miércoles, 25 de mayo de 2011

WITOLD GOMBROWICZ Y EL VATICANO


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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS


WITOLD GOMBROWICZ Y EL VATICANO


Aunque pueda resultar un poco extraño Gombrowicz tiene dos puntos de encuentro, o mejor dicho de desencuentro con Karol Wojtyla, Jaun Pablo II, el Papa polaco: la provincia de Corrientes y el poeta Cyprian Kamil Norwid. En Corrientes se pone en evidencia que el inmigrante tiene para el Papa una naturaleza muy distinta que para Gombrowicz.
Mientras Wojtyla resalta en su visita providencial que hace a Corrientes “la liturgia de oración en los inmigrantes”, Gombrowicz pone al descubierto algo muy distinto refiriéndose a Goya, una pequeña ciudad de la provincia. “Después de un largo y somnoliento viaje de regreso navegando del norte al sur, y ayer, a las ocho de la tarde pasé del barco a una lancha que me dejó en el puerto de.... Goya (...)”

“Es una pequeña ciudad de treinta mil habitantes, en la provincia de Corrientes. Uno de estos nombres que, al verlos en el mapa, a veces excitan muestra curiosidad..., porque no son interesantes y por que nadie viaja allí..., ¿qué puede ser eso...? ¿Goya? El dedo cae sobre un nombre: de un pueblecito en Islandia, una pequeña ciudad de Argentina..., y ocurre que a veces nos sentimos tentados de viajar hasta allí (...)”
“Goya, un pueblo llano. Un perro. Un tendero en la puerta de una tienda. Un camión rojo.. Sin comentarios. No sirve para ninguna glosa. Aquí las cosas están como están. La casa en la que me alojo es espaciosa. Es una vieja y respetable residencia de un estanciero local (ya que estos estancieros generalmente tienen dos casa: una en la estancia y otra en Goya). El jardín, lleno de mastodontes: cactos”

“Estoy aquí. ¡Por qué aquí? Si alguien me hubiera dicho hace años, en Maloszyce, que iba a estar en Goya... Por la misma razón que estoy en Goya, podría estar en cualquier otro lugar, y todos los lugares del mundo empiezan a pesar sobre mí tediosamente, reclamando que vaya a ellos. Paseo por la plaza Sarmiento en un anochecer azulado. Extranjero exótico para ellos (...)”
“Y al fin, a través de ellos, me convierto en un extraño para mí mismo: me paseo a mí mismo por Goya como a una persona desconocida, la coloco en la esquina, la siento en la silla de un café, le hago intercambiar palabras sin importancia con un interlocutor casual y escucho mi voz. Fui al club social y me tomé un café. Hablé con Genaro. Fui en jeep con Molo al aeropuerto. Trabajé en mi novela (...)”

“Fui a una plazoleta junto al río. Una niña que iba en bicicleta perdió un paquete que recogí. Una mariposa. Cuatro naranjas comidas en un banco. Sergio fue al cine. Un mono en el muro y un papagayo. Todo esto sucedía como en el fondo de un profundo silencio, en el fondo de mi presencia aquí, en Goya, en la periferia, en un lugar del globo terrestre que no se sabe por qué se ha vuelto mío. Esta sordina (...)”
“Goya, ¿por qué nunca soñé contigo? ¿por qué entonces, años atrás, nunca presentí que pertenecías a mi destino, que te encontrabas en mi camino? No hay respuestas. Casas. Un callejón estriado por unas sombras cortantes. Un perro tumbado. Una bicicleta apoyada en la pared”. Gombrowicz solía tener obsesiones, tenía una verdadera obsesión con los cocodrilos.

Tenía tanta obsesión con los cocodrilos que algunas veces utiliza a estos reptiles para explicar su extraña naturaleza. “Es verdad que mi doble personalidad se prestaba a la mixtificación, mi apariencia era más bien la de un terrateniente que la de un asiduo a los cafés y la de un escritor vanguardista. Sin embargo, yo, por mi parte, no podía ser diferente (...)”
“Hubiera sido más fácil, por ejemplo, comprender la naturaleza de un cocodrilo que la mía, formada por influencias y factores que eran para los demás completamente desconocidos”. También utiliza a estos reptiles para abrirle paso a sus potencias creativas cuando se refiere a unas aventuras que corre con Serio Rússovich, hermano del Esperpento.

Estas aventuras pasaron a formar parte de las historias de los gombrowiczidas por razones parecidas a las que utilizó con los jóvenes de Tandil en el año que los incluyó en las páginas del “Diario”. A caballo de los años 1954 y 1955 Gombrowicz cae en uno de esos estados hipomaniacales característicos de los genios de los que resultan variaciones vivísimas que aparecen en los diarios.
En efecto, en noviembre de 1954 relata un paseo campestre que hace por la estancia que los padres del Esperpento tienen en Goya, un viaje que da nacimiento a uno de los relatos más logrados en una de sus navegaciones por le Río Paraná. Después de tres días de viaje en coche y setenta kilómetros de vuelo en el último tramo del viaje, baja del aeroplano bastante confundido, sudando a mares.

De repente ve una mansión entre los eucaliptos mientras escucha el griterío de los papagayos. Le aburría que Sergio Rússovich hiciera siempre lo que se esperaba de él, así que le pide que deje de aburrirlo y que se comporte de un modo menos previsible. Al día siguiente pasean por la estancia y Sergio, de repente, se trepa a un árbol: –Sergio, ¿no puedes inventar algo más original?
El muchacho no le responde, sin embargo, según le parece a Gombrowicz, sigue ascendiendo ya sin árbol: –Sergio, ¿no puedes dejar de ser convencional? Otra vez, silencio, pero el joven parece levantarse del suelo y caminar a quince centímetros de altura. Durante la cena, Sergio, en vez de encender un cigarrillo le prende fuego a una cortina.

