viernes, 14 de agosto de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y EL PROTODIARIO


JUAN CARLOS GOMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y EL PROTODIARIO

“Escribo este diario con desgana. Su insincera sinceridad me fatiga. ¿Para quién escribo? Si escribo para mí mismo, ¿por qué lo mando a la imprenta? Y si es para el lector, ¿por qué hago como si hablara conmigo mismo? ¿Hablas a ti mismo de tal manera que te oigan los demás? Qué lejos estoy de la seguridad y el valor que me caracterizan cuando –perdonadme– ‘estoy creando’ (...)”
“Y sin embargo, me doy cuenta de que hay que ser uno mismo en todos los niveles de la escritura, es decir, que debería saber expresarme no sólo en un poema o en un drama, sino también en una prosa corriente –un artículo o un diario (...) Es más, este paso al mundo cotidiano desde un campo escondido en lo más recóndito, casi un subsuelo, constituye para mí un asunto de capital importancia”

El “Diario” se va convirtiendo en las manos de Gombrowicz en una verdadera obra de arte, a pesar de su desgana y de su fatiga. ¿Por qué tardó tanto tiempo en empezar a escribirlo?, porque no creía que su vida fuera lo suficientemente interesante como para escribir un diario. Cuando se dio cuenta que los diarios podían contar otra cosa a más de la vida se estableció en ellos como en una verdadera mina de la que extraía materiales para proteger su seguridad y su valor cuando ‘estaba creando’.
Aunque el género de diario aparece en Gombrowicz de manera tardía podríamos decir que el género de protodiario es una de sus primeras experiencias como hombre de letras. “El diario de Stefan Czarniecki” es la segunda novela corta de Gombrowicz, es contigua a “El bailarín del abogado Kraykowski” y la escribió en el año 1926.

El punto de inflexión del comportamiento del personaje es la guerra, al regreso del frente ya no puede mantener las viejas creencias y se desbarranca en la inmoralidad. Gombrowicz tiene la costumbre de asociar el amor con la violencia.
“Mi sexualidad despierta en forma precoz, nutrida de guerra, de violencia, de cantos de soldados y de sudor, me encadenaba a aquellos cuerpos enmugrecidos por el duro trabajo”
Su adolescencia estuvo marcada por la guerra y por los acontecimientos de 1920, cuando el ejército bolchevique invadió Polonia, llegando hasta Varsovia. El recuerdo del paso de los ejércitos, los incendios, los campos asolados por la guerra, están presentes en el “El diario de Stefan Czarniecki”.

“En la época de la Primera Guerra Mundial, creo que el frente pasó cuatro veces por nuestra casa, avance, retroceso, avance, retroceso, el fragor lejano y luego cada vez más próximo el cañón, los incendios, los ejércitos que se retiran, los ejércitos que avanzan, el tiroteo, los cadáveres junto al estanque, y también los prolongados altos de los destacamentos rusos, austríacos y alemanes. Nosotros, los muchachos, nos la pasábamos en grande recogiendo cartuchos, bayonetas, cinturones, cargadores. El excitante olor de la brutalidad lo invadía todo (...)”
Stefan se alistó en el regimiento de los ulanos, pero Gombrowicz no estaba alistado en ese regimiento cuando el mariscal Pilsudski detuvo a los rusos en las puertas de Varsovia.

“(...) En ese año de 1920 era un ser distinto a los otros, aislado, viviendo al margen de la sociedad (...) y sucedió así porque no supe cumplir mis deberes con la nación en el momento que una terrible amenaza se cernía sobre nuestra joven independencia (...)”
En esta novela no queda títere con cabeza: la familia, la polonidad, la política, la guerra, el amor, todo vuela por los aires, pero son más bien caricaturas, marionetas que Gombrowicz zarandea como una parodia de la realidad.
El estilo es brillante, humorístico e irónico, pero los componentes de la narración son realmente morbosos. Stefan Czarniecki había nacido en una casa muy respetable. El padre, un hombre fascinante y orgulloso, poseía unos rasgos que personificaban una estirpe perfecta y noble.

