era un hombre concreto que vestía saco azul marino. Al ver que no era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes lo llamaban, es decir, nada de lo que podía despertar su melancolía Gombrowicz se dispuso a retomar el sueño.
Repentinamente, se dio cuenta que era él mismo quien estaba de pie frente al calentador, esperando. El espectro no estaba en pose, se miraba los zapatos, se pellizcaba maquinalmente la manga del saco y parecía avergonzado. Tenía un grano en la mejilla izquierda y, al sentirse mirado, se avergonzó aún más. Estaba lleno de defectos físicos y espirituales.

El espectro se dejaba examinar, se acurrucaba e intentaba escapar de la mirada indiscreta de Gombrowicz. Al rato Gombrowicz se cansó de mirarlo y cayó de rodillas frente a él, ocultó el rostro y produjo tal cantidad de vergüenza que se quedó sin aliento, entonces el espectro lo miró. Los defectos físicos y espirituales del ectoplasma habían desaparecido, mejor dicho, se habían convertido en la mirada del espectro.
Gombrowixcz ya no miraba sus defectos sino que los defectos lo miraban a él. Esos signos que habían sido fuente de vergüenza y de indecencia se convirtieron en una mirada brillante, algo tan absoluto como las barbas de Dios Padre. Y esos defectos que para alguien de afuera sólo podían despertar compasión ahora miraban con la fuerza y la soberanía de la vida, más aún, eran la vida misma.

Una vida que Gombrowicz había buscado en todas partes salvo dentro de sí mismo. Por fin la calma, ya no era necesario sentir miedo ni vergüenza, podía existir como él mismo. El amor y la nostalgia mezclados con el temor lo hicieron volar como una pluma. Pero, de pronto, se dio cuenta que no podía caer de rodillas ni extenderle la mano a una forma que era él mismo.
No era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes se le habían aparecido, no podía mirar con ojos amorosos a alguien que era él mismo. Su cabeza hervía, se aparecía ante sí mismo con el aspecto de un egocéntrico y de un narciso sucio, sintió que la juventud se burlaba de él y lo despreciaba como a un miserable egoísta y que las alumnas del liceo no verían nunca en él ningún atractivo sexual.

Entonces escupió en el rostro del espectro, el espectro lanzó un gemido y desapareció. Gombrowicz se quedó con la sensación de un vacío profundo, sin otra perspectiva que la de una existencia miserable y vana con la muerte inevitable al final del camino. La pregunta de quién era él le quedó flotando, a veces le parecía que era una función social, y otras que era, sin más.
Pero la palabra ‘ser’ sin atributos era un hecho desnudo y terrible, lo llenaba de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser uno mismo, ni más ni menos. Esa palabra ‘ser’ connotaba una horrorosa desnudez. Por otra parte, Gombrowicz había escupido al espíritu y el espíritu se había desvanecido. “No, no –murmuré encogido y trémulo–, no quiero ser yo mismo (...)”

“Prefiero ser un empleado subalterno del Ministerio de Relaciones Exteriores, prefiero servir para algo, servir para algo o para alguien, inmediatamente, sin tardanza, hay que tratar de servir, buscar con qué abrigarse porque hace frío y es indecente estar desnudo y buscar el placer. Es necesario, hay que servir”



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viernes, 10 de diciembre de 2010

WITOLD GOMBROWICZ Y EL OJO DE DESCARTES

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ Y EL OJO DE DESCARTES



El sentido aristocrático se había muerto en Polonia, pero Gombrowicz les proponía a los emigrantes algo así como un suicidio colectivo. “En Polonia se ha derrumbado la torre de una cultura demasiado aristocrática, y en la presente y en la próxima generación todo, aparte de las chimeneas de las fábricas, se volverá allí enano. Pero ¿quiere decir esto que también nosotros, la intelligentsia en el exilio, hemos de encogernos? (...)”
“Pues bien, hay que decir una cosa muy extraña pero también cierta. Aunque hemos quedado suspendidos en el vacío, aunque constituimos una clase que se debe extinguir, una superestructura privada de base, aunque cada vez habrá menos gente capaz de comprendernos, tenemos que seguir pensando de una forma no simplificada y no primitiva (...)”

