martes, 14 de diciembre de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, LA MIRADA Y EL OTRO

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ, LA MIRADA Y EL OTRO


Hay personas que sueñan con desaparecer, otras que sueñan con ser invisibles, hay muchos sueños, la pasión predominante de Gombrowicz era la de duplicarse. No es extraño, pues, que luego de algunas fragmentaciones se haya querido sintetizar a toda costa convirtiéndose en un campeón de la entronización del yo, tanto que en “Yo y mi doble” sueña con su propio ectoplasma.
Un día del 1955, un año antes de haber sido presentados en el café Rex, yo lo vi a Gombrowicz hablando solo por la calle Florida. Caminaba con entusiasmo, también sonreía como si hubiera resuelto algún problema. Pasado más medio siglo me doy cuenta ahora que ese talante de condenado que recién sale del presidio estaba relacionado con su próxima renuncia la Banco Polaco hacia donde se dirigía presurosamente cuando lo vi.

El trabajo en el Banco Polaco y la polonidad fueron verdaderas torturas para Gombrowicz, la primera le duró algún tiempo, la segunda le duró toda la vida. A la alergia que le producía el trabajo le oponía la contraforma de su linaje pues, según él, su familia hacía cuatrocientos años que no trabajaba y estaba alejada del origen de la plusvalía.
Lo de los cuatrocientos años no era caprichoso, los sacaba del pasto inglés, ésa era la antigüedad del césped de la campiña inglesa y por eso era tan hermoso. El infierno del Banco Polaco le produjo delirios que traspuso literariamente recurriendo a un ectoplasma. Cuando Gombrowicz se miraba al espejo no veía su alter ego, esa persona en la cual uno tiene absoluta confianza.

Tampoco veía sus facciones registrando el progreso sus rasgos aristocráticos, como una tarde le dijo en la Fragata a Antonio Berni, veía a su contrario. “En una ocasión estuve explicando a alguien que, para sentir la importancia verdaderamente cósmica que tiene para el hombre otro hombre, hay que imaginarse lo siguiente: estoy completamente solo en un desierto (...)”
“Jamás he visto a nadie, ni tampoco adivino la posibilidad de la existencia de otro hombre. De repente, en mi campo de visión aparece un ser análogo, que sin embargo no soy yo –la misma idea encarnada en otro cuerpo, alguien idéntico y sin embargo extraño–, y experimento al mismo tiempo una maravillosa plenitud y un doloroso desdoblamiento (...)”

“Pero por encima de todo domina esta revelación: que me he convertido en un ser ilimitado, imprevisible para sí mismo, multiplicado en todas las posibilidades por esa fuerza extraña, fresca y sin embargo idéntica que se me acerca como si yo mismo me acercase desde el exterior”. El hecho de que cada uno de nosotros quiera ser el centro del mundo y su propio juez choca de manera evidente con el objetivismo.
El objetivismo nos obliga a reconocer mundos y puntos de vista ajenos. Pero el punto de partida de Gombrowicz, como también del existencialismo, no es el objeto sino el sujeto. Gombrowicz le da un lugar especial a las transacciones entre el ego y el alter ego en “Yo y mi doble”, un relato fascinante. También el Asiriobabilónico Metafísico se ocupa del alter ego, justamente en un cuento al que intituló “El otro”.

En el cuento un Asiriobabilónico Metafísico ya anciano, relata el encuentro acaecido con un Asiriobabilónico Metafísico joven. El diálogo se desarrolla, según el viejo a orillas del río Charles en Cambridge en 1969, y junto al río Ródano en Ginebra en 1918, según el joven. Si el lugar del episodio y el año en que sucedió son otros, también lo son los personajes.
La visión romántica de una fraternidad de todos los hombres a la que el joven alude, es una abstracción para el escepticismo del mayor, que duda hasta de la existencia de todo. El joven, escéptico, se pregunta cómo es posible que el otro no recordara ese encuentro. A raíz de un dato inexacto que proporciona el joven, el anciano concluye que se trata de un episodio real para él, pero un sueño para el más joven.

Mientras para Gombrowicz el problema del otro es un asunto trágico para el Asiriobabilónico Metafísico es un juego espaciotemporal. “El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento (...)”
“Con los años, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero”. La Filóloga, la que le sigue la pista a Gombrowicz en la Argentina como la Corifea se la sigue en Polonia, hace una comparación entre “El otro” y “Yo y mi doble”.

