JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS
WITOLD GOMBROWICZ Y LAS CARTAS ARGENTINAS
Existen algunas casualidades un tanto llamativas. Que Gombrowicz se haya encontrado con Czeslaw Straszewicz en un café de Varsovia unos días antes de la partida del Chrobry, y que a Hitler y a Stalin se les haya ocurrido firmar el pacto de no agresión justo en el momento en que Gombrowicz desembarcaba en Buenos Aires, pueden se tomados como hechos casuales y llamativos.
Pero que Gombrowicz se haya quedado un cuarto de siglo en la Argentina tiene más olor a causalidad que a casualidad. El programa de Gombrowicz sobre el espíritu de contradicción tuvo frutos extraños en la Argentina, despertó la atención de la juventud y una ostensible indiferencia de la intellegentsia. En el año 1960 Gombrowicz figuraba en la lista de los grandes maestros internacionales de la literatura.Aún vivía en Buenos Aires, acababa de ser traducido al alemán y su fama europea crecía semana a semana, en medio de la más ciega indiferencia argentina. “Pero, hablando seriamente, ¿qué aspecto tendré yo si París me sorprende en uno de esos momentos de debilidad como un admirador? ¡No, debo ser siempre difícil, difícil! Y sobre todo debo ser igual a como era en la Argentina (...)”
“Oh, la, la, si yo cambiara esa modalidad no sería más que un pequeño detalle bajo la influencia de París, ése sería el efecto. No, así como yo era con Flor en el Rex, así debo ser ahora, ¡tengo que estampar mi sello en la cúpula de los Inválidos o en las torres de Notre-Dame tal como era con Flor en la Argentina. ¡Con Flor o también con la vieja Polonia aristocrática!”
De la contradicción entre la juventud inferior y la intelligentsia despreciativa surge un amor extraño.“Escríbeme, mis lazos con la Argentina se aflojan y no se puede remediar, cada vez menos cartas, pero es casi seguro que apareceré un día por Buenos Aires, porque experimento una curiosidad casi enfermiza; es realmente extraño que no me atraiga en absoluto Polonia, en cambio, con Argentina no puedo romper”
Uno de los propósitos deliberados que tenía Gombrowicz era el de desvincular la conducta humana de la voluntad y del determinismo psíquico. A la voluntad la trasponía con el automatismo y al determinismo psíquico con partes del cuerpo. Este modelo creativo se le empezó a perfilar en “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Bambury”, un modelo que perfeccionó en “Ferdydurke”.
La cara y sus habitantes: los ojos, la boca, la nariz y las orejas; el culo y sus proximidades: las manos, los dedos, los muslos y las espaldas se convirtieron desde entonces en los representantes plenipotenciarios de la forma y de la inmadurez. “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury” es la novela corta más larga de Gombrowicz.
Esta novela corta la escribió en el año 1933, y sin saber que siete años más tarde desembarcaría en la Argentina, ya sueña con ella. “Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña”. Y comienza la narración en forma realmente premonitoria. “Mi situación en el continente europeo se hacía día a día más penosa y más equívoca”.
Pero lo más extraño es que en el diario de la travesía, cuando se va de la Argentina, y sin decir que lo hace, mete los relatos del ojo sobre la cubierta y del marinero que se traga la cuerda del palo de mesana como si fueran episodios reales de lo que está narrando. Gombrowicz está empeñado en construir catedrales y en desarrollar composiciones arquitectónicas artificiales como instrumentos.
Lo hace para redondear algo bello, algo que duele, algo que existe. Esta irrupción de los relatos en el diario de la travesía resulta desconcertante, está contando la historia de un alejamiento conmovedor, lírico, dramático y, de pronto, se coloca en una situación circense. ¿Por qué hace esto?, porque la más larga de sus novelas cortas había sido publicada en Francia un poco antes de su llegada a París con muy buena acogida.
Aquí también se pone de manifiesto el carácter instrumental de sus composiciones. En “Cosmos” intenta volver reales las asociaciones que tiene en la conciencia, y ahorca al gato, un acto desleal pues falsea la relación entre el ahorcamiento imaginario del gorrión y el ahorcamiento real del gato. Pone en juego intencionalmente elementos reales para configurar una estructura de elementos imaginarios que tiene en la conciencia.
De este modo el protagonista lleva a cabo un acto desleal pues perturba lo que está observando y sólo conocerá entonces el resultado de la perturbación. Con el ojo humano y el marinero que se traga la cuerda del palo de mesana hace al revés, pone en juego intencionalmente elementos imaginarios para configurar una estructura de elementos reales, otro acto desleal que arroja el mismo resultado.
En la primavera de 1930 Zantman emprendió un largo viaje por motivos de salud. Su situación en el continente europeo se tornaba día a día más embarazosa y menos clara. Le pidió a un amigo que le encontrara un lugar en alguna de sus embarcaciones, y a la semana siguiente emprendió el viaje en una hermosa goleta de tres mástiles con una capacidad de cuatro mil toneladas cargada de sardinas y arenques, rumbo a Valparaíso.
El capitán Clarke le dio la bienvenida cuando subió a bordo de la goleta Banbury. El primer oficial Smith le cedió su camarote por una módica suma de dinero. A las horas Zantman empezó a vomitar todo lo que tenía en el estómago, y para volverlo a llenar devoró toda la ropa de cama y la ropa interior del primer oficial que estaba en el baúl, pero muy poco tiempo permanecieron en sus entrañas.
Sus gemidos llegaron al capitán quien, apiadándose de él, ordenó que subieran al puente un barril de arenques y otro de sardinas para que siguiera devorando. Sólo al anochecer del tercer día, después de haber consumido tres cuartas partes de los arenques y la mitad de las sardinas, logró recuperarse. Cesó también el movimiento de las bombas que limpiaban el navío.
Se alejaban de Europa, en una noche estrellada y apacible ocurrió algo que parecía relacionado con los vómitos que había padecido Zantman y que, en cierto sentido, resultó premonitorio. Uno de los marineros se llevó a la boca, en forma distraía, una cuerda que colgaba del mástil mayor. Muy posiblemente, debido al movimiento vermicular del intestino estimulado por esta anomalía, se empezó a tragar la cuerda.
