miércoles, 13 de octubre de 2010

WITOLD GOMBROWICZ Y LA BASTARDÍA

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ Y LA BASTARDÍA



“Pienso y pienso... ya llevo tres semanas pensando... ¡y no entiendo nada! ¡No entiendo nada! Finalmente ha venido L., la ha examinado detenidamente y dice lo mismo, ¡que al menos vale ciento cincuenta mil dólares! ¡Al menos! Situada en un pinar, seco, crujiente bajo las suelas de los zapatos, como sacado de Polonia, con un regio panorama de montañas, con una vista principescas a una sucesión de castillos (...)”
“St. Paul, Cagnes, Villenueve, como surgidos de las luminosas aguas del mar. Un bello recibidor de roble en la planta baja y tres grandes habitaciones en fila. En la primera planta, otras dos habitaciones con un espacioso baño común. Unas terrazas sólidas y... ¿Por qué sólo quiere cuarenta y cinco mil (pero en efectivo)? ¿Se ha vuelto loco? Ese ricachón ignoto... ¿quién es? ¿Será un lector mío? ¿Será este precio únicamente para mí? (...)”

“El abogado dice: éstas son las disposiciones que me han dado??? No puedo pensar nada más. En todo caso veinte mil también me irían bien... ¿Comprar? He comprado”. Cuando Gombrowicz se enteró de que había ganado el Premio Internacional de Literatura lo primero que atinó a hacer fue a preparar una lista de sus enemigos literarios, regocijándose de antemano con la amargura desesperante que les iba a producir.
Ya con el premio en la mano escribe el diario del hijo ilegítimo para mortificar a sus enemigos polacos de Londres. En este diario relata cómo después de algunas dudas se había comprado una casa con los veinte mil dólares del Premio Formentor, y cómo la empieza a decorar con cuadros, tapices y muebles del gusto más refinado. Una carta que le llega de la Argentina le anuncia que Henryk quiere aparecer por la casa para darle una sorpresa.

Entonces se le despiertan unos recuerdos sombríos sobre una mulatona llamada Rosa, y la alegría que le había aparecido con la mudanza se le esfuma. La oscura mulatona era como las algas en el fondo del agua, una cosa negruzca que se distingue mal. En el lugar comienzan las habladurías, chismean que el señor Gombrowicz espera la llegada de alguien de la familia.
Tener un hijo era una idea que no había tenido en toda su vida, pero le importaba poco que fuera legítimo o ilegítimo, su desarrollo espiritual y su evolución intelectual lo ponían fuera de la órbita de ese dilema. Sin embargo, el hecho de que un semimulato se le acercara con su tierno papi... ¿estará bien de salud? Tenía miedo de la visita porque Henryk podía chantajearlo.

Un hijo suyo concebido con una mulatona indefinida y oscura, en una noche de hotel que se abismó en las tinieblas del olvido. De una fealdad negra y ominosa le surge un hijo ilegítimo que quizás no esté bautizado ni tenga partida de nacimiento. Una negrura tenebrosa, tropical y hotelera desbordante de ilegitimidad se le anuncia amenazante desde la lejana Argentina.
Al comienzo de las páginas de este diario, en el que relata episodios completamente falsos, nos dice que la casa estaba tasada en ciento cincuenta mil dólares, pero que el dueño sólo le pedía cuarenta y cinco mil en la mano, posiblemente porque se trataba de un admirador ricachón. Y el final de este diario es una obra maestra con la que tortura sin piedad a sus enemigos polacos londinenses.

