viernes, 30 de julio de 2010

WITOLD GOMBROWICZ Y EL GRITO DE LOS MUERTOS

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS


WITOLD GOMBROWICZ Y EL GRITO DE LOS MUERTOS



Gombrowicz anduvo siempre dando vueltas alrededor de la muerte utilizando como instrumentos el yo y la forma. En el “Dante” empieza a subir por una montaña de cadáveres mientras va pensando que nuestra convivencia con la muerte es anormal e irreal, el pasado ya no existe, ni el pasado de los siglos ni mi propio pasado. Con los restos del pasado se recrea una existencia que se fue.
Convivir con el pasado significa aprehenderlo sin pausa, convocarlo continuamente a la existencia, pero del pasado sólo tenemos restos, es caótico, fragmentario y casual. Cada día mueren cientos de miles de personas y nosotros no nos enteramos de nada, la discreción de la muerte y de la enfermedad es realmente admirable, todo ocurre fuera de nosotros. La muerte es universal, imprecisa y no deja rastros.

A pesar de la irrealidad de la muerte Gombrowicz, de vez en cuando, escucha el grito de los muertos, en su propio oído o en el oído de otros. “¡La ridiculez de Léon Bloy! Un día anota en su diario que en la madrugada lo despertó un grito terrible como llegado del infinito. Convencido de que era el grito de un alma condenada, cayó de rodillas y se sumió en una ferviente oración. Al día siguiente escribe: ‘Ah, ya sé de quién era aquella alma’ (...)”
“‘La prensa informa que ayer murió Alfred Jarry, justamente a la misma hora y en el mismo minuto en que a mí me llegó aquel grito...’ Y para contraste, ¡la ridiculez de Alfred Jarry! Para vengarse de Dios, pidió un palillo y murió hurgándose los dientes. Lo prefiero a Bloy, a quien Dios proporcionó sobre todo una magnífica superioridad absoluta sobre los demás mortales. Bloy vivía gozosamente entregado al Todopoderoso (...)”

“¿Una razón medieval? ¿Un alma medieval? En tiempo de Carlomagno el papel de la intelligentsia era justamente opuesto al de hoy en día. En aquellos tiempos el intelectual estaba subordinado al pensamiento colectivo de la Iglesia, en cambio el hombre simple pensaba por su cuenta, empíricamente y sin dogmas, en las cuestiones prácticas, en las cuestiones de todos los días (...)”
“Hoy es todo lo contrario...., la inteligencia se ha desencadenado y ya nada puede, como quiere el comunismo. Si pudiera, aunque fuese por un segundo, abarcar la totalidad. ¿Vivir siempre de fragmentos, migajas? ¿Concentrarme siempre en una sola cosa, dejando escapar todas las demás? ¿De qué me sirve ese Léon Bloy? Aunque...”. Las obras de Léon Bloy reflejan una profundización de la devoción a la Iglesia católica.

La mayoría de su creación en general manifiesta un gran deseo de lo absoluto. Bloy conoce a una prostituta a la que convierte al catolicismo y que gradualmente empieza a tener experiencias místicas y revelaciones; el clímax de misticismo exacerbado, en un entorno de la miseria material y de la soledad espiritual, y de anuncios apocalípticos incumplidos culmina con la demencia completa de la prostituta y el aplastamiento moral de Bloy.
Enemigo declarado del mundo burgués, y de todos los valores que encarnaba el espíritu moderno, progreso, democracia, ciencia, se lo suele emparentar en este aspecto con los grandes artistas contestatarios de fines de siglo XIX: Nietzsche, Dostoyevsky, Kierkegaard, Baudelaire. Gombrowicz sigue el camino de Léon Bloy cuando se propone alcanzar la totalidad concentrándose en una sola cosa.

En algunos asuntos, sigue el camino del grito de Alfred Jarry, por ejemplo, con el grito de la hijita quemada de Simon y en otros, como en el caso del tío Szymon, con un grito más atenuado. En “Crimen premeditado” podemos encontrar algunas huellas de la preferencia que tiene Gombrowicz por Bloy cuando lo compara con Jarry. De la casa de Ignacio K. solicitaron la ayuda de un juez para resolver un problema patrimonial.
El funcionario llegó a la noche, lo atacaron los perros y tuvo que meterse de apuro en el coche. Finalmente pudo anunciarse como el juez de instrucción H. y manifestar el deseo de verse con el señor K. El joven Antonio lo hizo pasar y le dijo que era hijo del anfitrión. Su hermana Cecilia, que los esperaba en una sala pequeña, con excepción de una cara bonita, pertenecía a la clase de las jóvenes carentes de reacciones, indiferentes y despistadas.

Le dieron la bienvenida, estaban temerosos, pero no se sabía de qué tenían miedo. El juez preguntó si el señor K se hallaba en casa y los hermanos respondieron afirmativamente. La cena fue sombría, el apetito del hambriento juez resultaba extraño tanto a los hermanos como a Esteban, un criado. Cuando terminaron de cenar entró la madre, la señora K., se sentó sin pronunciar palabra.
Miró con severidad al juez y después de unos minutos le comentó que quizás estuviera molesto por haber hecho un viaje sin sentido puesto que su esposo había fallecido anoche. El juez muy sorprendido le dio las condolencias y balbuceó algo referente al respeto y aprecio que siempre había tenido por el difunto. El visitante estaba acostumbrado a los cadáveres provenientes de los asesinatos.

Debido a este circunstancia en vez de pedir permiso para ver al difunto, lo pidió para ver el cadáver, una palabra que produjo un efecto desafortunado. La viuda rompió a llorar y le tendió una mano que el juez besó con humildad. El protagonista permaneció allí, mirando las manos temblorosas de la señora sin que se le ocurriera nada, sintiendo que su situación a cada minuto se volvía más embarazosa.
La señora lo acompañó a ver a Ignacio. Mientras subían al piso superior le comentaba que había sido un golpe terrible. Los hijos estaban aturdidos y no decían nada, Antonio estaba disgustado con la madre porque le temblaban las manos, la madre le decía al juez que su hijo no debería haber tocado el cuerpo y esperaba que no enfermara por haberlo tocado, sin embargo, algo se tenía que hacer, hubo que arreglarlo.

Antonio no había llorado en ningún momento, la madre le rogaba al cielo para que pudiera llorar. Cuando la viuda abrió la puerta el juez se arrodilló e inclinó la cabeza sobre el pecho, el muerto estaba en la cama tal como había fallecido. Su cara azul e hinchada indicaba la muerte por asfixia, muy común en los ataques al corazón. El juez se persignó, rezó una plegaria e hizo un comentario sobre la nobleza de los rasgos del difunto.
Se volvió a arrodillar otra vez a dos pasos de un cadáver que no tenía derecho a tocar. Desde el mismo momento de llegada todo lo que había hecho le resultaba falso y pretencioso, como la representación de un actor mediocre. Cuando por fin se halló en su habitación se sacó el cuello y lo arrojó al piso para pisotearlo, estaba furioso, sentía que lo estaban poniendo en ridículo.

Aquella mujer malvada había preparado todo muy hábilmente. La viuda le exigía que le rinda homenaje, que le bese las manos, que tenga sentimientos. Le daba rabia que no hubieran tenido en cuenta su carácter de juez de instrucción y que en la casa había un cadáver, y que una cosa debía estar relacionada con la otra, un huésped que accidentalmente resulta ser un juez de instrucción.
A este juez de instrucción no le envían el coche y se resisten a abrirle la puerta. A alguien le molestaba la presencia del juez, lo obligaban a arrodillarse y a besar manos con el pretexto de que el finado había muerto de muerte natural. Había algo irregular en todo eso. El funcionario echó mano a toda la agudeza de que disponía y empezó a establecer la cadena de hechos, a construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas.

A la mañana siguiente el juez se puso a hablar con el otro criado. El criado le confirmó que Ignacio había muerto efectivamente en la habitación de arriba, también le dijo que Esteban dormía con el mayordomo en un cuarto junto a la cocina, y que él dormía en la despensa, que la señora dormía con el señor pero una semana antes de la muerte se había mudado al cuarto de la hija, y que Antonio dormía en la planta baja junto al comedor.
Le resultó extraño lo de la mudanza de la esposa pero se propuso no sacar conclusiones apresuradas. Cuando la viuda le preguntó si ya se iba le respondió que le gustaría quedarse un poco más. La viuda murmuró algo sobre el traslado del cadáver y le preguntó con poca convicción si estaría presente en el funeral. El juez le respondió que sí, que era un gran honor para él estar presente y le pidió permiso para ver el cadáver otra vez.

A juzgar por las evidencias el hombre había muerto de muerte natural, sin embargo, se acercó al lecho y tocó el cuello del cadáver con un dedo. La viuda se alarmó pero el juez siguió revisando el cuello y examinado toda la habitación, escrupulosamente. Lo único que desentonaba en el conjunto era una enorme cucaracha muerta. Finalmente el juez se decide y le pregunta a la viuda por qué se había mudado a la habitación de la hija.
La viuda le responde ofendida que se había mudado porque su hijo se lo había recomendado, para que Ignacio tuviera más aire pues ya se había estado asfixiando durante todo una noche. La mujer está preocupada, el juez le pide que no trasladen el cadáver hasta el día siguiente, ella se yergue, lo desafía con la mirada y abandona la habitación. Pero, nada, sólo la cucaracha aplastada junto al tocador.

Parecía como si el cadáver, contemplando el cielo, estuviera diciendo que había muerto de un ataque cardíaco. El juez salió de su habitación para dar un paseo alrededor de la casa. Cuando entró al comedor Cecilia y Antonio se alejaron rápidamente mientras los sirvientes preparaban la mesa para el almuerzo. La señora estaba aterrorizada y le preguntó a la hija si el juez ya se había ido.
No comprendía qué andaba buscando, que Antonio no lo iba a tolerar porque estaba cometiendo una injuria. Cuando el juez le pregunta a Antonio si lo quería al padre, le responde que lo quería bastante y que el día de la muerte había dormido en su habitación de la planta baja. Mientras el juez se lavaba las manos en su cuarto entró el mismo criado de la mañana para preguntarle si necesitaba algo.

Le contó que la noche de la muerte del señor Ignacio, Antonio lo había encerrado con llave en la despensa, no estaba dormido a pesar de que era la medianoche y lo había escuchado, le pidió al juez que por favor no comentara esto. Pero si en el tribunal le hubieran preguntado al juez en qué se basaba para afirmar que ese hombre había sido asesinado, tendría que haber respondido, que en el comportamiento extraño del hijo.
También en que todos se comportaban como si lo hubieran asesinado aunque la autopsia hubiera demostrado que había muerto de un ataque cardíaco. En la mesa el juez se mandó una larga perorata sobre la naturaleza del crimen, el crimen real lo comete siempre el espíritu, los detalles son las formalidades médicas y judiciales, los detalles son externos. De pronto, la viuda, pálida como la muerte, arrojó su servilleta.

Con las manos más temblorosas que de costumbre, se levantó de la mesa exclamando que era un malvado. El juez le responde que si él era un malvado que le explicara entonces por qué habían cerrado la puerta con llave, pensando en la puerta de despensa, la noche de la muerte de Ignacio. Cecilia dice que fue ella, la madre aclara que ella se lo ordenó, pero se referían a la puerta del cuarto de ellas y no a la puerta de la despensa.
Antonio manifestó que no podía decir porque había cerrado la puerta y abandonó el comedor. El juez pensó que el cadáver debía haberle preocupado a esa banda de asesinos. A la medianoche Antonio golpeó su puerta y el juez lo hizo entrar, entonces el joven le dice que o se iba inmediatamente de la casa o le hablaba con claridad sobre qué es lo que estaba haciendo.