Se la tragó con tanta violencia que el marinero fue izado como si fuese un trapo hasta lo más alto del mástil donde quedó atascado con la boca completamente abierta. Dos mozos de cubierta se colgaron de sus piernas pero no pudieron hacerlo bajar, entonces, el primer oficial tuvo la idea de recurrir otra vez a los vómitos. Para despertarle la imaginación vomitiva le presentó al paciente un plato lleno de colas de rata.
El pobre infeliz, con los ojos totalmente desorbitados, tuvo un acceso de vómito y cayó al puente tan pesadamente que casi se rompe las piernas. Aunque en ese momento no le puso mucha atención, Zantman había presenciado ya dos acontecimientos con síntomas relacionados a la náusea, el del marino, de carácter absorbente y centrípeto, y el suyo, de carácter centrífugo.
Las colas de las ratas, la nave y las espaldas de los marineros le empezaron a resultar familiares. Smith, el primer oficial de a bordo, y el capitán Clarke le explicaban que el barco era bueno, y que si a alguien no le parecía del todo bueno podía abandonarlo cuando lo deseara. Al promediar la conversación Clarke le pide a Smith que ordene a la tripulación tres vivas para el capitán, y la tripulación lo viva tres veces.
Los marineros siempre estaban inclinados limpiando algo, de modo que Zantman no veía otra cosa más que sus espaldas. Una mañana le manifestó al primer oficial su convicción de que la tripulación de la Banbury estaba integrada por mozos valientes y honestos. Smith le respondió a Zantman que no era así, que los tenía sujetos a todos con el taladro.
Los trataba con puño de hierro y no le daba una patada en el culo al que se portaba mal, a pesar de que era lo único que ofrecían, porque no serviría de nada, si pateaba a uno tendría que patearlos a todos por el espíritu de igualdad, y eso sería una tontería. El capitán le comentaba a Zantman que arriba de la goleta no había papá ni mamá y tampoco había consulados, que él era el amo y señor de la vida y de la muerte.
No había abuelos ni dulces ni bizcochos, sólo había disciplina y obediencia. Quería demostrarle a Zantman que tenía poder, deseaba mostrárselo porque de vez en cuando lo asaltaba el desánimo y se reblandecía. El capitán Clarke le dijo a Smith que si lo viera sin la hoja de parra, como Dios lo trajo al mundo, sin los pantalones blancos y los galones de oro en la gorra, no lo reconocería ni lo respetaría.
Al marcharse el capitán, Zantman murmuró que eso bastaba para él, refiriéndose a las manías del capitán, y al momento el primer oficial le contesta que no le aconsejaba hacerse el gracioso. De vez en cuando el capitán y el primer oficial jugaban con bolitas de migas de pan, el tedio se dejaba sentir tanto que se peleaban violentamente sin conocer la razón de la riña.
Los oficiales bebían licores y los marineros realizaban extraños movimientos con el cuerpo, se inclinaban, apoyaban los brazos en el suelo, estiraban las piernas y movían los hombros como hacen los gusanos en la tierra. El primer oficial Smith le confiesa a Zantman que debido al aburrimiento sus relaciones con el capitán Clarke se habían puesto difíciles y tirantes.
Jugaban a pincharse con agujas, vencía el que resistía más tiempo, estaba picado como un colador. Zantman le dice que habían creado un círculo vicioso sin salida lateral. Tenían que procurarse un alfiletero y colocarlo entre los dos. Smith lo miró con respeto y le dijo que estaba sorprendido con sus conocimientos, que había resultado ser un magnífico navegante experimentado, que tenía el colmillo de un viejo lobo de mar.
Con el alfiletero dejarían inmediatamente de pincharse. A la tarde Smith empezó a hacerle confidencias sobre la tripulación, la peor gentuza, carne de horca recogida en los peores puertos del mundo. Había que tratarlos con mano dura, no pensaban en otra cosa que sacarle el cuerpo al trabajo, que el peor de todos se llamaba Thompson, con una boca en forma de culo de gallina como si quisiera sorber vaya saber qué cosa.
Esa noche le iba a dar una lección. Después de decirle todo esto empezó a canturrear que de agua y tedio era la vida del marinero. Posteriormente a la conversación sobre el alfiletero con Smith el capitán cambió la actitud hacia Zantman, dedujo que Zantman tenía sus métodos para combatir el tedio, que no era de esos estúpidos ratones de tierra sino un experto navegante, y que era inútil que le ocultara su verdadera identidad.
Clarke, en tierra firme, no hacía otra cosa que aburrirse, y el tedio que le sobrevenía lo arrojaba otra vez al mar. Y una vez desplegadas las velas, desaparecidas las costas del continente, tras el movimiento y el ruido de la hélice, otra vez, nada, el aburrimiento, el tedio marino. Con una buena tormenta se arreglarían las cosas, pero así todo resulta intolerable.
Al día siguiente el ayudante de cocina dejó caer involuntariamente al mar un gran balde de cobre que desapareció inmediatamente en la boca de un tiburón. El hecho le produjo al mozo tanta alegría que sin poder contenerse empezó a arrojar todos cubiertos que el escualo devoraba al vuelo, y después lanzó al mar el resto de lo que cayó en sus manos. Smith lo detuvo cuando estaba desclavando una repisa de la pared.
Al muchacho lo hicieron enfermar de paludismo esa misma noche y no reapareció hasta el final del viaje. De día, las espaldas de los marineros eran dóciles y temerosas, pero en las noches llegaba hasta el camarote de Zantman un zumbido monótono e insistente semejante al de un enjambre de insectos. Eran los marineros que Smith controlaba durante el día, pero no a la noche.
Murmuraban historias absurdas e interminables en las que no existía ni una sola palabra de verdad. Cuando Zantman comprobó que Thompson tenía, efectivamente, la boca de culo de gallina le preguntó porque la ponía así, le respondió que la ponía así porque le gustaba, le hacía bien para olvidarse del aburrimiento y de la severidad de los oficiales que lo estaban arruinando.