“La pacífica ceguera del viejo protagonista en ‘El otro’ de Borges contrasta con la hipervisualidad paranoica del protagonista en ‘Yo y mi doble’ de Gombrowicz, para quien la vista, lejos de ser el instrumento de un análisis claro y distinto del mundo, resulta ser, precisamente por su capacidad de análisis, un elemento perturbador, origen de angustia (...)”
“En conclusión, se puede afirmar que, comparados, estos cuentos contribuyen a mostrar la relevancia que el discurso visual adquiere en Gombrowicz”. El fenómeno del doble también es tratado en “William Wilson”, un relato corto de Edgar Allan Poe. El cuento sigue el tema del doppelgänger, y está escrito en un estilo basado en la racionalidad, donde el protagonista y su doble se van fundiendo en una sola persona.

El doble se comporta como una especie de ángel amonestador para William Wilson. Lo cierto es que cada vez que el doble interfiere en los planes de William Wilson es porque podían acarrearle algún daño. En un determinado momento, William Wilson no soporta la impresión de verse a sí mismo en los rasgos del doble y lo mata, matándose también a sí mismo.
“Has vencido y yo sucumbo. ¡Pero en adelante tú también estarás muerto, muerto para el Mundo, para el Cielo y para la Esperanza! En mí existías tú y en mi muerte verás por esta imagen, que es la tuya, cuán absolutamente te has asesinado a ti mismo”. La imitación despiadada que realiza el doble de William Wilson hace que en su corazón y en su mente nazcan los sentimientos y los pensamientos de su rival.

El mundo inferior de Gombrowicz hacia el que lo impulsaba su erotismo aparecía ante sus ojos como rebosante de una vida intensa pero despojada de toda forma consciente de obligación y de responsabilidad. Por aquel entonces, la lectura de “El retrato de Dorian Grey” de Oscar Wilde, confirmó al joven Gombrowicz en sus ideas y en su comportamiento.
Cabe ver en esta obra el origen de su culto fáustico por la juventud y por la belleza, su concepto del erotismo y también los temas del doble y de la mirada, tan importantes en toda su obra. El problema de la mirada es un asunto central en el existencialismo de Sartre, una cuestión que desarrolla magistralmente en “El Ser y la Nada” El camino de la interioridad pasa a través de la otra persona.

La otra persona sólo es interesante para mí en la medida en que me refleja, vale decir en la medida en que yo soy un objeto para ella. Dado que soy un objeto tan solo en cuanto existo para el otro, tengo que obtener su reconocimiento de mi ser. El otro es el mediador entre yo y yo mismo. Por su naturaleza misma, la vergüenza es entonces un reconocimiento, yo reconozco que soy como el otro me ve.
Todas las relaciones entre diferentes personas, son las tentativas que cada uno hace para subyugar o poseer la libertad del otro. Tan pronto existo, establezco un límite de hecho a la libertad del otro. Yo soy ese límite, y cada uno de mis proyectos traza ese límite en torno del otro ser, el respeto de la libertad del otro es pues una palabra vana. Acteón era un cazador que sorprendió a la hermosa Diana bañándose desnuda.

Se quedó mirándola fascinado por su belleza, la diosa se irritó, lo convirtió en ciervo y fue devorado por sus propios perros. En “El ser y la nada”, Sartre, al que no le alcanzaban los complejos de Edipo y de inferioridad, se inventó otros dos: el de Acteón y el de Jonás. El de Acteón está relacionado con la mirada curiosa y lasciva cuya sublimación es el origen de toda búsqueda.
Se diferencia del voyeurismo tradicional en que es la búsqueda más que el encuentro lo que caracteriza al complejo. Para Sartre, la esencia de las relaciones humanas, incluido el amor, es una tentativa de posesionarse de la libertad del otro, de esclavizarlo. Pero esta actividad de apropiación del hombre no está relacionada solamente con las personas sino también con las cosas.

El conocimiento, en el sentido de descubrimiento de la verdad, es un cazador que sorprende una desnudez blanca y virgen, para robarla, apropiarse de ella y violarla con la mirada. El conocimiento o descubrimiento de la verdad es un modo de apropiación, es algo análogo a la posesión carnal, que nos ofrece la seductora imagen de un cuerpo que es perpetuamente poseído y perpetuamente nuevo.
En el cuerpo la posesión no deja rastro alguno. “Pornografía”, una narración metafísica más que psicológica, es una novela en la que las transformaciones las sufren los maduros, los jóvenes son poseídos por las miradas de los adultos pero permanecen intactos. Una cosa es mirar, es decir, fijar la vista con atención en algo, y otra cosa es espiar, es decir, observar algo para después contárselo a otro.

