WITOLD GOMBROWICZ Y EL PROBLEMA DEL BEBÉ
Una de las ordalías a la que fue sometido Gombrowicz desde su temprana juventud fue el problema que le planteaba la cantidad, y consecuentemente el bebé. El cretino que le hacía seis hijos a la parienta, la vecina que se multiplicaba por doce, la dinámica creciente de los órganos genitales era irresistible. La ciencia ordena el caos reduciendo las grandes cantidades a pequeñas fórmulas.
También la filosofía ordena el caos reduciéndolo a pensamientos claros y distintos, pero la ciencia y la filosofía poco pueden hacer con el problema de la cantidad de bebés. “Mi apartamento también está cargado de sueño; para llegar a mi habitación tengo que pasar por delante de cinco puertas detrás de las cuales anida el sueño, primero la de Roberto, estudiante argentino, y la de Herr Klug, comerciante (...)”
“Después la de Don Eugenio, que es ruso y trabaja en el puerto, la de Basilio, que es un rumano, y la de Arana, argentino y empleado. Duermen o no duermen. Hay que avanzar con cuidado a través de esta densidad humana y respetar el descanso que yo no conozco... Yo no conozco aquí nada ni a nadie, mis conversaciones con ellos se limitan a ¿qué tal? y, tiempo loco (...)”
“El viejecito que hasta hace poco vivía en la habitación de Arana me abordó un día para preguntarme si no quería comprarle su cama de cobre, y una semana más tarde murió. Nuestra discreción es irreprochable, es impensable llorarle las penas a otro, gritar o gemir, sólo de vez en cuando, por la noche, se levanta el fantasma de un quejido que sobrevuela la labor de las respiraciones (...)”
“Cada uno consume su vida como un bistec en un plato individual, una mesa individual. ¿Actúo a la ligera no cerrando la puerta con llave por la noche? ¿Quién puede asegurar que de esa maraña de destinos no surja un crimen? No. La repugnante discreción nacida del convencimiento de que uno no es para el otro más que abominación, aburrimiento y fastidio, me protege mejor que unos cerrojos ingleses (...)”
“Este pudor que obliga a evitar el acercamiento me permite dormir tranquilo. No matarán. Les falta valor para acercarse”. Recién llegado de su estada en Hurlingham, Gombrowicz entra a su casa de la calle Venezuela y se siente amenazado por el sueño y la ajenidad de sus vecinos. Se dispone a dormir y piensa en los preparativos de sus próximas vacaciones en Piriapolis.
Piriapolis se convirtió para Gombrowicz en un lugar de experimentaciones sobre la forma y la cantidad, unos fantasmas que se le aparecían con frecuencia mientras escribía “Cosmos”. Viajamos a Piriapolis en un buque elegante que hizo el trayecto entre Buenos Aires y Montevideo en una noche estrellada. A bordo de la nave no pasó nada excepcional.
Algo sobresalió la proposición que me hizo Gombrowicz de que nos contáramos la vida y nos tratáramos de tú. Esta idea sorprendente me dejó de una pieza, cuando recuperé mi compostura me negué con mucha cortesía pero no sin cierta intranquilidad. Es una pena que no haya escrito yo también mi propio diario, a estas horas podría recordar con más detalle lo que realmente ocurrió en Piriapolis.
Gombrowicz, en el suyo, le dio rienda suelta a su imaginación, al punto que lo comienza narrando nuestro viaje en avión, a pesar de que lo habíamos hecho en barco. Cuenta que habíamos viajado a mil quinientos metros de altura unos cincuenta pasajeros en total. Se le ocurre que los pasajeros hubieran sido una cantidad diferente si estuvieran en tierra.
Divisa desde el avión una eczema de cinco millones de individuos que se alejan de nosotros a quinientos kilómetros por hora. Promediando el vuelo se puso a hacer cálculos. Si bien el viaje de doscientos diez kilómetros lo íbamos a hacer en veinticinco minutos, la duración total, con revisión de valijas y verificación de papeles, sería de ciento ochenta minutos.
Llegado a este punto se imagina una igualdad. El número de kilómetros era igual al número de pasajeros más ciento sesenta minutos, un cálculo que somete a mi consideración y al que yo completo con reflexiones sobre el fenómeno de la cantidad y la cantidad del fenómeno. Cuando salíamos de la aduana a Gombrowicz se le ocurrió que yo hablaba demasiado, que había hablado casi sin parar durante todo el vuelo.