Pero no se lo prende del todo, se lo prende a medias, lo que causa el asombro de sus padres, pero también a medias: –¡Vaya, vaya, Sergio, qué cosas haces! Sergio le da una escopeta a Gombrowicz y le pide de una manera apremiante que le dispare a algo que tiene la forma de una triángulo y un color verdoso-amarillento-azulado. Gombrowicz dispara y algo se agita, desaparece... es un cocodrilo.
“Sergio no decía nada, pero yo sabía que todo eso que no decía llevaba agua para su molino..., y no me sorprendió en absoluto cuando, de una manera incompleta pero ya abiertamente, voló hacia una rama y gorjeó un poco. De alguna manera me preparo para huir. Hasta cierto punto hago las maletas. ¡El cocodrilo, no total, el cocodrilo incompleto! (...)”

“Los padres de Sergio ya casi han subido al coche tirado por cuatro caballos y en cierto modo se alejan..., casi sin prisa... Calor. Bochorno. Ardor”. El relato de su navegación por el Río Paraná cuando viaja a la estancia de los Rússovich alcanza una belleza que sólo igualó dos años después describiendo un crepúsculo. Utiliza un idioma poético, lógico y musical sobre un clima de irrealidad.
Este clima de irrealidad va creciendo a medida que avanza por el río al que sólo puede anclar con la palabra navegamos. Los movimientos, los cambios que sufría el río, las variaciones del clima y de la luz, siguen las peripecias del alma atormentada de Gombrowicz, acosada por la oscuridad y la distancia. Alguien le da una oportunidad para que pueda distinguir con claridad lo que el barco va dejando atrás.

Le ofrece unos prismáticos: la orilla, los arbustos, las maderas que flotan el agua: –¿Quiere usted echar una ojeada? Le borra los contornos a la realidad a la que sólo vuelve en una especie de basso continuo utilizando la palabra navegamos. “Pero... lo mismo me dijo ayer. Sólo que hoy me ha sonado diferente. Me ha sonado... como si en realidad no quisiera decir eso (...)”
“O bien como si lo que ha dicho no estuviera dicho hasta el final... sino dolorosamente interrumpido”. No puede soportar la idea de que el barco navegue solo, cuando no está con el barco y no sabe si navega, y tampoco puede soportar el espacio imponente y el aire inmóvil. “Ese industrial de San Nicolás dijo: –Mal tiempo..., pero de nuevo me sonó como si no fuera eso (...)”

“Como si en el fondo él quisiera, sí, eso es, quisiera otra cosa..., y tuve la misma sensación que la que había tenido en el desayuno con un médico de Asunción, exiliado político, cuando me hablaba de las mujeres de su país. Hablaba. Pero hablaba precisamente (esta idea me persigue) para no decir..., sí, para no decir lo que de veras tenía que decir”
El río que tenía por delante y por detrás, con su blancura intermitente, por veces se le confundía con los sueños sobre el pasado y el futuro, desconocidos e indefinidos, pero después todo descendía y se posaba nuevamente sobre el río, que otra vez volvía a ser el río por el que navegaba. Una noche se despertó aterrado con la preocupación de que algo extraordinario estaba pasando.

De repente, un grito rompió el sello del silencio. Y, una vez más, vuelve a borrarle los contornos a lo que ocurre, o a lo que no ocurre: “Sabía con toda seguridad que nadie había gritado, y al mismo tiempo sabía que había existido un grito... Pero, como no había ningún grito, consideré a mi terror como inexistente, regresé al camarote e incluso me dormí”
El barco era trivial y corriente, precisamente por eso se sentía totalmente indefenso, no podía emprender nada porque no había fundamentos para la más ligera inquietud, todo estaba absolutamente en orden, pero esa tensión irresistible podía romper la cuerda. Un médico se burlaba de él porque había perdido al ajedrez: –Ha perdido usted por miedo: –Podría darle una torre de ventaja y ganarle.

Navegaban hacia la nada, las conversaciones y los movimientos estaban paralizados y fulminados. La locura y la desesperación eran inalcanzables porque no existían, pero como no existían, existían de una manera imposible de rechazar: “Nuestra normalidad, la más normal, explota como una bomba, como un trueno, pero fuera de nosotros. La explosión nos es inaccesible, a nosotros hechizados en la normalidad (...)”
“Hace un momento he encontrado al paraguayo en la proa y he dicho, sí, he dicho, eso es, he dicho: -¡Buenos días! Él a su vez ha contestado, eso es, ha contestado, sí, ha contestado. Dios misericordioso, ha contestado (sin dejar de navegar): –¡Hermoso tiempo! Navegamos”. Es cierto que la provincia de Corrientes se le presenta al Papa y a Gombrowicz de muy distinta manera siguiendo el camino del inmigrante.

Sin embargo la diferencia es aún mucho mayor en lo que se refiere al poeta polaco Norwid. Karol Wojtyla, Juan Pablo II, el Papa polaco, tenía verdadera devoción por el poeta Cyprian Kamil Norwid. “En ninguna otra época la nación ha producido escritores tan geniales como Adam Mickiewicz, Juliusz Slowacki, Zygmunt Krasinski o Cyprian Norwid.
“No se puede dejar de constatar que este período extraordinario de madurez cultural durante el siglo XIX preparó a los polacos para el gran esfuerzo que les llevó a recuperar la independencia de su nación, Polonia, desaparecida de los mapas de Europa y del mundo. Polonia volvió a reaparecer a partir del año 1918 y, desde entonces, continúa en ellos”

Norwid vivió luchando contra la pobreza y la soledad. En los últimos meses de su vida fue atendido por las religiosas de un asilo de ancianos. Este gran escritor es un autor polifacético: poeta, prosista, dramaturgo, filósofo, pintor y grabador. Capaz de expresar sus opiniones de modo muy diverso, sin embargo, fue un artista difícilmente clasificable.
No se ajustó a los cánones de la poesía de la segunda generación de románticos polacos y combatió enérgicamente los valores intelectuales y filosóficos del positivismo, una corriente de pensamiento muy difundida por entonces en la que militó Sienkiewicz, mucho antes de escribir “Quo Vadis”. Juan Pablo II recuerda los sentimientos que lo unían al poeta Ciprian Kamilk Norwid.