El juez se decide y le dice que está pensando que su padre había sido estrangulado. Se ponen a reflexionar entre los dos y concluyen que nadie pudo haber entrado a la casa desde afuera así que sólo existían seis sospechosos, tres de la familia y tres de la servidumbre. Pero el paso de los sirvientes había sido cerrado por Antonio, y Antonio no sabía por qué lo había hecho.
Como la madre y la hermana también habían cerrado la puerta de su cuarto sin saber por qué, el único sospechosos que quedaba era Antonio. Otra cuestión que lo volvía sospechoso es que no había llorado, y que se sentía feliz por la muerte de su padre. Pero nadie había estado en el cuarto de Ignacio porque Antonio, no sólo había cerrado la puerta de la despensa, sino también la de su propia habitación.

Antonio murmuraba que como todos temían que el padre se muriera, posiblemente, por miedo y por pudor se habían encerrado con llave. En fin, porque todos querían que Ignacio resolviera por su cuenta sus asuntos. Cuando el juez se estaba preguntando quién lo habría hecho entonces, Antonio se quebró y le confesó que lo había hecho él, que lo había hecho maquinalmente, sin pensarlo, que en un minuto lo había estrangulado.
Después había regresado a su cuarto y se había dormido profundamente. El juez le hizo ver que, sin embargo, existía una pequeña dificultad, una pequeña formalidad nada importante: el cuello no revelaba huella alguna de estrangulación, el cuello no había sido tocado. Dicho esto se deslizó por la puerta entreabierta y se fue a esconder en el guardarropa del cuarto donde yacía el cadáver. Esperó largo rato hasta que, finalmente, la puerta se abrió.

Alguien se deslizó en el interior y enseguida escuchó un ruido espantoso, la cama crujió estruendosamente, después los pasos se retiraron sigilosamente. Luego de una hora el juez salió del escondite, las sábanas que cubrían el cadáver estaban revueltas, el cuerpo yacía ahora en diagonal y en el cuello aparecían, nítidas, las impresiones de diez dedos. Las formalidades se habían cumplido ex post facto.
Los peritos no quedaron conformes con las huellas dactilares, alegaron que había algo que no era del todo normal, sin embargo esas huellas fueron tomadas, junto a la confesión del asesino, como una base legal necesaria y suficiente. “¿Podré morir como los demás, y cuál será después mi suerte? Entre la gente que huye de sí misma, yo sigo concentrado en mi persona. Me agiganto, ¿hasta qué límites? ¿Acaso es malsano? (...)”

“¿Hasta qué punto y en qué medida es malsano? A veces sospecho que la función de agigantarme a la que me abandono no es indiferente a la naturaleza, constituye algo así como una provocación. ¿No habré tocado algo fundamental en mi actitud ante las fuerzas naturales y no será después mi suerte diferente por haber obrado conmigo mismo de una forma distinta que los demás?”.
Con este procedimiento Gombrowicz pretendía asegurarse para después de muerto una situación parecida a la del tío Szymon, que salió de la tumba para tomar un té con la familia, pero con un grito mucho más atenuado que el de la hijita quemada de Simón. Gombrowicz relata lo que en su juventud le había contado una amiga de Wsola, en la casa de su hermano Jerzy.

Mientras estábamos merendando en la terraza apareció el tío Szymon; –¿Pero, cómo?, si Szymon hace cinco años que yace bajo tierra; –Exacto, vino del cementerio con el mismo traje con que lo enterramos, saludó a todos los presentes, se sentó, tomó un té, charló un poco sobre las cosechas y se volvió al cementerio. ¿Cómo? ¿Y vosotros qué hicisteis?; –Nada, qué puede hacerse, querido, ante semejante insolencia.



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miércoles, 28 de julio de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, BEETHOVEN Y LA MANO

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ, BEETHOVEN Y LA MANO



“En cuanto a Beethoven, también yo estoy un poco harto de esas sinfonías, su orquesta no es capaz de absorberme y acosarme del todo; pero sus cuartetos del último período, cuyo lenguaje es difícil, esos sonidos que rozan el límite y hasta lo sobrepasan... ¡Oh, décimo cuarto cuarteto! Si te escucho con tanta emoción, es probablemente porque abundas tanto en gozos sensuales de la forma como en violencia ejercida sobre esta forma (...)”
“Abundas en nombre de, iba a decir en nombre del Espíritu, pero diré en nombre del creador. Porque mientras los cuatro instrumentos del décimo cuarto, cumbre y corona de todos los cuartetos, cantando al unísono, a cada instante alcanza las más embriagadoras armonías y se retuercen en modulaciones voluptuosas, al mismo tiempo, a cada instante, una mano severa y hasta brutal y despiadada viola este deleite (...)”

“Te obliga a saltos repentinos y a una dura economía de la expresión, vuelta hacia la esfera de la metafísica, ascética, extendida entre los registros más altos y más bajos, que aspira a una realización más elevada y más lejana. De pronto todo ha callado. El disco se ha acabado. Punto. Tengo necesidad de un café. Tomaba café, comía unos croissants. Y algo más (...)”
“Cuando el mozo se acercó para preguntar qué deseaba, su mano pendía, silenciosa, escondida, secreta, y desocupada, hasta que, sin saber en qué pensar, pensé en un arbusto que había estado observando un día en no sé qué estación, desde la ventanilla de un tren. Esa mano me asaltó de repente en el silencio que se interpuso entre nosotros... Final. Punto”

En un mismo pasaje de los diarios Gombrowicz manifiesta la importancia que le da a Beethoven y a las manos. “Maneras de escuchar los cuartetos de Beethoven. A veces trato de relacionarlos con una edad diferente e incluso con el otro sexo. Intento imaginarme que el do sostenido menor fue compuesto por un niño de diez años o por una mujer. También trato de escuchar el cuarto como si estuviera compuesto después del décimo tercero (...)”
“Para adquirir una relación personal con cada uno de los instrumentos, me imagino que soy el primer violín, que Quilomboflor toca la viola, que Goma sostiene el violoncelo y Beduino el segundo violín”. Como expresión del hombre Gombrowicz le reservó siempre un lugar especial a la música y a los sueños. La música rehumaniza la descomposición formal con mayor fuerza que la literatura.

Es por eso que su efecto es más poderoso que el del resto de las artes. La crítica a la música que realiza Gombrowicz se refiere más bien a sus manifestaciones sociales, a la mistificación y a la falsedad que rodean a las representaciones en los teatros de ópera y de conciertos, al valor derivado e inauténtico de los ejecutantes y de los directores, y no a la música misma.
Después de su ocupación habitual que era la literatura, las pasiones predominantes de Gombrowicz eran la filosofía y la música. Poco después de despacharlo a Milosz en las primeras páginas del “Diario” se ocupa de un concierto en el Teatro Colón, es el primer escenario de la Argentina que aparece en los diarios. Un pianista alemán galopaba acompañado por la orquesta.

Termina de galopar, lo aplauden y el jinete baja del caballo, hace reverencias secándose la frente con un pañuelo. “A la vista de tantos solícitos homenajes podía parecer que no habría una mayor diferencia entre su fama y la de Beethoven, su nombre también estaba en los labios de todos y era un artista igual que él... Y sin embargo... sin embargo... ¿era famoso como Beethoven o como las hojitas de afeitar de Gillet? (...)”
“¡Qué diferente es la fama por la que se paga de la fama con la que se gana! Pero él era demasiado débil para oponerse al mecanismo que lo ensalzaba, no había que esperar resistencia de su parte. Bailaba al son que le tocaban. Y tocaba para el baile de quienes bailaban a su alrededor”. Las características sociales de la música tienen representaciones que se manifiestan en grandes cantidades.

Cantidades de orquestas, salas, virtuosos, viajes, academias, festivales, concursos, técnicos, teóricos, ingenieros, creadores y críticos, se cuentan de a miles. El escándalo causado por la cantidad no sólo alcanza a los virtuosos y a las orquestas de conciertos sino también a sus mismísimos creadores. Durante muchos años Gombrowicz había perdido el contacto con la música.
Con anterioridad a la compra del Ken Brown, un reproductor de discos, nuestras conversaciones con él poco tenían que ver con la músi-ca misma: el concierto para piano que dio en Sal-sipuedes en el que aporreó las teclas, a pesar de que no sabía distinguir una negra de una corchea; los auxilios financieros del inolvidable Karol Szymanowski, el príncipe de los putos, según declaraba con entonación, y poca cosa más.

Pero Gombrowicz anda-ba a la búsqueda de algo más duradero, unos nuevos temas para su “Diario”, ya que lo que había escrito sobre la música hasta ese entonces se re-fería más bien a sus manifestaciones sociales, a la mistificación y a la falsedad que rodean a las representaciones en los teatros de ópe-ra y de conciertos, al valor derivado e inauténtico de los ejecutantes y directores, y no a la música misma.
La pieza de Venezuela era muy antigua y tenía suministro de corriente continua, así que cuando Gom-browicz enchufó el Ken Brown por primera vez, un aparato de corriente alternada, la pick-up le explo-tó en las manos. Llegó a adquirir una gran facilidad para referirse a los aspectos técnicos de la música, un conocimiento apócrifo que utilizaba para lucirse e incomodar a los demás.

Mientras el público escuchaba con atención un concierto en la Facultad de Derecho, Gombrowicz sacó un gotero del bolsillo, lo ascendió cuan-to pudo con el brazo bien extendido y empezó a descolgarse gotas en la nariz desde lo alto, haciendo todos los aspavientos posibles para llamar la atención. Cuando terminó el concierto fuimos a ver al direc-tor polaco, Stanislaw Skrowaczewski.
Habló un rato con el director incomodado por el placer doloroso de la confrontación, acordaron un encuentro para el día siguien-te y nos fuimos. Después de un tiempo le pregunté a Gombrowicz qué le había pare-cido nuestra orquesta al maestro polaco: –Vea, no quiero desanimarlo, me dijo que tiene el nivel, más o menos, de las bandas de música que tocan en las plazas de Varsovia.

Los cuartetos de Beethoven eran para Gombrowicz la cumbre prodigiosa de la música, y la música, el efecto más poderoso y penetrante con el que las bellas artes alcanzan el alma. A parte del placer que le producía, Gombrowicz encontraba en los cuartetos una estructura espiritual que se correspondía profundamente con el arte de composición literaria a la que ponía en práctica en todas sus obras.
En la variedad de temas que Gombrowicz aborda en los diarios está incluida su sabiduría filosófico musical, pero su obra artística no la incluye, por lo menos no la incluye a primera vista. Hay que decir no obstante que las estructuras musicales y el pensamiento fundamental están presentes en el momento de la creación, pero Gombrowicz se ocupa de cubrir su presencia con el lenguaje.

A veces utiliza el sistema de la grilla que se aplica sobre un texto legible para hacer surgir un código, otras el método del pintor que primero hace un cuadro realista y después oculta su legibilidad, y también el procedimiento que utilizan los animales para ocultar sus excrementos. En la música que escuchaba no es razonable investigar cuál es la referencia al mundo de esas melodías y armonías, como lo hacen la pintura y la literatura.
Todos los acontecimientos posibles de la vida se realizan en ella, sin embargo, no puede encontrase parecido entre la música y las cosas que pasan por nuestra mente cuando la escuchamos, es expresiva y elocuente pero no describe nada al margen de ella misma. El hombre encuentra en la música su más auténtica y completa expresión artística, su lado íntimo y del mundo en general.

El verdadero carácter de la melodía refleja la naturaleza eterna de la vida humana, que desea, se satisface, y vuelve a desear, desea otra vez, una particularidad que describe Schopenhauer con palabras profundas y hermosas. “Por consiguiente, la música no es en modo alguno la copia de las Ideas, sino de la voluntad misma, cuya objetividad está constituida por las Ideas (...)”
“Por esto mismo, el efecto de la música es mucho más po-deroso y penetrante que el del resto de las bellas artes, pues éstas solo nos reproducen sombras, mientras que ella, esencias”. Gombrowicz no utiliza las estructuras musicales tan sólo para ordenar su creación literaria, sino también como elemento de hechizo, para seducir a los lectores. “¡Qué descaro de mi parte recurrir a unos temas tan fascinantes y melodiosos! (...)”