“¡Un hijo ilegítimo que ronda/ la ilegitimidad redonda del hijo!/ ¡El despacho redondo de Rosa/ En que fue concebido el hijo! ¡Vendo! ¡Vendo! ¡Vendo! ¡Vendo muy barata una villa con sus habitaciones en fila, con terrazas sólidas y vistas panorámicas en un pinar y con un despacho redondo! Vendo al hijo y a Rosa con sus alcobas y redondeces. Urgente vendo una villa en muy buenas condiciones (...)”
“He vendido por doscientos catorce mil dólares, con alcobas con vista panorámica, hijo y mulata. ¡Me he quedado sin nada!”. La idea de la bastardía rondaba en la cabeza de Gombrowicz, y no podía ser de otra manera, el bastardo tiene menos derechos en la familia, y esa era la sensación que tenía Gombrowicz respecto a sus hermanos. No se sentía reconocido por su padre como adulto y como adaptado a la vida.

“Navegaba por el mundo en medio de opiniones incomprensibles y cada vez que tropezaba con un sentimiento misterioso, fuera la virtud o la familia, la fe o la patria, sentía la necesidad de cometer una villanía”. Con estas palabras extrañas Gombrowicz encuentra de manera cumplida una forma de definir la bastardía, no ya carnal sino espiritual, del protagonista de “El diario de Stefan Czarniecki”
Este giro indigno de una conducta que degenera de su origen está presente en toda la obra de Gombrowicz, y es también el que alienta la idea del hijo ilegítimo. “El diario de Stefan Czarniecki” es la segunda novela corta de Gombrowicz, es contigua a “El bailarín del abogado Kraykowski” y la escribió en el año 1926. El punto de inflexión del comportamiento del protagonista es la guerra.

Al regreso del frente ya no puede mantener las viejas creencias y se desbarranca en la inmoralidad. Gombrowicz tiene la costumbre de asociar el amor con la violencia: “Mi sexualidad despierta en forma precoz, nutrida de guerra, de violencia, de cantos de soldados y de sudor, me encadenaba a aquellos cuerpos enmugrecidos por el duro trabajo”. Su adolescencia estuvo marcada por la guerra y por los acontecimientos de 1920.
En ese año el ejército bolchevique invadió Polonia, llegando hasta Varsovia. El recuerdo del paso de los ejércitos, los incendios, los campos asolados por la guerra, están presentes en el “El diario de Stefan Czarniecki”. “En la época de la Primera Guerra Mundial, creo que el frente pasó cuatro veces por nuestra casa, avance, retroceso, avance, retroceso, el fragor lejano y luego cada vez más próximo el cañón (...)”

“Los incendios, los ejércitos que se retiran, los ejércitos que avanzan, el tiroteo, los cadáveres junto al estanque, y también los prolongados altos de los destacamentos rusos, austríacos y alemanes. Nosotros, los muchachos, nos la pasábamos en grande recogiendo cartuchos, bayonetas, cinturones, cargadores. El excitante olor de la brutalidad lo invadía todo”. Stefan se alistó en el regimiento de los ulanos.
Gombrowicz, en cambio, no estaba alistado en ese regimiento cuando el mariscal Pilsudski detuvo a los rusos en las puertas de Varsovia. “En ese año de 1920 era un ser distinto a los otros, aislado, viviendo al margen de la sociedad, y sucedió así porque no supe cumplir mis deberes con la nación en el momento que una terrible amenaza se cernía sobre nuestra joven independencia”

En “El diario de Stefan Czarniecki” no queda títere con cabeza. La familia, la polonidad, la política, la guerra, el amor, todo vuela por los aires, pero son más bien caricaturas las que vuelan por los aires, unas marionetas que Gombrowicz zarandea como una verdadera parodia de la realidad. El estilo es brillante, humorístico e irónico, pero los componentes de la narración son más bien morbosos.
La constitución sombría de la conciencia de Gombrowicz está metida en esta narración, pero no la arroja como si la tirara a una cloaca. Estaba intentando cancelar su deuda moral, quería que la obra lo absolviera. Stefan Czarniecki había nacido en una casa muy respetable. El padre, un hombre fascinante y orgulloso, poseía unos rasgos que personificaban una estirpe perfecta y una raza noble.