“Una estrecha confianza espiritual, desde los años del instituto. Durante la ocupación nazi, los pensamientos de Norwid sostenían nuestra esperanza puesta en Dios, y en el período de la injusticia y del desprecio, con los que el sistema comunista trataba al hombre, nos ayudaban a perseverar en la verdad que nos fue confiada y a vivir con dignidad”
Norwid, el gran poeta cristiano, pobre y desventurado, es increíblemente utilizado por Gombrowicz como un clarísimo órgano sexual, como un verdadero falo, en la primera novela que escribe: “Ferdydurke”. “En mis tiempos los jóvenes.... ¿Pero qué hubiera dicho de eso el gran poeta nuestro, Norwid? La colegiala se mete en la conversación: –¿Norwid? ¿Quién es? (...)”

“Y preguntó perfectamente, con la ignorancia deportiva de la joven generación y con un asombro propio de la Época, sin comprometerse demasiado con la pregunta, sólo para dejar saborear un poco su no saber deportivo. El profesor se agarró la cabeza: –¡No sabe nada de Norwid!; –¡La época, profesor, la época! El ambiente se volvió simpatiquísimo. La colegiala no sabía nada de Norwid para Pimko (...)”
“Pimko se indignaba con Norwid para la colegiala. Sobre todo el poeta Norwid se convirtió en pretexto de mil jugarretas, el bondadoso Pimko no podía perdonar la ignorancia de la colegiala al respecto, eso ofendía sus más sagrados sentimientos, ella de nuevo prefería saltar con garrocha y así él se indignaba y ella se reía, él le reprochaba y ella no consentía, él suplicaba y ella saltaba (...)”

“Admiraba la sabiduría y la sagacidad con las que el maestro, no dejando ni por un momento de ser maestro, actuando siempre como maestro, lograba sin embargo gozar de la moderna colegiala por efecto del contraste y por medio de la antítesis, admiraba cómo con su maestro excitaba a la colegiala, mientras ella con su colegiala al maestro excitaba (...)”
“Ya no se contentaba con el flirteo en la casa, bajo la mirada de los padres, aprovechaba la autoridad de su puesto, quería imponer a Norwid por vía legal y formal. Ya que no podía hacer otra cosa, quería por lo menos hacerse sentir en la muchacha con el poeta Norwid. Bajo la influencia de esos pensamientos las piernas se me empezaron a mover solas (...)”

“Ya estaban por bailar en honor de los Muchachos Viejos del siglo XX, ejercitados, hostigados y castigados con el latigazo, cuando en el fondo del cajón percibí un gran sobre del ministerio ¡y en seguida reconocí la escritura de Pimko! La carta era seca: ‘No voy a tolerar más su escandalosa ignorancia dentro de lo abarcado por el programa escolar (...)”
“La cito a presentarse a mi despacho del ministerio, pasado mañana, viernes a las 16.30, a fin de explicarle, aclararle y enseñarla al poeta Norwid y eliminar una falla en su educación. Hago observar que cito legal, formal y culturalmente, como profesor y educador y que, en caso de desobediencia, mandaré a la directora una moción por escrito para que la expulsen del colegio (...)”

“Subrayo que no puedo soportar más la falla y que, como profesor, tengo derecho a no soportarla’”. El tratamiento erótico que le da Gombrowicz al poeta Norwid culmina en una de las escenas más hilarantes de “Ferdydurke”. Jósek Kowalski llamado Pepe, el protagonista de la novela, con el propósito de derrumbar a la modernidad, manda dos cartas apócrifas haciéndose pasar por la colegiala.
Con esta argucia arma un encuentro de medianoche para el colegial y el profesor en el dormitorio de la colegiala, pero ninguno de los tres lo sabe. Llega el colegial y enseguida cae en la cama abrazándose con la colegiala preparándose para lograr con su ayuda la culminación de sus encantos. Pero justo en ese momento golpean la ventana, es el profesor que interrumpe de esta manera inesperada sus transportes amorosos.

El profesor está en el jardín, y como teme que lo vean desde la calle se arrastra hasta la pieza de la colegiala. ¡Zutita! ¡Colegialita! ¡Chica! ¡Tú! ¡Eres mi camarada! ¡Soy colega! La carta que le había enviado el protagonista lo había embriagado: –¡Tú! ¡Tutéame! ¡Zutita! ¿Nadie nos verá? ¿Dónde está mamá? Qué pequeña chica, y qué insolente... sin tomar en cuenta la diferencia de edad, de posición social...
Y aquí, Jósiek, que está detrás de la puerta, da el primer golpe maestro: –¡Ladrones! ¡Ladrones! El profesor giró varias veces como tirado por un cordel y logró alcanzar un armario. El colegial quiso saltar por la ventana pero, como no tuvo tiempo, se escondió él también en otro armario. Entran los juventones a la pieza de la colegiala y Jósiek sigue echando leña al fuego: –¡Alguien entró por la ventana!

La juventona sospecha de una nueva intriga pero Kowalski levanta del suelo los tiradores del colegial: –¿Intriga? Cuando la colegiala grita que los tiradores son de ella Jósiek abre de un puntapié uno de los armarios, aparece la parte inferior del cuerpo de Kopeida: –Ah, Zutka. Los juventones se ríen, estaban satisfechos con la colegiala, un muchacho rubio y su hija, los miraban con los ojos felices de la modernidad.
La juventona se propone hacerle morder el polvo de la derrota a Kowalski: –¿Por qué está aquí el caballero? ¡Al caballero esto no le importa! Kowalski abre en silencio la puerta del otro armario y aparece Pimko oculto tras los vestidos. La situación se volvió desconcertante, el profesor carraspeaba con una risita implorante: –La señorita Zutka me escribió que le enseñara al poeta Norwid, pero me tuteó, yo también quería con tú...

