jueves, 10 de septiembre de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ E INGEBORG BACHMANN


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ E INGEBORG BACHMANN

“Aterricé en el aeropuerto Tegel de Berlín hace un año, el 16 de mayo de 1963. El profesor Bomhard, representante de la Fundación Ford, me instaló junto con mis maletas en un bello coche negro y me llevó a través de la ciudad. Yo, una maleta más. La maleta fue descargada frente a un edificio, en un parque. Ascensor, pasillo, una habitación grande con una ventana enorme (...)”
“Desde esta habitación una escalera que lleva a otra pieza, un balcón, una cama, un armario, deshacer las maletas, una mesa. Salí al balcón: cubos rectangulares de edificios de quince pisos en medio del verdor, una ciudad jardín. Después del cuchitril de mi hotel parisino, ahora me deleitaba con esos espacios. Ingeborg Bachmanna, poetisa austríaca, también invitada por Ford y alojada en la misma Akademie der Künste (...)”

“Fue la primera persona con la que trabé amistad. Paseábamos, ambos un poco asombrados o incluso aturdidos por esa isla en medio del océano comunista, o quizás por algo más; veíamos pocas cosas, casi nada, me acuerdo que me sorprendió la poca gente que había en Berlín, cuando a lo lejos se aparecía alguien gritábamos: ‘Mira, mira, hombre a la vista’ (...)”
“Después del barullo parisino, dulce paz, dulce silencio. Veraneo. Paseaba al sol de mayo por el Tiergarten entornando los ojos. Ningún trabajo urgente aparte de algunas visitas; más tarde el profesor Höllerer nos llevó a la señorita Bachmann y a mí al lago Wanse, donde nos filmaron. Entrevistas. Vacaciones. Y la inmovilización de lo que quedaba detrás de mí, Argentina, el viaje, París, todo se había adormilado (...)”

Ingeborg Bachmann, poeta y autora austríaca fue una de las más destacadas escritoras en lengua alemana del siglo XX. Se doctoró en filosofía con una tesis sobre “La recepción crítica de la filosofía existencial de Martin Heidegger”. Sus poemas intentaban renovar la lengua: no se construye “un mundo nuevo sin un lenguaje nuevo”. Otro tema puramente bachmaniano: el amor y su violencia inherente a las relaciones; la incomunicación en la pareja; lo trágico de la existencia femenina.
Se propuso liberar a los hombres de las palabras manchadas por los nazis y ayudarles a escribir un nuevo mundo. Había que limpiar la lengua de aquellas palabras de las que se sirven los hombres para hablar de las mujeres en su nombre usurpando su sitio y matando sus pasiones.

Fue el principio de un intento literario original y revolucionario de escribir sobre el amor, con la representación del amor que las mujeres hacen con sus palabras, y no con aquellas otras fabricadas durante siglos por autores masculinos. El trabajo de Bachmann se centra principalmente en temas como los límites personales, el establecimiento de la verdad y también sobre la filosofía del lenguaje siguiendo en este caso las ideas de Ludwig Wittgenstein.
Ingeborg Bachmann se mudó a Roma, donde se dedicó a escribir poemas, ensayos, libretos de ópera e historias cortas que pronto le significaron fama internacional y numerosos premios. Considerada como una de las más importantes poetisas de la posguerra, en los veinte últimos años de su vida escogió a Italia como su patria adoptiva.

Falleció en Roma, como consecuencia de las graves quemaduras que sufrió durante el incendio de su casa cuando dormía con un cigarrillo encendido. Desde entonces uno de los grandes premios literarios en lengua alemana lleva su nombre. El cambio brusco de la Argentina por Alemania que sufre Gombrowicz es amortiguado en parte por Ingeborg Bachmann, también con una beca de la Fundación Ford, de la que se hace muy amigo.
“Gombrowicz fue una de las pocas personas discretas que he conocido en mi vida, y no tengo gran cosa para decir sobre este punto (...)”
“Cuando dos personas discretas se encuentran, el resultado es un gran silencio y de vez en cuando algo de conversación. Su preocupación principal, además de la proximidad de Polonia, eran algunos libros: del de Sartre sobre Genet hablaba seguido. No soy capaz de reproducir sus a menudo brillantes y arrogantes observaciones. Me acuerdo de él, pero no me queda ninguna frase”