“Sobre todo hoy, cuando la música moderna le teme a la melodía, cuando el compositor, antes de utilizarla, tiene que despojarla de toda su atracción, volverla árida. Lo mismo ocurre con la literatura: un escritor moderno que se respete evita toda suerte de cebos, es difícil y prefiere repeler antes que tentar. ¿Y yo? Yo hago justamente lo contrario, meto en la obra todos los sabores más sabrosos, los encantos más encantadores (...)”
“La relleno de bellezas y excitaciones, no quiero una escritura árida, sin hechizo... Busco las melodías más cautivadoras... para llegar, si lo consigo, a algo todavía más seductor”. Teníamos absolutamente prohibido tararear, canturrear o silbar mientras escuchábamos música junto a Gombrowicz. Él, en cambio, se permitía algunas cosas que a nosotros nos resultaban extrañas.

Hacía unas muecas espantosas con la boca, levantaba los codos con los brazos flexionados y las manos crispadas, siguiendo los compases de la música, aleteando como un pájaro herido que no puede levantar vuelo. A veces dejaba escapar unos chirridos muy desagradable entre los dientes. Había muchas protestas: –Vean, yo sigo la línea fundamental, como los grandes directores, los detalles no me preocupan.
Gombrowicz tenía una actitud verdaderamente religiosa con la música, era enormemente sensible a al lenguaje musical al que consideraba como la manifestación más esencial del arte. Bach, que representa al género abstracto, con una línea melódica que le recordaba el sonido de una máquina de coser, condujo al fracaso el desarrollo de la música según el juicio de Gombrowicz.

La admiración que despierta Bach y el placer que produce son equivalentes a los que se obtienen de la resolución de un problema matemático. Bach instruye con sus Brandenburgueses a los asesinos del canto. De Beethoven, en cambio, emana un placer inmenso, la sensualidad de la forma y la violencia ejercida contra ella lo ponen de inmediato en la esfera metafísica.
Hay una facilidad en la aproximación a Beethoven que le llamaba la atención. En el arte nada es tan difícil como la facilidad, pues su desarrollo es contrario a esta facilidad, el esfuerzo por mantenerla viva es contrario a la evolución natural del arte, y su existencia sólo es posible si detrás de la música se oculta un trabajo gigantesco de composición con la forma.

Beethoven parece fácil y, sin embargo, es el más difícil de todos: encontró un lenguaje musical ya hecho, lo unió a la naturaleza e inventó un idioma nuevo que durará por muchos siglos. A Gombrowicz le resultan muy extraños los juicios de Nietzsche y de Ortega sobre Beethoven. El alemán lo compara con Goethe y el español con Bach, en ambos casos la música del genio de Bonn aparece como un producto de sentimientos rústicos.
Beethoven era un ser desgraciado, pero supo expresar en su arte la salud y el equilibrio porque no los tenía. Gombrowicz atribuía a esta antinomia la máxima importancia. El artista debe compensar sus desórdenes con la disciplina y el rigor. “Ya es hora de responder a la pregunta: ¿por qué se quiere destruir a Beethoven, por qué se permite cualquier tontería siempre que sea antibeethoveniana?

“¿Por qué se ha urdido una red de alabanzas ingenuas y acusaciones igualmente ingenuas con la intención de ahogarlo? ¿Tal vez porque Beethoven no gusta? Es justamente por lo contrario: porque es la única música que realmente le ha salido bien a la humanidad, la única encantadora”. En el prólogo de “Gombrowicz, este hombre me causa problemas” enuncié el canon del treinta por ciento, canon con el que me manejo para leer.
Ha llegado el momento entonces de que enuncie los tres principios con los que me manejo para escribir, principios que tienen la particularidad de que no se pueden usar al mismo tiempo, o uno u otro, porque son excluyentes. Primero. Nadie lee nada de nada. Segundo. Algunos leen pero no entienden nada. Tercero. Algunos entienden pero se olvidan enseguida.

Una noche charlábamos en el Rex de un problema que tenía cierta importancia, pero de repente yo tomé la palabra y empecé a hablar apasionadamente de una cuestión que carecía por completo de interés: –Gómez, no veo por qué usted habla con tanto entusiasmo de un asunto insignificante; –Vea, Gombrowicz, si hablara sin ningún entusiasmo nadie me escucharía.
Gombrowicz no era muy entusiasta que digamos pero se obsesionaba frecuentemente con temas laterales. “Yo miro esta mesa y me fijo en el cenicero. Si me fijo sólo una vez no pasa nada. Pero si vuelvo al cenicero y lo miro otra vez, entonces me voy a preguntar por qué el cenicero se ha convertido en un objeto más interesante que los demás. Y si vuelvo a mirarlo una tercera y una cuarta vez, el cenicero se convierte en un objeto decisivo (...)”

“Por la repetición de un acto de conciencia se llega a dar una importancia terrible a una cosa que no tiene aspecto de ser tan importante. Esta emboscada de la conciencia tiene una gran importancia en mis obras”. En el segundo intento que hizo con un tipo de historias a las que podríamos considerar al margen de la literatura, valiéndose de un tema de tan poco interés como el de mi charla apasionada en el Rex, utilizó una mano.
Pero mientras yo trataba de despertar la atención de los demás solamente con mi entusiasmo, Gombrowicz lo despierta con la maestría que tiene para sacarle jugo a las mismísimas piedras. La ciencia es un sistema general construido para estudiar los caracteres similares de los fenómenos y sus relaciones, siendo algunos de sus productos de una gran utilidad.

Ninguna persona en su sano juicio puede prescindir de ellos pero hay que tratar de que no se conviertan en un alimento único. La ciencia es, entonces, un conocimiento racional y útil, mientras que el arte es un orden gratuito que busca la distracción y el goce estético. Aunque pudiera parecer lo contrario, los objetos detrás de los cuales van la ciencia y el arte a veces se manifiestan como deseos simultáneos y vehementes en una misma cabeza.
Los milagros son fenómenos sorprendentes de la naturaleza contra los que la ciencia se rompe la cabeza mientras el arte suele tener con ellos una actitud ambivalente. Uno de los lugares preferidos por Gombrowicz para hacer milagros diabólicos era el café Querandí. “Yo miro esta mesa y me fijo en una de mis manos apoyada sobre ella. Si me fijo sólo una vez no pasa nada (...)”

“Pero si vuelvo a la mano y la miro otra vez, entonces me voy a preguntar por qué la mano se está convirtiendo en un objeto más interesante que los demás. Y si vuelvo a mirarla una tercera, una cuarta y una quinta vez, la mano se convierte en un objeto decisivo. Por la repetición de un acto de conciencia se llega a dar una importancia terrible a una cosa que no tiene aspecto de ser tan importante (...)”
“Esta emboscada de la conciencia tiene una gran importancia en mis obras”. La relación que Gombrowicz tenía con los sentimientos lo predispuso desde joven a realizar experimentos, los experimentos que hace con las manos son memorables. Gombrowicz tenía una gran maestría para animar a los seres sin alma. A las diez de la mañana, después de haber escuchado un cuarteto de Beethoven, estaba tomando un café en el Querandí.

El mozo se le acerca y Gombrowicz empieza a ponerle atención a su mano que cuelga silenciosa, secreta y desocupada pero, de pronto, sin saber por qué, sus pensamientos vuelan hacia un árbol que había visto una vez desde la ventanilla del tren. “Sí, me sucede con frecuencia. Observo un árbol. Cuando ya lo he observado una vez, vuelvo a ese árbol, que por esta razón, se hace más fuerte que los demás (...)”
“Es algo que se organiza al margen de mi voluntad, pero creo que a todo el mundo le ocurre lo mismo”. Los árboles y los arbustos le despertaban un especial interés, también es por un arbusto que me pregunta a mí en Piriápolis cuando andaba buscando inspiraciones para “Cosmos”. Pero volvamos al Querandí. La mano del mozo lo había asaltado de repente en medio del silencio.

Al volver a su casa la mano ya no estaba con él, pero una lectura que estaba haciendo de la conferencia de Heidegger sobre Zarathustra le inyectó a la mano una nueva dosis de existencia. La idea que lo llevó nuevamente al café fue la del eterno retorno. Mientras se preguntaba si debía preparar la ropa para lavar, en el mismo momento, ese ser de Nietzsche que venía desde los primeros orígenes hasta las últimas realizaciones, estaba con él.
Un ser representante de la amargura, la furia y el silencio de humanidad. Silencioso como la mano del mozo. ¿Qué estaría haciendo la mano en el Querandí mientras Gombrowicz estaba en casa? Si dejara de pensar en la mano del mozo la mano se disiparía en la facilidad de la nada, pero la mano volvía a él porque el había vuelto a ella con Nietzsche, y un poco después con la mano del Embajador de Polonia con quien estaba conversando ahora.

Miraba esa mano diplomática apoyada el brazo del sillón, pero no era ésa la mano, sino aquella otra abandonada allá en el Querandí, como un punto de referencia. Gombrowicz empieza a tener miedo del diablo, un sentimiento extraño para un incrédulo como lo era él, pero la presencia del mal convertía su ser en una existencia azarosa, inquietante y susceptible del diabolismo.
Le resultaba difícil aceptar cualquier tipo de certeza en un asunto en el que la falta de datos tenía el mismo significado que su abundancia. Su propia mano descansaba tranquila en el bolsillo, también descansaban tranquilas las manos sobre las rodillas de los automovilistas que corrían en sus coches. ¿Y la mano del Querandí qué estaría haciendo? Estaba vagabundeando en la periferia de sus límites en busca de no se sabe qué.

¿Y si Gombrowicz de repente se arrodillara ante la mano? Sería un intento fallido, como siempre, de construir un altar cualquiera. Una desesperación por agarrase de algo, de la mano del mozo del café Querandí. Más tarde, en el restaurante Sorrento, se le acercó el mozo, también con una mano desocupada igual que en el Querandí, una mano que sólo era importante porque no era aquélla.
Está adorando un objeto que él mismo enaltece. Se arrodilla frente a un objeto que no tiene derecho a exigir que se postren ante él. El ponerse de rodillas sólo depende de Gombrowicz. Escogió esa mano del Querandí para agarrarse de algo, para tener un punto de referencia. Pero no quiere que la mano haga algo con él, o de él. Ya es de noche, llega a un café de Lavalle y San Martín.

Discute conmigo sobre el tema de Raskólnikov. Su punto de vista es que en “Crimen y Castigo” no existe un drama de conciencia en el sentido clásico de la palabra. El juicio de Raskólnikov no es de su conciencia, es un juicio surgido de un reflejo, un juicio de espejo. Este tipo de reflejo se convierte también en un mecanismo que nos lleva a decir lo que nos pasa por la cabeza.
Esta conciencia de espejo es como fijar la mano del Querandí en alguna parte, fuera de nosotros, por la fuerza de un reflejo. Así como se construía la conciencia de Raskólnikov, se le estaba construyendo esa mano a Gombrowicz. Esa mano se ha convertido en un parásito, ahora se está alimentando de Dostoievski, no parará hasta chupar de Gombrowicz todas las palabras que necesite.

Llegó la medianoche, habían pasado catorce horas desde el comienzo de la aventura. ¿Dónde estará la mano en ese momento? ¿Todavía en el Querandí? ¿Descansará en alguna almohada y se habrá puesto a dormir? “Me pareció tranquila al verla por primera vez en el Querandí... , pero se ha vuelto cada vez más posesiva... , y yo mismo ya no sé qué es la que podría frenarla allá, en la periferia... , donde está mi límite”



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viernes, 16 de julio de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, LOS PERROS, LA TIBIEZA Y LA RISA

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ, LOS PERROS, LA TIBIEZA Y LA RISA



“Durante diez años no se es nadie, durante dos se es importante, después de lo cual, en virtud de una disposición cultural, uno se convierte en autor de golosinas literarias, por lo demás, bastante buenas. Este por lo demás es lo que más me inquieta. Quizás me gustaría más que ellos callasen sobre mí de una forma tajante, salvaje, como ocurría hasta hace poco, que me quemaran en la hoguera o que me ahogaran en un retrete (...)”
“El arte, como es bien sabido, sólo teme una cosa: la tibieza. Pero ellos proceden... de manera culturalista. Con una planificación. Se puede alabar un poco, cómo no, para que no parezca que reine el terror..., pero no demasiado. Este un poco mata como un veneno aplicado en pequeñas dosis. Los perros se mordisquean en la canícula”. Gombrowicz utiliza a los perros para burlarse del gran enemigo del arte que es la tibieza y para provocar la risa.