Las oscuras y turbias aclaraciones del profesor empujaron al ingeniero juventón a la formalidad: –¿Qué hace usted aquí, profesor, a esta hora?; –Le ruego que no me levante la voz; –¿Qué, usted se permite hacerme observaciones en mi propia casa? Un semblante barbudo miraba por la ventana con una ramita verde en la boca, Jósiek le había pagado al mendigo para que lo hiciera.
La juventona estaba perdiendo los estribos: –¿Qué quiere ahí ese hombre?; –Una ayudita por amor de Dios; –¡Dadle algo! ¡Que se vaya! Cuando los juventones y el profesor empiezan a buscar monedas, el colegial se dirige a la puerta, Pimko percibe la maniobra y se va tras él. El ingeniero juventón se echa sobre ellos como el gato sobre el ratón: -¡Permiso! ¡No se irán tan fácilmente!

La doctora juventona en un terrible estado de nervios le grita al marido que no haga escenas. –¡Perdón!, ¡creo que soy el padre! Yo pregunto, ¿cómo y con qué fin ustedes entraron al dormitorio de mi hija? ¿Qué significa todo esto? La colegiala empieza a llorar y la juventona se apiada de su hija: –Vosotros la depravasteis, no llores, no llores, niña. El ingeniero está furioso: –¡Le felicito, profesor! ¡Usted responderá por esto!
Así que depravaban a la colegiala, a Kowalski le pareció que la situación se volvía a favor de la muchacha: –¡Policía! ¡Hay que llamar a la policía!; –Créanme, créanme ustedes, están equivocados, me acusan injustamente. Kowalski maniobra para terminar de hundir a Pimko: –¡Sí!, soy testigo, vi por la ventana al profesor cuando entraba al jardín para evacuar.

La señorita Zutka miró por la ventana y el profesor tuvo que saludarla, conversando con ella entró a la casa por un momento. Pimko, cobardemente, se asió a esta explicación tan desagradable: –Sí, justamente, sí, estaba apurado y entré al jardín, olvidándome que ustedes vivían aquí, así que tuve que simular que estaba de visita. El ingeniero juventón enfurecido saltó sobre el profesor y en forma arrogante le pegó una bofetada.
Jósiek fue a buscar el saco y los zapatos a su pieza, y comenzó a vestirse, poco a poco, sin perder de vista la situación. El abofeteado en el fondo de su alma aceptó con agradecimiento la bofetada que lo ubicaba de algún modo: –Me pagará por esto. Saludó al ingeniero con alivio, y el ingeniero lo saludó a él. Aprovechándose del saludo se dirigió rápidamente a la puerta, seguido por el colegial que se adhirió a los saludos.

¿Qué?, así que aquí se trata de enviar los padrinos de un duelo, y este atorrante se va como si no ocurriera nada. Se abalanzó con la mano tendida, pero en vez de darle una cachetada lo agarró por el mentón. Kopeida se enfureció, se inclinó y agarró al ingeniero por la rodilla. El juventón se derrumbó, entonces el colegial lo empezó a morder con fuerza en el costado izquierdo como si estuviera loco.
La doctora se lanzó en socorro del marido, atrapó una pierna de Kopeida y empezó a tirar con todas sus fuerzas lo que provocó un desmoronamiento aún más completo. Pimko, que estaba a un paso del montón, de improviso, por su propia voluntad se acostó en un rincón de la habitación sobre la espalda y levantó las extremidades en un gesto completamente indefenso.

La colegiala saltó debajo de la frazada y brincaba alrededor de los padres que se revolcaban junto a Kopeida: –¡Mamita! ¡Papito! El ingeniero, enloquecido por el montón hormigueante y buscando un punto de apoyo para sus manos, le agarró un pie a la colegiala por encima del tobillo. Se revolcaban los cuatro, calladamente, como en una iglesia, pues la vergüenza, a pesar de todo, los presionaba.
En cierto momento la madre mordía a la hija, el colegial tiraba de la doctora, el ingeniero empujaba al colegial, después de lo cual se deslizó por un segundo el muslo de la joven colegiala sobre la cabeza de la madre juventona. Al mismo tiempo el profesor que estaba en el rincón comenzó a manifestar una inclinación cada vez más fuerte hacia el montón.

No podía levantarse, no tenía ninguna razón para levantarse, y quedarse acostado sobre la espalda tampoco podía. Cuando la familia que se revolcaba junto al colegial Kopeida llegó a sus cercanías, agarró al ingeniero juventón no lejos del hígado, y el remolino lo arrastró. Kowalski terminó de colocar sus cosas en la valija y se puso el sombrero. Lo aburrían.
Se estaba despidiendo de lo moderno, de los juventones, de los colegiales y del profesor, aunque no era dable despedirse de algo que ya no existía. “Había ocurrido en verdad que Pimko, el maestro clásico, me hizo un cuculiquillo, que fui alumno en la escuela, moderno con la moderna, que fui bailarín en el dormitorio, despojador de alas de moscas, espía en el baño. Que anduve con cuculeito, facha, muslo (...)”

“No, todo desapareció, ahora ya ni joven, ni viejo, ni moderno, ni anticuado, ni alumno, ni muchacho, ni maduro, ni inmaduro, era nadie, era nulo. Pero nada más que por un milésimo de segundo. Porque, cuando pasaba por la cocina palpando la oscuridad, me llamaron en voz baja desde la alcoba de la doméstica: –Pepe, Pepe. Era Polilla quien, sentado sobre la sirvienta que jadeaba pesadamente, se ponía apresuradamente los zapatos”




miércoles, 11 de mayo de 2011

WITOLD GOMBROWICZ Y LAS CARTAS ARGENTINAS

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ Y LAS CARTAS ARGENTINAS



Existen algunas casualidades un tanto llamativas. Que Gombrowicz se haya encontrado con Czeslaw Straszewicz en un café de Varsovia unos días antes de la partida del Chrobry, y que a Hitler y a Stalin se les haya ocurrido firmar el pacto de no agresión justo en el momento en que Gombrowicz desembarcaba en Buenos Aires, pueden se tomados como hechos casuales y llamativos.
Pero que Gombrowicz se haya quedado un cuarto de siglo en la Argentina tiene más olor a causalidad que a casualidad. El programa de Gombrowicz sobre el espíritu de contradicción tuvo frutos extraños en la Argentina, despertó la atención de la juventud y una ostensible indiferencia de la intellegentsia. En el año 1960 Gombrowicz figuraba en la lista de los grandes maestros internacionales de la literatura.