La madre andaba siempre vestida de negro con unos pendientes antiguos como único adorno. Stefan se veía a sí mismo como un muchacho serio y pensativo. Había en su vida familiar un solo punto oscuro, su padre odiaba a su madre, no la soportaba, un enigma que lo condujo finalmente a la catástrofe interior. Se convirtió en un inútil inmoral, besaba la mano de una dama babeándola, sacaba el pañuelo y se secaba la saliva mientras le pedía perdón.
El padre evitaba el contacto con la madre, a veces la miraba a hurtadillas con expresión de infinito disgusto. Stefan, en cambio, no manifestaba aversión hacia su madre a pesar de que había engordado muchísimo al punto de tropezarse con todas las cosas. Stefan se imaginaba que había sido concebido realmente bajo coacción violentando los instintos, y que él era el fruto del heroísmo del padre.

Un día la repugnancia del padre estalló: –Te estás quedando calva. Dentro de poco estarás más calva que un trasero. Eres horrorosa. Ni siquiera adviertes cuán horrible es tu aspecto. Stefan no comprendía el porqué debía considerar a la calvicie de la madre peor que la del padre, además, los dientes de la madre eran mejores y, sin embargo, ella no sentía repugnancia por él. Era una mujer majestuosa y muy religiosa, rodeada de una furia de ayunos y acciones piadosas.
A veces, los convocaba a Stefan, al cocinero, al mayordomo y a la camarera: –¡Ruega, ruega pobre hijo mío por el alma de ese monstruo que tienes por padre! ¡Rogad también vosotros por el alma de vuestro amo que se ha vendido al mismísimo diablo! A la madre le producían horror las acciones del padre, la forma desconsiderada en que la trataba, y al padre lo que le producía horror era ella misma.

No podía dejar de manifestar su asco: –Créeme, querida, que estás cometiendo una falta de tacto. Cuando veo ante el altar tu nariz, tus orejas, tus labios, tengo la convicción de que también Cristo se siente un poco a disgusto. A pesar de estas contrariedades, del conflicto permanente entre los padres, Stefan fue un buen alumno, aplicado y puntual, pero nunca gozó de la simpatía de los demás.
En el recreo los alumnos cantaban: –Uno, dos y tres, dos pan pan/ no hay judío que no sea un can/ Los polacos en cambio son águilas de oro/ Uno, dos, tres, ahora le toca al loro. Stefan estaba fascinado con estos versos pero debía apartarse de los otros chicos cuando cantaban. A pesar de los esfuerzos que hacía por resultarles agradable a ellos y a los profesores con sus buenas maneras, lo único que conseguía era una actitud hostil.

Una tarde, un profesor de historia y literatura, un vejete tranquilo y bastante inofensivo les estaba dando una clase sobre los polacos: –Los polacos, señores míos, han sido siempre perezosos, sin embargo, la pereza es siempre compañera del genio. Los polacos han sido siempre valientes y perezosos ¡Magnífico pueblo, el polaco! A partir de ese momento el interés de Stefan por el estudio disminuyó.
Sin embargo con este cambio no consiguió la simpatía del profesor y de nada le sirvió su incipiente preferencia por los desaplicados y los perezosos. La observaciones del profesor tenían mucha influencia en la clase: –Los polacos han sido siempre holgazanes, pero las suecas, las danesas, las francesas y las alemanas pierden la cabeza por nosotros, sin embargo, nosotros preferimos a las polacas. ¿No es acaso famosa la belleza de la mujer polaca?

El resultado de esas insinuaciones fue que Stefan se enamoró de una joven pero ella no se daba por enterada. Una mañana, después de haberle pedido consejo a sus compañeros de clase, venció su timidez y le dio un pellizco; ella cerró los ojos y soltó una risita. Lo había logrado. Se lo contó a sus compañeros y fue la primera vez que lo escucharon con interés, acto seguido se precipitaron sobre una rana y la mataron a golpes.
Stefan estaba emocionado y orgulloso de haber sido admitido por los jóvenes y presintió que empezaba una nueva etapa de su vida. Para congraciarse aún más atrapó una golondrina y le rompió un ala, cuando se disponía a golpearla con un palo un alumno le dio una bofetada muy sonora en la cara. Como no se defendió todos se lanzaron sobre él y lo aporrearon sin ahorrar escarnios ni insultos.

