sábado, 23 de mayo de 2009

WITOLD GOMBROWICZ Y MICHEL DE MONTAIGNE

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y MICHEL DE MONTAIGNE

“Gombrowicz, detrás de Montaigne, reivindica el derecho nativo del sujeto a no serlo, a quitarse toda sujeción, a demoler las formas en favor de la vida. Una lucha incierta para todo escritor, cuyo problema constante es la formalización del discurso. Pero, ya se sabe, siempre hacemos lo que no estamos haciendo: intentando salirnos de la vida y sintiendo, en la nostalgia del exilio, que sólo podemos volver a ella”
Unas palabras tan atinadas escritas por un connotado gombrowiczida nos ponen en camino de saber por qué Gombrowicz reconocía en Montaigne a un verdadero maestro. Montaigne fue un humanista que tomó al hombre, y en particular a él mismo, como objeto de estudio en los “Ensayos”, su principal trabajo: “Quiero que se me vea en mi forma simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, pues yo soy el objeto de mi libro”

El proyecto de Montaigne era mostrarse sin máscaras, sobrepasar los artificios para desvelar su yo más íntimo en su esencial desnudez. Fue un crítico agudo de la cultura, la ciencia y la religión de su época, hasta el punto de que llegó a considerar la propia idea de certeza como algo innecesario. Continuó extendiendo y revisando sus “Ensayos” hasta su muerte. En las vigas del techo de su castillo hizo grabar una de sus divisas favoritas: “¿Qué sé yo?”, y mandó acuñar con ella una medalla con una balanza cuyos dos platos se hallaban en equilibrio. Por encima de todo, Montaigne es un gran seguidor y defensor del Humanismo. Si cree en Dios, rehúsa toda especulación sobre su naturaleza y, ya que el yo se manifiesta en sus contradicciones y variaciones, piensa que debe ser despojado de creencias y prejuicios que lo extravíen.

Algunos pensamientos de Montaigne parecen robados por Gombrowicz: “Nadie está libre de decir estupideces, lo malo es decirlas con énfasis (...) La principal ocupación de mi vida consiste en pasarla lo mejor posible (...) Sé bien de qué huyo pero ignoro lo que busco (...) La palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha (...)Yo no me encuentro a mí mismo cuando más me busco. Me encuentro por sorpresa cuando menos lo espero (...) El que no esté seguro de su memoria debe abstenerse de mentir”
En las ocasiones en las que le preguntaba a Gombrowicz si había leído tal o cual libro siempre me respondía que yo debía suponer que él había leído todo. Al llegar a la Argentina ya tenía asimilados a Shakespeare, Rabelais, Montaigne, Dostoievski, Mann..., yo nunca lo vi comprar un libro, no tenía plata para comprarlos.

A veces se lamentaba de no disponer de los más actuales para escribir sobre ellos en sus diarios, y como no era un hombre de ir a las bibliotecas leía sólo lo que le prestaban. La curiosidad que tienen las personas cultas por saber cuáles han sido las lecturas de los hombres de letras eminentes es análoga al deseo de conocer sus antecedentes familiares, es una necesidad que se manifiesta en todos los campos del conocimiento humano, la necesidad de clasificar y de darle una estructura lo más simple posible al desorden. Pero ni de sus antecedentes familiares ni de sus lecturas podemos deducir la naturaleza de Gombrowicz. Una de las funciones mas importantes que Gombrowicz le atribuía a la inteligencia era el control, especialmente el control de la propia actividad de la inteligencia, pero no solamente de ésta.

“Usted, Gómez, no vaya a creer que yo a veces no tengo sentimientos normales como todo el mundo, claro que los tengo, pero me controlo, mucho más cuando estoy escribiendo”
En el mismo acto de la creación literaria existe una ultraactividad de la forma que debe ser controlada. La función de control que el autor ejerce, eliminando buena parte de los primeros miembros de un conjunto que se va formando, es muy importante y debe estar presente en todo el proceso de la creación. Mediante el control el autor debe contrastar siempre el resultado con el sentido interior de su vida que, sin embargo, no conoce. Del caos inicial, por una acumulación de forma, se pasa a las escenas, a los personajes, a los conceptos y a las imágenes que el proceso de control ya no puede eliminar, y lo ya creado dictará el resto.