Zantman le dio diez chelines, le prometió que le iba a dejar fruta y leche en la puerta de su camarote todas las noches y le rogó que no hiciera escándalos y aguantara hasta llegar a Valparaíso. Thompson contó lo de los chelines, la noticia se divulgó y algunos marineros le empezaron a pedir plata a Zantman, la cuenta le iba resultando de treinta y seis chelines y seis peniques.
Había hecho mal, los marineros se excitaron y se volvieron más insolentes, les daba una mano y se tomaban el brazo. Un día Zantman paseaba por la popa y vio en el puente un ojo humano. Le preguntó al timonel de quién era el ojo, pero el timonel no lo sabía, y cuando le preguntó otra vez si alguien lo había perdido o se lo habían sacado a alguien, le respondió que estaba ahí desde la mañana pero que él no había visto a nadie.
Le hubiera gustado recogerlo y guardarlo en una caja pero no podía abandonar el timón. Bajo cubierta había otro ojo, era un ojo distinto, era de otro hombre. Zantman se lo contó a los oficiales y el capitán comentó que habían empezado a jugar al ojito, le dio la orden al primer oficial Smith de castigar al autor de ese desaguisado y, además, de obligarlo a comer el ojo extraído como lo exigían los usos y las costumbres marítimos.
Zantman les comenta que no vale la pena castigarlos, que el ojo es sólo un órgano mal fijado, es sólo una bolita colocada en una cavidad del hombre. Smith murmuró que en adelante ya no tendrían paz, que durante una temporada en el Pacífico meridional habían perdido las tres cuartas partes de los ojos de la tripulación, y que tenía que darles una lección.
Cuando Zantman le dijo a Clarke que tenía la impresión de que los hombres se encontraban molestos como si les estuviera faltando algo y que, a lo mejor, se los podría tranquilizar de alguna manera, el capitán le contestó que era evidente que lo había calado el miedo, que a veces le parecía un navegante valeroso y otras una mujercita plañidera.
En ese momento Zantman le espetó que tenía conocimiento de que en el barco se estaba preparando un motín, y que todo iba a terminar muy mal. El capitán lo invitó a beber unos tragos de cognac. Los marineros de proa cantaban: –Oh, bella mía, ¿por qué no me amas?, y los de popa cantaban: –Bésame, bésame. Era necesario evitar hablar de mujeres.
Smith les prohibió mencionarlas y, entonces, los marineros al tirar de las cuerdas exclamaban: –Aprieta, aprieta–, e inclinados sobre los baldes: –Lava, seca, moja, riega. Cantaban con todo el sentimiento y toda la nostalgia de la que eran capaces. El capitán dio la orden perentoria de que los marineros debían tomar una cucharada de aceite de hígado de bacalao.
Aunque ellos no querían arruinar sus ensueños con esa cucharada de aceite igual la tomaron, por el momento volvió a reinar la calma. A la noche la tripulación canturreaba y murmuraba: –Las mujeres de Singapur, de Mandrás, de Mindoro, de Sáo Paulo, de Loamin–, se restregaban los brazos con aceite de hígado de bacalao. Y seguían: –Sus manecitas, sus piececitos, yo he sido amado sin dejarle siquiera un chelín.
Thompson propuso cambiar la ruta noventa grados, apuntar hacia el Sur donde existen islas cubiertas de jardines y vacas marinas grandes como montañas, mientras cantaba: –Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña. Cantaban para amar a la nostalgia. Zantman estaba pensando que era una suerte que no hubiera mujeres cuando, repentinamente, sintió el chasquido inconfundible de un beso.
Era Thompson abrazándose con un grumete, Zantman le ofreció una libra al grumete para que recuperara el juicio, pero el grumete gritó, con la voz tan aflautada como la de una mujer, que él se parecía a una mujer. Otros marineros se abrazaban y cuchicheaban. El capitán observaba desde el puente de mando con la pipa encendida. Zantman se le acercó y le dijo que en el barco habían aparecido los besos.
En el puente los marineros andaban en pareja, paseaban del brazo y se abrazaban. Clarke llamó a Smith y le dijo que había que prepararse para castigar el motín de acuerdo a las leyes del mar y la navegación. Hacia la medianoche el viento se transformó en un huracán, la goleta comenzó a bailar como un columpio y la velocidad aumentó vertiginosamente.
Al cabo de veintiséis horas la tormenta amainó pero Zantman prefirió no salir del camarote. Era evidente que el amotinamiento había tenido lugar, cerró la puerta con llave y la aseguró con un armario. Pasaban los días y nadie se presentaba, la goleta aumentaba su velocidad sobre una superficie tersa como la de un pantano, las luces que se filtraban por las hendiduras del camarote eran cada vez más intensas.
Zantman estaba seguro de que afuera había grandes cóndores, vistosos papagayos y peces de oro, y de que los marineros habían dirigido a la Banbury hacia las aguas desconocidas del trópico. Había preferido no oír los gritos salvajes y frenéticos de la tripulación que, con toda seguridad, estaba saludando a los colibríes, a los papagayos, y a todos los otros signos que anunciaban la próxima y grandiosa orgía.
“No, no quería saberlo y no deseaba el calor, ni la exuberancia, ni el lujo. Prefería no salir al puente por temor a ver lo que hasta ese momento ofuscado, oculto y no dicho se desencadenaría con toda su falta de pudor, entre plumajes de pavos reales y fulgores espléndidos. Desde el comienzo todo había estado en mí, y yo, yo era exactamente igual a todos los demás. El mundo exterior no es sino un espejo que refleja el interior”
Gombrowicz le daba a la correspondencia una importancia especial relacionada con el carácter mismo de la literatura. Las cartas que me escribió desde Europa han recorrido un camino sinuoso y contradictorio. En el año 1993 la revista L’Infini de Philippe Sollers publicó trece de las cuarenta cartas que Gombrowicz me había escrito desde Europa.