Hace más o menos dos lustros, Eugenio Noworyta, mejor dicho, el Camaleón, por aquel entonces Embajador de Polonia en la Argentina, en el medio de una conferencia muy seria que estaba dando en el Centro Naval de Buenos Aires, relató la historia del encuentro de dos perros, uno checo y el otro polaco. Los pichichos se encuentran en la frontera, el perro checo está bien alimentado y va camino de Polonia.
Al perro polaco se le ven las costillas y va camino de Checoslovaquia: –¿Adónde vas, pregunta el perro checo; –Voy y a ver si puedo comer algo, ¿y vos?; –Voy a ver si puedo ladrar un poco. Porque les damos de comer y por su instinto altruista los perros polacos, los perros checos y todos los demás perros del mundo han llegado a tener un gran afecto por nosotros.

Dostovieski dice que no hay hombre por más ruin y miserable que sea que no lo pueda querer un perro o una mujer. Los terratenientes tienen en general una buena relación con los animales, a Gombrowicz lo alcanzan las generales de la ley, es una predisposición que paradójicamente humaniza el carácter de los hombres, como también le ocurría al Dandy, es decir, a Bioy Casares.
Gombrowicz era muy tierno con los gatos y con los perros. En cierta oportunidad en que le había pedido ayuda a dos jóvenes señoritas para pasar al francés la versión española de “El casamiento” les pagó con siete gatitos que había encontrado en la calle; también dio muestras de una gran congoja cuando murió el perro de Frau Schultze, la encargada de la pensión de la calle Venezuela.

Un canon que aparece en los diarios y que Gombrowicz utilizaba sistemáticamente era el de hacer seguir la ligereza a la seriedad y viceversa, para satisfacer este principio a veces recurría a los perros. Cuando apareció “Ferdydurke” en la Argentina Gombrowicz se convirtió en el editor de una revista literaria a la que le puso el nombre de “Aurora”, se tiraron cien ejemplares del primer número que, lamentablemente, también fue el último.
Era un panfleto humorístico, una sátira en la que se burlaba a la manera estudiantil de Borges, Capdevila, Larreta, Barletta y Victoria Ocampo, un libelo en el que observé por primera vez cómo Gombrowicz separaba el texto en partes con anuncios publicitarios caninos. “Un perrito blanco lanudo, y bien alimentado”; “Se busca perro grande para achicarlo”; “Un perro lindo y grande con cachorros y dos perras”.

Gombrowicz pasaba así de la seriedad de la aparición de “Ferdydurke” en el continente Sudamericano, a la ligereza de las intervenciones caninas. Es indudable que con esta intervención de los perros Gombrowicz nos quiere provocar la risa. Después de una memorable intervención de carácter intelectual en una charla magistral que había dado a los estudiantes de Santiago del Estero, aparecen unos perros.
Estos perros le dan título a una serie de pensamientos bastante serios. Se refiere a los abogados y a los ingenieros, a los que ve como naturalezas vulgares condenados únicamente a la ciencia, todo lo demás era para ellos una tomadura de pelo de la que tenían que defenderse para no ser engañados. Se refiere también a sus alumnos de filosofía a quienes previene de su falta de seriedad.

Él era un bribón al que le gustaba divertirse y burlarse de los alumnos y de sus enseñanzas. Cuenta además que su exceso de inteligencia e imaginación lo llevaba a la estupidez puesto que nada resultaba para él demasiado fantástico, y que el arte sólo le teme a la tibieza, un apotegma fundamental en las concepciones de Gombrowicz. Y por último saca la conclusión de que tiene poca resistencia para sus angustias.
Esta debilidad le dificulta la entrada a un ascensor o la subida a un tranvía. La imaginación le hace aparecer los tormentos del momento con un aspecto insignificante, antes de llegar a ser verdaderos tormentos. Esta manera de acercarse al dolor, piensa Gombrowicz, corroe la importancia del dolor como los gusanos a la madera. A cada una de estas reflexiones más o menos serias las acompaña con sendas publicidades para perros.

“Perrito mojado o sólo húmedo a elegir”; “Perrito blanco, sabroso, bien nutrido”; “Cambio perro negro mordedor por dos viejos”; “Perro mojado y gordinflón”; “Los perros se mordisquean en la canícula”. En ese panfleto humorístico al que dio en llamar “Aurora” también utiliza a los perros para atacar la responsabilidad por la palabra. El escritor Hipólito Alonso Pereiro estaba escribiendo a máquina la primera página de su novela.
En este relato un mucamo le pregunta a la señora si había ordenado llamar el coche. Cuando Matilde, la señora, le estaba diciendo que sí, pero que no había ningún apuro, en vez de pero, y por error, a Pereiro le salió perro. Un escritor con menos fuerza de carácter hubiera corregido el error, pero Pereiro era consciente de su misión y aceptó con responsabilidad la palabra que había escrito: –¡Perro, insolente perro!

Y esta respuesta de Matilde obligó al pobre Pereiro a modificar la respuesta del mucamo: –Si yo soy un perro, entonces usted, señora, es una pera. Este nuevo error que se le deslizó en el teclado de la máquina, pues en vez de perra escribió pera, lo obligó a cambiar otra vez : –Si yo soy un perro, entonces usted es una pera perra, una perra pera para mí, señora, porque sepa que a mí me gusta la bruta.
Quiso decir fruta pero ya era tarde: –¡Ah, soy bruta, que me muerda si yo soy bruta! Había querido decir muera: –¿Morderte? ¡Con pusto!; –¡Infame, sos coco!; –¡La Coca-cola es usted!; –¡Lococo!; –¡Co-coco, cocococo! A veces la burla prescinde de la intervención directa de los perros en diversos pasajes de los diarios, pero un poco antes o un poco después aparecen los pichichos.

“Cuando abordo la crisis del arte, no es porque, siendo yo mismo artista, la sobrestime, sino porque creo que ilustra la crisis de la forma humana en general... Georges Girreferést-Prést ha llegado procedente de París. Ayer estuve con él en la Fragata... Café. Coñac. Me explicó lo que le habían explicado..., anécdotas y chismorreo recogidos por ahí, ya algo rancios, referentes a la inmediata posguerra (...)”
“Es difícil comprobarlo, sólo Dios sabe cómo fueron las cosas realmente... No obstante, todo esto proyecta una luz extraña sobre la historia del pensamiento sartreano”. Como si hubiera presentido la invitación que poco después le haría la Fundación Ford, Gombrowicz se prepara para llegar a Francia. Un poco antes de abandonar la Argentina relata un encuentro en la Fragata con un tal Georges Girreferèst-Prést recién llegado de París.

El hecho de que la falta de seriedad fuera, a juicio de Gombrowicz, tan importante para el hombre como la seriedad explica el porqué, a pesar de su conflicto tan agudo entre la vida y la conciencia, no se refugió en ninguno de los existencialismos contemporáneos. La autenticidad y la inautenticidad de la vida le resultaban a Gombrowicz igualmente preciosas.
La insuficiencia y el subdesarrollo tenían para él la misma importancia que las grandes categorías de la existencia humana. Georges Girreferèst-Prést le cuenta a Gombrowicz en la Fragata que Sartre, cuando todavía era muy joven, acostumbraba a pasear por la avenue l’Opéra a las siete de la tarde, la hora de más tráfico. Sartre le había dicho que la percepción del hombre a una distancia tan corta actúa como una amenaza física.

Debido a la cantidad de hombres que también paseaban, el hombre le resultaba enormemente próximo y terriblemente lejano. Esta apretujada masa no humana de hombres condicionaba el pensamiento del joven Sartre, empieza a buscar entonces un sistema solitario para la actividad de su conciencia, y se refugia, le dice, en sí mismo, se aísla herméticamente de los demás, cerrando la puerta del propio yo.
Paradójicamente, esta soledad había nacido de la multitud. Cuando la idea de la soledad se instaló en él, advirtió que su soledad iba a encontrar resonancia en miles de otras almas. La cantidad parecía seguir formando parte de la idea que derivaba de ella: la soledad. Pero la filosofía y la cantidad son antinómicas, la conciencia y el hombre concreto no pueden alimentarse con la cantidad, sin embargo, se estaban alimentando con ella.

El sistema de Sartre en su fase inicial proclama sencillamente que yo soy yo de manera impenetrable para los otros, como una lata de sardinas; los otros no existen. El miedo que le produce esta idea no está solo, lo ve multiplicado por la cantidad de aquellos a los que puede haber convencido con la idea. No podía seguir adelante con este pensamiento que se comía la cola.
Debía pues volver a reconocer, mejor dicho, debía volver a construir al otro, pero cuando termina de construir al otro empieza a sentir sobre sí mismo la mirada de ese otro. Y ese otro, determinado y construido por Sartre, no tenía nada que ver con el hombre concreto, ese otro al que tenía que reconocerle la libertad, era al mismo tiempo un objeto. Sartre se encuentra cara a cara, le dice Girreferèst-Prést a Gombrowicz, con la cantidad.

La cantidad en toda su plenitud, con todos los hombres posibles, con el hombre en general, y él, que de joven se había asustado de la multitud parisina, se las está viendo con todos los individuos. Estaba solo frente a todos. A pesar de este panorama terrible no se asusta y se pone sobre los hombros la responsabilidad por todos los hombres. Pero esta plenitud se le viene a mezclar nuevamente a Sartre con una cantidad relacionada ahora con su obra.
La cantidad de ediciones, de ejemplares, de lectores, de comentarios, de ideas derivadas de sus ideas, y variantes de estas variantes. “Entonces, me dice, lo vi acercarse a Sartre a un cristal empañado y escribir con el dedo: Nec Hercules contra plures”. La bancarrota era completa, Hercules no puede contra todos, pero como esa bancarrota estaba dividida por millones a causa de la cantidad, la bancarrota se empequeñecía.

Se achicaba justamente gracias a la cantidad, en medio del caos y de la confusión donde nadie sabe nada, nadie entiende nada, donde se parlotea y se habla sin ton ni son, y donde todo acaba en nada. El humor de este pasaje que escribe Gombrowicz en los diarios es un tanto serio, como también lo es el humor de aquellos otros en los que asoman la cola los perros.
Y otra vez tenemos que decir que esta historia no tendría nada de particular si no fuera porque esa conversación con el francés en la Fragata nunca existió, y no existió porque no existía el francés. Hay varias maneras de comprobarlo, la más sencilla consiste en descubrir que cada vez que nombra al francés, siete veces en total, lo hace de una manera diferente, variando las letras y el tipo de acento.

Es decir, en este caso no sólo se está burlado del lector, como lo hizo con Siegrist, una narración en la que sólo se provoca la risa así mismo porque el lector no sabe que se está burlando, sino que también le da pistas al lector para que sepa que se está burlando de él, para que nos riamos todos como nos reímos cuando aparecen los perros. Sin embargo, las reflexiones son atinadas y están de acuerdo con su manera de pensar.
Reír resulta agradable porque nos satisface el triunfo del conocimiento intuitivo, la forma natural del conocimiento inseparable de nuestro ser animal, sobre el pensamiento abstracto. Nos agrada comprobar que el pensamiento es incapaz de comprender todas las variantes que presenta la realidad, es placentero ver perder a la razón de vez en cuando, un dominio severo, perpetuo y molesto.

Gombrowicz mezcla la seriedad con la ligereza para hacernos reír a nosotros y para provocarse la risa a sí mismo.




