WITOLD GOMBROWICZ, LOS ESCRITORES Y LA TÉCNICA LITERARIA
“Al empezar ‘Transatlántico’ yo no tenía ni idea de que me llevaría a Polonia, sin embargo, cuando esto sucedió, traté de no mentir, de mentir lo menos posible, y de aprovechar la ocasión para desahogarme... Y todos los problemas sugeridos por una obra que se crea de este modo a sí misma y a ciegas, problemas de ética, de estilo, de forma, de intelecto, deben solucionarse con la plena participación de tu más aguda conciencia y con el máximo sentido de la realidad (...)”
“La lucha entre la lógica interna de la obra y mi persona (puesto que no se sabe si la obra es sólo un pretexto para que yo me exprese, o bien yo soy un pretexto para la obra), de este forcejeo surgirá una tercera cosa, intermedia, algo que no parece estar escrito por mí y sin embargo es mío, algo que ni es forma pura, ni tampoco expresión mía directa, sino una deformación surgida en la esfera del ‘entre’: entre yo y la forma, entre yo y el lector, entre yo y el mundo (...)”
“A esta extraña criatura, a este bastardo, lo meto en un sobre y lo envío al editor. Luego leéis en la prensa: ‘Gombrowicz ha escrito ‘Transatlántico’ para demostrar...’ (...)”. “Transatlántico” es una ajuste de cuentas que hace Gombrowicz entre el individuo y la nación, un pedido de cuentas a ese pedazo de tierra creado por las condiciones de su existencia histórica y por su situación especial en el mundo.
El propósito de Gombrowicz es reforzar y enriquecer la vida del individuo haciéndola más resistente al abrumador predominio de la masa. Cuando empezó a escribir “Transatlántico” Gombrowicz no pensó demasiado en Polonia. Los elementos iniciales de la obra son recuerdos de los primeros días en Buenos Aires, había pasado el tiempo y la memoria se los traía al presente con un color prehistórico y un sabor rancio.
Se le presentan algunos componentes que seguían la línea de la realidad, y entre la fantasía y los recuerdos realiza un control mediante el cual elimina el primer bosquejo; la obra se le empieza a escapar y le aparecen asociaciones estrafalarias con los polacos en la Argentina, elementos excitantes: un puto, un duelo, hasta que le queda marcada una dirección de la que ya no puede regresar, una obra fantástica.
Polonia se metió de paso, como un anacronismo que retuvo los recuerdos de la esclerosis prehistórica. La idea que resulta para el lector de esta chifladura formal con alguna imprecación blasfema es que Gombrowicz se está rebelando contra la patria. El “Transatlántico” estrafalario fue convertido por los lectores en un barco corsario cargado de dinamita que puso rumbo a Polonia.
Es el caso singular de una obra que transformó al autor, un niño irresponsable y jovial, en un capitán pensador y experimentado. Polonia no era el tema, eran aventuras de Gombrowicz y no de Polonia, era una sátira de su vida en Buenos Aires; en Polonia pensó más tarde. Gombrowicz no tenía una buena opinión de los escritores, ni del medio en el que se desenvolvían, una idea a la que le saca punta en “Transatlántico”.
Pensaba que eran ambiciosos, que estaban absortos en su propia grandeza, que se engañaban desde la primera palabra que escribían, que mentían y les mentían, que el engaño permanente los corroía. Sin embargo, no se esmeraba mucho en predicar con el ejemplo, estaba pensando así cuando ya llevaba a cuestas cuatro novelas, tres piezas de teatro y el diario.
Gombrowicz llegó muy temprano a la conclusión de que los grandes enemigos de la literatura son los escritores. La literatura sólo puede sobrevivir si se le escurre entre las manos a los escritores, un pensamiento que Gombrowicz saca a la superficie cuando se pronuncia sobre la sinceridad y la probidad, concluyendo que la sinceridad en la literatura no conduce a nada.
El camino por el cual se llega a la franqueza es el artificio, y le sirve de muy poco la probidad a un escritor si es que vive en el medio de la niebla. La cuestión es que el artificio crea una realidad que produce hechos, no sólo en la literatura sino también en la vida, y los hechos son muy elocuentes porque de alguna manera hay que enfrentarlos; se los enfrenta con maniobras defensivas u ofensivas, Gombrowicz eligió las defensivas.
Como sentía la vida como una representación utilizó la ambigüedad para escurrirse, un cierto tipo de locura para desdoblarse y la contradicción para liberarse. Proclamó la inexistencia del escritor en tanto que hombre con una aptitud especial que los demás no tienen, todo el mundo es escritor, la actividad de escribir puede estar puesta en la carta que se le escribe a una novia, o en el mero hecho de hablar, o en relato de una anécdota.
El arte de la creación, o su técnica literaria, como la llama él, es un sueño con forma musical que destruye la realidad de la vigilia, la hace trizas, y de esos escombros se levanta un mundo nuevo que se interna en el sentido interior de su vida, que él no conoce. El sentido interior de la vida es el ángel de la guarda que toma la palabra para confrontar constantemente la imaginación con la realidad y para mediar en la lucha entre la vida y la existencia.
“Soy alérgico a los escritores en grupo en su aspecto gremial; cuando veo a colegas unos junto a otros, me mareo”. La Argentina fue para Gombrowicz un gran campo de maniobras, en este lugar neutral, como si fuera la mesa de un café, intentó establecer los límites al problema de poner en claro si el par dialéctico inmadurez-forma, una intuición que planea sobre toda su obra, era una verdadera reducción ontológica del hombre o tan sólo una perogrullada o una tautología.