Ingeborg sentía a Gombrowicz como a un hombre solitario, abandonado por Polonia, por la Argentina y por su médico, con poca voluntad de hablar o discutir con los berlineses. Ella vio detrás de su altivez, la bondad y la delicadeza que enmascaraba, sin embargo, igual que a nosotros, también la torturaba: –Usted complica todo... espero que no llore, sólo la quería torturar un poco, está bien así, y basta.
“En ese momento hubiera tenido que llorar, pero también reír. Tal vez era uno de sus aspectos más reales, le gustaba torturar y, al mismo tiempo, no podía torturar (...) Era un grandísimo escritor, muchos no se dieron cuenta de esto pero, no se les puede reprochar nada, ya que Gombrowicz era muy extraño, orgulloso, y con unas poses que a veces resultaban terroríficas”

En las cartas que Gombrowicz nos escribe desde Berlín destacaba la belleza y la inteligencia de Ingeborg Bachmann. “Quilombo: Mi vida se vuelve cinematográfica, ayer en Wahnsee (lago) sacaban una película de mí y la poetisa Ingeborg Bachmann (joven y bella) y yo meditaba que me volví actor de mi vida, todo es como de una película de Hitchkock, ojalá dure como decía la madre de Napoleón (...)”
“Difícil decir en pocas palabras como es Berlín, se oyen cañonazos todos los días porque siempre algún ejército hace maniobras (...) Me levanté a las 9 (me levanto temprano) desayuné en el Querandí de la esquina, me puse a escribir una nota política (pues ahora la grandeza me obliga a tomar la palabra en asuntos de excepcional importancia) (...)”

“Al mediodía almorcé casualmente con un pavo (cuantas veces cenaba yo en Bueno Saires con un pavo) y me fui a visitar a Ingeborg Bachmann en el hospital (la pobre se fue a Roma y tuvo un ataque al corazón)”
Poco a poco, a pesar de que quería colocarse en la posición de un visitante ahistórico de Berlín, el pasado lo empieza a morder ya que, al fin y al cabo, el hoy es el resultado del ayer. Escuchaba cosas terribles: –Sabe usted, aquí cerca hay un hospital en el que están encerrados para siempre hombres mutilados, demasiado horrorosos para mostrarlos siquiera a sus allegados. A los familiares se les dijo que habían muerto. Todo lo que hacen por tener una vida más confortable los arrastra a lo desconocido. Para ellos el bienestar pequeño burgués significa a veces un sacrificio, y ese sacrificio puede convertirse en una tensión encarnizada.

“Cuando en un mediodía soleado y nevado un alemán se detiene en un escaparate meditando con qué otro producto podrían regalarse, justamente entonces, en algún lugar de sus montañas, surgen en ellos tensiones y avalanchas, y es en la tensión, la pena, el estrépito y el crujido, en el estallido de todos sus engranajes, que se produce un nuevo paso a lo desconocido”
Los alemanes necesitan una renovación en gran escala, a la medida del idealismo y de la música alemanes, pero están metidos hasta el cuello en el trabajo y la producción, necesitan reconstruir a Alemania. El cientificismo les invade incluso las disciplinas que hasta ahora habían sido una reserva de la libertad humana. El Berlín Oeste donde vivía Gombrowicz era un caos que se ordenaba al azar, pero en Berlín Este imperaba la idea, inflexible, silenciosa y rigurosa.

Resulta extraño que el espíritu reine con más facilidad en las tinieblas que en algo más humano. Gombrowicz habla con un berlinés sobre este asunto: –Vea usted, si uno mira por la ventana, tiene aspecto de siniestro. Pero, sabe usted, en Berlín del Este la gente es mucho más simpática... Son amables, amistosos... Desinteresados. No hay ni comparación con el berlinés occidental, tan materialista...; –¿O sea que usted es partidario de aquel sistema?; –No, todo lo contrario.
La gente es mejor porque vive en la miseria y en la represión... Siempre es así. Cuanto peor es el sistema, tanto mejor es el hombre... Gombrowicz estaba conversando con una colega en un café de Berlín sobre los berlineses: –Después de París nada tranquiliza tanto como ver a un berlinés tomando café en la terraza de una cafetería un día de verano. Él y su café, es algo así como el absoluto.

“En efecto. Pero... ¿son realmente humanos? Sí, lo son, y mucho, pero al mismo tiempo son humanos de algún modo ilimitado, ya casi no hombres, sino seres para los cuales la forma hombre no es más que un puro azar, una fase de transición. Yo desconfiaría de esa americanización de Berlín. La extinción, en la actual generación, de la raza de los ‘grands seigneurs’, que se arrojaban de cabeza al abismo de la existencia, no me tranquiliza en absoluto (...)”
“Al contrario. El hecho de que Hegel duerma tranquilo en un cementerio de Berlín no es ninguna garantía respecto a lo absoluto de este café, de estos bizcochos o, por ejemplo, de la confección para caballeros y señoras. Yo, si en Berlín fuera café o bizcocho, no me sentiría demasiado seguro”