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miércoles, 7 de julio de 2010

WITOLD GOMBROWICZ Y LA SINCRONIZACIÓN

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ Y LA SINCRONIZACIÓN


Es muy difícil pensar en el determinismo en cualquier campo que sea después del broche de oro que le puso Laplace. Este matemático francés coronó el pensamiento causal afirmando que podemos mirar el estado presente del universo como el efecto del pasado y la causa de su futuro. Ni siquiera la física cuántica se libra del demonio de Laplace, un demonio tan poderoso que lo obliga a Einstein a decir que Dios no juega a los dados.
Hasta la cabeza de Gombrowicz era zarandeada por el demonio de Laplace. “Leo los diarios con pasión, me atrae el abismo de la vida ajena, aunque esté adornada o incluso tergiversada; en cualquier caso es un caldo hecho a base de realidad y me gusta saber que, por ejemplo, el 3 de mayo de 1942 Bobkowski enseñaba a su mujer a ir en bicicleta en el bosque de Vincennes (...)”

“¿Y yo? ¿Qué hice ese día? Ya veréis, o más bien no veréis: dentro de doscientos o mil años surgirá una nueva ciencia que establecerá las relaciones de tiempo entre los individuos, y entonces se sabrá que lo que le ocurre a uno no deja de tener relación con lo que le ha sucedido simultáneamente a otro... Y esta sincronización de la existencias nos abrirá nuevas perspectivas..., pero basta...”
“Descubro en los diarios de Bobkowski, en el transcurso de los años 1940-1944, la incubación de los mismos sentimientos que me invadían a mí cuando estaba madurando el esbozo de ‘Transatlántico’”. Bobkowski, tanto como Gombrowicz, quiere liberarse de Polonia pero también de Francia, pues a lo largo de los siglos se había convertido en el complejo de los extranjeros.

“La importancia histórica de las confidencias de Andrzej Bobkowski consiste en que en ellas ya aparece la firme voluntad de destruir el mito, y al igual que ataca a Polonia también se lanza con furia contra Francia. Aparece un acento difícil de precisar que deja entrever que el romance con Polonia y con Francia ha concluido para siempre y que sólo queda pasar las cuentas (...)”
“Este tono y este acento son para mí tanto más valiosos cuanto que los encuentro en unas notas que hacen referencia a la vida cotidiana y a acontecimientos corrientes”. Pero volvamos al asunto de la sincronización de las existencias. La nueva ciencia surgida para la sincronización de las existencias crearía un campo donde los sucesos estarían completamente definidos, y esta es una cuestión que tenía que sobresaltar a Gombrowicz.

“Mi novela ‘Cosmos’ es capaz de angustiarme, y hasta de asustarme. ¿Por qué? Porque a lo largo de mi vida me he forjado una sensibilidad especial hacia la forma, y, verdaderamente, el hecho de tener cinco dedos en la mano me da miedo. ¿Por qué cinco? ¿Por qué no 327.584.598.208.854? ¿Y por qué no todas las cantidades a la vez? Y en definitiva, ¿por qué dedos? (...)”
“Para mí no existe nada más fantástico que el estar ahí, y ahora, y el ser tal, definido, concreto, éste y no otro?”. Sin embargo, el demonio de Laplace es paradójico. Si mis acciones determinan inexorablemente el futuro, soy responsable de todo lo que ocurrirá en el mundo. Pero si mi propia vida está regida por circunstancias que escapan a mi control, entonces, no soy responsable de mis acciones.

“Cosmos” es la obra más abstracta de todas las que escribió Gombrowicz, y es por ella que recibió el “Formentor”, es decir, el Premio Internacional de Literatura. Las relaciones que Gombrowicz tenía con la abstracción, especialmente con la matemática que es su forma más pura, se pusieron de manifiesto muy tempranamente. “Volvió a repetirse lo mismo, desgraciadamente, en el examen escrito de matemáticas (...)”
“Mi falta de talento en esta materia se dejó ver con toda claridad. Ataqué el problema de trigonometría con la bravura de un suicida y, para mi mayor sorpresa, lo resolví en diez minutos. Todo iba como la seda: bastaba sumar unas cuantas cifras y ya estaba listo. Pero yo sabía que era demasiado hermoso para ser cierto y me dispuse a buscar, horrorizado, otras soluciones (...)”

“Pero no había nada que hacer, cada vez, como un tren sobre una vía muerta, llegaba a la misma solución sencilla, clara, deslumbrante por su evidencia. Por fin sucumbí, no pude resistirme más a la evidencia y, presa de los peores presentimientos, entregué el trabajo. Sabía que me iban a poner un cero pero, ¿qué podía hacer si no existía mancha ninguna en mi obra? (...)”
“Sí, un cero en trigonometría, un cero en álgebra, un cero en latín: tres ceros coronaron mis esfuerzos. Parecía que no tenía salvación”. La naturaleza de “Cosmos” tiene sin embargo una extraña relación con la ciencia de matemática, especialmente en los desarrollos de series y en el análisis combinatorio, un asunto que ha despertado el interés, entre otros, de Gilles Deleuze.

Gilles Deleuze habla de Gombrowicz en un curso que da sobre la confrontación entre Whitehead y Leibniz como un ejemplo del escritor que sale del caos haciendo series. Para Deleuze, “Cosmos” es el desorden puro del que Gombrowicz sale organizando dos series diferentes, la de los ahorcados y la de las bocas. Después habla de la tonalidad afectiva fundamental de Leibniz y de la de Descartes.
La tonalidad afectiva fundamental de Cartesius vendría a ser la sospecha. La filosofía es para Deleuze el arte de formar, de inventar y de fabricar conceptos, una idea realmente interesante. “Sólo hay una manera de salir del caos, haciendo series. La serie es la primera palabra después del caos, es el primer balbuceo. Gombrowicz hizo una novela muy interesante que se llama ‘Cosmos’ (...)”

“En esta obra se lanza, como novelista, en la misma tentativa. ‘Cosmos’ es el desorden puro, es el caos, ¿cómo salir del caos? La novela de Gombrowicz es muy bella, muestra cómo se organizan las series a partir del caos, sobre todo hay en ella dos series insólitas que se organizan. Una serie de animales ahorcados, el gorrión ahorcado y el pollo ahorcado, y una serie de bocas (...)”
“Estas series se interfieren la una con la otra y poco a poco trazan un orden en el caos. Es una novela muy curiosa que uno no hubiera terminado de leer si es que no se hubiera metido de cabeza dentro de ella”. El asunto de la sincronización de las existencias para salir del caos, como piensa Deleuze, aparece claramente en los diarios de Gombrowicz cuando se refiere al período 1940-1946.

Aquí descubre el intento de Bobkowski de liberarse de Polonia y de Francia, pero el paroxismo de esta sincronización lo alcanza en “Cosmos”. De las cuatro narraciones que integran la novelística de Gombrowicz “Cosmos” es la más extraña de todas. La historia comienza cuando el protagonista se va de la casa de sus padres en Varsovia, estaba harto de toda la familia.
Se dispone pues a tomar unas vacaciones, a preparar un examen y a disfrutar del cambio de aire. Mientras estaba buscando una pensión barata se encuentra con un amigo que también está huyendo, pero no de sus padres sino de su jefe. Muy cerca de la casa en la que finalmente alquilarán un cuarto aparece la primera anomalía de este relato, un acontecimiento extraño.

Alrededor de este acontecimiento el joven estudiante empieza a armar la trama de un misterio que va creciendo. En el medio de unas matas ven un gorrión, no era un gorrión común, era un gorrión que estaba colgado de un alambre fino enredado en la rama de un árbol, un descubrimiento a primera vista inexplicable pues no tiene sentido ahorcar a un gorrión y luego colgarlo, por lo menos un sentido racional y coherente.
Los problemas con el jefe de la oficina del amigo y los del joven estudiante con su padre los predisponen a exagerar el significado de algunos hechos sin importancia. Los atiende una mujer cuarentona y regordeta cuya boca no es normal, y ésta es la segunda anomalía en la que pone atención el protagonista. La boca estirada le enroscaba el labio superior, la frialdad reptiloide de ese labio lo excitó de inmediato.

Era un oscuro pasadizo que conducía a un pecado carnal gelatinoso y viscoso, como si fuera una vulva. La dueña de la pensión, también rechoncha, les muestra la casa y en la cama del primer cuarto que abre estaba acostada su hija sobre un colchón sin sábanas, el muslo de una de sus piernas quedaba destacado contra el elástico metálico pues el colchón se había deslizado.
Un muslo muy atractivo que lo hace arder al instante al estudiante impresionándolo tanto como el labio de la posadera. En la cena, Leon, el dueño de la posada, les comunica con un lenguaje jocoso y extravagante que él está a disposición de su esposa, que hace pequeños trabajos en la casa, les recomienda la crema que prepara su esposa y asegura que el intelecto de los jóvenes podrá hacer cuanta pirueta ansíen.

A su lado estaba Lena, la hija, serena como un lago. La posadera Katasia le alcanzó a Lena un cenicero cubierto con una redecilla de alambres, y aquí se dispara la tercera anomalía. La malla del cenicero se le asoció al elástico de la cama con el muslo, y el labio vulva de Katasia con la boca entreabierta de la hija, en ese momento se le despertó una pasión enfermiza.
Era la primera noche, no quería dormir pero tampoco quería levantarse, como Fuks no estaba en el cuarto se imaginó que había ido a ver al gorrión, el gorrión crecía, se volvía más importante de lo que era, ya era un personaje capaz de recibir visitas. En medio de la noche se encontró en el corredor de una casa ajena en mangas de camisa, una situación que se le asociaba con el erotismo.

La situaión se le deslizaba hacia la sexualidad como el escurrimiento de la boca vulva de la posadera. En el cielo y en el jardín trazaba líneas imaginarias buscando figuras y formas, los objetos del jardín se ponían unos tras otros como los labios de Katasia tras los de Lena que, en su imaginación, estaban más unidos que en la mesa. No tenían nada en común pero existían unos en relación con los otros.
Existían como en un mapa cada ciudad existe en relación con las otras. La intensidad de las estrellas se le asoció con la intensidad del gorrión ahorcado, y el gorrión se le asoció con las bocas, pero el gorrión no se dejaba situar en el mismo mapa de las bocas, se hallaba afuera, pertenecía a otro mundo. Cuanto menos se justificaba su pertenencia a este mundo más se volvía significativo que lo observaran de esa manera.

Y al día siguiente otra vez llegó la hora de la cena. Lena estaba casada, su esposo llegó mientras comían, la hija se había transmutado totalmente por la llegada de aquel hombre que conocía los movimientos más secretos de aquellos labios. Ludwik estaba bien formado, era apuesto, inteligente y arquitecto pero, ¿qué le hacía él a ella y ella a él cuando estaban juntos sin nadie que los viera?
Ver a un hombre frente a la mujer que nos interesa es desagradable pero lo peor es que se vuelve objeto de nuestra curiosidad y entonces tratamos de adivinar sus gustos ocultos a través de esa mujer aunque eso nos produzca asco. Desplegaban la ternura cortés de los matrimonios jóvenes, las búsquedas pasionales y llenas de repulsión del protagonista debían limitarse a la mano de Ludwik que yacía sobre la mesa cerca de la mano de Lena.

Se torturaba imaginado de qué manera la tocaría. Doña Bolita estaba escandaliza con lo del gorrión, pensaba que era una maldad de chicos. Llegó Katasia para llevarse los platos y su boca vulvosa apareció cerca de los labios entreabiertos, suaves y limpios de Lena, el joven estudiante no quiso mirar para no influir en nada, para que el experimento resultara objetivo.
Ludwik dijo que una semana atrás había visto un pollo ahorcado pero unos días después había desaparecido. Leon tarareaba su tiru-liru-lá, fabricaba bolitas con migas de pan y las acomodaba en hilera sobre el mantel para observarlas. Lena era maestra de idiomas y llevaba dos meses de casada, la posadera era sobrina de doña Bolita y había que operarla y coserla nuevamente para arreglarle la boca.