Un cuarto de siglo antes Gombrowicz le había mandado al Hasídico unas líneas sobre Sollers. “Me he limitado a echarle un vistazo a Sollers, sólo por curiosidad, pues me hallo en pleno galope. Su Sollers es muy venenoso, aunque usted lo haga objeto de sus alabanzas, innecesarias en mi opinión, y el capítulo dedicado a mí parece algo que recorre el espacio como un bólido, diría yo, arrebatado, rugiente y como furioso (...)”
Philippe Sollers es uno de esos hombres que difícilmente suscitan la indiferencia. Omnipresente en la escena literaria francesa desde hace cincuenta años, sus enemigos apuntan un dedo acusador contra ese Judas hacedor y demoledor de destinos, frívolo, superficial y esnob. François Mauriac bendijo su primera novela, pero también lo promovió el poeta comunista Louis Aragon.
“Hay que reconocer que ese doble padrinazgo del Vaticano y del Kremlin fue suficiente para comenzar mi carrera provocando celos y envidias de todo tipo”. La carrera literaria de Gombrowicz, contrario sensu, fue desdeñada por el Vaticano y por el Kremlin, especialmente por el contenido de algunos pasajes de su “Diario”, donde ni le iglesia ni el comunismo quedan muy bien parados.
Yo vengo sometiendo a los editores, a los escritores y a los embajadores a lo que podríamos llamar las ordalías de los tiempos modernos para poder explicar los cambios, mutaciones y metamorfosis que sufren mis relaciones con ellos con el transcurso del tiempo. Una característica común que tienen estos juicios de Dios es que los acusados son sometidos a pruebas invasivas pero extra corporales.
Con este procedimiento me propongo encontrar la causa de esos cambios, mutaciones y transformaciones. La repetición de este fenómeno se ha convertido para mí en un objeto decisivo. La historia de las cartas que me escribió Gombrowicz desde Europa me recordó por su carácter obsesivo a una noche del café Rex. Estábamos dialogando sobre un problema que tenía cierta importancia.
De repente yo tomé la palabra y empecé a hablar apasionadamente de una cuestión que carecía por completo de interés: –Gómez, no veo por qué usted habla con tanto entusiasmo de un asunto insignificante; –Vea, Gombrowicz, si hablara sin entusiasmo nadie me escucharía. Gombrowicz no era muy entusiasta que digamos pero se obsesionaba frecuentemente con temas laterales.
Se ponía a esperar, por ejemplo, la primera cosa que se le aparecería en la ventana de un café por la que estaba mirando. Pero mientras yo trataba de despertar la atención de los demás con el entusiasmo, Gombrowicz lo despierta con la maestría que tiene para sacarle jugo a las piedras. Las transformaciones que sufren mis relaciones con algunos gombrowiczidas son extrañas.
Tienen un cierto parecido con las mutaciones que observa Gombrowicz sobre la mano de un mozo del café Querandí, una mano que pasa de una inocencia absoluta a una posesión diabólica. La transformación que sufrió mi relación con Philippe Sollers tiene algo de esta locura. No creo que haya habido presentación más rimbombante de libros que la que le hicieron a “Cartas a un amigo argentino”.
Esta presentación se la hicieron en el Centro Cultural de España. Lo presentaron el finado Pterodáctilo, que además había escrito el prólogo, y el Buey Corneta en una celebración a la que asistió tout Buenos Aires. Resultó ser un acontecimiento tan importante que entusiasmó al Bucanero, tanto que me invitó a un encuentro en la Casa de América de España.
Lamentablemente para mí el viaje fracasó, Íñigo Ramírez de Haro lo mandó de paseo al Bucanero, le manifestó que yo era un don nadie y que sólo le daría el visto bueno al proyecto si también lo invitaba al Pterodáctilo. Este ilustre hombre de letras hispanohablante, que ya tenía a cuestas el Premio Cervantes de Literatura, pidió una suma considerable de dólares que Íñigo no pudo soportar.
“Gombrowicz, cuando se refiere a su vida personal e íntima, casi siempre recurre a fórmulas, anécdotas o generalidades poéticas, evitando casi siempre los detalles. En sus cartas a los amigos cercanos, especialmente en los últimos años cuando le escribía a sus amigos argentinos, se manifestaba más libremente y sin tantas restricciones, pero esta indecente confesión tardía sonó como una broma”
Si bien es cierto que el contenido de las cartas que me escribió Gombrowicz es entonces más o menos conocido, no son tan conocidos los originales de esas cartas, y es aquí donde interviene el Gran Ortiba www.elortiba.org en una publicación que se ha puesto a disposición de Gombrowicz sin limitación alguna, donde aparecen escaneadas en su versión digital.
Este conjunto de cartas forman una correspondencia que empezó en 1957, un año después de haberlo conocido, y termina a comienzos del 1965 por razones qué sólo Dios conoce y que yo intento explicar en “Gombrowicz, y todo lo demás”, un libro que se ocupa largamente de este intercambio epistolar. Por qué un original vale más que una copia es una cuestión bastante intrincada.
En el caso de la pintura el asunto es para Gombrowicz bastante claro pues le encuentra un parecido con las joyas. Las joyas son pequeños guijarros cuyo efecto estético es casi nulo, sin embargo, se han gastado millones para tenerlas. La prueba de que esos cristales no representan la belleza es que un diamante artificial, absolutamente idéntico al diamante auténtico, sólo vale unos céntimos.
Esto mismo pasa con las copias de los cuadros, el original puede valer una fortuna, en cambio la duplicación no vale nada. De esta manera se fue formando un mercado de cuadros, como también se había formado uno de joyas y metales preciosos. Aunque a mí no me resulta del todo clara cuál sea la diferencia entre el valor de una carta manuscrita y su versión en letras de molde, quizás podríamos hacer una excepción.
Esto ocurre cuando el editor, como en el caso de “Cartas a un amigo argentino”, mete la mano y modifica palabras para hacer más comprensible el texto. Sea como fuere hay que admitir que existe un mercado para los originales de las cartas de los hombres de letras eminentes. La historia de estas cartas es increíble, la viuda nunca quiso que yo las publicara.