“Tenemos que seguir pensando de acuerdo a nuestro nivel, justamente como si en nuestra situación no hubiese cambiado nada. Debemos hacerlo así sencillamente porque para nosotros es lo natural, y porque nadie debería ser más tonto de lo que realmente es. Debemos realizarnos hasta el final, expresarnos hasta el fondo, porque sólo los fenómenos capaces de vivir incondicionalmente tienen derecho a la existencia (...)”
“El rasgo dominante del desarrollo polaco debería ser el espíritu de contradicción. Debemos abandonarnos al espíritu de contradicción durante muchos años, buscando en nosotros mismos precisamente lo que no queremos y ante lo cual nos resistimos. ¿La literatura? Debemos tener una literatura justamente opuesta a la que se ha escrito hasta ahora, tenemos que buscar un camino nuevo”

Existen algunas casualidades un tanto llamativas. Que Gombrowicz se haya encontrado con Czeslaw Straszewicz en un café de Varsovia unos días antes de la partida del Chrobry, y que a Hitler y a Stalin se les haya ocurrido firmar el pacto de no agresión justo en el momento en que Gombrowicz desembarcaba en Buenos Aires, pueden se tomados como hechos casuales y llamativos.
Pero que Gombrowicz se haya quedado un cuarto de siglo en la Argentina tiene más olor a causalidad que a casualidad. El programa de Gombrowicz sobre el espíritu de contradicción tuvo frutos extraños en la Argentina, despertó la atención de la juventud y una ostensible indiferencia de la intellegentsia. En el año 1960 Gombrowicz figuraba en la lista de los grandes maestros internacionales de la literatura.

Aún vivía en Buenos Aires, acababa de ser traducido al alemán y su fama europea crecía semana a semana, en medio de la más ciega indiferencia argentina. “Pero, hablando seriamente, ¿qué aspecto tendré yo si París me sorprende en uno de esos momentos de debilidad como un admirador? ¡No, debo ser siempre difícil, difícil! Y sobre todo debo ser igual a como era en la Argentina (...)”
“Oh, la, la, si yo cambiara esa modalidad no sería más que un pequeño detalle bajo la influencia de París, ése sería el efecto. No, así como yo era con Flor en el Rex, así debo ser ahora, ¡tengo que estampar mi sello en la cúpula de los Inválidos o en las torres de Notre-Dame tal como era con Flor en la Argentina. ¡Con Flor o también con la vieja Polonia aristocrática!”

De la contradicción entre la juventud inferior y la intelligentsia despreciativa surge un amor extraño.“Escríbeme, mis lazos con la Argentina se aflojan y no se puede remediar, cada vez menos cartas, pero es casi seguro que apareceré un día por Buenos Aires, porque experimento una curiosidad casi enfermiza; es realmente extraño que no me atraiga en absoluto Polonia, en cambio, con Argentina no puedo romper”
Uno de los propósitos deliberados que tenía Gombrowicz era el de desvincular la conducta humana de la voluntad y del determinismo psíquico. A la voluntad la trasponía con el automatismo y al determinismo psíquico con partes del cuerpo. Este modelo creativo se le empezó a perfilar en “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Bambury”, un modelo que perfeccionó en “Ferdydurke”.

La cara y sus habitantes: los ojos, la boca, la nariz y las orejas; el culo y sus proximidades: las manos, los dedos, los muslos y las espaldas se convirtieron desde entonces en los representantes plenipotenciarios de la forma y de la inmadurez. “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury” es la novela corta más larga de Gombrowicz.
Esta novela corta la escribió en el año 1933, y sin saber que siete años más tarde desembarcaría en la Argentina, ya sueña con ella. “Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña”. Y comienza la narración en forma realmente premonitoria. “Mi situación en el continente europeo se hacía día a día más penosa y más equívoca”.

Pero lo más extraño es que en el diario de la travesía, cuando se va de la Argentina, y sin decir que lo hace, mete los relatos del ojo sobre la cubierta y del marinero que se traga la cuerda del palo de mesana como si fueran episodios reales de lo que está narrando. Gombrowicz está empeñado en construir catedrales y en desarrollar composiciones arquitectónicas artificiales como instrumentos.
Lo hace para redondear algo bello, algo que duele, algo que existe. Esta irrupción de los relatos en el diario de la travesía resulta desconcertante, está contando la historia de un alejamiento conmovedor, lírico, dramático y, de pronto, se coloca en una situación circense. ¿Por qué hace esto?, porque la más larga de sus novelas cortas había sido publicada en Francia un poco antes de su llegada a París con muy buena acogida.