Gombrowicz no creía que Nietzsche y Wagner fueran nazis, pero... Las ideas del superhombre y de la bestia rubia, que le gustaban a Hitler, y la idea del eterno retorno, que le gustaba a Borges, lo ponían hecho una furia. Con estos antecedentes a Gombrowicz se le estaba presentando un problema bastante peliagudo cuando se ponía a analizar una naturaleza de los alemanes que le aparecía como contradictoria y a la vez concurrente, un asunto al que debía encontrarle alguna solución literaria en los diarios que estaba escribiendo. Así como el cigarrillo y los fósforos le habían dado una mano en la lucha permanente que libraba con la pintura, fueron precisamente las manos las que le ayudaron a encontrar un sistema que le permitiera pasar del satanismo a la santidad alemanas, y viceversa, pero esta es harina de otro costal.

Gombrowicz se había convertido en una maestro utilizando las partes del cuerpo en su obra creativa, tanto que algunos escritores de su época consideraban que había creado algo así como una psicología del cuerpo complementaria de la Freud. Desde “Ferdydurke” a “Cosmos”, la nariz, las orejas, la boca, los dedos, las manos, las pantorrillas, los muslos y el culo se convirtieron en verdaderos personajes de sus narraciones.
Diez años antes de su estancia en Berlín Gombrowicz ya había utilizado la mano para recorrer un laberinto metafísico. La contradicción entre la mano tranquila y la mano irrefrenable del Querandí le viene bien a Gombrowicz para reflexionar sobre los alemanes.

“Me llevaron a una prisión y me mostraron una habitación corriente, luminosa, con unas anillas de hierro en el techo que servían para colgar de ellas a quienes luchaban contra Hitler, o quizás no para colgar, sino para asfixiar”
Tenía una confusión sobre si colgaban o asfixiaban a los prisioneros, como se tiene en los lugares donde la naturaleza se vuelve fantástica. Por las calles de una ciudad profundamente moral tenía también que ver perros y hombres monstruosos junto a una voluntad admirable de ser normales. El año nuevo de 1964 lo pasó con un grupo de jóvenes en la casa de un pintor. Y es aquí donde empieza a darle vuelta a las manos, ve a esos jóvenes nórdicos encadenados a sus propias manos, una manos por otra parte perfectamente civilizadas.

“Y las cabezas acompañaban esas manos como una nube acompaña la tierra (no fue una sensación nueva, ya en alguna otra ocasión, en la Argentina, Roby Santucho se me había asociado, identificado con sus propias manos)”
Eran unas manos nuevas e inocentes y, sin embargo, iguales a aquellas otras sangrientas. Manos amistosas, fraternales y amorosas, como las de aquel bosque de manos alzadas, tendidas hacia delante en su heil, en las que también había amor. Pero en estos jóvenes alemanes de hoy no tenían ni una sombra de nacionalismo, era la juventud más madura que había visto jamás. Una generación que parecía no engendrada por nadie, sin pasado y suspendida en el vacío, sólo que seguía encadenada a sus propias manos, unas manos que ya no mataban, sino que se ocupaban de gráficos, de la contabilidad y de la producción. Eran ricos.

“Para llenar una laguna de mi alemán chapurreado cité el Hier ist der Hund begraben (Aquí está el perro enterrado) de Goethe, y enseguida vino a pegárseme un perro enterrado, no, no exactamente un perro, sino un muchacho igual que ellos, de su edad, que podía estar enterrado en algún lugar próximo, a orillas del canal, debajo de las casas, donde una muerte joven debió ser muy frecuente en el último combate (...)”
“El esqueleto de ese muchacho estaba seguramente en algún lugar cercano a las orillas del canal... Y al mismo tiempo miré la pared y vi allá, en lo alto, casi tocando el techo, un gancho clavado en la pared, clavado en una pared lisa, solitario, trágico como aquellas anillas de hierro de las que colgaban o asfixiaban a los que luchaban contra Hitler”

Ese año nuevo en Berlín le resultó plácido, sin la presencia del tiempo ni de la historia. Sólo aquel gancho en la pared, el esqueleto fraterno y esas manos se le asociaban con las paradas militares amorosamente mortales. De esos jóvenes se habían extraído unas manos puestas en la avanzada de un bosque de manos que mostraban el camino hacia delante.
“Aquí y ahora, en cambio, las manos estaban tranquilas, desocupadas, eran privadas, y, sin embargo, los vi de nuevo encadenados a sus manos (...) En realidad no sabía a qué atenerme: nunca había visto una juventud más humanitaria y universal, democrática y auténticamente inocente..., más tranquila. Pero... ¡con esas manos!”



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