Sin embargo no estaba del todo seguro de que esto fuera así porque las hélices hacían mucho ruido. Antes de subir al ómnibus se puso a observar un bulto que llevaba un pasajero del que goteaba vodka; entre la altitud y la vodka que goteaba quedamos un poco aturdidos, yo terminé saltando del ómnibus pues me había olvidado la valija en tierra. Gombrowicz llegó solo a Piriapolis a las cuatro de la tarde.
En la casa se topó con unos alambres en los que los habitantes colgaban la ropa, una situación que presagiaba un futuro incierto. “Era una casa construida en un bosque de pinos, muda como un pescado petrificado, en la perspectiva gótica de árboles y de ese desierto donde las guirnaldas de telas y de lencería de hombre y mujer representaban para mí, en ese momento, algo realmente extraño (...)”
“Después de mis recientes tribulaciones, dudo que esto resulte claro, representaban una especie de atenuación de la cantidad humana, una substitución, o una real decadencia... un espectro pálido de la locura, algo lunar... mórbido...”. En la habitación se pone a mirar tres botellas de vino, y hace unas consideraciones acerca del alcohol que se le había subido a la cabeza cuando vio la vodka que goteaba.
Se pone en guardia pues tiene el presentimiento de que lo que le va a ocurrir en Piriapolis va a ser tan sólo una farsa. Una niña de ocho años se nos aparecía como la representante del otro lado de la casa y nos servía el almuerzo. A Gombrowicz le gustaba que los otros se le aparecieran de esa forma atenuada y reducida. De nuestro lado, en el dominio del bosque, no hay más que ropa tendida en los alambres.
“Pero nuestro encuentro con la farsa todavía no se ha engendrado, la cuestión es saber si todo esto es farsa, si nosotros mismos figuramos dentro de esa farsa, si yo fuera de color gris agregaría que es una farsa como esas camisas y esos calzoncillos”. Gombrowicz sospechaba que yo tenía el hábito de hacer farsas, que ese proceso se estaba elaborando en mí, por lo que se alegraba de una propiedad genial de la literatura: la libertad.
Esa libertad fructuosa que le permite al escritor construir tramas como si eligiera senderos en el bosque sin saber dónde lo llevan y qué le espera. “Gómez lleva a su boca un vaso de curasao. Me confía con una sonrisa que no encontró hasta el momento en toda Piriapolis una sola persona que hable, nosotros somos los únicos...”. A medida que hacemos excursiones el presentimiento de la farsa se le va acrecentando.
“Fuera de aquí, fuera a la farsa, No. No. ¡Fuera! ¿Pero por qué se pega así a mí? La botella mea pero el calzoncillo seca. Fuera de aquí. Fuera farsa. Por qué se pega a mí esta Farsa... por qué me invade como un parásito... hija de perra... Farsa... Fuera”. Relata nuestras conversaciones y discusiones interminables sobre los asuntos más abstractos en los bosques y los cafés de Piriapolis.
Las formas de la afirmación, los límites del hermetismo, el número pi, la ingenuidad de la perversión, la tragedia seca y viscosa, el sujeto del prefijo “ex”, el carácter maníaco de la física, la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, el principio de corporalidad, la cantidad... Pero la farsa lo empieza a golpear sin piedad. En medio de la oscuridad la farsa se le dibuja en la ropa colgada que parece una bandera envenenada.
Una bandera de los que están del otro lado, a quienes reconoce bajo la forma de calzoncillos y de camisas. La farsa le muestra los dientes. No quiere discutir más conmigo, no quiere mezclarse con ninguna farsa, sabe que si responde a la farsa con la farsa está perdido, debe cuidar la seriedad de su existencia. Si tiene que ser cómico, que lo sea sólo exteriormente, no en su interior.
Él, en su centro, debe quedarse imperturbable como Guillermo Tell, con la manzana de la seriedad sobre su cabeza. “He aquí que todo termina. Dejé Piriapolis el 31 de enero y, vía Colonia, llegué a Buenos Aires en el mismo día, a las once y media de la noche. Gómez se había ido antes, lo habían llamado por telegrama desde la universidad. No sabré pues jamás qué es lo que realmente pasó en Piriapolis”
Recién llegado de sus vacaciones en Piriápolis Gombrowicz entra su casa de la calle Venezuela, y nuevamente, como después de su estada en Hurlingham, hace reflexiones sobre el sueño de sus vecinos. “El apartamento estaba cargado de sueño cuando, pasada la medianoche, con la cabeza todavía insegura a consecuencia del balanceo del barco en el Río de la Plata, me escurrí con la maleta en mi habitación (...)”