Aunque mirar y espiar no son la misma cosa debemos decir que son de la misma familia. La cuestión de la mirada adquirió una gran importancia cuando Sartre puso la atención en ella, era la puerta de entrada a una de las tres categorías en las que divide el ser: el ser-para-otros. Un poco antes que Sartre, Erskine Caldwell le había dado algunas vueltas al problema de la mirada en una narración memorable.
Agnes era una linda muchacha que vivía en un pueblecito norteamericano. Su padre la puso en un autobús, le dio unos pesos y le prometió enviarle mensualmente la misma cantidad durante algún tiempo. Estaba convencido de que su hija iría a Birmingham de Alabama para estudiar taquigrafía en un colegio comercial. Pero la joven no llegó jamás a tomar esas lecciones.

Se convirtió, en cambio, en la manicura de una peluquería de segunda categoría. Los hombres llegaban, deslizaban sus manos por su escote, y la apretaban. Pronto estaba ganando más dinero fuera de horario que en su mesa de trabajo. Toda su familia sabía que vivía en un hotelucho y que no era una taquígrafa. Pero cuando la muchacha iba a su casa todos los años, para Navidad, no le decían nada.
Simplemente se sentaban y se quedaban mirándola. La muchacha llega a la histeria: –Se sientan y me miran, pero no me dicen nada sobre eso, sólo dicen que me están mirando. Esta narración nos da una idea del inexorable sentimiento de culpa y vergüenza que la mirada de los otros puede producir en nosotros, el camino de la interioridad pasa a través de la otra persona.

La otra persona sólo es interesante para mí en la medida en que me refleja, vale decir en la medida en que yo soy un objeto para ella. Más recientemente el mismísimo Pato Criollo aborda el problema de la mirada en una novela cuya acción transcurre en Coronel Pringles. En cierto momento se produce una gran revolución en el cementerio, los muertos salen de las tumbas y atacan al pueblo.
Le abren la cabeza a los vecinos y le chupan las endorfinas, los zombis resultan invencibles. Sin embargo, en un momento determinado una señora anciana mira y reconoce a uno de los muertos que se le está viniendo encima: –Pero si éste es el colorado Pereira. Los viejos comienzan a mirarlos e identificarlos a uno por uno y los zombis, mirados y derrotados, vuelven a las tumbas.

Gombrowicz tenía problemas para sostener la mirada del otro, la vergüenza lo obligaba a espiar más que a mirar, observaba al otro para después contárselo a sus escritos. Gombrowicz le da un lugar especial a las transacciones entre la mirada y el otro en “Yo y mi doble. “Bien, por lo que a mí se refiere, afirmo y anoto uno de los cánones de mi conocimiento de los hombres (...)”
“El que desee agradarles y causarles placer alcanzará con más facilidad la humanidad que el que desee tan sólo ser un siervo útil”. Gombrowicz no podía buscar ni el placer ni el deseo de agradar a los demás en ese ectoplasma que en la madrugada brumosa de un martes se había desprendido del calentador de carbón y se había presentado en su habitación.

No podía mirar con ojos amorosos a un doppelgänger pues no era ni una muchacha ni la patria, sino él mismo, un ectoplasma al que había escupido para que se fuera. Gombrowicz zarandea en este relato con sarcasmo y ligereza unas marionetas a las que a veces llama yo, otras ser, y otra más identidad, sin embargo, estas cuestiones eran fundamentales en su concepción del mundo y del hombre.
“Precisamente bajo el signo de una constelación erótico sensual de este tipo, sombría y lúgubre, desperté el martes a las cinco de la mañana. Por uno de esos fenómenos de resurgimiento que deberían estarles prohibidos a la naturaleza, acababa de ver una cosa totalmente perdida para mí, mi juventud y mi primera bienamada, allá en la roca, junto al molino, al borde del río”

Cuando Gombrowicz miraba al presente, en cambio, contabilizaba unas mejillas sin frescura, un vejete antipoético y rígido que no podía inspirar poemas y al que ya nadie admiraría. La nostalgia de su propia belleza desvanecida lo agitaba cada vez más. Le quedaba el trabajo, sí, un buen puesto para meterle miedo a las muchachas que ya no languidecían por él.
O tener un hijo y vivir por él y en él una vida plena repitiendo el canto eterno de la juventud, de la felicidad y de la belleza. O sacrificar la vida por algún ideal para adquirir una segunda belleza y convertirse de nuevo en objeto de nostalgia. Gombrowicz sabía que no tenía ningún atractivo para nadie, era un empleado aburrido para él y para los demás.

