martes, 11 de agosto de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ, LAS BARBAS Y LOS DUELOS


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ, LAS BARBAS Y LOS DUELOS


“La decadencia catastrófica del antiguo honor solemne, con duelos, testigos y protocolos, se me hizo patente en mi familia más próxima. Mi padre era un gentleman a la antigua, de antes de la primera guerra, y daba mucha importancia a la corrección en todos los sentidos, pero incluso él mismo empezaba ya a demostrar un cierto sentido del humor en relación con los asuntos de honor en boga por aquel entonces. Un día, en Maloszyce, mi madre lo sorprendió mientras practicaba un extraño deporte: disparaba con una pistola sobre una silueta de perfil dibujada con tiza sobre una tabla de madera, y era evidente que se entrenaba disparándole al trasero. Mi madre, muy intrigada, consiguió por fin sonsacarle la confesión: lo habían retado a duelo y había decidido colocar la bala en la parte trasera del cuerpo de su adversario, bastante pronunciada por cierto”

Los diez años de diferencia que tenía con su hermano Janusz bastaban para mostrar con qué rapidez se producían los cambios. Janusz aún pertenecía a la juventud dorada, en vías de desaparición, era del campo, elegante, caminaba balanceando el bastón y se daba vuelta cuando se le cruzaba una mujer, con cara de tenorio. En el teatro se le veía siempre en las primeras filas conservando el porte de la nobleza terrateniente. Aunque no tuviera nada en el bolsillo, llegaba siempre a uno de los cafés más distinguidos de Varsovia en un coche elegante que, cuando ya estaba en las últimas, tomaba en la esquina más cercana sólo para descender en el café con su gala correspondiente. Gombrowicz no usaba bastón, a duras penas se ponía el cuello duro, no frecuentaba lugares de moda, no tenía asuntos de honor, no asistía ni a comilonas ni a borracheras, andaba en bicicleta en el campo y en la ciudad en tranvía, para escándalo de sus familiares y parientes higalguillos.

“Janusz me había pedido que buscara un administrador para nuestra casa de campo. Se presentaron unos cuantos candidatos, entre ellos un joven rubio que me hizo llegar a través de la sirvienta su tarjeta de visita, muy distinguida, en la que se destacaban, además del apellido, el sobrenombre y el blasón. Tras una breve conversación me di cuenta que no poseía la calificación necesaria. Cuando se lo hice saber se levantó y me reclamó la devolución de su tarjeta de visita: –¿Cómo? ¿Pero por qué?; –Devuélvamela. Me puse a buscarla, pero la maldita tarjeta había desaparecido Dios sabe dónde: –¡No me marcharé hasta que usted no me devuelva la tarjeta!; –Pero, ¿para qué diablos la quiere?; –Es una tarjeta con mi blasón y yo no estoy seguro que usted la vaya a respetar. ¡No permitiré que mi blasón sea tirado a la basura... o aún peor! Al darme cuenta que estaba a punto de involucrarme en un asunto de honor, gateé debajo de todos los muebles que estaban a mi alcance hasta que por fin, felizmente, la encontré”

Uno de los cambios formales más importantes de esa época rica en metamorfosis fue la desaparición de las barbas y de los bigotes, un cambio tremendo teniendo en cuenta que un barbudo como Dios o como Marx eran completamente diferentes a un hombre rapado. Las consecuencias de este acontecimiento fueron enormes en el arte, en la moral, en la política y en la metafísica.
“Nunca olvidaré el aullido que emitió una de mis primas al ver entrar en casa a mi padre con la cara completamente rasurada; acaba de dejar su barba y sus bigotes en la peluquería de acuerdo al espíritu de la época. Fue el grito penetrante de una mujer ofendida en su pudor más profundo; si mi padre se hubiera presentado desnudo no hubiera gritado con tanto horror –y en el fondo tenía razón: era una desvergüenza de primera categoría aquella cara de mi padre hasta entonces siempre oculta por la barba y los bigotes y que ahora hacía por primera vez su aparición escandalosa”

“Con mis hermanos nos reíamos a carcajadas de una cuestión de honor que había tenido que soportar uno de nuestros primos. En el restaurante del hotel Bristol (el mismo en el que se habían encontrado por primera vez Filifor y antiFilifor) vio a un señor sentado no muy lejos de él que le hacía muecas. Sin pensarlo dos veces se acercó y le pidió que se excusara. El otro le dijo que no tenía la menor intención de hacerlo, que lo dejara en paz. Antes de que se hubiese aclarado que las muecas de aquel señor no le estaban dirigidas a mi primo sino a alguien sentado detrás de él, los dos ya habían tenido tiempo suficiente para ofenderse y el asunto terminó en un duelo (...) El honor hacía apariciones completamente teatrales. Un oficial no quería mostrar su billete al guarda de un tren: –¿Usted no se fía de la palabra de un oficial polaco? Cuando el guarda intentó llamar a la policía para obligarlo, el oficial empezó a disparar”

Para la época en que Janusz le estaba pidiendo que eligiera un administrador para la casa de campo, Gombrowicz se estaba ocupando de desacreditar la solemnidad de los duelos en “Ferdydurke”. Quince años después seguía desacreditando esa solemnidad en “Transatlático”. El hijo estaba tomando cerveza con su padre, un hombre bueno, decente, cortés y aterciopelado.
El padre le comenta a Gombrowicz que va a enrolar a su único hijo en el ejército polaco. Gombrowicz lo previene contra Gonzalo y le sugiere que se vaya del lugar, el padre no accede. Gonzalo brinda con el padre desde lejos, el comandante se lo prohibe, el moreno le arroja entonces el jarro de cerveza que tiene en la mano, le parte la frente y brota la sangre.