“Todos dormían: Roberto, Herr Klug, don Eugenio, Basilio, Arana, y los fantasmas de sus suspiros y de sus gemidos flotaban por encima del trabajo de sus respiraciones. ¿Qué es la cantidad en el sueño? ¿Una cantidad dormida? ¿Tú duermes, cantidad? ¿O es que, por el contrario, cantidad, tú nunca duermes? No, nuestra cantidad no duerme con nosotros; ¿cómo podría ceder al sueño una criatura nacida de la acumulación...? (...)”
“No, ella ronda incansable... Me pregunté, sin embargo, ya en mi habitación, sentado en la cama, si el hecho de que durmiesen cinco al mismo tiempo era un hecho tranquilizador o inquietante. Si el sueño de un solo individuo es más inquietante que el sueño de unos cuantos, de una decena o de un centenar de individuos. La cantidad se comporta de una manera sorprendente, ya que multiplica y divide al mismo tiempo (...)”
“¿Quién puede dudar de que la acción de cinco hombres que tiran de una cuerda será cinco veces más eficaz que la de uno solo? Pero con la muerte ocurre lo contrario. Intentad matar a la vez a mil hombres y constataréis que la muerte de cada uno de ellos es mil veces menos importante que si muriera en soledad. De manera que era tranquilizador pensar que los cinco dormían y soñaban (...)”
“Yo podía apoyar tranquilamente la cabeza en la almohada e incorporarme como número seis a su respiración pesada, ávida, errática. ¿Qué amenaza podía surgir de la noche y del sueño mientras la bondadosa cantidad velaba por mí disolviéndome en ella? Incluso, si hubiera aquí indicios de disipación intelectual, la cantidad se encargaría de diluirlos igual que diluye nuestro pecados y nuestras virtudes, amén”
La cantidad es una idea que ronda la cabeza de Gombrowicz en forma permanente. Le resulta extraño no poder llegar al fondo de la especie humana, nunca conseguirá conocer a todos los hombres. Aparece siempre una nueva variante del hombre, y estas variantes no tienen límite, pues no hay hombre que no sea posible. Esta infinitud y este abismo interior de la imaginación, revocan todas las normas psicológicas y morales.
“Se tiene la impresión de estar sometidos a una explosión interior, y no por el espíritu, sino a causa del complot de los cuerpos que, copulando, crean una nueva variante”. Esta copulación y la cantidad resultante son cuestiones que analiza sistemáticamente. “Cuando abordo la crisis del arte, no es porque, siendo yo mismo artista, lo sobrestime, sino porque creo que ilustra la crisis de la forma humana en general (...)”
“Georges Girreferést-Prést ha llegado procedente de París. Ayer estuve con él en un café situado en la esquina de las calles San Martín y Lavalle... Café. Coñac. Me explicó lo que le habían explicado..., anécdotas y chismorreo recogidos por ahí, ya algo rancios, referentes a la inmediata posguerra. Es difícil comprobarlo, sólo Dios sabe cómo fueron las cosas realmente (...)”
“No obstante, todo esto proyecta una luz extraña sobre la historia del pensamiento sartreano”. Como si hubiera presentido la invitación que poco después le haría la Fundación Ford, Gombrowicz se prepara para llegar a Francia. Un poco antes de abandonar la Argentina cuenta en los diarios un encuentro con Georges Girreferèst-Prést recién llegado de París.
El hecho de que la falta de seriedad fuera, a juicio de Gombrowicz, tan importante para el hombre como la mismísima seriedad explica el porqué, a pesar de su conflicto tan agudo entre la vida y la conciencia, no se refugió en ninguno de los existencialismos contemporáneos. La autenticidad y la inautenticidad de la vida le resultaban a Gombrowicz igualmente preciosas.
Por eso la insuficiencia y el subdesarrollo tenían para él la misma importancia que las grandes categorías de la existencia humana. Georges Girreferèst-Prést le cuenta a Gombrowicz en el café que Sartre, cuando todavía era muy joven, acostumbraba a pasear por la avenue l’Opéra a las siete de la tarde, la hora de más tráfico y de amontonamiento de gente.
Sartre le había dicho que la percepción del hombre a una distancia tan corta actúa como una amenaza física. Debido a la cantidad de hombres que también paseaban, el hombre le resultaba enormemente próximo y terriblemente lejano. Esta apretujada masa no humana de hombres condicionaba el pensamiento del joven Sartre, empieza a buscar entonces un sistema solitario para la actividad de su conciencia.