En el amor tampoco le iba nada bien, la joven pellizcada le hacía recriminaciones porque era un consentido, un pequeño nene de mamá. Stefan había comprendido finalmente que, si bien el padre era de raza pura, su madre también lo era pero en el sentido contrario, el padre era un aristócrata arruinado casado con la hija de un rico banquero. Se imaginaba que las dos razas hostiles de los padres, ambas poderosas, se habían neutralizado.
De ese modo habían parido un ratón sin pigmentación, un ratón completamente neutro, por eso Stefan no tomaba parte de nada a pesar de haber participado en todo, ése era su misterio. La joven Jawdiga le pedía que fuera valiente, le ordenaba que saltara zanjas, que sostuviera pesos, que golpeara abedules bajo la observación del vigilante, que arrojara agua sobre el sombrero de los transeúntes.

Cuando Stefan le preguntaba cuál era la razón de esos caprichos le decía que no lo sabía, que era un enigma, una esfinge, un misterio para ella misma. Si la joven fracasaba en algo se entristecía, si triunfaba se ponía feliz y le permitía besar sus deliciosas orejas, como premio, sin embargo, nunca se permitió responder a su apremiante: –¡Te deseo! Le decía que había algo en él de repulsivo y no sabía bien qué era.
Pero Stefan sabía muy bien lo que querían decir esas palabras. Leía mucho y trataba de comprender el significado de su secreto, se daba ánimos con el recuerdo de uno de los temas escolares, la superioridad de los polacos: los alemanes son pesados, brutales y tienen los pies planos; los franceses son pequeños, mezquinos y depravados; los rusos son peludos; los italianos... bel canto.

Ésta era la razón por la que querían eliminar a los polacos de la faz de la tierra, eran los únicos que no causaban repulsión. El horizonte político se volvía cada vez más amenazador y la joven cada vez más nerviosa. La multitud en las calles, las tropas se desplazaban hacia el frente. La movilización, los adioses, las banderas, los discursos. Juramentos, sacrificios, lágrimas, manifiestos, indignación, exaltación y odio.
La amada de Stefan ni lo miraba, no tenía ojos más que para los militares. Stefan afirmaba su patriotismo, participaba en juicios sumarios contra espías, pero algo en la mirada de Jadwiga lo obligó a alistarse como voluntario en el regimiento de ulanos. Atravesaban la cuidad cantando inclinados sobre el cuello de sus caballos, una expresión maravillosa aparecía en el rostro de las mujeres y sentía que muchos corazones latían también por él.

Y no entendía el porqué pues no había dejado de ser el conde Stefan Czarniecki que era antes ni el hijo de una Goldwasser, el único cambio era que ahora usaba botas militares y llevaba en el cuello unas tiras color frambuesa. La madre lo convocaba para que no tuviera piedad, para que arrasara, quemara y matara, para que destruyera a los malvados. El padre, un gran patriota, lloraba en un rincón y le decía que con la sangre podría borrar la mancha de su origen.
Le rogaba que pensara siempre en él y ahuyentara como la peste el recuerdo de la madre porque podía serle fatal, que no perdonara y que exterminara hasta el último de esos canallas. La amada le entregó por primera vez su boca, una verdadera delicia. La guerra era hermosa. Era precisamente la conciencia de ese esplendor la que le proporcionaba las energías para combatir al implacable enemigo del soldado: el miedo.