Todo es una vergüenza: la vergüenza en la embajada, la vergüenza en la casa del pintor y ahora la vergüenza en el Parque Japonés, mientras allá, del otro lado del océano, se derrama la sangre. A la mañana siguiente apareció el padre en la pensión de Gombrowicz y le rogó que desafiara a Gonzalo en su nombre, vaca o no vaca el hecho era que llevaba pantalones y que lo había ofendido públicamente.
Cuando Gombrowicz se lo contó a Gonzalo éste le recriminó que se hubiera puesto de parte del viejo y no del joven, que tenía que defender al joven de la tiranía del padre, que de qué le servía a los polacos ser polacos, que si acaso habían tenido hasta ahora un buen destino, que si no estaban hasta la coronilla de su polonidad, que si no les bastaba ya el martirio, el eterno suplicio y el martirologio, que había llegado el momento de la filiatría.

Aceptaba el duelo bajo la condición de que las balas fueran de salva, que las verdaderas se debían escamotear al momento de cargar la pistolas en el forro de la manga. Para asegurar esta impostura Gombrowicz nombró a dos socios de la empresa equino canina en la que trabajaba como padrinos del duelo.
Gonzalo había rematado su exhortación con la palabra filiatría, y esta palabra le retumbaba en la cabeza a Gombrowicz junto a los gritos de “Polonia, Polonia” que escuchaba en la calle mientras caminaba hacia la embajada. ¡Viva nuestro heroísmo!, exclamaba el embajador, un coronel ya le había contado lo del duelo y como todos descontaban que terminaría sin sangre convinieron en agasajar al comandante con una comida que se daría en la embajada.

Mientras volcaba en el libro de actas la invitación del embajador el consejero escribió también que iban a asistir al duelo, que tenían que ver al polaco con la pistola en la mano atacando al enemigo. Pero un duelo no es una partida de caza, tenían que asistir con una excusa bien pensada, bien podría ser una cacería con galgos a la que invitarían a los extranjeros.
Mientras tanto Gombrowicz le preguntaba al embajador cómo era posible que marcharan sobre Berlín si los combates se estaban librando en los suburbios de Varsovia. El embajador le dijo que todo se había ido al diablo, que todo había terminado, que habían perdido la guerra y que había dejado de ser embajador, pero que la cabalgata se iba a realizar de todos modos.

Al día siguiente, el duelo. Se dio la señal y los adversarios entraron al terreno. Gombrowicz cargó las pistolas y metió las balas en el forro de la manga. Vacío absoluto, eran disparos vacíos, a lo lejos apareció una cabalgata también vacía; vacío porque no había balas y vacío porque no había liebres.
El duelo era una trampa que no tenía fin porque se había convenido a primera sangre. De pronto se oyó un furioso ladrido de perros y un grito espantoso. El hijo estaba siendo atacado por los perros, el padre disparó contra los animales enfurecidos pero con un revolver vacío, entonces, Gonzalo se arrojó sobre la jauría y salvó la vida joven. El padre se conmovió y le ofreció su amistad eterna que Gonzalo aceptó, y para cerrar todas las heridas lo invitó a su casa.

Le confiesa al padre que lo había traicionado con Gonzalo realizando un duelo sin balas, Gombrowicz estaba conmovido y estalló en llanto frente al padre que, desesperado por la congoja, le hace un juramento sagrado: iba a lavar su honra con sangre, pero no con la sangre afeminada de ese miserable, sino con la sangre densa y terrible de su propio hijo, era la ofrenda del hijo que le hacía a la guerra.
Cuando Gonzalo se entera de que el padre quiere matar al hijo le dice a Gombrowicz que tiene un medio para convencer al hijo de que mate al padre, y al convertirse en parricida necesitará su amparo, se ablandará y caerá en sus manos afectuosas y protectoras. Tanto el honor como la solemnidad del duelo se encaminaban al desastre, parecía que todo iba a terminar en tragedia.

Gombrowicz estaba completamente desprovisto de honor, en esa materia era un salvaje incapaz de distinguir las jerarquías de las partes del cuerpo y comprender por qué una bofetada era algo más terrible que un golpe en la oreja. Cuando la obligación general del servicio militar igualó a todos en cuanto se refiere a las batallas, todavía quedaba el duelo como un riesgo especial reservado a la clase superior, que compensaba en parte las comodidades y las facilidades que proporciona el dinero.
Pero cuando los duelos desaparecieron, cuando al burgués bien alimentado ni siquiera le quedó la obligación de disparar una pistola y arriesgarse a que le metieran un balazo al recibir una bofetada en pleno rostro, lo único que le quedó fue disfrutar de una vida regalada a la que ya nada podía perturbar.

Aunque Gombrowicz caía a menudo en el esnobismo y en anacronismos sentía un amor fuerte por su tiempo, y un sentimiento de solidaridad con su generación. El mundo entero se hallaba bajo la magia de la historia, hecho que la juventud de hoy no experimenta. Fueron tiempos liberadores, una época prometedora no solamente para los polacos.
“Después cayeron los golpes, uno tras otro, y todo empezó a hundirse en la sangre, el dolor, el tedio y en una oscuridad abrumadora. Pero en aquellos años no sabíamos todavía que en los dos imperios derrotados por la guerra se incubaba una nueva catástrofe”



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