Aún vivía en Buenos Aires, acababa de ser traducido al alemán y su fama europea crecía semana a semana, en medio de la más ciega indiferencia argentina. “Pero, hablando seriamente, ¿qué aspecto tendré yo si París me sorprende en uno de esos momentos de debilidad como un admirador? ¡No, debo ser siempre difícil, difícil! Y sobre todo debo ser igual a como era en la Argentina (...)”
“Oh, la, la, si yo cambiara esa modalidad no sería más que un pequeño detalle bajo la influencia de París, ése sería el efecto. No, así como yo era con Flor en el Rex, así debo ser ahora, ¡tengo que estampar mi sello en la cúpula de los Inválidos o en las torres de Notre-Dame tal como era con Flor en la Argentina. ¡Con Flor o también con la vieja Polonia aristocrática!”

De la contradicción entre la juventud inferior y la intelligentsia despreciativa surge un amor extraño.“Escríbeme, mis lazos con la Argentina se aflojan y no se puede remediar, cada vez menos cartas, pero es casi seguro que apareceré un día por Buenos Aires, porque experimento una curiosidad casi enfermiza; es realmente extraño que no me atraiga en absoluto Polonia, en cambio, con Argentina no puedo romper”
Uno de los propósitos deliberados que tenía Gombrowicz era el de desvincular la conducta humana de la voluntad y del determinismo psíquico. A la voluntad la trasponía con el automatismo y al determinismo psíquico con partes del cuerpo. Este modelo creativo se le empezó a perfilar en “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Bambury”, un modelo que perfeccionó en “Ferdydurke”.

La cara y sus habitantes: los ojos, la boca, la nariz y las orejas; el culo y sus proximidades: las manos, los dedos, los muslos y las espaldas se convirtieron desde entonces en los representantes plenipotenciarios de la forma y de la inmadurez. “Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury” es la novela corta más larga de Gombrowicz.
Esta novela corta la escribió en el año 1933, y sin saber que siete años más tarde desembarcaría en la Argentina, ya sueña con ella. “Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña”. Y comienza la narración en forma realmente premonitoria. “Mi situación en el continente europeo se hacía día a día más penosa y más equívoca”.

Pero lo más extraño es que en el diario de la travesía, cuando se va de la Argentina, y sin decir que lo hace, mete los relatos del ojo sobre la cubierta y del marinero que se traga la cuerda del palo de mesana como si fueran episodios reales de lo que está narrando. Gombrowicz está empeñado en construir catedrales y en desarrollar composiciones arquitectónicas artificiales como instrumentos.
Lo hace para redondear algo bello, algo que duele, algo que existe. Esta irrupción de los relatos en el diario de la travesía resulta desconcertante, está contando la historia de un alejamiento conmovedor, lírico, dramático y, de pronto, se coloca en una situación circense. ¿Por qué hace esto?, porque la más larga de sus novelas cortas había sido publicada en Francia un poco antes de su llegada a París con muy buena acogida.

Aquí también se pone de manifiesto el carácter instrumental de sus composiciones. En “Cosmos” intenta volver reales las asociaciones que tiene en la conciencia, y ahorca al gato, un acto desleal pues falsea la relación entre el ahorcamiento imaginario del gorrión y el ahorcamiento real del gato. Pone en juego intencionalmente elementos reales para configurar una estructura de elementos imaginarios que tiene en la conciencia.
De este modo el protagonista lleva a cabo un acto desleal pues perturba lo que está observando y sólo conocerá entonces el resultado de la perturbación. Con el ojo humano y el marinero que se traga la cuerda del palo de mesana hace al revés, pone en juego intencionalmente elementos imaginarios para configurar una estructura de elementos reales, otro acto desleal que arroja el mismo resultado.

En la primavera de 1930 Zantman emprendió un largo viaje por motivos de salud. Su situación en el continente europeo se tornaba día a día más embarazosa y menos clara. Le pidió a un amigo que le encontrara un lugar en alguna de sus embarcaciones, y a la semana siguiente emprendió el viaje en una hermosa goleta de tres mástiles con una capacidad de cuatro mil toneladas cargada de sardinas y arenques, rumbo a Valparaíso.
El capitán Clarke le dio la bienvenida cuando subió a bordo de la goleta Banbury. El primer oficial Smith le cedió su camarote por una módica suma de dinero. A las horas Zantman empezó a vomitar todo lo que tenía en el estómago, y para volverlo a llenar devoró toda la ropa de cama y la ropa interior del primer oficial que estaba en el baúl, pero muy poco tiempo permanecieron en sus entrañas.

Sus gemidos llegaron al capitán quien, apiadándose de él, ordenó que subieran al puente un barril de arenques y otro de sardinas para que siguiera devorando. Sólo al anochecer del tercer día, después de haber consumido tres cuartas partes de los arenques y la mitad de las sardinas, logró recuperarse. Cesó también el movimiento de las bombas que limpiaban el navío.
Se alejaban de Europa, en una noche estrellada y apacible ocurrió algo que parecía relacionado con los vómitos que había padecido Zantman y que, en cierto sentido, resultó premonitorio. Uno de los marineros se llevó a la boca, en forma distraía, una cuerda que colgaba del mástil mayor. Muy posiblemente, debido al movimiento vermicular del intestino estimulado por esta anomalía, se empezó a tragar la cuerda.

Se la tragó con tanta violencia que el marinero fue izado como si fuese un trapo hasta lo más alto del mástil donde quedó atascado con la boca completamente abierta. Dos mozos de cubierta se colgaron de sus piernas pero no pudieron hacerlo bajar, entonces, el primer oficial tuvo la idea de recurrir otra vez a los vómitos. Para despertarle la imaginación vomitiva le presentó al paciente un plato lleno de colas de rata.
El pobre infeliz, con los ojos totalmente desorbitados, tuvo un acceso de vómito y cayó al puente tan pesadamente que casi se rompe las piernas. Aunque en ese momento no le puso mucha atención, Zantman había presenciado ya dos acontecimientos con síntomas relacionados a la náusea, el del marino, de carácter absorbente y centrípeto, y el suyo, de carácter centrífugo.

