lunes, 1 de marzo de 2010

WITOLD GOMBROWICZ Y EL PENSAMIENTO CAUTIVO

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS


WITOLD GOMBROWICZ Y EL PENSAMIENTO CAUTIVO


“Tras un viaje de dieciséis horas en autobús desde Buenos Aires, bastante soportable a no ser por los tangos que vomitaba sin parar el altavoz, me encuentro entre las verdes colinas de Salsipuedes con un libro de Milosz: ‘El pensamiento cautivo’. Así que éste ha sido el destino de mis viejos compañeros del café Ziemianska. Milosz relata la historia del fracaso de la literatura en Polonia con habilidad y yo atravieso veloz y fluidamente ese cementerio con su libro (...)”
“No me horroriza el cambio de las condiciones de vida, la caída de los Estados y la destrucción de ciudades, tanto como me horroriza el hecho de que el hombre que yo conocí como X de repente se convierta en Y, que cambie de personalidad como de chaqueta y que empiece a actuar, hablar, pensar y sentir en contra de sí mismo, esto sí que me llena de temor y confusión (...)”

“En los cafés varsovianos de antes de la guerra, igual que en los cafés de todo el mundo, había por aquel entonces demanda de ideas y de fes, ante lo cual los escritores empezaban a creer de un día para otro en esto o aquello. En cuanto a mí, toda esa confusión siempre se me antojó un infantilismo, hasta fingí divertirme con ello, aunque en el fondo de mi corazón sentía miedo a la vista de aquel anuncio de la futura Gran Mascarada (...)”
“En aquel entonces, en los atestados y ruidosos cafés de Varsovia, era como si ya se presintiera la proximidad del día de la confrontación, de la revelación, de la caída de las máscaras, por lo que, por si acaso, preferí evitar los lugares comunes. Y sin embargo, no todo es fracaso en ese fracaso, y hoy estoy dispuesto a buscar en el libro de Milosz más bien nuevas posibilidades de desarrollo que síntomas de una catástrofe definitiva (...)”

“Escribo todo esto en mi cuartucho del hotel y tengo que acabar, pues me espera la cena en la pensión Las Delicias de Salsipuedes. Así que me despido de ti por un momento, mi pequeño diario, perro fiel de mi alma, pero no aúlles; tu amo se marcha ahora, pero volverá”. El dolor más evidente y el que se le manifestaba con mayor frecuencia en la época que conocí a Gombrowicz era el que le producía el asma.
Un asma que más de una vez lo acercó a la idea del suicidio. En la mayor parte de su vida estuvo protegido de los dolores sociales que algunas veces producen el matrimonio y el trabajo, y aunque en ocho de los veinticuatro años que vivió en la Argentina tuvo que afrontar la miseria, se puede decir que los dolores que contabilizó Gombrowicz en su obra tienen un alcance más extendido.

¿Hasta dónde y cómo se puede sufrir para que el dolor pueda ser, sin embargo, una fuente de inspiración? Gombrowicz no se cansaba de exclamar que estaba harto de los gimoteos actuales, que teníamos que renovar nuestros problemas, que ésa era la tarea primordial de la literatura creativa. A uno de los padecimientos al que le baja definitivamente la persiana es al de la muerte.
Estamos adaptados a la muerte desde que nacemos y aunque nos vaya devorando poco a poco nunca nos encontramos con ella. La enajenación marxista no es tan terrible como la pintan los comunistas, los obreros, a lo largo del año, tienen casi tantos días libres como días de trabajo. El vacío, el absurdo de la existencia y la nada, tampoco son tan dramáticos que digamos, basta permanecer tres días sin comer para que esos dramas se vuelvan benignos.

“Hace algunos siglos, la gente moría antes de los treinta años. Las epidemias, la miseria, el diablo, las brujas, el infierno, el purgatorio, las torturas. ¿Acaso los triunfos se nos han subido a la cabeza? ¿Acaso hemos olvidado lo que éramos ayer? No es que yo me rebele contra una visión trágica de la existencia, no soy de los que pintan el mundo de color de rosa. Pero no se puede estar siempre repitiendo lo mismo (...)”
“El rasgo más trágico de las grandes tragedias es que suscitan pequeñas tragedias; en nuestro caso, el aburrimiento, la monotonía, y una especie de explotación superficial y reiterada de las profundidades”. El Este siempre se ha regido por el principio de que no existe el término medio, de modo que sus hombres de letras o son de una terrible profundidad o de una terrible superficialidad.