Leon tomaba sal con la punta del cuchillo y la depositaba sobre una bolita mientras pedía más rábanos y crema. Fueron varios días de retazos de todo. Una noche los ojos del protagonista tropezaron con un clavo de la pared, del clavo pasó al armario y del armario al techo donde había una raya que parecía una flecha. Era una flecha. Cansado miró una botella con un corcho en el cuello y descansó en el corcho hasta que se fueron a dormir.
En la cena la flecha no era más ni menos importante que las demás cosas pero cuando el joven se pone a narrar la historia de sus vacaciones extrae de la misma historia la configuración del futuro poniendo a la flecha en primer plano. La conclusión que saca es que no podemos entrar en contacto con nada en el momento de su nacimiento, y que si hubiéramos salido del caos nunca entraríamos en contacto con él.

Es una reflexión análoga a la que Gombrowicz hace sobre la inmadurez, la inmadurez desaparece cuando intentamos definirla y darle forma. Katasia los despertaba con el desayuno, la impropiedad de su boca vulva se le prolongaba, ese momento le quedaba grabado durante el día entero manteniéndole viva la asociación bucal en la que se había enredado con tanta obstinación.
Mirando el techo del cuarto los dos amigos ven una flecha que el día anterior no estaba ahí. Esa flecha se les asocia con la del comedor y deducen que les está indicando una dirección. El protagonista sueña con la mano de Lena, en la noche anterior le había parecido que al posar disimuladamente su mirada sobre esa mano la mano había temblado. Estaba realmente agotado.

Quizás, si no hubieran tenido tantos problemas con los padres y con el jefe, no le hubieran dado tanta importancia a los detalles pequeños, pero, una cosa trae la otra. Decidieron investigar a dónde apuntaba la flecha del cuarto con la seguridad de que si alguien los espiaba desde la casa, ése sería el que había entrado al cuarto para grabar en el techo la línea que formaba la flecha.
Con alguna dificultad y muchos trabajos siguieron la dirección y encontraron la cuarta anomalía de la historia contra uno de los muros del jardín: un palito de dos centímetros de longitud colgaba de un hilo blanco del mismo tamaño, el palito quedó intensificado de inmediato por el gorrión. Era difícil dejar de pensar que alguien por medio de esa flecha no los hubiera dirigido hacia el palito colgado para que lo asociaran con el gorrión.

Algo parecía unir resbalosamente a todos esos elementos que deseaban ordenarse de acuerdo a una idea, pero, ¿qué idea? El protagonista hubiera aceptado a todas esas asociaciones como una simple casualidad si no fuera por la anomalía de la boca de Katasia que se le juntaba con el palito y el gorrión, una cueva oscura y absorbente, una boca vulva muy atractiva pues tras ella se asomaba la boca entreabierta de Lena.
Leon contaba que en el banco se llevaba muy mal con la secretaria del presidente, que esa arpía lo acusaba de escupir en el cesto de basura. Esta historia del dueño de la posada nos hace recordar a una historia parecida de Gombrowicz en el Banco Polaco que tenía ese mismo problema con Helena Zawadzka Ryttel, la secretaria del presidente Juliusz Nowinski.

Tiru-liru-lá, treinta y siete años de vida matrimonial, la mano de la hija, relajada, pequeña, color café y cálidamente helada, unida por la muñeca a otras blancuras del brazo que el joven no miraba y, otra vez, una contracción perezosa de los dedos, ¿tenía algo que ver esa contracción con el protagonista? Cuando había terminado la cena Fuks pide un hilo y un palito para usarlo como compás.
Los pedía nada más que para hacerle saber al bromista, si es que existía, que habían descubierto la flecha en el techo y el palito colgado del hilo. Entre el pájaro y el palito el protagonista se sintió en medio de dos polos, y la reunión de los que estaban sentados a la mesa se le presentó como una función particular de aquella relación, una extravagancia que le abría las puertas a la otra extravagancia, a la de las bocas.

Katasia le pasó el cenicero a Lena. El estudiante sintió inmediatamente el impacto de la asociación de los labios fríos y deformes con aquellos otros puros, y de la redecilla metálica del cenicero con el muslo de Lena, la combinación se le debilitaba e intensificaba a cada momento y lo conducía a contradicciones sobre la verdadera naturaleza de la hija de doña Bolita y de Leon.
Virginidad perversa, timidez brutal, boca entrecerrada y abiertísima, vergüenza impúdica, fuego helado, embriaguez sobria. El pedazo de corcho pegado a la botella hacía lo posible por destacarse y pasar a primer plano. Fuks seguía investigando y descubrió una vara cerca del palito, la vara señalaba el cuarto de Katasia, aprovecharían el domingo para escudriñar en el cuarto de la posadera.

En la cena el yerno lo desafía al suegro con un problema de combinaciones matemáticas, parecía que las combinaciones de Ludwik estaban en relación con las combinaciones que lo desvelaban al protagonista pues no lograba saber si no era él mismo el autor de las combinaciones que se combinaban a su alrededor. Se empezó a imaginar que Lena, en cuerpo y alma, tendía hacia él, tensa en un deseo íntimo, secreto.
En el cuarto de la posadera encontraron una fotografía de Katasia con la boca sencilla y pura, una respetable señora que se había herido el labio superior en un accidente automovilístico, los jóvenes no eran entonces más que un par de lunáticos perversos. El estudiante vio la ventana iluminada de Lena y corrió hacia allá, quería verla en la intimidad de su cuarto.

Subió a la rama de un árbol y vio que Ludwik le estaba enseñando una tetera, quedó aniquilado, la tetera era algo que estaba fuera del mundo, ella estaba sentada en una silla con una toalla de baño sobre los hombros y él, de pie, le enseñaba una tetera que tenía entre las manos. Se quitó la toalla, estaba sin blusa, vio la desnudez de sus pechos y brazos, empezó a quitarse las medias.
Ahora sabría como era: degenerada, perversa, sucia, untuosa, sensual, casta, tierna, pura, fiel, fresca, graciosa o coqueta. Ya mostraba los muslos. Ludwik apoyó la tetera en un anaquel y apagó la luz. Nunca sabría cómo era. Bajó del árbol y observó que en la balaustrada estaba echado el gato de Lena, lo agarró por el cuello y empezó a ahorcarlo con todas las fuerzas, el gato quedó muerto.

Tenía que esconderlo, recordó que en el muro del jardín había un gancho, ató una cuerda al cuello del gato y lo colgó; colgaba como el gorrión y el palito. Entró a su cuarto y cayó dormido. Se estaba abriendo paso hacia la hija ahorcando a su gato, Katasia decía que era una canallada y Lena se había puesto más bella por la vergüenza, servía para el amor, pero para nada más.
Por eso se avergonzaba del gato, sabía que todo lo que se refería a ella debía tener un sentido amoroso y aunque no sabía quién se ocultaba detrás de esa maldad se avergonzaba del gato porque era suyo y se refería a ella. Pero su gato era también del que acababa de ahorcarlo. El gato lo había llevado del anverso al reverso de la medalla, hacia el círculo donde se producían los misterios.

Era el mundo de los jeroglíficos, le daban ganas de reírse viéndolo a Fuks buscando alguna pista. Cuando salieron del cuarto de Katasia doña Bolita clavaba algo con fuertes golpes de martillo en un tronco del zaguán. Lena les explicaba que la madre tenía crisis y tomaba lo que fuera para desahogarse, y los golpes que habían seguido a los de la madre los había dado ella para hacerla entrar en razón.
Leon empezó a insinuar que Bolita había matado al gato, el joven sabía que no, pero María o el mismo Leon podían haberlo matado. Doña Bolita dice que para esa maldad que le hicieron a su hija sólo existe una explicación pasional, y deja flotando en el aire la sospecha de que podría haberlo hecho alguno de los dos jóvenes. Fuks acusa el golpe y comenta que el día de su llegada el gorrión ya apestaba bastante.

No sabía si deseaba acariciar a Lena, o torturarla, humillarla, o adorarla. Si deseaba porquerías o deleites celestiales, revolcarse con ella o pasarle fraternalmente el brazo sobre los hombros. Ella pesaba en su conciencia, se le parecía a una sonámbula arrastrando la desesperación como una larga cabellera. Pocos días después emprendieron una excursión a las montañas.
Mientras el sistema gorrión, palito, gato, bocas, mano estaba todavía en vigencia, una corriente de aire nuevo entró en escena. Los acompañaban dos matrimonios de recién casados amigos de Lena. Leon les comentaba que iban al encuentro de un panorama maravilloso que había descubierto hacía veintisiete años. El padre buceaba en el pasado y el protagonista en los enigmas del presente con la misma intensidad.

Esta coincidencia aparecía como una réplica del mundo que había quedado en la posada. De aquel paseo extraordinario Leon había traído una vara, y otra vez un eco, el eco de la vara que les había señalado el cuarto de la posadera. La casa había quedado al cuidado de Katasia; en una pensión del camino recogieron a una de las parejas, Lulo y Lula, que comenzaron a lulear a todo pulmón y convirtieron a la reunión en algo más vivo.
Hasta Lena y Ludwik sucumbieron al lulear de lo Lulos. Encontraron a un sacerdote sentado en una piedra al lado del camino, algo fuera del mundo, como la tetera de allá, y otro eco más. Los secretos de las bocas y del ahorcamiento del gato eran sólo del protagonista, pertenecían entonces a los dos círculos, el interior y el exterior. El sacerdote provenía del exterior, era superfluo y absurdo.

La irritación que le producía al joven era tan violenta y peligrosa como la que le había producido el gato. ¡Cuidado, señor cura!, un loco anda suelto. Una réplica más del mundo de la posada. Los Lulos se excitaron cuando vieron a los Tolos, la otra pareja. Tolo era capitán, un caballero hasta la médula, la Tola pertenecía al género de mujeres que no desean ser admiradas porque eso no les corresponde, una extraña soledad carnal.
El Tolo bebía con la frente bien alta para dar a entender que nadie tenía derecho a poner en duda su amor por la Tola. Los Lulos, con el aire más inocente del mundo, observaban lo que ocurría como un par de tigres sedientos de sangre. El eco, ellos permanecían ahí pero como eco de las cosas de allá. Tiru-liru.lá, la eterna cantinela de Leon que de repente exclama: ¡Berg!,

Mientras tanto le explica a doña Bolita que no es nada, que es un viejo cuento de judíos que algún día le iba a contar. El joven se encontró repentinamente a cinco pasos de Lena, ella le habla con tono lulesco y él le pregunta dónde está ese panorama tan bello del que les habla el padre. No era ella, ella se había quedado allá, en la casa, ni tampoco el protagonista estaba ahí, por eso la presencia de ellos era cien veces más importante.
Eran símbolos de ellos mismos. Cuando volvió la cabeza Lena ya no estaba. Leon sentado en un tronco le cuenta que había trabajado treinta y dos años y que las historias del gorrión y el palito eran para él fruslerías, que lo importante era la fiesta, que en la fiesta iba a bergar con el berg. De aquí en adelante Leon utiliza la raíz berg, a la que conjuga y declina de varias maneras diferentes.

Se vale del berg para referirse especialmente a los órganos y a las funciones sexuales. El protagonista quiere escaparse pero no lo deja, le cuenta que la esposa no sabe que el juega en la mesa con el berg, que berguea con el bemberg. Le ruega que se quede, que le va a decir algo que le interesa pues lo veía como un buen bembergador, que lo había admitido en su casa porque estaba bembergando con el berg a su hija Lena, a escondidas.
Sabía que le gustaría embergarse bajo sus faldas a pesar del matrimonio que tenía con Ludwik, como el amanberg número uno, que no le dijera una palabra a nadie porque en caso contrario se vería obligado a echarlo de casa. Acto seguido le comunica que no los había arrastrado hasta ese sitio para ver un panorama sino para celebrar un aniversario de algo que había ocurrido hacía veintisiete años.