La concepción de la forma no es para Gombrowicz un problema conceptual, como lo es para la filosofía, sino un problema práctico. La realidad no puede ser abarcada tan sólo por la forma pues la forma no está acorde con la esencia de la vida. El intento por definir esta insuficiencia de la forma es un pensamiento que se convierte en forma, y que confirma tanto su impotencia para aprehender la existencia como nuestra inclinación por ella.
Como la escritura es también una forma en sí misma, Gombrowicz se refiera a ella como una ultractividad de su propia naturaleza, por lo menos para su propia obra. Existe un ascenso desde los primeros elementos individuales que crecen mientras se escribe, siguiendo la ley de la acumulación formal, hasta la visión general que cierra el conjunto. Una clase de esos elementos son frases sueltas y situaciones excitantes, de los que sobreviven unos pocos.
Esta función de control que el autor ejerce, eliminando buena parte de los primeros miembros de un conjunto que se va formando, es muy importante y está presente en todo el proceso. Las frases y los elementos en estado caótico le impondrán al autor, por la propia necesidad interna de la forma, una representación más amplia: escenas y una trama en estado de nacimiento que sólo deben satisfacer las necesidades de la imaginación.
En este segundo momento, el caos inicial se reduce y aparecen con alguna claridad las asociaciones y los elementos excitantes y misteriosos cuya acción se amplía; un repiqueteo que el autor debe buscar siempre. También aquí es necesaria la actividad de eliminación. Mediante este proceso de control, el autor debe contrastar siempre el resultado con el sentido interior de su vida que, sin embargo, no conoce.
Los miembros de este conjunto, si es que la creación se realiza de esta manera, es decir, si el autor evita la intervención pesada de las líneas de realidad, adoptan un comportamiento que define su naturaleza y sus funciones. Es aquí donde aparecen las escenas claves, las metáforas y los símbolos que ya apuntan en una dirección determinada que ya no se puede rechazar.
Del caos inicial, por una acumulación de forma, se pasa a las escenas, a los personajes, a los conceptos y a las imágenes que el proceso de control no puede eliminar, y lo ya creado dictará el resto. “Tu principio debe ser el siguiente: no sé dónde me llevará la obra pero, me lleve donde me lleve, tiene que expresarme y satisfacerme”. El sentido interior de la vida es el ángel de la guarda que toma la palabra.
Confronta constantemente la imaginación con la realidad para mediar en la lucha entre la vida y la existencia. “Cuanto más loco, fantástico, intuitivo, imprevisible e irresponsable seas, tanto más sobrio, responsable y dueño de ti mismo debes ser”. Resulta útil ver cómo Gombrowicz pone en funcionamiento esta concepción de la forma aplicada a la actividad de escribir en su propia obra.
En uno de los primeros intentos que hizo en los diarios, al que podríamos considerar como un intento metaliterario, Gombrowicz se las arregla para desvincular a la forma de sus ataduras estándar y darle vida propia echando mano a la Creta de Grecia. Todo ocurre un mediodía en el que va almorzar a la casa de un ingeniero que tiene una industria en la localidad de Acassuso.
A medida que ponía atención se iba dando cuenta que la casa, la mesa del comedor y los platos eran demasiado renacentistas, mientras la conversación se centraba también en el Renacimiento, una adoración por Grecia, Roma, la belleza desnuda y la llamada del cuerpo. La conversación giró alrededor de una columna de Creta, y a Gombrowicz se le pegó el cretino.
El cretino es entonces el leitmotive de toda la narración, pero no de una manera renacentista, sino totalmente neoclásica y cretínica. Llegado a este punto Gombrowicz le advierte al lector que él sabe que no debería escribir sobre esto. De vuelta en la ciudad se dirigió al café Rex pero, de repente, desde el café París, le hacen señas unas señoras conocidas que aparentemente estaban sentadas a la mesa comiendo bizcochos que mojan en la crema.
Pero era una mistificación, la verdad es que estaban sentadas a un tablero cubierto de esmalte apoyado sobre cuatro barras de hierro torcidas, y la acción de comer consistía en meterse una cosa u otra por un orificio practicado en la cara, al tiempo que sus orejas y sus narices despuntaban. Cháchara va, cháchara viene, Gombrowicz pide disculpas y se marcha alegando falta de tiempo.
El hecho de que estuvieran ocurriendo cosas demasiado cretinas como para ser reveladas, era la razón que obligaba a Gombrowicz a relatarlas pues tenían un exceso de cretinismo. Al salir del café París se dirigió al café Rex. En el camino se le acerca de improviso una persona desconocida, le dice que hacía tiempo que quería conocerlo, lo saluda, le da las gracias y se va.
Cuando iba a ponerlo de vuelta y media al cretino, se da cuenta que no es cretino, puesto que sólo quería conocerlo y lo había conocido. Se empiezan a encender las luces de la noche, pasan los coches, caminan los transeúntes, mientras tanto Gombrowicz mira las casas. En el balcón de un séptimo piso le están haciendo señas Henryk y su mujer. Él también les hace señas.
Henryk y su mujer hablan y hacen señas. Coches, tranvías, gente, bocinazos, Gombrowicz les responde con señas. De pronto repara en que Henryk, más que hacer señas, enseña, ¿pero qué es lo que enseña? Se está enseñando a sí mismo como si fuera una botella. “Yo hago señas. De repente ella (pero no, yo no puedo hacer el cretino; sin embargo, si tengo que desenmascarar al Cretino debo hacer el cretino); entonces ella le enseña hasta que él se asoma y ella le enseña con saña (pero qué es lo que enseña?), después de lo cual los dos se ensañan ligeramente, y uno hacia aquí, el otro hacia allá, y, ¡puff!... (¡Esto sí que no puedo decirlo, está por encima de mis fuerzas!)”
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