Sin embargo, siempre dentro del Este, a los polacos hay que añadirles una especificación más. En efecto, por su situación geográfica intermedia Polonia es una poco la caricatura tanto del Este como del Oeste. El Este polaco es un Este que muere en contacto con Occidente, y viceversa, así que aquí hay algo que empieza a fallar. El espíritu de Gombrowicz se movía entre la templanza religiosa de Milosz y el demonismo metafísico de Witkiewicz.
De ambos fue amigo aunque en épocas diferentes. Las familias de Gombrowicz y de Milosz eran de origen lituano, pero la lengua, la tradición y la cultura de ambos, eran polacas. Mientras Milosz se mantuvo muy unido durante toda su vida a lo que él consideraba su territorio histórico, el Gran Ducado de Lituania, Gombrowicz sólo se mantuvo unido y en forma débil al Gotha de los blasones lituanos y a la Illustrissimae Familiae Gombrovici.

Ambos cursaron estudios de derecho y ambos fueron exiliados, Milosz durante largos años y Gombrowicz para siempre. Milosz vivió en la Polonia ocupada por los alemanes y trabajó en el servicio diplomático de la “Polonia Popular” desde 1945 hasta 1951, año en que se exilia en Francia. Gombrowicz no estuvo en Polonia durante la guerra ni mientras se consolidaba el comunismo.
Al escribir “Transatlántico” trató de ajustar cuentas con su ausencia y cuando escribió “Pornografía” le preguntaba a Jelenski si la Polonia de la ocupación era como él la imaginaba. Cuando aparece “Transatlántico” Milosz le formuló a Gombrowicz una lista de objeciones encadenadas. Empieza diciéndole que ajustaba sus cuentas con una Polonia anterior a 1939 ya esfumada, pasando por alto la Polonia actual, y que su pensamiento era más bien personal y no histórico.

Que los polacos a quienes intentaba liberar de su polonidad sólo eran sombras; que atacaba con su rencores a una Polonia inmadura y provinciana que ya no existía; que el ajuste de cuentas que quería hacer con los polacos ya los había realizado la historia; que el marxismo había liquidado a Polonia de la misma manera que la destrucción de una ciudad liquida las discusiones matrimoniales y las preocupaciones por los muebles.
Que quería contribuir a la formación postmarxista de Polonia con un pensamiento individual y autónomo que no tenía en cuenta la temperatura reinante en los países conquistados. Estos dos grandes escritores entraron en conflicto porque sus exilios no fueron iguales y porque sus perspectivas históricas difirieron. La historicidad le ha puesto a la literatura conflictos y dudas ignorados por completo en la literatura de antaño.

Rabelais escribía para divertirse y para divertir a los demás, escribió lo que le dictaba el corazón y le salió un arte purísimo e imperecedero que expresó la esencia de la humanidad, la de sí mismo como hijo de su tiempo, y la de sí mismo como germen del tiempo por venir. La creación no puede tener un programa original para ahogar el miedo de no ser aceptado por los lectores.
Este miedo no nos conduce a ninguna a parte, el escritor no se libera verdaderamente de la soledad con unas tiradas más o menos grandes; sólo aquél que logra separarse de la gente y existe como un ser singular le puede poner algún límite a la soledad. “No, mi querido Milosz, ninguna historia te sustituirá la conciencia, la madurez, la profundidad personal, nada te absolverá de ti mismo (...)”

“Si personalmente eres importante, aunque vivas en el lugar más conservador del planeta, tu testimonio sobre la vida será importante; pero ninguna presión histórica sacará palabras importantes a la gente inmadura. El problema de Milosz se ve agravado por el hecho de que él mismo tiene sus orígenes un poco en la taberna. Uno de los aspectos más interesantes, más sutiles e incluso más conmovedores de la pose de Milosz, es para mí ese vínculo personal suyo con la pacotilla polaca.
Se nota en él, con todo su europeísmo militante, que también es uno de ellos”. Al anticomunismo de Milosz le hace cuatro reproches sistemáticos. Primer reproche: el comunismo debe ser juzgado desde una existencia profunda y severa, y no desde una vida fácil, superficial y burguesa.