Quería celebrar el placer más intenso que había tenido en su vida, el placer que le había dado una sirvienta. Que en su vida un tanto mediocre había paladeado pocos bocadillos, que estaba muy vigilado, pero que había aprendido que una mano puede excitar a la otra, para qué buscar entonces otra si uno tiene dos, que si uno se las ingenia puede encontrar un mundo ilimitado de diversiones en el propio cuerpo.
Esa noche harían la peregrinación, con devoción, la devoción es necesaria porque sin ella no existiría el placer; le pidió que lo dejara solo para purificarse y prepararse para el ceremonial del placer, para el festejo del Gran Espasmo con aquella sirvienta. Pensaba que en las montañas se iba a liberar de todas las asociaciones y combinaciones que lo torturaban allá abajo, en la posada, pero cae en otra trampa.

Cuando el protagonista lo deja a Leon se pone a decidir si pasa entre una piedra y un hormiguero o entre el hormiguero y una raíz, y se queda inmóvil con la misma inmovilidad del sistema gorrión-palito-gato. Doña Bolita se queja del descaro de Lula que se tira lances con Tolo, y de Lulo porque la consiente, sin darse cuenta que todo lo que hacen los Lulos es solamente contra la Tola.
Durante el paseo Lena emanaba tal seducción que el protagonista prefirió no mirarla. Mientras comían Fuks se agachó para recoger una caja de fósforos que se le había caído debajo de la mesa y vio como Tola restregaba su pierna contra la de Lulo, por eso los Lulos se vengaban de ella. El estudiante tenía miedo de que las manos se le empezaran a mover otra vez otra vez y lo volvieran a oprimir como con el gato.

Estaba seguro de que si en la casa de Leon no se hubieran aburrido tanto no hubiera pasado nada, el tedio tiene poderes más terribles que el miedo. Ludwik no estaba con ellos. El protagonista pensaba cómo podía hacer para definir una historia que acumulaba y disociaba constantemente sus elementos. El sacerdote y la Tola habían tomado demasiado y vomitaban fuera de la casa.
Sin embargo esas bocas no sabían nada de las bocas que el joven llevaba ocultas. Caminaba por un sendero y de repente vio entre los árboles a un hombre colgado, la última réplica, el último eco que le llegaba del mundo de la posada. Era Ludwik colgado con su propio cinturón, un cadáver absurdo que se convertía en un cadáver lógico por la formación del sistema gorrión-palito-gato-Luwik colgados.

Decidió no informar a nadie, que las cosas siguieran su curso, se alejaba pero lo asaltaron las bocas de Katasia, de Lena, del sacerdote, de Tola y la de sí mismo pues se le había empezado a mover, entonces, su mirada se dirigió a la boca del cadáver, tenía que provocar al cadáver. No le podía encontrar razón a la muerte de Ludwik, quizás se había ahorcado porque Lena se acostaba con el padre, no podía saber nada y empezó a tener miedo.
Sin saber bien lo que hacía levantó la mano y le metió un dedo en la boca al cadáver que después sacó y limpió con el pañuelo. Caminaba hacia la casa, la bocas se habían unido a los colgantes, por fin había logrado esa unión, en ese momento tuvo la satisfacción del deber cumplido. Ahora resultaba necesario colgar también a Lena porque él se había convertido en el representante del colgamiento, y cada uno quiere ser quien es.

En la colina de enfrente marchaban bajo la dirección de Leon, iluminados por las luces de las linternas se daban ánimo con canciones y bromas; Lena estaba entre ellos. No le iba a ser difícil llevarla aparte, eran ya dos enamorados, si deseaba matarla es que ella también lo amaba, podía ahorcarla y después colgarla. La colgaría como había colgado al gato, podía también no colgarla, pero, ¿cómo se puede desilusionar a alguien de esa manera?
El protagonista estaba a unos cuantos pasos del sacerdote, le dio un fuerte empujón que lo hizo trastabillar, se le movían las manos como se le habían movido con el gato; le abrió la boca y le metió un dedo que después sacó y limpió con el pañuelo, tenía la sensación de haberlo traído al mundo real. Mientras tanto Leon se excitaba recordando a aquella mujerzuela, jadeaba, celebraba su propia inmundicia.

Pero nadie se iba, gimió lujuriosamente y finalmente exclamó: ¡Berg!, bembergado con el berg. Los había llevado a la montaña para masturbarse. De repente la lluvia, un diluvio. “En conclusión: escalofríos, reumas, fiebres, Lena enfermó de anginas, fue necesario llevar un taxi de Zakopane, enfermedades, médicos, en fin, todo cambió y yo volví a Varsovia, mis padres, el conflicto permanente con mi padre, y otras historias, problemas, dificultades, complicaciones. Hoy en el almuerzo comimos pollo relleno”




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domingo, 4 de julio de 2010

WITOLD GOMBROWICZ Y LA PINTURA



JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ Y LA PINTURA


“La pintura... Qué sé yo. Es posible que mi fobia sea exagerada. No puedo negar, a pesar de todo, que en un cuadro, incluso cuando es una copia fiel de la naturaleza, hay algo que cautiva y atrae. ¿Qué es lo que cautiva y atrae? Indudablemente, un paisaje pintado nos dice cosas distintas que ese mismo paisaje al natural, su acción sobre nuestro espíritu es diferente (...)”
“Pero no porque el cuadro sea más bello que la naturaleza, no, el cuadro siempre será una belleza torpe, una belleza estropeada por la inhábil mano del hombre. Pero tal vez en esto se oculta el secreto de la atracción. El cuadro nos transmite una belleza sentida, ya percibida por alguien, es decir, por un pintor. La contemplación de un objeto, cualquiera que este sea, nos sume en la desesperación de la soledad (...)”

“Esta angustia nuestra ante la cosa como tal, nos da la explicación de este fenómeno paradójico que hace que un tronco pintado e imperfecto nos sea más próximo que un tronco natural con toda su perfección. Un tronco pintado es un tronco pasado por el hombre... Hace poco, en un banquete, vi a los pintores, todo un gremio. La conversación se centró en la exposiciones, los premios, la venta de cuadros (...)”
“Eran como propietarios de empresa preocupados por su fabriquita, previsores y algo amargados, resentidos con la sociedad, que no entiende nada y no quiera comprar... Ellos por lo general son anarquistas, a veces comunistas, pero en realidad están ligados de por vida a la burguesía. Y se diga lo que se diga, sus objetos valiosos son para que alguien los posea, los posea materialmente, para que se conviertan en propiedad de alguien (...)”

“La posesión en este arte tiene una gran importancia, y esto es imposible sin el capital privado”. La fobia de Gombrowicz con la pintura tiene orígenes remotos: Leonardo da Vinci, el Louvre, la Gioconda. Leonardo da Vinci es un personaje histórico que tiene para Gombrowicz el atractivo de ser archinteligente y de conocimientos completos, unas cualidades que debieron ejercer sobre él una enorme sugestión en su juventud.
Leonardo da Vinci, arquitecto, escultor, pintor, inventor, músico, ingeniero y el hombre más representativo del Renacimiento, es considerado como uno de los más grandes pintores de todos los tiempos y la persona con más variados talentos de toda la historia de la humanidad. Leonardo se revela grande sobre todo como pintor. Regular y perfectamente formado, parecía, en las comparaciones de la humanidad común, un ejemplar ideal.

Del mismo modo que la claridad y la perspicacia de la vista se reflejan más apropiadamente en el intelecto que en los sentidos, así la claridad y la inteligencia eran propias de Leonardo da Vinci. No se abandonó nunca al último impulso de su propio talento originario e incomparable y, frenando todo impulso espontáneo y casual, quiso que todo fuese meditado una y otra vez.
Siempre atento a la naturaleza, consultándola sin tregua, no se imita jamás a sí mismo; el más docto de los maestros es también el más ingenuo, y ninguno de sus dos émulos, Miguel Ángel y Rafael, merece tanto como él ese elogio. El interés por Leonardo da Vinci nunca se ha satisfecho, a través de los siglos ha llegado hasta nosotros. Las multitudes aún hoy hacen cola por ver sus obras y sus dibujos más famosos se divulgan en camisetas.

Los escritores actuales, siguen maravillándose de su enorme genio. Especulan sobre su vida privada y, particularmente, sobre lo que alguien tan inteligente pensaba realmente. La archiinteligencia, los conocimientos completos y el humanismo eran cuestiones que subyugaban su conciencia, por lo tanto Leonardo da Vinci debió ser en su juventud algo así como el Norte de Gombrowicz.
“Yo en aquel entonces estaba efectivamente en mala disposición con el arte. Me saturaba de Schopenhauer y de su antinomia entre la vida y la contemplación, y de Mann en cuya obra este contraste toma un aspecto aún más doloroso. El arte era para mí el fruto de la enfermedad, la debilidad, la decadencia; los artistas no me gustaban, por decirlo así, personalmente, yo prefería al mundo y a la gente de acción (...)”

“Estas fobias, a mi edad, eran apasionadas, yo tenía entonces veinticinco años, una edad en la que aún no se ha renunciado a la belleza. El mundo artístico me atraía por su libertad y su esplendor, pero me repudiaba física y moralmente. Así que esa excursión al Louvre no era tan inocente como pudiera parecer. Escaleras. Estatuas. Salas. Al franquear el umbral de ese templo, empezaron a ocurrir cosas raras, aunque en cada uno de diferente manera
“Con la expresión de un perfecto campesino echaba unas miradas descuidadas a aquellas salas llenas de la monotonía infinita de las obras de arte, aspiraba ese olor a museo que da dolor de cabeza, mientras mis ojos se deslizaban de un cuadro a otro con esa expresión mezcla de aburrimiento y menosprecio que produce el exceso. Eran demasiado numerosas esas obras maestras y la cantidad mataba la calidad (...)”

“Y también la mataba esa disposición tan uniforme sobre las paredes”. Desde muy joven la admiración constituyó para Gombrowicz una actitud absolutamente impracticable. No sé que es lo que habrá hecho en Polonia pero aquí, en Buenos Aires, entraba a las exposiciones renqueando apoyado en alguno de nosotros, un maniobra que sorprendía a los que no conocían a Gombrowicz.
Si le preguntaban por qué renqueaba, en algunos ocasiones alegaba que lo hacía para compensar alguna falta de balance de la propia exposición. En otras ocasiones decía que renqueaba porque le dolía mucho una pierna, y que era una lástima que la belleza de la pintura calmara menos el dolor que una aspirina. Cuando en la quinta de Hurlingham me presentó las esculturas metálicas de Giangrande evitó que me pusiera en pose.

“Vea, son unos pluviómetros muy especiales que se fabrican aquí para una empresa agrícola. Cuando se me ocurre ir a un museo me preocupo mucho más por los rostros de los visitantes que miran las pinturas que por los rostros pintados. Mientras los rostros pintados miran con una tranquilidad soberana, en los rostros vivientes y reales se nota algo convulsivo y desesperado (...)”
“Un semblante falso y ficticio que hasta puede asustar a una persona poco acostumbrada. Ah, por Dios, estas miradas piadosas o conocedoras, ese esfuerzo para estar a la altura, esa pseudo profundidad que se junta con todo un mar de pseudo impresiones, pseudo sentimientos, pseudo juicios. La Gioconda es una hermosa tela, de eso no cabe ninguna duda (...)”

“Pero si Leonardo da Vinci hubiese podido presentir las convulsiones que originaría su cuadro, es posible que hubiese aniquilado el rostro pintado en la tela para salvar los rostros reales que la admiraban. El cuadro era hermoso, pero lo que había delante del cuadro era esnobismo y un esfuerzo torpe para advertir algo de esa belleza de cuya existencia se estaba informado”
El sentimiento de admiración que aparece de vez en cuando en las obras de Giombrowicz, es un sentimiento de admiración derrumbado, enfermizo y teatral. Con una expresión de perfecto campesino Gombrowicz echaba unas miradas aburridas. “Hombres normales e inteligentes en todas las demás realidades se pierden frente a cierta clase de fenómenos, hay algo de falso y de malo en su relación misma con esos fenómenos entonces(...)”