Se refugia, le dice, en sí mismo, se aísla herméticamente de los demás, cerrando la puerta del propio yo. Paradójicamente, esta soledad había nacido de la multitud. Cuando la idea de la soledad se instaló en él, advirtió que su soledad iba a encontrar resonancia en miles de otras almas. La cantidad parecía seguir formando parte de la idea que derivaba de ella: la soledad.
Pero la filosofía y la cantidad son siempre antinómicas, la conciencia y el hombre concreto no pueden alimentarse con la cantidad, sin embargo, se estaban alimentando con ella. El sistema filosófico de Sartre en su fase inicial proclama sencillamente que yo soy yo de manera impenetrable para los otros, como una lata de sardinas; los otros en verdad no existen.
El miedo que le produce esta idea no está solo, lo ve multiplicado por la cantidad de aquellos a los que puede haber convencido con la idea. No podía seguir adelante con este pensamiento que se comía la cola. Debía pues volver a reconocer, mejor dicho, debía volver a construir al otro, pero cuando termina de construir al otro empieza a sentir sobre sí mismo la mirada de ese otro.
Y ese otro, determinado y construido por Sartre, no tenía nada que ver con el hombre concreto, ese otro al que tenía que reconocerle la libertad, era al mismo tiempo un objeto. Sartre se encuentra cara a cara con la cantidad en toda su plenitud, con todos los hombres posibles, con el hombre en general, y él, que de joven se había asustado de la multitud parisina, se las está viendo ahora con todos los individuos.
Estaba solo frente a todos. A pesar de este panorama terrible no se asusta y se pone sobre los hombros la responsabilidad por todos los hombres. Pero esta plenitud se le viene a mezclar nuevamente a Sartre con una cantidad relacionada ahora con su obra. La cantidad de ediciones, de ejemplares, de lectores, de comentarios, de ideas derivadas de sus ideas, y variantes de estas variantes.
“Entonces, me dice Georges, lo vi a Sartre acercándose a un cristal empañado y escribir con el dedo: Nec Hercules contra plures”. La bancarrota era completa, Hercules no puede contra todos, pero como esa bancarrota estaba dividida por millones a causa de la cantidad, la bancarrota se empequeñecía justamente gracias a la cantidad, en medio del caos y de la confusión donde nadie sabe nada.
Nadie entiende nada, donde se parlotea y se habla sin ton ni son, y donde todo acaba en nada. “Sábado, en un café de la esquina de Maipú y Lavalle, llueve. Debo confesar que el problema de la cantidad ha llegado a hartarme”. Gombrowicz, sin embargo, se las arregla bastante bien para darle al problema de la cantidad y del bebé un tratamiento literario.
Filimor y Filifor forrados de niño son dos relatos cortos que Gombrowicz incluye en “Ferdydurke”. Escritos en 1934 son presentados en el libro con sendos prefacios en los que da una explicación más o menos extensa de sus ideas sobre la forma utilizando un estilo sarcástico para burlarse de la crítica literaria. En el prefacio de Filimor construye artificialmente una tabla de sufrimientos para encontrar el dolor fundamental.
Aunque escrita en forma irónica y teatral ni uno solo de esos dolores de la tabla deja de ser humano. En otra tabla en la que identifica sus rebeliones pone en entredicho a su propia psique, a la herencia y a toda la cultura. “Filimor forrado de niño” es un ejemplo de la maestría que tiene Gombrowicz para manejar el comportamiento de conjuntos a los que le va agregando elementos, hasta que finalmente algo explota.
Ya dijimos que en Gombrowicz conviven su clase social y una conciencia penetrante que buscaba el estilo de los pensamientos fundamentales, la independencia, la libertad y la sinceridad, en medio de los remolinos de sus anormalidades. Buscaba la realidad y sabía que la podía encontrar tanto en lo que es normal y sano como en la enfermedad y en la demencia.
A fines del siglo dieciocho un campesino, nacido en París, tuvo un hijo, y aquel hijo tuvo un hijo, y ese hijo tuvo a su vez un hijo y luego hubo otro hijo… y el último hijo, campeón mundial de tenis, estaba jugando un mach en la cancha del Racing Club parisiense. Un coronel de zuavos, sentado en la tribuna lateral, empezó a envidiar el juego impecable de ambos campeones.
Ansioso él también de exhibir sus habilidades, sacó una pistola y disparó contra la pelota. La pelota reventó, y los contendientes, privados imprevistamente de aquello que estaban golpeando, golpeaban con la raqueta en el vacío. Cuando cayeron en la cuenta de que sus movimientos era absurdos, se agarraron a trompadas. Un trueno de aplausos estalló entre los espectadores.