Aquí también se pone de manifiesto el carácter instrumental de sus composiciones. En “Cosmos” intenta volver reales las asociaciones que tiene en la conciencia, y ahorca al gato, un acto desleal pues falsea la relación entre el ahorcamiento imaginario del gorrión y el ahorcamiento real del gato. Pone en juego intencionalmente elementos reales para configurar una estructura de elementos imaginarios que tiene en la conciencia.
De este modo el protagonista lleva a cabo un acto desleal pues perturba lo que está observando y sólo conocerá entonces el resultado de la perturbación. Con el ojo humano y el marinero que se traga la cuerda del palo de mesana hace al revés, pone en juego intencionalmente elementos imaginarios para configurar una estructura de elementos reales, otro acto desleal que arroja el mismo resultado.

En la primavera de 1930 Zantman emprendió un largo viaje por motivos de salud. Su situación en el continente europeo se tornaba día a día más embarazosa y menos clara. Le pidió a un amigo que le encontrara un lugar en alguna de sus embarcaciones, y a la semana siguiente emprendió el viaje en una hermosa goleta de tres mástiles con una capacidad de cuatro mil toneladas cargada de sardinas y arenques, rumbo a Valparaíso.
El capitán Clarke le dio la bienvenida cuando subió a bordo de la goleta Banbury. El primer oficial Smith le cedió su camarote por una módica suma de dinero. A las horas Zantman empezó a vomitar todo lo que tenía en el estómago, y para volverlo a llenar devoró toda la ropa de cama y la ropa interior del primer oficial que estaba en el baúl, pero muy poco tiempo permanecieron en sus entrañas.

Sus gemidos llegaron al capitán quien, apiadándose de él, ordenó que subieran al puente un barril de arenques y otro de sardinas para que siguiera devorando. Sólo al anochecer del tercer día, después de haber consumido tres cuartas partes de los arenques y la mitad de las sardinas, logró recuperarse. Cesó también el movimiento de las bombas que limpiaban el navío.
Se alejaban de Europa, en una noche estrellada y apacible ocurrió algo que parecía relacionado con los vómitos que había padecido Zantman y que, en cierto sentido, resultó premonitorio. Uno de los marineros se llevó a la boca, en forma distraía, una cuerda que colgaba del mástil mayor. Muy posiblemente, debido al movimiento vermicular del intestino estimulado por esta anomalía, se empezó a tragar la cuerda.

Se la tragó con tanta violencia que el marinero fue izado como si fuese un trapo hasta lo más alto del mástil donde quedó atascado con la boca completamente abierta. Dos mozos de cubierta se colgaron de sus piernas pero no pudieron hacerlo bajar, entonces, el primer oficial tuvo la idea de recurrir otra vez a los vómitos. Para despertarle la imaginación vomitiva le presentó al paciente un plato lleno de colas de rata.
El pobre infeliz, con los ojos totalmente desorbitados, tuvo un acceso de vómito y cayó al puente tan pesadamente que casi se rompe las piernas. Aunque en ese momento no le puso mucha atención, Zantman había presenciado ya dos acontecimientos con síntomas relacionados a la náusea, el del marino, de carácter absorbente y centrípeto, y el suyo, de carácter centrífugo.

Las colas de las ratas, la nave y las espaldas de los marineros le empezaron a resultar familiares. Smith, el primer oficial de a bordo, y el capitán Clarke le explicaban que el barco era bueno, y que si a alguien no le parecía del todo bueno podía abandonarlo cuando lo deseara. Al promediar la conversación Clarke le pide a Smith que ordene a la tripulación tres vivas para el capitán, y la tripulación lo viva tres veces.
Los marineros siempre estaban inclinados limpiando algo, de modo que Zantman no veía otra cosa más que sus espaldas. Una mañana le manifestó al primer oficial su convicción de que la tripulación de la Banbury estaba integrada por mozos valientes y honestos. Smith le respondió a Zantman que no era así, que los tenía sujetos a todos con el taladro.