Cuando Emecé publicó “Cartas a un amigo argentino” casi le hace un juicio a la editorial, finalmente se conformó con prohibirle que vendiera el libro fuera de la Argentina. No le autorizó a Lisowski su publicación en Twórczosc. Cansado de la actitud de la viuda decidí donar las cartas. Se las ofrecí a la Biblioteca Nacional de Polonia y al Museo de Literatura Adam Mickiewicz.
La única condición que les puse fue la de que las exhibieran también en versión polaca. Cuando me enteré que ésta era una condición que sólo podía cumplirse con la autorización de la viuda supe que esa puerta estaba cerrada. Pasó el tiempo, ahora no las dono sino que las vendo a un Museo patrocinado por la viuda, que seguramente también las exhibirá en versión polaca.
De la contradicción entre la juventud inferior y la intelligentsia despreciativa surge un amor extraño.“Escríbeme, mis lazos con la Argentina se aflojan y no se puede remediar, cada vez menos cartas, pero es casi seguro que apareceré un día por Buenos Aires, porque experimento una curiosidad casi enfermiza; es realmente extraño que no me atraiga en absoluto Polonia, en cambio, con Argentina no puedo romper”
Uno de los propósitos deliberados que tenía Gombrowicz era el de desvincular la conducta humana de la voluntad y del determinismo psíquico. A la voluntad la trasponía con el automatismo y al determinismo psíquico con partes del cuerpo. Este modelo creativo se le empezó a perfilar en “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Bambury”, un modelo que perfeccionó en “Ferdydurke”.
La cara y sus habitantes: los ojos, la boca, la nariz y las orejas; el culo y sus proximidades: las manos, los dedos, los muslos y las espaldas se convirtieron desde entonces en los representantes plenipotenciarios de la forma y de la inmadurez. “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury” es la novela corta más larga de Gombrowicz.
Esta novela corta la escribió en el año 1933, y sin saber que siete años más tarde desembarcaría en la Argentina, ya sueña con ella. “Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña”. Y comienza la narración en forma realmente premonitoria. “Mi situación en el continente europeo se hacía día a día más penosa y más equívoca”.
Pero lo más extraño es que en el diario de la travesía, cuando se va de la Argentina, y sin decir que lo hace, mete los relatos del ojo sobre la cubierta y del marinero que se traga la cuerda del palo de mesana como si fueran episodios reales de lo que está narrando. Gombrowicz está empeñado en construir catedrales y en desarrollar composiciones arquitectónicas artificiales como instrumentos.
Lo hace para redondear algo bello, algo que duele, algo que existe. Esta irrupción de los relatos en el diario de la travesía resulta desconcertante, está contando la historia de un alejamiento conmovedor, lírico, dramático y, de pronto, se coloca en una situación circense. ¿Por qué hace esto?, porque la más larga de sus novelas cortas había sido publicada en Francia un poco antes de su llegada a París con muy buena acogida.
Aquí también se pone de manifiesto el carácter instrumental de sus composiciones. En “Cosmos” intenta volver reales las asociaciones que tiene en la conciencia, y ahorca al gato, un acto desleal pues falsea la relación entre el ahorcamiento imaginario del gorrión y el ahorcamiento real del gato. Pone en juego intencionalmente elementos reales para configurar una estructura de elementos imaginarios que tiene en la conciencia.
De este modo el protagonista lleva a cabo un acto desleal pues perturba lo que está observando y sólo conocerá entonces el resultado de la perturbación. Con el ojo humano y el marinero que se traga la cuerda del palo de mesana hace al revés, pone en juego intencionalmente elementos imaginarios para configurar una estructura de elementos reales, otro acto desleal que arroja el mismo resultado.
En la primavera de 1930 Zantman emprendió un largo viaje por motivos de salud. Su situación en el continente europeo se tornaba día a día más embarazosa y menos clara. Le pidió a un amigo que le encontrara un lugar en alguna de sus embarcaciones, y a la semana siguiente emprendió el viaje en una hermosa goleta de tres mástiles con una capacidad de cuatro mil toneladas cargada de sardinas y arenques, rumbo a Valparaíso.
El capitán Clarke le dio la bienvenida cuando subió a bordo de la goleta Banbury. El primer oficial Smith le cedió su camarote por una módica suma de dinero. A las horas Zantman empezó a vomitar todo lo que tenía en el estómago, y para volverlo a llenar devoró toda la ropa de cama y la ropa interior del primer oficial que estaba en el baúl, pero muy poco tiempo permanecieron en sus entrañas.
Sus gemidos llegaron al capitán quien, apiadándose de él, ordenó que subieran al puente un barril de arenques y otro de sardinas para que siguiera devorando. Sólo al anochecer del tercer día, después de haber consumido tres cuartas partes de los arenques y la mitad de las sardinas, logró recuperarse. Cesó también el movimiento de las bombas que limpiaban el navío.
Se alejaban de Europa, en una noche estrellada y apacible ocurrió algo que parecía relacionado con los vómitos que había padecido Zantman y que, en cierto sentido, resultó premonitorio. Uno de los marineros se llevó a la boca, en forma distraía, una cuerda que colgaba del mástil mayor. Muy posiblemente, debido al movimiento vermicular del intestino estimulado por esta anomalía, se empezó a tragar la cuerda.
Se la tragó con tanta violencia que el marinero fue izado como si fuese un trapo hasta lo más alto del mástil donde quedó atascado con la boca completamente abierta. Dos mozos de cubierta se colgaron de sus piernas pero no pudieron hacerlo bajar, entonces, el primer oficial tuvo la idea de recurrir otra vez a los vómitos. Para despertarle la imaginación vomitiva le presentó al paciente un plato lleno de colas de rata.
El pobre infeliz, con los ojos totalmente desorbitados, tuvo un acceso de vómito y cayó al puente tan pesadamente que casi se rompe las piernas. Aunque en ese momento no le puso mucha atención, Zantman había presenciado ya dos acontecimientos con síntomas relacionados a la náusea, el del marino, de carácter absorbente y centrípeto, y el suyo, de carácter centrífugo.