Las colas de las ratas, la nave y las espaldas de los marineros le empezaron a resultar familiares. Smith, el primer oficial de a bordo, y el capitán Clarke le explicaban que el barco era bueno, y que si a alguien no le parecía del todo bueno podía abandonarlo cuando lo deseara. Al promediar la conversación Clarke le pide a Smith que ordene a la tripulación tres vivas para el capitán, y la tripulación lo viva tres veces.
Los marineros siempre estaban inclinados limpiando algo, de modo que Zantman no veía otra cosa más que sus espaldas. Una mañana le manifestó al primer oficial su convicción de que la tripulación de la Banbury estaba integrada por mozos valientes y honestos. Smith le respondió a Zantman que no era así, que los tenía sujetos a todos con el taladro.

Los trataba con puño de hierro y no le daba una patada en el culo al que se portaba mal, a pesar de que era lo único que ofrecían, porque no serviría de nada, si pateaba a uno tendría que patearlos a todos por el espíritu de igualdad, y eso sería una tontería. El capitán le comentaba a Zantman que arriba de la goleta no había papá ni mamá y tampoco había consulados, que él era el amo y señor de la vida y de la muerte.
No había abuelos ni dulces ni bizcochos, sólo había disciplina y obediencia. Quería demostrarle a Zantman que tenía poder, deseaba mostrárselo porque de vez en cuando lo asaltaba el desánimo y se reblandecía. El capitán Clarke le dijo a Smith que si lo viera sin la hoja de parra, como Dios lo trajo al mundo, sin los pantalones blancos y los galones de oro en la gorra, no lo reconocería ni lo respetaría.

Al marcharse el capitán, Zantman murmuró que eso bastaba para él, refiriéndose a las manías del capitán, y al momento el primer oficial le contesta que no le aconsejaba hacerse el gracioso. De vez en cuando el capitán y el primer oficial jugaban con bolitas de migas de pan, el tedio se dejaba sentir tanto que se peleaban violentamente sin conocer la razón de la riña.
Los oficiales bebían licores y los marineros realizaban extraños movimientos con el cuerpo, se inclinaban, apoyaban los brazos en el suelo, estiraban las piernas y movían los hombros como hacen los gusanos en la tierra. El primer oficial Smith le confiesa a Zantman que debido al aburrimiento sus relaciones con el capitán Clarke se habían puesto difíciles y tirantes.

Jugaban a pincharse con agujas, vencía el que resistía más tiempo, estaba picado como un colador. Zantman le dice que habían creado un círculo vicioso sin salida lateral. Tenían que procurarse un alfiletero y colocarlo entre los dos. Smith lo miró con respeto y le dijo que estaba sorprendido con sus conocimientos, que había resultado ser un magnífico navegante experimentado, que tenía el colmillo de un viejo lobo de mar.
Con el alfiletero dejarían inmediatamente de pincharse. A la tarde Smith empezó a hacerle confidencias sobre la tripulación, la peor gentuza, carne de horca recogida en los peores puertos del mundo. Había que tratarlos con mano dura, no pensaban en otra cosa que sacarle el cuerpo al trabajo, que el peor de todos se llamaba Thompson, con una boca en forma de culo de gallina como si quisiera sorber vaya saber qué cosa.

Esa noche le iba a dar una lección. Después de decirle todo esto empezó a canturrear que de agua y tedio era la vida del marinero. Posteriormente a la conversación sobre el alfiletero con Smith el capitán cambió la actitud hacia Zantman, dedujo que Zantman tenía sus métodos para combatir el tedio, que no era de esos estúpidos ratones de tierra sino un experto navegante, y que era inútil que le ocultara su verdadera identidad.
Clarke, en tierra firme, no hacía otra cosa que aburrirse, y el tedio que le sobrevenía lo arrojaba otra vez al mar. Y una vez desplegadas las velas, desaparecidas las costas del continente, tras el movimiento y el ruido de la hélice, otra vez, nada, el aburrimiento, el tedio marino. Con una buena tormenta se arreglarían las cosas, pero así todo resulta intolerable.

Al día siguiente el ayudante de cocina dejó caer involuntariamente al mar un gran balde de cobre que desapareció inmediatamente en la boca de un tiburón. El hecho le produjo al mozo tanta alegría que sin poder contenerse empezó a arrojar todos cubiertos que el escualo devoraba al vuelo, y después lanzó al mar el resto de lo que cayó en sus manos. Smith lo detuvo cuando estaba desclavando una repisa de la pared.
Al muchacho lo hicieron enfermar de paludismo esa misma noche y no reapareció hasta el final del viaje. De día, las espaldas de los marineros eran dóciles y temerosas, pero en las noches llegaba hasta el camarote de Zantman un zumbido monótono e insistente semejante al de un enjambre de insectos. Eran los marineros que Smith controlaba durante el día, pero no a la noche.

Murmuraban historias absurdas e interminables en las que no existía ni una sola palabra de verdad. Cuando Zantman comprobó que Thompson tenía, efectivamente, la boca de culo de gallina le preguntó porque la ponía así, le respondió que la ponía así porque le gustaba, le hacía bien para olvidarse del aburrimiento y de la severidad de los oficiales que lo estaban arruinando.
Zantman le dio diez chelines, le prometió que le iba a dejar fruta y leche en la puerta de su camarote todas las noches y le rogó que no hiciera escándalos y aguantara hasta llegar a Valparaíso. Thompson contó lo de los chelines, la noticia se divulgó y algunos marineros le empezaron a pedir plata a Zantman, la cuenta le iba resultando de treinta y seis chelines y seis peniques.