Los trataba con puño de hierro y no le daba una patada en el culo al que se portaba mal, a pesar de que era lo único que ofrecían, porque no serviría de nada, si pateaba a uno tendría que patearlos a todos por el espíritu de igualdad, y eso sería una tontería. El capitán le comentaba a Zantman que arriba de la goleta no había papá ni mamá y tampoco había consulados, que él era el amo y señor de la vida y de la muerte.
No había abuelos ni dulces ni bizcochos, sólo había disciplina y obediencia. Quería demostrarle a Zantman que tenía poder, deseaba mostrárselo porque de vez en cuando lo asaltaba el desánimo y se reblandecía. El capitán Clarke le dijo a Smith que si lo viera sin la hoja de parra, como Dios lo trajo al mundo, sin los pantalones blancos y los galones de oro en la gorra, no lo reconocería ni lo respetaría.

Al marcharse el capitán, Zantman murmuró que eso bastaba para él, refiriéndose a las manías del capitán, y al momento el primer oficial le contesta que no le aconsejaba hacerse el gracioso. De vez en cuando el capitán y el primer oficial jugaban con bolitas de migas de pan, el tedio se dejaba sentir tanto que se peleaban violentamente sin conocer la razón de la riña.
Los oficiales bebían licores y los marineros realizaban extraños movimientos con el cuerpo, se inclinaban, apoyaban los brazos en el suelo, estiraban las piernas y movían los hombros como hacen los gusanos en la tierra. El primer oficial Smith le confiesa a Zantman que debido al aburrimiento sus relaciones con el capitán Clarke se habían puesto difíciles y tirantes.

Jugaban a pincharse con agujas, vencía el que resistía más tiempo, estaba picado como un colador. Zantman le dice que habían creado un círculo vicioso sin salida lateral. Tenían que procurarse un alfiletero y colocarlo entre los dos. Smith lo miró con respeto y le dijo que estaba sorprendido con sus conocimientos, que había resultado ser un magnífico navegante experimentado, que tenía el colmillo de un viejo lobo de mar.
Con el alfiletero dejarían inmediatamente de pincharse. A la tarde Smith empezó a hacerle confidencias sobre la tripulación, la peor gentuza, carne de horca recogida en los peores puertos del mundo. Había que tratarlos con mano dura, no pensaban en otra cosa que sacarle el cuerpo al trabajo, que el peor de todos se llamaba Thompson, con una boca en forma de culo de gallina como si quisiera sorber vaya saber qué cosa.

Esa noche le iba a dar una lección. Después de decirle todo esto empezó a canturrear que de agua y tedio era la vida del marinero. Posteriormente a la conversación sobre el alfiletero con Smith el capitán cambió la actitud hacia Zantman, dedujo que Zantman tenía sus métodos para combatir el tedio, que no era de esos estúpidos ratones de tierra sino un experto navegante, y que era inútil que le ocultara su verdadera identidad.
Clarke, en tierra firme, no hacía otra cosa que aburrirse, y el tedio que le sobrevenía lo arrojaba otra vez al mar. Y una vez desplegadas las velas, desaparecidas las costas del continente, tras el movimiento y el ruido de la hélice, otra vez, nada, el aburrimiento, el tedio marino. Con una buena tormenta se arreglarían las cosas, pero así todo resulta intolerable.

Al día siguiente el ayudante de cocina dejó caer involuntariamente al mar un gran balde de cobre que desapareció inmediatamente en la boca de un tiburón. El hecho le produjo al mozo tanta alegría que sin poder contenerse empezó a arrojar todos cubiertos que el escualo devoraba al vuelo, y después lanzó al mar el resto de lo que cayó en sus manos. Smith lo detuvo cuando estaba desclavando una repisa de la pared.
Al muchacho lo hicieron enfermar de paludismo esa misma noche y no reapareció hasta el final del viaje. De día, las espaldas de los marineros eran dóciles y temerosas, pero en las noches llegaba hasta el camarote de Zantman un zumbido monótono e insistente semejante al de un enjambre de insectos. Eran los marineros que Smith controlaba durante el día, pero no a la noche.