Las colas de las ratas, la nave y las espaldas de los marineros le empezaron a resultar familiares. Smith, el primer oficial de a bordo, y el capitán Clarke le explicaban que el barco era bueno, y que si a alguien no le parecía del todo bueno podía abandonarlo cuando lo deseara. Al promediar la conversación Clarke le pide a Smith que ordene a la tripulación tres vivas para el capitán, y la tripulación lo viva tres veces.
Los marineros siempre estaban inclinados limpiando algo, de modo que Zantman no veía otra cosa más que sus espaldas. Una mañana le manifestó al primer oficial su convicción de que la tripulación de la Banbury estaba integrada por mozos valientes y honestos. Smith le respondió a Zantman que no era así, que los tenía sujetos a todos con el taladro.
Los trataba con puño de hierro y no le daba una patada en el culo al que se portaba mal, a pesar de que era lo único que ofrecían, porque no serviría de nada, si pateaba a uno tendría que patearlos a todos por el espíritu de igualdad, y eso sería una tontería. El capitán le comentaba a Zantman que arriba de la goleta no había papá ni mamá y tampoco había consulados, que él era el amo y señor de la vida y de la muerte.
No había abuelos ni dulces ni bizcochos, sólo había disciplina y obediencia. Quería demostrarle a Zantman que tenía poder, deseaba mostrárselo porque de vez en cuando lo asaltaba el desánimo y se reblandecía. El capitán Clarke le dijo a Smith que si lo viera sin la hoja de parra, como Dios lo trajo al mundo, sin los pantalones blancos y los galones de oro en la gorra, no lo reconocería ni lo respetaría.
Al marcharse el capitán, Zantman murmuró que eso bastaba para él, refiriéndose a las manías del capitán, y al momento el primer oficial le contesta que no le aconsejaba hacerse el gracioso. De vez en cuando el capitán y el primer oficial jugaban con bolitas de migas de pan, el tedio se dejaba sentir tanto que se peleaban violentamente sin conocer la razón de la riña.
Los oficiales bebían licores y los marineros realizaban extraños movimientos con el cuerpo, se inclinaban, apoyaban los brazos en el suelo, estiraban las piernas y movían los hombros como hacen los gusanos en la tierra. El primer oficial Smith le confiesa a Zantman que debido al aburrimiento sus relaciones con el capitán Clarke se habían puesto difíciles y tirantes.
Jugaban a pincharse con agujas, vencía el que resistía más tiempo, estaba picado como un colador. Zantman le dice que habían creado un círculo vicioso sin salida lateral. Tenían que procurarse un alfiletero y colocarlo entre los dos. Smith lo miró con respeto y le dijo que estaba sorprendido con sus conocimientos, que había resultado ser un magnífico navegante experimentado, que tenía el colmillo de un viejo lobo de mar.
Con el alfiletero dejarían inmediatamente de pincharse. A la tarde Smith empezó a hacerle confidencias sobre la tripulación, la peor gentuza, carne de horca recogida en los peores puertos del mundo. Había que tratarlos con mano dura, no pensaban en otra cosa que sacarle el cuerpo al trabajo, que el peor de todos se llamaba Thompson, con una boca en forma de culo de gallina como si quisiera sorber vaya saber qué cosa.
Esa noche le iba a dar una lección. Después de decirle todo esto empezó a canturrear que de agua y tedio era la vida del marinero. Posteriormente a la conversación sobre el alfiletero con Smith el capitán cambió la actitud hacia Zantman, dedujo que Zantman tenía sus métodos para combatir el tedio, que no era de esos estúpidos ratones de tierra sino un experto navegante, y que era inútil que le ocultara su verdadera identidad.
Clarke, en tierra firme, no hacía otra cosa que aburrirse, y el tedio que le sobrevenía lo arrojaba otra vez al mar. Y una vez desplegadas las velas, desaparecidas las costas del continente, tras el movimiento y el ruido de la hélice, otra vez, nada, el aburrimiento, el tedio marino. Con una buena tormenta se arreglarían las cosas, pero así todo resulta intolerable.
Al día siguiente el ayudante de cocina dejó caer involuntariamente al mar un gran balde de cobre que desapareció inmediatamente en la boca de un tiburón. El hecho le produjo al mozo tanta alegría que sin poder contenerse empezó a arrojar todos cubiertos que el escualo devoraba al vuelo, y después lanzó al mar el resto de lo que cayó en sus manos. Smith lo detuvo cuando estaba desclavando una repisa de la pared.
Al muchacho lo hicieron enfermar de paludismo esa misma noche y no reapareció hasta el final del viaje. De día, las espaldas de los marineros eran dóciles y temerosas, pero en las noches llegaba hasta el camarote de Zantman un zumbido monótono e insistente semejante al de un enjambre de insectos. Eran los marineros que Smith controlaba durante el día, pero no a la noche.
Murmuraban historias absurdas e interminables en las que no existía ni una sola palabra de verdad. Cuando Zantman comprobó que Thompson tenía, efectivamente, la boca de culo de gallina le preguntó porque la ponía así, le respondió que la ponía así porque le gustaba, le hacía bien para olvidarse del aburrimiento y de la severidad de los oficiales que lo estaban arruinando.
Zantman le dio diez chelines, le prometió que le iba a dejar fruta y leche en la puerta de su camarote todas las noches y le rogó que no hiciera escándalos y aguantara hasta llegar a Valparaíso. Thompson contó lo de los chelines, la noticia se divulgó y algunos marineros le empezaron a pedir plata a Zantman, la cuenta le iba resultando de treinta y seis chelines y seis peniques.
Había hecho mal, los marineros se excitaron y se volvieron más insolentes, les daba una mano y se tomaban el brazo. Un día Zantman paseaba por la popa y vio en el puente un ojo humano. Le preguntó al timonel de quién era el ojo, pero el timonel no lo sabía, y cuando le preguntó otra vez si alguien lo había perdido o se lo habían sacado a alguien, le respondió que estaba ahí desde la mañana pero que él no había visto a nadie.