La madre andaba siempre vestida de negro con unos pendientes antiguos como único adorno. Stefan se veía a sí mismo como un muchacho serio y pensativo. Había en su vida familiar un solo punto oscuro, su padre odiaba a su madre, no la soportaba, un enigma que condujo finalmente a Stefan a la catástrofe interior. Se convirtió en un inútil inmoral, besaba la mano de una dama babeándola, sacaba el pañuelo y se secaba la saliva mientras le pedía perdón.
El padre evitaba el contacto con la madre, a veces la miraba a hurtadillas con una expresión de infinito disgusto. Stefan, en cambio, no manifestaba aversión alguna hacia su madre a pesar de que había engordado muchísimo al punto de tropezarse con todas las cosas de la casa.

Stefan se imaginaba que había sido concebido bajo coacción violentando los instintos, y que él era el fruto del heroísmo del padre. Un día la repugnancia del padre estalló: –Te estás quedando calva. Dentro de poco estarás más calva que un trasero.. Eres horrorosa. Ni siquiera adviertes cuán horrible es tu aspecto. Stefan no comprendía el porqué debía considerar a la calvicie de la madre peor que la del padre, además, los dientes de la madre eran mejores y, sin embargo, ella no sentía repugnancia por él.
Era una mujer majestuosa y muy religiosa, rodeada de una furia de ayunos, plegarias y acciones piadosas. A veces, los convocaba a Stefan, al cocinero, al mayordomo, al portero y a la camarera y decía: –¡Ruega, ruega pobre hijo mío por el alma de ese monstruo que tienes por padre! ¡Rogad también vosotros por el alma de vuestro amo que se ha vendido al diablo!

A la madre le producían horror las acciones del padre, y al padre lo que le producía horror era ella misma, no podía dejar de manifestar su asco: –Créeme, querida, que estás cometiendo una falta de tacto. Cuando veo ante el altar tu nariz, tus orejas, tus labios, tengo la convicción de que también Cristo se siente a disgusto. A pesar de estas contrariedades Stefan fue un buen alumno, aplicado y puntual, pero nunca gozó de la simpatía de los demás.
En el recreo los alumnos cantaban: –Uno, dos y tres, dos pan pan/ no hay judío que no sea un can/ Los polacos en cambio son águilas de oro/ Uno, dos, tres, ahora le toca al loro. Stefan estaba fascinado con estos versos pero debía apartarse de los otros chicos cuando cantaban..

A pesar de los esfuerzos que hacía por resultarles agradable a ellos y a los profesores con sus buenas maneras, lo único que conseguía era una actitud hostil. Una tarde, un profesor de historia y literatura, un vejete tranquilo y bastante inofensivo les dijo: –Los polacos, señores míos, han sido siempre perezosos, sin embargo, la pereza es siempre compañera del genio.
Los polacos han sido siempre valientes y perezosos ¡Magnífico pueblo, el polaco! A partir del momento en el que el profesor diera esa clase despreciando el trabajo el interés de Stefan por el estudio disminuyó, pero con este cambio no consiguió la simpatía del profesor y de nada le sirvió su incipiente preferencia por los desaplicados y los perezosos.

La observaciones del profesor tenían mucha influencia en la clase: –Los polacos han sido siempre holgazanes y desobligados, pero las suecas, las danesas, las francesas y las alemanas pierden la cabeza por nosotros, sin embargo, nosotros preferimos a las polacas. ¿No es acaso famosa en el mundo entero la belleza de la mujer polaca? El resultado de esas insinuaciones fue que Stefan se enamoró de una joven pero ella no se daba por enterada.
Una mañana, después de haberle pedido consejo a sus compañeros de clase, venció su timidez y le dio un pellizco; ella cerró los ojos y soltó una risita.. Lo había logrado. Se lo contó a sus compañeros y fue la primera vez que lo escucharon con interés, acto seguido se precipitaron sobre una rana y la mataron a golpes.