“Y, por cierto, en el terreno artístico se acumuló una cantidad tan grande de absurdos, paradojas, falsedades, que eso no se puede explicar sino por algún error básico en nuestro modo de tratar el asunto. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que delante de un cuadro firmado por Rafael nos muramos de entusiasmo y la copia del mismo cuadro aunque perfecta nos deje fríos?”
El escritor debe obligarse a desarrollar una política frente a la cultura, no puede dejarse subyugar, debe conservar su soberanía y no tan sólo en atención a su yo. La atracción que produce la belleza en el arte no tiene lugar en una atmósfera de libertad, una voluntad colectiva que pertenece a la región interhumana de la que no tenemos conciencia nos obliga a admirar.

De modo que somos puestos en el trance de tener que admirar, la relación que surge entonces entre el que admira y la belleza que admira es falsa. En esta escuela de tergiversaciones se ha formado un estilo, no sólo artístico sino también de pensar y de sentir de una elite que se perfecciona y consigue la seguridad de su forma de una manera inauténtica.
“¿Cómo es posible reducir todo eso a la pura estética y a una retórica estéril y vacía sobre la grandeza del arte? ¿Cómo se puede de tal modo enseñar la literatura y el arte a los niños en las escuelas acostumbrándonos desde pequeños a una pura ficción? Nuestra vida artística se desarrolla en un clima de perpetua mentira, y es por eso que la clase culta no tiene ningún real contacto con la cultura (...)”

“En verdad, todas nuestras actuaciones culturales recuerdan mucho más un rito solemne que una auténtica convivencia espiritual. Mientras no tengamos el valor necesario para dejar las ilusiones, mientras no lleguemos a una mejor conciencia de las fuerzas que nos dominan, siempre el rostro pintado de la Gioconda va a transformar nuestro propio rostro en algo... algo... en fin, en algo bastante dudoso (...)”
“Corrió mucho agua bajo el puente hasta conseguir establecer una base y sólidas razones a mi contienda contra las artes plásticas iniciada aquel día delante del Louvre, en París. Sólo después de la guerra, en la Argentina, empezó a cristalizar en mí esa hostilidad hacia la pintura. Mi primera declaración pública sobre este tema, un artículo en el diario argentino ‘La Nación’ (...)”

“Llevaba por título ‘Nuestra cara y la cara de la Gioconda’ y hacía referencia a mis experiencias en París. Hoy veo hasta qué punto mis reacciones son polacas: de un hidalgüelo polaco, de una campesino polaco, polacas de carne y hueso. Mi polonidad incurable, que experimento a cada paso cuando estoy en el extranjero, casi hace reír a un hombre como yo, aparente liberado de todos sus lazos (...)”
“Llevo en la sangre esa desconfianza polaca hacia el arte y, sobre todo, hacia las artes plásticas. El hombre no está hecho para la pintura, sino la pintura para el hombre. En aquel momento yo aún no sabía que estaba estableciendo una de las fórmulas más importantes en todo mi desarrollo ulterior”. Gombrowicz se pregunta si su rebelión contra la pintura no habrá empezado con sus retratos.

Posaba con inquietud a raíz de esa mirada ajena que se deslizaba por su forma. El pintor, detrás del caballete, hacía con él lo que se le venía en gana. Pero mientras lo pintaba, poco a poco se iba dando cuenta de que la superioridad del pintor era ilusoria. Sus dificultades técnicas para la reproducción de las formas en el lienzo lo convertían en un laborioso artesano más que en un amo y señor del cuerpo de Gombrowicz.
La combinación de líneas y manchas se volvía cada vez más complicada, cuanto más lo trasladaba a la tela tanto más se adueñaba Gombrowicz del cuadro, y hacia el final, el pintor ya no podía hacer nada con él, no podía cambiarlo ni transformarlo. El pintor, para atrapar a las formas, tiene que someterse a ellas, pero, a partir del momento en que las ha atrapado y traslado al lienzo, ya no las domina.

Ahora la cosa reina por sí misma en el cuadro y aplasta con su realidad implacable. El margen destinado a la creación se volvía, a medida que Gombrowicz se iba concretando en el cuadro, inexorablemente estrecho y pobre. El pintor Zygmunt Grocholski, llamado Zygro, tenía la costumbre de hacerse el loco con un estilo que a Gombrowicz le encantaba, a veces recibía en casa desnudo absorto sobre una tela.
Mis recuerdos volvieron a Zygro en el año 1999, cuando el Pterodáctilo y el Buey Corneta presentaron “Cartas a un amigo argentino” en el Centro Cultural de España, una jornada inolvidable en la que tomé contacto con el Bucanero. Antes de los discursos una hermosa mujer puso en mis manos la copia de un retrato que Grocholski le había hecho a Gombrowicz en la casa de la Madame du Plastique.

Es una obra en la que reina una tranquilidad y un equilibrio que es difícil deducir del aspecto de Zygro y de su comportamiento, no así del mismo Gombrowicz que acostumbraba a posar de una manera inexpresiva e impasible tanto para los retratos como para las fotografías. Janusz Eichler y Zygmud Grocholski eran dos pintores polacos amigos de Gombrowicz.
Alcanzaron prestigio internacional cada uno en su estilo, y recibieron a su turno los comentarios especiales que Gombrowicz le dedicaba a la pintura. Gombrowicz se había declarado enemigo mortal de toda la pintura y, en general, de todas las artes plásticas, pero tenía una cierta debilidad para con los pintores. Ejercitaba todas las variantes de provocador profesional e histriónico y no ocultaba su odio a los museos y a las vernissages.

¡No creo en la pintura, descreo de toda la pintura!–, era una exclamación que, según decía él, le daba mucho prestigio entre los pintores, que recibían esas declaraciones con un sincero respeto y que despertaba entre ellos una amistad espontánea. En un principio la pintura se había ocupado de reproducir la naturaleza, pero la naturaleza pintaba mejor porque era más precisa que la copia.
Entonces los pintores buscaron la salvación en un espíritu humano que metían en el cuadro, pero la pintura trata casi exclusivamente con la materia, así que el intento resultó cómico. Se hizo claro entonces que el pintor no debía expresar la naturaleza ni el espíritu, sino su propia visión de la naturaleza, expresarse a sí mismo con medios estrictamente pictóricos, con la forma, la línea y el color.

Empezaron entonces a deformar el objeto, pero aún así el objeto no se movía, ¿cómo podían los pintores expresarse a sí mismos utilizando algo inmóvil si la existencia es movimiento? La pintura puede transmitir la visión del pintor pero la de un solo instante. La idea de que Van Gogh o Cézanne nos han transmitido su personalidad en sus telas es cierta solo parcialmente.
Si a un escritor le dijeran que tiene que expresarse utilizando girasoles o manzanas se pondría a llorar como un bendito. Sin embargo Van Gogh y Cézanne han llegado a sernos tan familiares porque las palabras, es decir, sus biografías han completado la inmensa laguna dejada por los girasoles y las manzanas. Los pintores, aunque ya se permitían deformar la naturaleza, seguían insatisfechos.

Sintieron la necesidad de liberarse del objeto al que estaban atados como el perro a su cadena. Se propusieron entonces descomponer el objeto en sus propios elementos y crear con ellos un lenguaje abstracto, pero la pintura abstracta tiene la extraña particularidad de que tampoco se mueve. En la música la forma pura es posible porque está metida en el tiempo.
La forma se renueva a cada momento y por eso es posible la melodía, pero un cuadro abstracto es como un acorde único. Además, la abstracción le quita al cuadro el carácter de reemplazo de la vida que tenía cuando imitaba a la naturaleza sin darle nada a cambio. Gombrowicz no creía en el lenguaje espontáneo y natural del hombre, toda forma es limitación y mentira.

Sin embargo, igualmente acusa a la pintura de ser artificial, demasiado artificial, y empieza por decirle a Dubuffet que la única arma que utilizará contra la pintura en su polémica será el cigarrillo. Para Gombrowicz el fundamento del valor es la necesidad, pero las necesidades pueden ser legítimas y también artificiales. La necesidad del pan es legítima y natural, en cambio la necesidad del cigarrillo es artificial.
La admiración por la pintura es la consecuencia de un largo proceso de adaptación que se ha llevado a cabo durante siglos. La pintura se ha fabricado laboriosamente un receptor adaptado en una relación convencional. La pintura no está basada en una necesidad verdadera de belleza. Las joyas son pequeños guijarros cuyo efecto estético es casi nulo, sin embargo, se han gastado millones para tenerlas.

La prueba de que esos cristales no representan la belleza es que un diamante artificial, absolutamente idéntico al diamante auténtico, sólo vale unos céntimos. Esto mismo pasa con las copias de los cuadros, el original puede valer una fortuna, en cambio la duplicación no vale nada. Si las formas artísticas no expresan, aunque de una manera transpuesta, esas necesidades entonces se convierten en un vicio.
Es un vicio que se aprovecha de un estado de cosas artificial con un origen histórico. A juicio de Gombrowicz la pintura es el ejemplo más señalado de un vicio que compara al del cigarrillo para caracterizar la polémica que mantuvo con Jean Dubuffet. Este mecanismo de la convivencia humana hizo que el comprador de un Ticiano fuera un hombre muy respetable, pues mostraba su riqueza.

El objeto bonito estimuló el instinto de posesión de los reyes, de los príncipes, de los obispos hasta llegar a la burguesía, y poco a poco se fue creando una escala de valores. Un mecanismo complicado y gregario con un remoto origen histórico, estimula una sobre atención sobre el cuadro. Arrancado el éxtasis que tiene origen en esta sobre atención el espectador y el crítico concluyen que si el éxtasis existe es porque la obra es digna de él.
Las paredes de una Vernissage en la que estaba Gombrowicz aparecían colmadas de composiciones abstractas saturadas de colores inmovilizados, mientras una multitud de bípedos caóticos desfilaba salvajemente ante ellas. En las paredes, astronomía, lógica y composición, en la sala, desbarajuste y una desorganización que va y viene a los empujones.

Gombrowicz y un pintor holandés hacían comentarios sobre las masas, dominadas por tensiones lineales oblicuas, de unas litografías. De pronto, alguien lo golpea en la cadera, es un fotógrafo doblado en dos que apunta con su cámara a los invitados más importantes. Mientras intenta reponerse junto a Alicia de Landes examinado con fuerza un conjunto de colores sometidos a sus propias leyes, el fotógrafo lo enviste nuevamente.
Lo enviste por detrás disparando dos veces, una de frente y otra de perfil. Se compone por segunda vez y se dirige al encuentro de un grupo de franceses que analiza la lógica interior de una composición lineal, pero tropieza otra vez con el fotógrafo. Cuando está a punto de decirle algo desagradable aparece un desconocido con una cara que le parece conocida: –¡A quién veo! ¡El mundo es un pañuelo!

¡Hace siglos que no nos vemos!; –Es verdad. ¡Qué encuentro...! En el mismo momento en que Gombrowicz hacía esfuerzos por recordar a ese desconocido, de un salto se le aparece el fotógrafo, hace clic, le pide veinte pesos y le da una recibo. Estaba furioso, lo había fotografiado justo con los ojos clavados en ese rostro olvidado, con una cara de bobo. Gombrowicz se había hartado de la Vernissage y se va furioso sin saludar a nadie.
Al día siguiente Gombrowicz sigue haciendo esfuerzos para recordar al desconocido que se había entusiasmado con el encuentro, hasta que se da cuenta que a ese rostro olvidado podría recordarlo mirando la fotografía que le había sacado el fotógrafo inoportuno. Corre rápidamente a la dirección estampada en el recibo: –Ah, ¿usted también con el talón? Ya han venido varias personas, me parece que ese fotógrafo es un impostor.

“¿Qué es lo que sé de Eichler? Imagino un ser tan delicado que no pertenece a nuestro mundo grosero. Este príncipe devorado por la civilización y convencido de la imposibilidad de contentarse con lo que es decide escaparse a la simplicidad y al universo del cuento. Construyó entonces una pequeña casa coloreada, divertido como un niño. Al mismo tiempo dulce y amargo, tierno y cruel, débil y fuerte, sobrio y romántico, inerte a lo asiático y activo a lo europeo, Eichler es hasta cierto punto una compensación permanente”


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