Aunque ésta no había sido la intención del coronel, la bala que había disparado siguió su trayectoria y le dio en el cuello a un industrial armador que estaba en la tribuna de enfrente. La esposa del herido, viendo borbotear la sangre de la arteria atravesada, quiso echarse sobre el coronel para quitarle el arma, pero como estaba inmovilizada por la muchedumbre le dio un cachetazo al vecino de la derecha.
El abofeteado resultó ser epiléptico, y bajo la conmoción producida por el golpe, estalló como un geiser en convulsiones. La pobre mujer se encontró de pronto entre un hombre que manaba sangre y otro que echaba espuma por la boca. El publicó atronó el estadio con aplausos. Un caballero que estaba sentado cerca de la desgraciada señora tuvo un acceso de pánico y saltó sobre la cabeza de una dama sentada en las gradas de abajo.
La mujer se irguió y brincó hacia la cancha arrastrándolo en su carrera. El vecino de la izquierda del caballero, un jubilado humilde y soñador, hacía muchos años que soñaba con saltar sobre las personas ubicadas más abajo. Estimulado por el ejemplo de lo que estaba viendo, sin la menor tardanza saltó sobre una dama que tenía abajo recién llegada del continente de África.
La joven en forma inocente se imaginó que justamente ésa era una costumbre del país y sin pensarlo ni por un momento también brincó tratando de imitar las maniobras de la otra dama y conservar la naturalidad de los movimientos. La parte más culta del público se puso a aplaudir para disimular el escándalo delante de los representantes de los países extranjeros.
La parte menos culta de la concurrencia tomó los aplausos como una señal de aprobación y empezó a cabalgar a sus damas. Como los extranjeros no salían de su asombro las personas más distinguidas, también para disimular el escándalo, cabalgaron a sus damas. Un tal marqués de Filimor, disgustado y ofendido por los acontecimientos que se estaban desarrollando en la cancha de tenis, de improviso se sintió gentleman.
Desde el medio de la cancha, pálido y decidido, preguntó si alguien, y quién precisamente, quería ofender a la marquesa de Filimor. Arrojó a la cara de la muchedumbre un puñado de tarjetas con la inscripción de “Philippe de Filimor”. Un silencio mortal reinó en el estadio. De repente, no menos de treinta y seis caballeros se acercaron a la marquesa montados sobre mujeres de pura raza para ofenderla.
De esa manera se sintieron gentlemen. Pero la marquesa, a raíz del asusto, abortó y parió un niño que empezó a berrear bajo los cascos de las mujeres piafantes. “El marqués, repentinamente, forrado de niño, dotado y complementado de niño, mientras actuaba en forma particular y como un gentleman en sí, y adulto, se avergonzó y se fue a su casa en tanto un trueno de aplausos se oía entre los espectadores”
Después de la aparición de “Memorias del tiempo de la inmadurez” Gombrowicz alude en “El Pozo” al infanticidio que cometían las madres campesinas que se libraban de sus bebés arrojándolos a un pozo. Y para esa misma época en “El drama del baron y la baronesa” trata de estimular la repugnancia hacia la mujer y liquidar de esa manera el problema del bebé, como ya lo había hecho Kierkegaard.
“Es vuestra mujer, es vuestro cadáver”. Esta grotesca historia en forma de cuento constituye un estudio del marido engañado, pero, como siempre ocurre en Gombrowicz, presentado al revés de la convención melodramática de la época: aquí el esposo obliga a su mujer a traicionarlo, contra la voluntad de su esposa, en nombre de una dudosa e imaginaria moral.
Gombrowicz interpreta este tema de los celos y de la pasión conyugal, a la manera de los comienzos del siglo XX, en un tono cáustico. Retoma las ideas convencionales sobre este tema, destilando veneno: el amor no es sino la crueldad, la moral burguesa se transforma en perversión, la pasión carnal se transforma en repugnancia hacia la mujer, que resulta sacrificada.
“¡Vamos! dice entonces el barón. Eso no puede prolongarse. Hoy me enteré de que él intentó suicidarse. ¿Puede usted comprender que empujar a alguien al suicidio es peor que estrangularlo con las propias manos? Ese mequetrefe carente de principios nos va a perder, junto con él. Mi decisión está tomada: no podemos abrumar nuestra conciencia con una responsabilidad tan terrible (...)”
“Puesto que no hay otra solución, tanto peor, os doy mi consentimiento, acepto. Y usted, en nombre de esta necesidad superior, haga lo que debe hacer, es decir, lo que le dicte su sucia femineidad; –¡Esposo mío!”
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