Stefan estaba emocionado y orgulloso de haber sido admitido por los jóvenes y presintió que empezaba una nueva etapa de su vida. Para congraciarse aún más atrapó una golondrina y le rompió un ala, cuando se disponía a golpearla con un palo un alumno le dio una bofetada en la cara. Como no se defendió todos se lanzaron sobre él y lo aporrearon sin ahorrar escarnios ni insultos.
En el amor tampoco le iba nada bien, la joven pellizcada le hacía recriminaciones porque era un consentido, un pequeño nene de mamá. Stefan había comprendido finalmente que, si bien el padre era de raza pura, su madre también lo era pero en el sentido contrario, el padre era un aristócrata arruinado casado con la hija de un rico banquero.

Se imaginaba que las dos razas hostiles de los padres, ambas poderosas, se habían neutralizado y habían parido un ratón sin pigmentación, un ratón neutro, por eso no tomaba parte de nada a pesar de haber participado en todo, ése era su misterio. La joven le pedía que fuera valiente, le ordenaba que saltara zanjas, que sostuviera pesos, que golpeara abedules bajo la observación del vigilante, que arrojara agua sobre el sombrero de los transeúntes.
Cuando Stefan le preguntaba cuál era la razón de esos caprichos le decía que no lo sabía, que era un enigma, una esfinge, un misterio para ella misma. Si la joven Jadwiga fracasaba en algo se entristecía, si triunfaba se ponía feliz y le permitía a Stefan besar sus deliciosas orejas, como premio.

Sin embargo, nunca se permitió responder a su apremiante: –¡Te deseo! Le decía que había algo en él de repulsivo y no sabía bien qué era, pero Stefan sabía muy bien lo que querían decir esas palabras. Leía mucho y trataba de comprender el significado de su secreto, se daba ánimos con el recuerdo de uno de los temas escolares, la superioridad de los polacos: los alemanes son pesados, brutales y tienen los pies planos.
Los franceses son pequeños, mezquinos y depravados; los rusos son peludos; los italianos... bel canto. Ésta era la razón por la que querían eliminar a los polacos de la faz de la tierra, eran los únicos que no causaban repulsión. El horizonte político se volvía cada vez más amenazador y la joven cada vez más nerviosa. La multitud en las calles, las tropas se desplazaban hacia el frente.

La movilización, los adioses, las banderas, los discursos. Juramentos, sacrificios, lágrimas, manifiestos, indignación, exaltación y odio. La amada de Stefan ni lo miraba, no tenía ojos más que para los militares. Stefan afirmaba su patriotismo, participaba en juicios sumarios contra espías, pero algo en la mirada de Jadwiga lo obligó a alistarse como voluntario en el regimiento de ulanos.
Atravesaban la cuidad cantando inclinados sobre el cuello de sus caballos, una expresión maravillosa aparecía en el rostro de las mujeres y sentía que muchos corazones latían también por él, y no entendía el porqué pues no había dejado de ser el conde Stefan Czarniecki que era antes ni el hijo de una Goldwasser, el único cambio era que ahora usaba botas militares y llevaba en el cuello unas tiras color frambuesa.

La madre lo convocaba para que no tuviera piedad, para que arrasara, quemara y matara, para que destruyera a los malvados. El padre, un gran patriota, lloraba en un rincón y le decía que con la sangre podría borrar la mancha de su origen, que pensara siempre en él y ahuyentara como la peste el recuerdo de la madre porque podía resultarle fatal, que no perdonara y que exterminara hasta el último de esos canallas. La amada le entregó por primera vez su boca, una verdadera delicia.
La guerra era hermosa. Era precisamente la conciencia de ese esplendor la que le proporcionaba las energías para combatir al implacable enemigo del soldado: el miedo. De cuando en cuando lograba colocar un tiro de fusil en el blanco preciso, y entonces se sentía columpiado por la sonrisa impenetrable de las mujeres y hasta le parecía que se ganaba el afecto de los caballos que hasta el momento sólo le habían propinado coces y mordiscos.