“Tu principio debe ser el siguiente: no sé dónde me llevará la obra pero, me lleve donde me lleve, tiene que expresarme y satisfacerme”.
El sentido interior de la vida es el ángel de la guarda que toma la palabra para confrontar constantemente la imaginación con la realidad y para controlar la lucha entre la vida y la existencia.
Una de las manías del existencialismo es la de darle a la nada y a la angustia, que vendría a ser algo así como el miedo a la nada, un lugar fundamental en la cultura. Gombrowicz piensa que debe controlarse esta sobreactividad de la razón porque no se corresponde con la realidad del hombre, el hombre es un ser intermedio que tiene necesidad de temperaturas medias.

“Pertenezco a la escuela de Montaigne y estoy a favor de una actitud más moderada, no hay que sucumbir a las teorías, conviene saber que los sistemas tienen una vida muy corta y no hay que dejarse impresionar por ello”
Sin embargo, a pesar de que Gombrowicz sigue al pie de la letra las ideas de Montaigne sobre el control, pasa por alto uno de sus pensamientos fundamentales: “El que no esté seguro de su memoria debe abstenerse de mentir”. En efecto, en un pasaje memorable de los diarios Gombrowicz decide cancelar sus cuentas pendientes que tiene con Sastre, y para alcanzar este propósito se refiere a un relato que le hace un francés recién llegado de París en el café la Fragata. Este personaje mencionado por Gombrowicz le cuenta que Sartre, cuando todavía era muy joven, acostumbraba a pasear por la avenue l’Opéra a las siete de la tarde, la hora de más tráfico.

Sartre le había dicho que la percepción del hombre a una distancia tan corta actúa como una amenaza física. Debido a la cantidad de hombres que también paseaban, el hombre le resultaba enormemente próximo y terriblemente lejano. Esta apretujada masa no humana de hombres condicionaba el pensamiento del joven Sartre, empieza a buscar un sistema solitario para la actividad de su conciencia, y se refugia, le dice, en sí mismo, se aísla herméticamente de los demás, cerrando la puerta del propio yo.
Paradójicamente, esta soledad había nacido de la multitud. Cuando la idea de la soledad se instaló en él, advirtió que su soledad iba a encontrar resonancia en miles de otras almas. La cantidad parecía seguir formando parte de la idea que derivaba de ella: la soledad.

Pero la filosofía y la cantidad son antinómicas, la conciencia y el hombre concreto no pueden alimentarse con la cantidad, sin embargo, se estaban alimentando con ella. El sistema de Sartre en su fase inicial proclama sencillamente que yo soy yo de manera impenetrable para los otros, como una lata de sardinas; los otros no existen.
El miedo que le produce esta idea no está solo, lo ve multiplicado por la cantidad de aquellos a los que puede haber convencido con la idea. No podía seguir adelante con este pensamiento que se comía la cola, debía pues volver a reconocer, mejor dicho, a construir al otro, pero cuando termina de construirlo empieza a sentir sobre él la mirada de ese otro, es uno de los pasos más dramáticos que da Sartre en su concepción existencialista.

Y ese otro, determinado y construido por él, ya no tenía nada que ver con el hombre concreto, ese otro al que tenía que reconocerle la libertad era al mismo tiempo un objeto. Sartre se encuentra cara a cara, le dice, con la cantidad en toda su plenitud, con todos los hombres posibles, con el hombre en general, y él, que de joven se había asustado de la multitud parisina, se las está viendo ahora con todos los individuos. Estaba solo frente a todos.
A pesar de este panorama terrible no se asusta y se pone sobre los hombros la responsabilidad por todos los hombres. Pero esta plenitud se le viene a mezclar nuevamente con una cantidad relacionada ahora con su obra. La cantidad de ediciones, de ejemplares, de lectores, de comentarios, de ideas derivadas de sus ideas, y variantes de estas variantes.

“Entonces, me dice, lo vi acercarse a un cristal empañado y escribir con el dedo: Nec Hercules contra plures”
La bancarrota era completa, Hercules no puede contra todos, pero como esa bancarrota estaba dividida por millones a causa de la cantidad, se empequeñecía justamente gracias a ella, en medio del caos y de la confusión donde nadie sabe nada, nadie entiende nada, donde se parlotea y se habla sin ton ni son, y donde todo acaba en nada.
Debiéramos decir que esta historia que cuenta Gombrowicz en el “Diario” no tendría nada de particular si no fuera porque esa conversación que había mantenido con el francés en la Fragata nunca existió, y no existió porque no existía el francés. Existen varias maneras de comprobarlo.

La más sencilla consiste en descubrir que cada vez que nombra al francés, siete veces en total, lo hace de una manera diferente, variando las letras y el tipo de acento. Es decir, en este caso no sólo se está burlado del lector sino que también le da pistas para que sepa que se está burlando de él. Sin embargo, las reflexiones son atinadas y están de acuerdo con su manera de pensar.



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