Segundo reproche: la discusión con el comunismo se estaba realizando con conceptos de un mundo simplificado. El artista está obligado a desmontar el punto de partida esquemático y establecer la confrontación al nivel más alto posible. Tercer reproche: la polémica con el comunismo debe servir al individuo y no a la masa, una página de Montaigne es más anticomunista que cualquier ataque al comunismo concebido para servir a la masa.
El cuarto reproche está dirigido a los artistas que miran hacia lo alto, pero que oponen conceptos actuales a otros igualmente actuales: el arte es una fuerza que destruye los conceptos actuales con otros que se aproximan desde el futuro. Gombrowicz se asegura de esta manera, con sus cuatro reproches, en primer lugar, que el ataque al comunismo se realice desde la posición en la que él está, y, en segundo lugar, que sus indagaciones tengan un carácter histórico y un espíritu profético.

“Mi carta a Milosz sobre el ‘Transatlántico’ habría sido mucho más sincera e íntegra si yo hubiera expresado en ella la siguiente verdad: que después de todo, esas tesis, corrientes y problemas no es que me importen demasiado; que se bien me ocupo de ello, lo hago como quien no quiere la cosa; y que en el fondo soy ante todo infantil... Y Milosz, ¿también es ante todo infantil?”
Ni Milosz ni Gombrowicz eran comunistas pero no lo eran de distinta manera, tampoco tenían las mismas ideas sobre el Este y el Oeste. Milosz había escrito que la diferencia entre el intelectual occidental y el del Este es muy simple: al occidental no le han dado bien por el culo todavía. Gombrowicz reflexiona sobre este aforismo según el cual la ventaja de los intelectuales del Este consistiría en que son representantes de una cultura embrutecida y, por tal razón, más cercana a la vida.

“Pero Milosz conoce perfectamente los límites de esta verdad, y sería penoso que nuestro prestigio se basara únicamente en la referida parte del cuerpo. Porque dicha parte del cuerpo no es una parte del cuerpo en estado normal, mientras que la filosofía, la literatura y el arte tienen que estar al servicio de personas a quienes no han dejado sin dientes, no han puesto los ojos en compota o no han desencajado las mandíbulas (...)”
“Y fijaos cómo Milosz, a pesar de todo, trata de adaptar su embrutecimiento a las exigencias de la exagerada delicadeza occidental. El espíritu y el cuerpo. A veces ocurre que las comodidades corporales aumentan la agudeza del alma, y que detrás de unas cortinas protectoras, en el sofocante cuarto de un burgués, nace una severidad con la que no han soñado quienes atacaban los tanques con botellas de gasolina (...)”

“Así que nuestra cultura embrutecida podría servir, pero solamente en el caso de que se convirtiera en algo digerido, en una nueva forma de auténtica cultura, en nuestra pensada y organizada aportación al espíritu universal”. Milosz pertenecía a ese tipo de autores cuya vida personal les dicta la obra, la mayor parte de su literatura está relacionada con su historia personal y la historia de su tiempo.
Se fue convirtiendo poco a poco en el informante oficial del Este para los escritores del Oeste. Esta actividad lo colocó en un terreno en el que, para cuidar su prestigio, intentó ser más profundo que los ingleses y que los franceses, y para cuidar el rendimiento de sus temas, tuvo que recurrir con frecuencia a la grandeza y al terror. Gombrowicz terminó por ubicar a Milosz, no como al guardián de es verdadero misterio del Este, sino como a un borrachín más de la gran taberna polaca.

Milosz estaba convencido de que los diarios eran el mayor logro literario de Gombrowicz pues, a diferencia de sus novelas y de su teatro que se repiten en la juventud, abordan una amplia gama de temas, sin embargo, también en este género más maduro le hacía críticas. “Cada vez que Gombrowicz se hace el destructor y el irónico, se suma a los escritores que durante décadas dejaron congelar sus oídos simplemente para fastidiar a sus mamás, aunque mamá –léase el mundo– ignorara sus caprichos”. Admiraba la prosa y la originalidad de Gombrowicz, pero no digería el ateísmo y las blasfemias salvajes con las que se despachaba de vez en cuando. Estaba convencido de que Gombrowicz se consideraba tan gran escritor que los demás no podían llegarle ni a la suela de sus zapatos.


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