Sin embargo, ocurrió un incidente que lo lanzó al abismo de la depravación moral de la que no pudo apartarse hasta el día de hoy. La guerra se había desencadenado en todo el mundo. La esperanza, consuelo de los imbéciles, lo hacía vislumbrar la dichosa perspectiva del porvenir: el regreso a casa y la liberación de su situación de ratón neutro, pero las cosas no ocurrieron de esa manera.
Su regimiento estaba defendiendo con tesón por tercer día consecutivo una colina en el frente, con la orden de resistir hasta la muerte. Fue entonces cuando cayó un obús que le cortó de un tajo ambas piernas al ulano Kaeperski y le destrozó los intestinos, pero el pobre, seguramente aturdido, explotó en una carcajada convulsiva que Stefan tuvo que acompañar.

Cuando terminó la guerra y volvió a casa con aquella risa sonándole aún en los oídos comprobó que todo lo que hasta entonces había sostenido su existencia yacía hecho escombros, que no le quedaba más remedio que volverse comunista. Stefan entendía el comunismo como un programa en el que los padres y las madres, las razas y la fe, la virtud y las esposas, y todo lo que existía, sería nacionalizado y distribuido mediante cupones en porciones iguales.
Un programa en el que su madre debería ser cortada en pequeños trozos y repartida entre quienes no fueran suficientemente devotos en sus oraciones como era ella; que lo mismo debería hacerse con su padre entre aquellos cuya raza no fuera de una estirpe perfecta y noble.

Un programa en el que todas las sonrisas, las gracias y los encantos fueran suministrados exclusivamente bajo petición expresa, y que el rechazo injustificado de esta gracia fuera causal del castigo con la cárcel. Stefan elegía el término comunismo porque constituía para los intelectuales que le eran adversos un enigma tan incomprensible como lo eran para él las sonrisas sarcásticas y los rostros brutales de esos intelectuales.
Las conversaciones más irónicas las mantuvo con su adorada Jadwiga que lo había recibido con efusiones extraordinarias al regreso de la guerra. Stefan le preguntaba que si acaso la mujer no era algo misterioso e impenetrable, ella le respondía que sí, que lo era, y que ella misma era misteriosa, impenetrable y desencadenaba pasiones, que era una mujer esfinge.

Entonces Stefan exclamaba que también él constituía un misterio, que tenía un lenguaje personal secreto y que le gustaría que ella lo adoptara. Le advirtió que le iba a meter un sapo debajo de la blusa, y que ella tenía que repetir con él las siguientes palabras: Cham, bam, biu, mniu, ba, bi, ba be no zar. Fue imposible, no quiso pronunciarlas, le dijo que le daba vergüenza y se echó a llorar.
Stefan no le hizo caso, tomó un sapo grande y gordo y cumplió con su palabra. Jadwiga se puso como loca. Se tiró al suelo, y el grito que lanzó sólo podría compararse con el del soldado destripado. ¿Pero es que para todas las personas las mismas cosas deben ser bellas y agradables? Lo único que le quedó de agradable en esa historia fue que ella enloqueció, incapaz de librarse del sapo que se agitaba bajo su blusa.

Es posible que Stefan no fuera comunista sino tan solo un pacifista militante. Navegaba por el mundo en medio de opiniones incomprensibles y cada vez que tropezaba con un sentimiento misterioso, fuera la virtud o la familia, la fe o la patria, sentía la necesidad de cometer una villanía.
“Tal es el secreto personal que opongo al gran misterio de la existencia. ¿Qué queréis?... cuando paso junto a una pareja feliz, a una madre con un niño o a un anciano amable, pierdo la tranquilidad. Pero a veces el corazón se me encoge y una gran nostalgia de vosotros, padre y madre queridos, se apodera de mí. ¡También de ti siento nostalgia, oh santa infancia mía!”



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