Sus debilidades espirituales eran cada vez más nítidas a medida que se le instalaba la rigidez de la edad madura y empezaba a sentirse mal con sus defectos. Pensó entonces en suicidarse para suscitar después de la muerte la atracción y la nostalgia y vivir la vida de una estatua ya que no podía hacerlo como un hombre privado. O en convertirse en un bombero para adornarse con el uniforme.
De pronto, mientras se hundía en la repugnancia hacia sí mismo, la forma de un espectro se desprendió del calentador de carbón. Como era de madrugada pensó que a esa hora la única que podía llamarlo era la patria, como ya los había llamado a los tres bardos profetas de Polonia. La silueta del espectro era, sin embargo, la de un ser humano.

No era la figura de su bienamada sino de un hombre, debía ser entonces la humanidad que lo estaba llamando para el sacrificio de su vida. Pero, no, no era una abstracción, era un hombre concreto que vestía saco azul marino. Al ver que no era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes lo llamaban, es decir, nada de lo que podía despertar su melancolía Gombrowicz se dispuso a retomar el sueño.
Repentinamente, se dio cuenta que era él mismo quien estaba de pie frente al calentador, esperando. El espectro no estaba en pose, se miraba los zapatos, se pellizcaba maquinalmente la manga del saco y parecía avergonzado. Tenía un grano en la mejilla izquierda y, al sentirse mirado, se avergonzó aún más. Estaba lleno de defectos físicos y espirituales.

El espectro se dejaba examinar, se acurrucaba e intentaba escapar de la mirada indiscreta de Gombrowicz. Al rato Gombrowicz se cansó de mirarlo y cayó de rodillas frente a él, ocultó el rostro y produjo tal cantidad de vergüenza que se quedó sin aliento, entonces el espectro lo miró. Los defectos físicos y espirituales del ectoplasma habían desaparecido, mejor dicho, se habían convertido en la mirada del espectro.
Gombrowixcz ya no miraba sus defectos sino que los defectos lo miraban a él. Esos signos que habían sido fuente de vergüenza y de indecencia se convirtieron en una mirada brillante, algo tan absoluto como las barbas de Dios Padre. Y esos defectos que para alguien de afuera sólo podían despertar compasión ahora miraban con la fuerza y la soberanía de la vida, más aún, eran la vida misma.

Una vida que Gombrowicz había buscado en todas partes salvo dentro de sí mismo. Por fin la calma, ya no era necesario sentir miedo ni vergüenza, podía existir como él mismo. El amor y la nostalgia mezclados con el temor lo hicieron volar como una pluma. Pero, de pronto, se dio cuenta que no podía caer de rodillas ni extenderle la mano a una forma que era él mismo.
No era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes se le habían aparecido, no podía mirar con ojos amorosos a alguien que era él mismo. Su cabeza hervía, se aparecía ante sí mismo con el aspecto de un egocéntrico y de un narciso sucio, sintió que la juventud se burlaba de él y lo despreciaba como a un miserable egoísta y que las alumnas del liceo no verían nunca en él ningún atractivo sexual.

Entonces escupió en el rostro del espectro, el espectro lanzó un gemido y desapareció. Gombrowicz se quedó con la sensación de un vacío profundo, sin otra perspectiva que la de una existencia miserable y vana con la muerte inevitable al final del camino. La pregunta de quién era él le quedó flotando, a veces le parecía que era una función social, y otras que era, sin más.
Pero la palabra ‘ser’ sin atributos era un hecho desnudo y terrible, lo llenaba de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser uno mismo, ni más ni menos. Esa palabra ‘ser’ connotaba una horrorosa desnudez. Por otra parte, Gombrowicz había escupido al espíritu y el espíritu se había desvanecido. “No, no –murmuré encogido y trémulo–, no quiero ser yo mismo (...)”

“Prefiero ser un empleado subalterno del Ministerio de Relaciones Exteriores, prefiero servir para algo, servir para algo o para alguien, inmediatamente, sin tardanza, hay que tratar de servir, buscar con qué abrigarse porque hace frío y es indecente estar desnudo y buscar el placer. Es necesario, hay que servir”



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