De cuando en cuando lograba colocar un tiro de fusil en el blanco preciso, y entonces se sentía columpiado por la sonrisa impenetrable de las mujeres y hasta le parecía que se ganaba el afecto de los caballos que hasta el momento sólo le habían propinado coces y mordiscos. Sin embargo, ocurrió un incidente que lo lanzó al abismo de la depravación moral de la que no pudo apartarse hasta el día de hoy.
La guerra se había desencadenado en todo el mundo. La esperanza, consuelo de los imbéciles, lo hacía vislumbrar la dichosa perspectiva del porvenir: el regreso a casa y la liberación de su situación de ratón neutro, pero las cosas no ocurrieron de esa manera. Su regimiento estaba defendiendo con tesón por tercer día consecutivo una colina en el frente, con la orden de resistir hasta la muerte.

Fue entonces cuando cayó un obús que le cortó de un tajo ambas piernas al ulano Kaeperski y le destrozó los intestinos, pero el pobre, seguramente aturdido, explotó en una carcajada convulsiva que Stefan tuvo que acompañar. Cuando terminó la guerra y volvió a casa con aquella risa sonándole en los oídos comprobó que todo lo que hasta entonces había sostenido su existencia yacía hecho escombros, que no le quedaba más remedio que volverse comunista.
Stefan entendía el comunismo como un programa en el que los padres y las madres, las razas y la fe, la virtud y las esposas, y todo, sería nacionalizado y distribuido mediante cupones en porciones iguales. Un programa en el que su madre debía ser cortada en pequeños trozos y repartida entre quienes no fueran suficientemente devotos en sus oraciones; que lo mismo debería hacerse con su padre entre aquellos cuya raza fuera poco satisfactoria.

Un programa en el que todas las sonrisas, las gracias y los encantos fueran suministrados exclusivamente bajo petición expresa, y que el rechazo injustificado fuera causal del castigo con la cárcel. Stefan elegía el término comunismo porque constituía para los intelectuales que le eran adversos un enigma tan incomprensible como lo eran para él las sonrisas sarcásticas y los rostros brutales de esos intelectuales.
Las conversaciones más irónicas las tuvo con su adorada Jadwiga que lo había recibido con efusiones extraordinarias al regreso de la guerra. Stefan le preguntaba que si acaso la mujer no era algo misterioso, y cuando ella le respondía que sí, que lo era, y que ella misma era misteriosa y desencadenaba pasiones, que era una mujer esfinge, entonces Stefan exclamaba que también él era un misterio, que tenía un lenguaje personal secreto y que le gustaría que ella lo adoptara.

Le advirtió que le iba a meter un sapo debajo de la blusa, y que ella tenía que repetir con él las siguientes palabras: Cham, bam, biu, mniu, ba, bi, ba be no zar. Fue imposible, no quiso pronunciarlas, le dijo que le daba vergüenza y se echó a llorar. Stefan no le hizo caso, tomó un sapo grande y gordo y cumplió con su palabra. Se puso como loca. Se tiró al suelo, y el grito que lanzó sólo podría compararse con el del soldado destripado.
¿Pero es que para todas las personas las mismas cosas deben ser bellas y agradables? Lo único que le quedó de agradable en esa historia fue que ella enloqueció, incapaz de librarse del sapo que se agitaba bajo su blusa. Es posible que Stefan Czarniecki no fuera comunista sino tan solo un pacifista militante. “Navegaba por el mundo en medio de opiniones totalmente incomprensibles (...)”

“Cada vez que tropezaba con un sentimiento misterioso, fuera la virtud o la familia, la fe o la patria, sentía la necesidad de cometer una villanía. Tal es el secreto personal que opongo al gran misterio de la existencia. ¿Qué queréis?... cuando paso junto a una pareja feliz, a una madre con un niño o a un anciano amable, pierdo la tranquilidad. Pero a veces el corazón se me encoge y una gran nostalgia de vosotros, padre y madre queridos, se apodera de mí. ¡También de ti siento nostalgia, oh santa infancia mía!”




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