Le hubiera gustado recogerlo y guardarlo en una caja pero no podía abandonar el timón. Bajo cubierta había otro ojo, era un ojo distinto, era de otro hombre. Zantman se lo contó a los oficiales y el capitán comentó que habían empezado a jugar al ojito, le dio la orden al primer oficial Smith de castigar al autor de ese desaguisado y, además, de obligarlo a comer el ojo extraído como lo exigían los usos y las costumbres marítimos.
Zantman les comenta que no vale la pena castigarlos, que el ojo es sólo un órgano mal fijado, es sólo una bolita colocada en una cavidad del hombre. Smith murmuró que en adelante ya no tendrían paz, que durante una temporada en el Pacífico meridional habían perdido las tres cuartas partes de los ojos de la tripulación, y que tenía que darles una lección.
Cuando Zantman le dijo a Clarke que tenía la impresión de que los hombres se encontraban molestos como si les estuviera faltando algo y que, a lo mejor, se los podría tranquilizar de alguna manera, el capitán le contestó que era evidente que lo había calado el miedo, que a veces le parecía un navegante valeroso y otras una mujercita plañidera.
En ese momento Zantman le espetó que tenía conocimiento de que en el barco se estaba preparando un motín, y que todo iba a terminar muy mal. El capitán lo invitó a beber unos tragos de cognac. Los marineros de proa cantaban: –Oh, bella mía, ¿por qué no me amas?, y los de popa cantaban: –Bésame, bésame. Era necesario evitar hablar de mujeres.
Smith les prohibió mencionarlas y, entonces, los marineros al tirar de las cuerdas exclamaban: –Aprieta, aprieta–, e inclinados sobre los baldes: –Lava, seca, moja, riega. Cantaban con todo el sentimiento y toda la nostalgia de la que eran capaces. El capitán dio la orden perentoria de que los marineros debían tomar una cucharada de aceite de hígado de bacalao.
Aunque ellos no querían arruinar sus ensueños con esa cucharada de aceite igual la tomaron, por el momento volvió a reinar la calma. A la noche la tripulación canturreaba y murmuraba: –Las mujeres de Singapur, de Mandrás, de Mindoro, de Sáo Paulo, de Loamin–, se restregaban los brazos con aceite de hígado de bacalao. Y seguían: –Sus manecitas, sus piececitos, yo he sido amado sin dejarle siquiera un chelín.
Thompson propuso cambiar la ruta noventa grados, apuntar hacia el Sur donde existen islas cubiertas de jardines y vacas marinas grandes como montañas, mientras cantaba: –Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña. Cantaban para amar a la nostalgia. Zantman estaba pensando que era una suerte que no hubiera mujeres cuando, repentinamente, sintió el chasquido inconfundible de un beso.
Era Thompson abrazándose con un grumete, Zantman le ofreció una libra al grumete para que recuperara el juicio, pero el grumete gritó, con la voz tan aflautada como la de una mujer, que él se parecía a una mujer. Otros marineros se abrazaban y cuchicheaban. El capitán observaba desde el puente de mando con la pipa encendida. Zantman se le acercó y le dijo que en el barco habían aparecido los besos.
En el puente los marineros andaban en pareja, paseaban del brazo y se abrazaban. Clarke llamó a Smith y le dijo que había que prepararse para castigar el motín de acuerdo a las leyes del mar y la navegación. Hacia la medianoche el viento se transformó en un huracán, la goleta comenzó a bailar como un columpio y la velocidad aumentó vertiginosamente.
Al cabo de veintiséis horas la tormenta amainó pero Zantman prefirió no salir del camarote. Era evidente que el amotinamiento había tenido lugar, cerró la puerta con llave y la aseguró con un armario. Pasaban los días y nadie se presentaba, la goleta aumentaba su velocidad sobre una superficie tersa como la de un pantano, las luces que se filtraban por las hendiduras del camarote eran cada vez más intensas.
Zantman estaba seguro de que afuera había grandes cóndores, vistosos papagayos y peces de oro, y de que los marineros habían dirigido a la Banbury hacia las aguas desconocidas del trópico. Había preferido no oír los gritos salvajes y frenéticos de la tripulación que, con toda seguridad, estaba saludando a los colibríes, a los papagayos, y a todos los otros signos que anunciaban la próxima y grandiosa orgía.
“No, no quería saberlo y no deseaba el calor, ni la exuberancia, ni el lujo. Prefería no salir al puente por temor a ver lo que hasta ese momento ofuscado, oculto y no dicho se desencadenaría con toda su falta de pudor, entre plumajes de pavos reales y fulgores espléndidos. Desde el comienzo todo había estado en mí, y yo, yo era exactamente igual a todos los demás. El mundo exterior no es sino un espejo que refleja el interior”
Gombrowicz le daba a la correspondencia una importancia especial relacionada con el carácter mismo de la literatura. Las cartas que me escribió desde Europa han recorrido un camino sinuoso y contradictorio. En el año 1993 la revista L’Infini de Philippe Sollers publicó trece de las cuarenta cartas que Gombrowicz me había escrito desde Europa.
Un cuarto de siglo antes Gombrowicz le había mandado al Hasídico unas líneas sobre Sollers. “Me he limitado a echarle un vistazo a Sollers, sólo por curiosidad, pues me hallo en pleno galope. Su Sollers es muy venenoso, aunque usted lo haga objeto de sus alabanzas, innecesarias en mi opinión, y el capítulo dedicado a mí parece algo que recorre el espacio como un bólido, diría yo, arrebatado, rugiente y como furioso (...)”
Philippe Sollers es uno de esos hombres que difícilmente suscitan la indiferencia. Omnipresente en la escena literaria francesa desde hace cincuenta años, sus enemigos apuntan un dedo acusador contra ese Judas hacedor y demoledor de destinos, frívolo, superficial y esnob. François Mauriac bendijo su primera novela, pero también lo promovió el poeta comunista Louis Aragon.
