martes, 28 de julio de 2009

WITOLD GOMBROWICZ Y TADEUSZ KOSCIUSZKO


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y TADEUSZ KOSCIUSZKO


“Mis compatriotas de París me gustaban cada vez menos. Me los encontraba de vez en cuando, más bien poco, un puñado de estudiantes, unas cuantas familias polacas ya medio afrancesadas. También acudí una o dos veces a la embajada y saqué de esas vistas una lección para toda la vida: hay que huir de las ostras de las recepciones en dichas embajadas, así como del tedio (...)”
“Asimismo asistí, quizás dos veces, a las celebraciones de la colonia polaca en París. Salí enfadado, furioso, lleno de una malicia rencorosa... era mucho peor de lo que se podía esperar de lo que ya me había disgustado en mi país... esos bailes cracovianos, ese Kosciuszko, ese Copérnico, esos sentimientos, esos discursos... ese terrible farolear ante Europa de nuestros medios culturales (...)”

“Pero en aquellos años, en París, no me sentía capaz todavía de tomar una postura clara con respecto a la nación, cosa que no sucedería hasta después de la última guerra, cuando me puse a escribir ‘Transatlántico’. De cualquier forma, París contribuyó mucho en el año 1928 a intensificar mis relaciones con Polonia. La vi desde afuera. Desde el extranjero. Fue muy instructivo”
Tadeusz Kosciuszko, uno de los más brillantes generales de Polonia, es un héroe nacional, el más grande de esa nación. Luchó contra los ejércitos de Rusia, de Prusia y del imperio Austrohúngaro para conseguir la libertad de su patria, y participó en las batallas contra los ejércitos de Inglaterra para conseguir la independencia de los Estados Unidos.

Gombrowicz estaba hasta la coronilla con la pleitesía que le rendían los polacos a Kosciuszko y a Copérnico, pero a los días de pisar Buenos Aires se encuentra otra vez con ellos, es decir, se los encuentra el Gombrowicz de “Transatlántico”, y se los encuentra justamente en ese lugar del que había que huir como del tedio. Fue a la embajada, se echó a llorar y se puso a los pies del embajador, le besó la mano, le ofreció sus servicios y su sangre, y le rogó que en ese momento sagrado, según fuera su santa voluntad y entender, dispusiera de su persona.
El embajador le dijo que sólo podía darle cincuenta pesos, que no tenía más, pero que si quería irse a Río de Janeiro a importunar al embajador de allá, le pagaría el viaje y le daría algo más, que no quería literatos por acá porque lo único que sabían hacer era pedir plata y después ladrar.

Cuando Gombrowicz se dio cuenta que el embajador lo estaba despidiendo con moneda menuda le dijo que él era una literato, pero que además de literato era también un Gombrowicz. Y cuando le preguntó de cuáles Gombrowicz era Gombrowicz, le respondió que era Gombrowicz de los Gombrowicz Gombrowicz. El diplomático le ofreció entonces ochenta pesos en vez de cincuenta, ni un peso más. Le recordó que estaban en guerra y que había que marchar para vencer a los enemigos, matarlos, destrozarlos y aplastarlos, y que no fuera ladrando por ahí que el embajador no había marchado y hablado delante de él. Le pidió que escribiera artículos sobre Kosciuszko y Copérnico para celebrar la gloria de los genios polacos, que por ese servicio le podía pagar setenta y cinco pesos mensuales.