Murmuraban historias absurdas e interminables en las que no existía ni una sola palabra de verdad. Cuando Zantman comprobó que Thompson tenía, efectivamente, la boca de culo de gallina le preguntó porque la ponía así, le respondió que la ponía así porque le gustaba, le hacía bien para olvidarse del aburrimiento y de la severidad de los oficiales que lo estaban arruinando.
Zantman le dio diez chelines, le prometió que le iba a dejar fruta y leche en la puerta de su camarote todas las noches y le rogó que no hiciera escándalos y aguantara hasta llegar a Valparaíso. Thompson contó lo de los chelines, la noticia se divulgó y algunos marineros le empezaron a pedir plata a Zantman, la cuenta le iba resultando de treinta y seis chelines y seis peniques.

Había hecho mal, los marineros se excitaron y se volvieron más insolentes, les daba una mano y se tomaban el brazo. Un día Zantman paseaba por la popa y vio en el puente un ojo humano. Le preguntó al timonel de quién era el ojo, pero el timonel no lo sabía, y cuando le preguntó otra vez si alguien lo había perdido o se lo habían sacado a alguien, le respondió que estaba ahí desde la mañana pero que él no había visto a nadie.
Le hubiera gustado recogerlo y guardarlo en una caja pero no podía abandonar el timón. Bajo cubierta había otro ojo, era un ojo distinto, era de otro hombre. Zantman se lo contó a los oficiales y el capitán comentó que habían empezado a jugar al ojito, le dio la orden al primer oficial Smith de castigar al autor de ese desaguisado y, además, de obligarlo a comer el ojo extraído como lo exigían los usos y las costumbres marítimos.

Zantman les comenta que no vale la pena castigarlos, que el ojo es sólo un órgano mal fijado, es sólo una bolita colocada en una cavidad del hombre. Smith murmuró que en adelante ya no tendrían paz, que durante una temporada en el Pacífico meridional habían perdido las tres cuartas partes de los ojos de la tripulación, y que tenía que darles una lección.
Cuando Zantman le dijo a Clarke que tenía la impresión de que los hombres se encontraban molestos como si les estuviera faltando algo y que, a lo mejor, se los podría tranquilizar de alguna manera, el capitán le contestó que era evidente que lo había calado el miedo, que a veces le parecía un navegante valeroso y otras una mujercita plañidera.

En ese momento Zantman le espetó que tenía conocimiento de que en el barco se estaba preparando un motín, y que todo iba a terminar muy mal. El capitán lo invitó a beber unos tragos de cognac. Los marineros de proa cantaban: –Oh, bella mía, ¿por qué no me amas?, y los de popa cantaban: –Bésame, bésame. Era necesario evitar hablar de mujeres.
Smith les prohibió mencionarlas y, entonces, los marineros al tirar de las cuerdas exclamaban: –Aprieta, aprieta–, e inclinados sobre los baldes: –Lava, seca, moja, riega. Cantaban con todo el sentimiento y toda la nostalgia de la que eran capaces. El capitán dio la orden perentoria de que los marineros debían tomar una cucharada de aceite de hígado de bacalao.

Aunque ellos no querían arruinar sus ensueños con esa cucharada de aceite igual la tomaron, por el momento volvió a reinar la calma. A la noche la tripulación canturreaba y murmuraba: –Las mujeres de Singapur, de Mandrás, de Mindoro, de Sáo Paulo, de Loamin–, se restregaban los brazos con aceite de hígado de bacalao. Y seguían: –Sus manecitas, sus piececitos, yo he sido amado sin dejarle siquiera un chelín.
Thompson propuso cambiar la ruta noventa grados, apuntar hacia el Sur donde existen islas cubiertas de jardines y vacas marinas grandes como montañas, mientras cantaba: –Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña. Cantaban para amar a la nostalgia. Zantman estaba pensando que era una suerte que no hubiera mujeres cuando, repentinamente, sintió el chasquido inconfundible de un beso.

Era Thompson abrazándose con un grumete, Zantman le ofreció una libra al grumete para que recuperara el juicio, pero el grumete gritó, con la voz tan aflautada como la de una mujer, que él se parecía a una mujer. Otros marineros se abrazaban y cuchicheaban. El capitán observaba desde el puente de mando con la pipa encendida. Zantman se le acercó y le dijo que en el barco habían aparecido los besos.
En el puente los marineros andaban en pareja, paseaban del brazo y se abrazaban. Clarke llamó a Smith y le dijo que había que prepararse para castigar el motín de acuerdo a las leyes del mar y la navegación. Hacia la medianoche el viento se transformó en un huracán, la goleta comenzó a bailar como un columpio y la velocidad aumentó vertiginosamente.