“Hay que reconocer que ese doble padrinazgo del Vaticano y del Kremlin fue suficiente para comenzar mi carrera provocando celos y envidias de todo tipo”. La carrera literaria de Gombrowicz, contrario sensu, fue desdeñada por el Vaticano y por el Kremlin, especialmente por el contenido de algunos pasajes de su “Diario”, donde ni le iglesia ni el comunismo quedan muy bien parados.
Yo vengo sometiendo a los editores, a los escritores y a los embajadores a lo que podríamos llamar las ordalías de los tiempos modernos para poder explicar los cambios, mutaciones y metamorfosis que sufren mis relaciones con ellos con el transcurso del tiempo. Una característica común que tienen estos juicios de Dios es que los acusados son sometidos a pruebas invasivas pero extra corporales.
Con este procedimiento me propongo encontrar la causa de esos cambios, mutaciones y transformaciones. La repetición de este fenómeno se ha convertido para mí en un objeto decisivo. La historia de las cartas que me escribió Gombrowicz desde Europa me recordó por su carácter obsesivo a una noche del café Rex. Estábamos dialogando sobre un problema que tenía cierta importancia.
De repente yo tomé la palabra y empecé a hablar apasionadamente de una cuestión que carecía por completo de interés: –Gómez, no veo por qué usted habla con tanto entusiasmo de un asunto insignificante; –Vea, Gombrowicz, si hablara sin entusiasmo nadie me escucharía. Gombrowicz no era muy entusiasta que digamos pero se obsesionaba frecuentemente con temas laterales.
Se ponía a esperar, por ejemplo, la primera cosa que se le aparecería en la ventana de un café por la que estaba mirando. Pero mientras yo trataba de despertar la atención de los demás con el entusiasmo, Gombrowicz lo despierta con la maestría que tiene para sacarle jugo a las piedras. Las transformaciones que sufren mis relaciones con algunos gombrowiczidas son extrañas.
Tienen un cierto parecido con las mutaciones que observa Gombrowicz sobre la mano de un mozo del café Querandí, una mano que pasa de una inocencia absoluta a una posesión diabólica. La transformación que sufrió mi relación con Philippe Sollers tiene algo de esta locura. No creo que haya habido presentación más rimbombante de libros que la que le hicieron a “Cartas a un amigo argentino”.
Esta presentación se la hicieron en el Centro Cultural de España. Lo presentaron el finado Pterodáctilo, que además había escrito el prólogo, y el Buey Corneta en una celebración a la que asistió tout Buenos Aires. Resultó ser un acontecimiento tan importante que entusiasmó al Bucanero, tanto que me invitó a un encuentro en la Casa de América de España.
Lamentablemente para mí el viaje fracasó, Íñigo Ramírez de Haro lo mandó de paseo al Bucanero, le manifestó que yo era un don nadie y que sólo le daría el visto bueno al proyecto si también lo invitaba al Pterodáctilo. Este ilustre hombre de letras hispanohablante, que ya tenía a cuestas el Premio Cervantes de Literatura, pidió una suma considerable de dólares que Íñigo no pudo soportar.
“Gombrowicz, cuando se refiere a su vida personal e íntima, casi siempre recurre a fórmulas, anécdotas o generalidades poéticas, evitando casi siempre los detalles. En sus cartas a los amigos cercanos, especialmente en los últimos años cuando le escribía a sus amigos argentinos, se manifestaba más libremente y sin tantas restricciones, pero esta indecente confesión tardía sonó como una broma”
Si bien es cierto que el contenido de las cartas que me escribió Gombrowicz es entonces más o menos conocido, no son tan conocidos los originales de esas cartas, y es aquí donde interviene el Gran Ortiba www.elortiba.org en una publicación que se ha puesto a disposición de Gombrowicz sin limitación alguna, donde aparecen escaneadas en su versión digital.
Este conjunto de cartas forman una correspondencia que empezó en 1957, un año después de haberlo conocido, y termina a comienzos del 1965 por razones qué sólo Dios conoce y que yo intento explicar en “Gombrowicz, y todo lo demás”, un libro que se ocupa largamente de este intercambio epistolar. Por qué un original vale más que una copia es una cuestión bastante intrincada.
En el caso de la pintura el asunto es para Gombrowicz bastante claro pues le encuentra un parecido con las joyas. Las joyas son pequeños guijarros cuyo efecto estético es casi nulo, sin embargo, se han gastado millones para tenerlas. La prueba de que esos cristales no representan la belleza es que un diamante artificial, absolutamente idéntico al diamante auténtico, sólo vale unos céntimos.
Esto mismo pasa con las copias de los cuadros, el original puede valer una fortuna, en cambio la duplicación no vale nada. De esta manera se fue formando un mercado de cuadros, como también se había formado uno de joyas y metales preciosos. Aunque a mí no me resulta del todo clara cuál sea la diferencia entre el valor de una carta manuscrita y su versión en letras de molde, quizás podríamos hacer una excepción.
Esto ocurre cuando el editor, como en el caso de “Cartas a un amigo argentino”, mete la mano y modifica palabras para hacer más comprensible el texto. Sea como fuere hay que admitir que existe un mercado para los originales de las cartas de los hombres de letras eminentes. La historia de estas cartas es increíble, la viuda nunca quiso que yo las publicara.
Cuando Emecé publicó “Cartas a un amigo argentino” casi le hace un juicio a la editorial, finalmente se conformó con prohibirle que vendiera el libro fuera de la Argentina. No le autorizó a Lisowski su publicación en Twórczosc. Cansado de la actitud de la viuda decidí donar las cartas. Se las ofrecí a la Biblioteca Nacional de Polonia y al Museo de Literatura Adam Mickiewicz.
La única condición que les puse fue la de que las exhibieran también en versión polaca. Cuando me enteré que ésta era una condición que sólo podía cumplirse con la autorización de la viuda supe que esa puerta estaba cerrada. Pasó el tiempo, ahora no las dono sino que las vendo a un Museo patrocinado por la viuda, que seguramente también las exhibirá en versión polaca.
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