Había hecho mal, los marineros se excitaron y se volvieron más insolentes, les daba una mano y se tomaban el brazo. Un día Zantman paseaba por la popa y vio en el puente un ojo humano. Le preguntó al timonel de quién era el ojo, pero el timonel no lo sabía, y cuando le preguntó otra vez si alguien lo había perdido o se lo habían sacado a alguien, le respondió que estaba ahí desde la mañana pero que él no había visto a nadie.
Le hubiera gustado recogerlo y guardarlo en una caja pero no podía abandonar el timón. Bajo cubierta había otro ojo, era un ojo distinto, era de otro hombre. Zantman se lo contó a los oficiales y el capitán comentó que habían empezado a jugar al ojito, le dio la orden al primer oficial Smith de castigar al autor de ese desaguisado y, además, de obligarlo a comer el ojo extraído como lo exigían los usos y las costumbres marítimos.

Zantman les comenta que no vale la pena castigarlos, que el ojo es sólo un órgano mal fijado, es sólo una bolita colocada en una cavidad del hombre. Smith murmuró que en adelante ya no tendrían paz, que durante una temporada en el Pacífico meridional habían perdido las tres cuartas partes de los ojos de la tripulación, y que tenía que darles una lección.
Cuando Zantman le dijo a Clarke que tenía la impresión de que los hombres se encontraban molestos como si les estuviera faltando algo y que, a lo mejor, se los podría tranquilizar de alguna manera, el capitán le contestó que era evidente que lo había calado el miedo, que a veces le parecía un navegante valeroso y otras una mujercita plañidera.

En ese momento Zantman le espetó que tenía conocimiento de que en el barco se estaba preparando un motín, y que todo iba a terminar muy mal. El capitán lo invitó a beber unos tragos de cognac. Los marineros de proa cantaban: –Oh, bella mía, ¿por qué no me amas?, y los de popa cantaban: –Bésame, bésame. Era necesario evitar hablar de mujeres.
Smith les prohibió mencionarlas y, entonces, los marineros al tirar de las cuerdas exclamaban: –Aprieta, aprieta–, e inclinados sobre los baldes: –Lava, seca, moja, riega. Cantaban con todo el sentimiento y toda la nostalgia de la que eran capaces. El capitán dio la orden perentoria de que los marineros debían tomar una cucharada de aceite de hígado de bacalao.

Aunque ellos no querían arruinar sus ensueños con esa cucharada de aceite igual la tomaron, por el momento volvió a reinar la calma. A la noche la tripulación canturreaba y murmuraba: –Las mujeres de Singapur, de Mandrás, de Mindoro, de Sáo Paulo, de Loamin–, se restregaban los brazos con aceite de hígado de bacalao. Y seguían: –Sus manecitas, sus piececitos, yo he sido amado sin dejarle siquiera un chelín.
Thompson propuso cambiar la ruta noventa grados, apuntar hacia el Sur donde existen islas cubiertas de jardines y vacas marinas grandes como montañas, mientras cantaba: –Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña. Cantaban para amar a la nostalgia. Zantman estaba pensando que era una suerte que no hubiera mujeres cuando, repentinamente, sintió el chasquido inconfundible de un beso.

Era Thompson abrazándose con un grumete, Zantman le ofreció una libra al grumete para que recuperara el juicio, pero el grumete gritó, con la voz tan aflautada como la de una mujer, que él se parecía a una mujer. Otros marineros se abrazaban y cuchicheaban. El capitán observaba desde el puente de mando con la pipa encendida. Zantman se le acercó y le dijo que en el barco habían aparecido los besos.
En el puente los marineros andaban en pareja, paseaban del brazo y se abrazaban. Clarke llamó a Smith y le dijo que había que prepararse para castigar el motín de acuerdo a las leyes del mar y la navegación. Hacia la medianoche el viento se transformó en un huracán, la goleta comenzó a bailar como un columpio y la velocidad aumentó vertiginosamente.

Al cabo de veintiséis horas la tormenta amainó pero Zantman prefirió no salir del camarote. Era evidente que el amotinamiento había tenido lugar, cerró la puerta con llave y la aseguró con un armario. Pasaban los días y nadie se presentaba, la goleta aumentaba su velocidad sobre una superficie tersa como la de un pantano, las luces que se filtraban por las hendiduras del camarote eran cada vez más intensas.
Zantman estaba seguro de que afuera había grandes cóndores, vistosos papagayos y peces de oro, y de que los marineros habían dirigido a la Banbury hacia las aguas desconocidas del trópico. Había preferido no oír los gritos salvajes y frenéticos de la tripulación que, con toda seguridad, estaba saludando a los colibríes, a los papagayos, y a todos los otros signos que anunciaban la próxima y grandiosa orgía.

“No, no quería saberlo y no deseaba el calor, ni la exuberancia, ni el lujo. Prefería no salir al puente por temor a ver lo que hasta ese momento ofuscado, oculto y no dicho se desencadenaría con toda su falta de pudor, entre plumajes de pavos reales y fulgores espléndidos. Desde el comienzo todo había estado en mí, y yo, yo era exactamente igual a todos los demás. El mundo exterior no es sino un espejo que refleja el interior”
Gombrowicz le daba a la correspondencia una importancia especial relacionada con el carácter mismo de la literatura. Las cartas que me escribió desde Europa han recorrido un camino sinuoso y contradictorio. En el año 1993 la revista L’Infini de Philippe Sollers publicó trece de las cuarenta cartas que Gombrowicz me había escrito desde Europa.

Un cuarto de siglo antes Gombrowicz le había mandado al Hasídico unas líneas sobre Sollers. “Me he limitado a echarle un vistazo a Sollers, sólo por curiosidad, pues me hallo en pleno galope. Su Sollers es muy venenoso, aunque usted lo haga objeto de sus alabanzas, innecesarias en mi opinión, y el capítulo dedicado a mí parece algo que recorre el espacio como un bólido, diría yo, arrebatado, rugiente y como furioso (...)”
Philippe Sollers es uno de esos hombres que difícilmente suscitan la indiferencia. Omnipresente en la escena literaria francesa desde hace cincuenta años, sus enemigos apuntan un dedo acusador contra ese Judas hacedor y demoledor de destinos, frívolo, superficial y esnob. François Mauriac bendijo su primera novela, pero también lo promovió el poeta comunista Louis Aragon.