Era necesario ensalzar a la patria en momentos tan difíciles, pero Gombrowicz le contestó que no podía hacerlo porque le daba vergüenza, entonces el embajador lo empezó a tratar de comemierda, y le recordó que la embajada le había rendido homenaje y que lo iba a presentar a los extranjeros como el Gran Comemier… Genio Gombrowicz. A Gombrowicz no le alcanzaban las dos manos pata desacreditar el brillo de la gloria militar.
“(...) me mantenía a distancia y cuando me topaba en la calle con los ruidos de una marcha militar y el ritmo de una tropa que desfilaba a mi lado, hacía todo lo posible para no seguir su compás. ¿Estaría buscando quizás mi propia música y mi propia marcha? (...) La vida política no me interesaba”

En su obra artística Gombrowicz tomaba una posición ambigua respecto al servicio militar. En uno de sus cuentos el protagonista cuenta que el horizonte político se volvía cada vez más amenazador y su novia cada vez más nerviosa. La multitud en las calles, las tropas se desplazaban hacia el frente. La movilización, los adioses, las banderas, los discursos. Juramentos, sacrificios, lágrimas, manifiestos, indignación, exaltación y odio. La amada del joven ni lo miraba, no tenía ojos más que para los militares.
Él afirmaba su patriotismo, participaba en juicios sumarios contra espías, pero algo en la mirada de Jadwiga lo obligó a alistarse como voluntario en el regimiento de ulanos. Atravesaban la ciudad cantando inclinados sobre el cuello de sus caballos, una expresión maravillosa aparecía en el rostro de las mujeres y sentía que muchos corazones latían también por él.

Y no entendía el porqué pues no había dejado de ser el conde que era antes ni el hijo de su madre, el único cambio era que ahora usaba botas militares y llevaba en el cuello unas tiras color frambuesa. La madre lo convocaba para que no tuviera piedad, para que arrasara, quemara y matara, para que destruyera a los malvados.
El padre era un gran patriota, lloraba en un rincón desconsoladamente y le decía a Stefan que con la sangre podría borrar la mancha que tenía por su origen, que pensara siempre y solamente en él y ahuyentara como la peste el recuerdo de la madre porque podía serle fatal, que no perdonara y que exterminara hasta el último de esos canallas. Su amada Jadwiga le entregó por primera vez su boca, era una verdadera delicia. La guerra era hermosa.

Era precisamente la conciencia de ese esplendor la que le proporcionaba las energías para combatir al implacable enemigo del soldado: el miedo. De cuando en cuando lograba colocar un tiro de fusil en el blanco preciso, y entonces se sentía columpiado por la sonrisa impenetrable de las mujeres y hasta le parecía que se ganaba el afecto de los caballos que hasta el momento sólo le habían propinado coces y mordiscos.
Su regimiento estaba defendiendo con tesón por tercer día consecutivo una colina en el frente, con la orden de resistir hasta la muerte. Fue entonces cuando cayó un obús que le cortó de un tajo ambas piernas al ulano Kaeperski y le destrozó los intestinos, pero el pobre, seguramente aturdido, explotó en una carcajada convulsiva que Stefan tuvo que acompañar.

Cuando terminó la guerra y volvió a casa con aquella risa sonándole aún en los oídos comprobó que todo lo que hasta entonces había sostenido su existencia yacía hecho escombros, que no le quedaba más remedio que volverse comunista.
Yo me puse en contacto con el Zorro, el embajador de Polonia, para organizar el homenaje a Gombrowicz en el año del centenario. El Zorro resultó ser un patriota católico pero sin exageración, abierto y democrático, admirador de Gombrowicz pero no incondicionalmente.
“La lucha contra el comunismo, como también la revisión de los esnobismos, las excentricidades, los excesos del intelectualismo actual, me parecen muy indicadas y yo mismo las practico. Pero para eso no basta con la bravura sin más, como aquella de los ulanos de 1939 que cargaron contra los tanques ante el asombro del mundo entero”

Una tarde, sentados a una mesa de los jardines del Malba, le recordé al Zorro el episodio de los ulanos, se puso rojo de ira, me dijo que era pura patraña, que era un vil mentira. Todo el mundo sabe cuánto de valientes y heroicos son los polacos, sobre eso no cabe duda, pero también, hay que decirlo, tienen un gran sentido del humor, de otro modo no se puede explicar cómo a Gombrowicz no le hubieran roto todos los huesos, especialmente después de haber publicado “Transatlántico”.
La Primera Guerra Mundial despertó en Gombrowicz una nostalgia incurable por Occidente. Seguía con vehemencia los cambios en el frente y marcaba solemnemente sobre un mapa cada pueblecito tomado como si de eso dependiera el resultado de la guerra.