Al cabo de veintiséis horas la tormenta amainó pero Zantman prefirió no salir del camarote. Era evidente que el amotinamiento había tenido lugar, cerró la puerta con llave y la aseguró con un armario. Pasaban los días y nadie se presentaba, la goleta aumentaba su velocidad sobre una superficie tersa como la de un pantano, las luces que se filtraban por las hendiduras del camarote eran cada vez más intensas.
Zantman estaba seguro de que afuera había grandes cóndores, vistosos papagayos y peces de oro, y de que los marineros habían dirigido a la Banbury hacia las aguas desconocidas del trópico. Había preferido no oír los gritos salvajes y frenéticos de la tripulación que, con toda seguridad, estaba saludando a los colibríes, a los papagayos, y a todos los otros signos que anunciaban la próxima y grandiosa orgía.

“No, no quería saberlo y no deseaba el calor, ni la exuberancia, ni el lujo. Prefería no salir al puente por temor a ver lo que hasta ese momento ofuscado, oculto y no dicho se desencadenaría con toda su falta de pudor, entre plumajes de pavos reales y fulgores espléndidos. Desde el comienzo todo había estado en mí, y yo, yo era exactamente igual a todos los demás. El mundo exterior no es sino un espejo que refleja el interior”
El sesgo del mundo de Gombrowicz que se perfila en “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury” es un campo fértil para la filología. Por fortuna, el club de gombrowiczidas cuenta con dos filólogas ilustrísimas y también muy bonitas: la Corifea polaca y la Filóloga argentina. La Corifea está juntando papeles de Gombrowicz y sobre Gombrowicz casi desde el nacimiento.

Cataloga a estos papeles con un cariño maternal, con la misma dedicación que tienen los entomólogos cuando clasifican los insectos. La Filóloga, una investigadora cordobesa que vive en Bélgica y a la que se le dio por investigar a Gombrowicz por el costado argentino, escribió unas páginas memorables sobre “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury”
“El hecho de que el tacto sea un sentido privilegiado en los textos de Gombrowicz no significa, sin embargo, que el sentido de la vista esté ausente. A la inversa, el mirar y el ser mirado es en su obra una experiencia clave. Este cuento muestra la fascinación por lo visual que tenía Gombrowicz. Pero además muestra otra cosa, la constancia de esa fascinación (...)”

“Sorpresivamente, el mismo episodio narrado en este cuento vuelve a aparecer casi treinta años más tarde en el ‘Diario’. Al narrar la travesía en el barco que lo lleva de regreso a Europa luego de haber vivido en Argentina casi un cuarto de siglo, Gombrowicz intercala, junto a una narración realista de sus sentimientos y pensamientos, un episodio que ya aparecía en el cuento (...)”
“Es el episodio del ojo humano que hace su aparición en la cubierta del barco. El ojo es vulnerado y se extrae de su cuenca, es decir, se extirpa o se separa del cuerpo. El ojo pierde su función, se transforma en un ojo que no ve. Pero sobre todo representa, de manera paródica, la separación de la vista del cuerpo característica de la tradición cartesiana (...)”

“El ‘juego del ojito’, que provoca el comentario escéptico del narrador quien considera, después de todo, al ojo sólo como una ‘bolita colocada en una de las cavidades del hombre’, constituye una radical devaluación de la experiencia visual convencional : no sólo del lugar jerárquico tradicionalmente asignado al ojo y a su noble función, sino, especialmente, la devaluación de un régimen visual determinado (...)”
“Este régimen visual es la visión incorpórea, atemporal y trascendental que representa la perspectiva cartesiana. El texto es profético ya que cuando Gombrowicz lo escribió no tenía idea de que al final de la década, él mismo se embarcaría en un viaje trasatlántico que azarosamente lo depositaría en la Argentina. La narración de su vuelta a Europa en 1963 representa, por lo tanto, el viaje inverso al que se narraba en 1933”





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