“Hay que reconocer que ese doble padrinazgo del Vaticano y del Kremlin fue suficiente para comenzar mi carrera provocando celos y envidias de todo tipo”. La carrera literaria de Gombrowicz, contrario sensu, fue desdeñada por el Vaticano y por el Kremlin, especialmente por el contenido de algunos pasajes de su “Diario”, donde ni le iglesia ni el comunismo quedan muy bien parados.
Yo vengo sometiendo a los editores, a los escritores y a los embajadores a lo que podríamos llamar las ordalías de los tiempos modernos para poder explicar los cambios, mutaciones y metamorfosis que sufren mis relaciones con ellos con el transcurso del tiempo. Una característica común que tienen estos juicios de Dios es que los acusados son sometidos a pruebas invasivas pero extra corporales.

Con este procedimiento me propongo encontrar la causa de esos cambios, mutaciones y transformaciones. La repetición de este fenómeno se ha convertido para mí en un objeto decisivo. La historia de las cartas que me escribió Gombrowicz desde Europa me recordó por su carácter obsesivo a una noche del café Rex. Estábamos dialogando sobre un problema que tenía cierta importancia.
De repente yo tomé la palabra y empecé a hablar apasionadamente de una cuestión que carecía por completo de interés: –Gómez, no veo por qué usted habla con tanto entusiasmo de un asunto insignificante; –Vea, Gombrowicz, si hablara sin entusiasmo nadie me escucharía. Gombrowicz no era muy entusiasta que digamos pero se obsesionaba frecuentemente con temas laterales.

Se ponía a esperar, por ejemplo, la primera cosa que se le aparecería en la ventana de un café por la que estaba mirando. Pero mientras yo trataba de despertar la atención de los demás con el entusiasmo, Gombrowicz lo despierta con la maestría que tiene para sacarle jugo a las piedras. Las transformaciones que sufren mis relaciones con algunos gombrowiczidas son extrañas.
Tienen un cierto parecido con las mutaciones que observa Gombrowicz sobre la mano de un mozo del café Querandí, una mano que pasa de una inocencia absoluta a una posesión diabólica. La transformación que sufrió mi relación con Philippe Sollers tiene algo de esta locura. No creo que haya habido presentación más rimbombante de libros que la que le hicieron a “Cartas a un amigo argentino”.

Esta presentación se la hicieron en el Centro Cultural de España. Lo presentaron el finado Pterodáctilo, que además había escrito el prólogo, y el Buey Corneta en una celebración a la que asistió tout Buenos Aires. Resultó ser un acontecimiento tan importante que entusiasmó al Bucanero, tanto que me invitó a un encuentro en la Casa de América de España.
Lamentablemente para mí el viaje fracasó, Íñigo Ramírez de Haro lo mandó de paseo al Bucanero, le manifestó que yo era un don nadie y que sólo le daría el visto bueno al proyecto si también lo invitaba al Pterodáctilo. Este ilustre hombre de letras hispanohablante, que ya tenía a cuestas el Premio Cervantes de Literatura, pidió una suma considerable de dólares que Íñigo no pudo soportar.

“Gombrowicz, cuando se refiere a su vida personal e íntima, casi siempre recurre a fórmulas, anécdotas o generalidades poéticas, evitando casi siempre los detalles. En sus cartas a los amigos cercanos, especialmente en los últimos años cuando le escribía a sus amigos argentinos, se manifestaba más libremente y sin tantas restricciones, pero esta indecente confesión tardía sonó como una broma”
Si bien es cierto que el contenido de las cartas que me escribió Gombrowicz es entonces más o menos conocido, no son tan conocidos los originales de esas cartas, y es aquí donde interviene el Gran Ortiba www.elortiba.org en una publicación que se ha puesto a disposición de Gombrowicz sin limitación alguna, donde aparecen escaneadas en su versión digital.

Este conjunto de cartas forman una correspondencia que empezó en 1957, un año después de haberlo conocido, y termina a comienzos del 1965 por razones qué sólo Dios conoce y que yo intento explicar en “Gombrowicz, y todo lo demás”, un libro que se ocupa largamente de este intercambio epistolar. Por qué un original vale más que una copia es una cuestión bastante intrincada.
En el caso de la pintura el asunto es para Gombrowicz bastante claro pues le encuentra un parecido con las joyas. Las joyas son pequeños guijarros cuyo efecto estético es casi nulo, sin embargo, se han gastado millones para tenerlas. La prueba de que esos cristales no representan la belleza es que un diamante artificial, absolutamente idéntico al diamante auténtico, sólo vale unos céntimos.

Esto mismo pasa con las copias de los cuadros, el original puede valer una fortuna, en cambio la duplicación no vale nada. De esta manera se fue formando un mercado de cuadros, como también se había formado uno de joyas y metales preciosos. Aunque a mí no me resulta del todo clara cuál sea la diferencia entre el valor de una carta manuscrita y su versión en letras de molde, quizás podríamos hacer una excepción.
Esto ocurre cuando el editor, como en el caso de “Cartas a un amigo argentino”, mete la mano y modifica palabras para hacer más comprensible el texto. Sea como fuere hay que admitir que existe un mercado para los originales de las cartas de los hombres de letras eminentes. La historia de estas cartas es increíble, la viuda nunca quiso que yo las publicara.

Cuando Emecé publicó “Cartas a un amigo argentino” casi le hace un juicio a la editorial, finalmente se conformó con prohibirle que vendiera el libro fuera de la Argentina. No le autorizó a Lisowski su publicación en Twórczosc. Cansado de la actitud de la viuda decidí donar las cartas. Se las ofrecí a la Biblioteca Nacional de Polonia y al Museo de Literatura Adam Mickiewicz.
La única condición que les puse fue la de que las exhibieran también en versión polaca. Cuando me enteré que ésta era una condición que sólo podía cumplirse con la autorización de la viuda supe que esa puerta estaba cerrada. Pasó el tiempo, ahora no las dono sino que las vendo a un Museo patrocinado por la viuda, que seguramente también las exhibirá en versión polaca.



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