Al otro lado de aquel frente estaba la Europa que le despertaba la nostalgia, mientras los rusos y los alemanes eran para él una realidad de segunda categoría. En 1918 esa barrera se rompió y Occidente comenzó a infiltrarse en Polonia poco a poco, un cambio que significó tanto para Gombrowicz como la recuperación de la independencia. De la terrible experiencia de la guerra guardó el miedo, un miedo al que se le agregó otro miedo aún más doloroso: el pavor al servicio militar.
Fue el miedo a la guerra y no la conclusión de un análisis ponderado de la realidad el que lo impulsó a saltar del Chrobry en el puerto de Buenos Aires. El miedo es un sentimiento de inquietud causado por la posibilidad de un daño inminente, real o imaginario.

Cuando el riesgo no es inminente el miedo no aparece o, si aparece, es muy débil; lo que ocurre con los miedosos es que tienen una tendencia a convertir en inminente la posibilidad de los daños remotos y esto es lo que le pasaba a Gombrowicz. Cuando la obligación general del servicio militar igualó a todos en cuanto se refiere a las batallas, todavía quedaba el duelo como un riesgo especial reservado a la clase superior, que compensaba en parte las comodidades y las facilidades que proporciona el dinero.
Pero cuando los duelos desaparecieron, cuando al burgués bien alimentado ni siquiera le quedó la obligación de disparar una pistola y arriesgarse a que le metieran un balazo al recibir una bofetada en pleno rostro, lo único que le quedó fue disfrutar de una vida regalada a la que ya nada podía perturbar.

La gloria militar, sin embargo, le resultó muy útil al Zorro para resolver algunas emergencia diplomáticas. Cuando empezó a moverse para preparar la celebración del año centenario, de repente se dio cuenta de que no había plata para afrontar los gastos de la celebración y no había libros de Gombrowicz, no había nada, entonces me invitó a un almuerzo en su casa de San Isidro para elaborar una estrategia.
Por dos veces escuché un argumento que el Zorro utilizó para vencer la resistencia del Homúnculo y del Buhonero Mercachifle, ambos inconvenientes relacionados con el dinero. En diferentes oportunidades les explicó a ambos que la historia de Polonia estaba llena de infortunios y de conflictos desde la conversión de Mieszko al cristianismo.

Les hizo un relato pormenorizado de los obstáculos que habían tenido que sortear el rey Estanislao, los generales Kosciuszko y Pilsudski y, finalmente, remató el discurso con un breve comentario sobre los contratiempos que habían tenido que sortear en la época del comunismo. Estas desgracias encadenadas habían empobrecido a Polonia de tal manera que la embajada no estaba en condiciones de hacerse cargo de los gastos en el Centro Cultural Borges ni de pagar los doscientos pesos que el Buhonero Mercachifle pedía para asegurar su participación en la mesa redonda de la Feria del libro. Gombrowicz era un ferviente partidario de la paz, claro que la paz se puede conseguir de diversas maneras, Gombrowicz alcanza la paz en “El casamiento” encarcelando a todo el mundo.

“Es la paz. Todos los elementos rebeldes han sido detenidos. El Parlamento también ha sido detenido. Aparte de eso, los medios militares y civiles, y grandes sectores de la población, así como la Corte Suprema, el Estado Mayor, las Direcciones Generales, los Departamentos, los Poderes públicos y privados, la prensa, los hospitales y parvularios, todos están es prisión. Hemos encarcelado también a los ministros y, en general, todo. También la policía está en la cárcel. Es la paz. La calma”


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