martes, 30 de junio de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y LEÓN TOLSTÓI


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y LEÓN TOLSTÓI

“Antaño, un Tolstoi podía escribir prácticamente para todo el mundo. Eso le resulta casi imposible a un escritor contemporáneo, por la sencilla razón de que ya no tenemos un universo común, existe una docena de universos diferentes que se disputan nuestros lectores (...)”
“¿Cómo dar con un lenguaje que sea comprendido a la vez por un católico conservador, un existencialista ateo, un realista, por aquel cuya conciencia ha sido socavada por Husserl, o Freud, así como por aquel otro cuya sensibilidad se ha desarrollado en contacto con el surrealismo? Realidades diferentes, diferentes maneras de ver, de sentir. En los confines de esos horizontes diversos se libera toda la diversidad de nuestros temperamentos. La época de una lectura normal ha quedado atrás”

La elite de la literatura mundial cada año es más numerosa, la técnica de imitar la superioridad está muy avanzada. La grandeza es, hasta cierto punto, una cuestión instrumental, un escritor inteligente de segunda clase sabe qué es lo que debe reformar de sí mismo para acceder a la primera. Debe ser más sensual que espiritual, indeterminado, natural y brutal... El verdadero genio comienza imitando la genialidad, y la genialidad imitada le penetra en la sangre y se convierte en su propia carne.
“Hubo una época en la vida de Europa en que se podía invitar a un desayuno a Nietzsche, Rimbaud, Dostoievski, Tolstoi, Ibsen, hombres sin parecido alguno entre sí, como si procedieran de planetas distintos, pero ¿qué desayuno no saltaría en pedazos con semejante compañía? Hoy se podría organizar sin miedo un banquete general para toda la elite europea: se desarrollaría sin chirridos, sin chispas”

Si bien es cierto, por lo menos a primera vista, que existen pocos puntos de contacto entra la visión del mundo de Gombrowicz y la de Tolstói, podríamos decir sin embargo que ambos tienen algo de profetas, ambos intentaron valiéndose de su obra cancelar su deuda moral, y ambos buscaron a su manera algo parecido a la grandeza..
El estilo de los cuentos de Gombrowicz es brillante, humorístico e irónico pero los componentes de las narraciones son, la más de las veces, morbosos y repulsivos. Esos componentes repugnantes, no obstante, pierden mucho de su carácter repulsivo porque los utiliza como elementos de la forma, tienen un papel funcional y obedecen a un objetivo superior: la creación artística. El plasma sombrío que existía dentro de Gombrowicz está metido en estos cuentos, pero no desparramado como una marea hedionda, sino chispeante de humor y ennoblecido de poesía para alcanzar por el absurdo la inocencia.

Gombrowicz intenta cancelar su deuda moral, quiere que la obra lo absuelva. Dentro de él existían elementos abominables, pero si él podía utilizarlos como componentes de la forma, entonces, a través de este procedimiento, se convertía en su dueño y señor. El ser confuso, indolente e inseguro que era quería ser de otra manera en el papel, un ser brillante, original, triunfador y purificado.
“(...) ¿qué tema o problema podría ser más mío que ese acrecentamiento depravante de mi personalidad, inflada por la fama? (...) tengo que encontrar aquí mi propia solución, y a la pregunta ¿cómo ser grande? debería darle una respuesta totalmente particular (...) De nada sirve la afectada maestría de Anatole France (...) la grandeza de Dostoievski, llena de sencillez compasiva, astuta y apasionada, tampoco es utilizable (...)”

“¿Y el Olimpo de Goethe? ¿Y Erasmo o Leonardo? ¿El Tolstoi de Yasnaia Poliana? ¿El dandismo metafísico de Jarry o Lautremont? ¿Ticiano o Poe? ¿Kierkegaard o Claudel? Nada de eso, ninguna de esas máscaras, ninguno de esos abrigos purpúreos (...)”
El conde León Tolstoi describe su creciente confusión espiritual, se culpa a sí mismo de llevar una existencia vacía y autosuficiente y emprende una larga búsqueda de valores morales y sociales, que terminó por encontrar en dos principios del Evangelio: amor hacia los seres humanos y resistencia contra las fuerzas del mal.
Condenó a casi todas las formas de arte, tanto clásicas como modernas, de la que no se salvan ni siquiera sus propias obras, a las que consideró dirigidas exclusivamente a una elite cultural, abogó por un arte inspirado en la moral, en el que el artista comunicara los sentimientos y la conciencia religiosa del pueblo.

A los ochenta y dos años, y cada vez más atormentado por la disparidad entre sus criterios morales y su riqueza material, y por las continuas disputas con su mujer que se oponía a deshacerse de sus posesiones, Tolstói, acompañado por su médico y la menor de sus hijas, se marchó de casa a escondidas en medio de la noche. Tres días más tarde, cayó enfermo de neumonía y murió en una remota estación de ferrocarril.
En su adolescencia carecía de toda convicción moral y religiosa, se entregaba sin remordimiento a la ociosidad, era disoluto, resistía asombrosamente las bebidas alcohólicas, jugaba a las cartas sin descanso y obtenía con envidiable facilidad los favores de las mujeres. Regalado por esa existencia de estudiante rico y con completa despreocupación de sus obligaciones, vivió algún tiempo en la corrompida y deslumbrante ciudad de San Petersburgo.

El conde Tolstói exploró con un realismo implacable varios momentos históricos y le dictó a sus lectores, en el vaso de sus narraciones, una lección de idealista moralidad cristiana. Fue al mismo tiempo un psicólogo y un poeta épico.
“La vitalidad gigantesca de Tolstói, su vigor de oso, sus hazañas de resistencia nerviosa y los excesos de todas las fuerzas de la vida son notorios en él. Sus contemporáneos, entre ellos Gorki, lo vieron como un titán que vagaba por la tierra con una majestad antigua. Había algo fantástico y oscuramente blasfemo en su ancianidad. En la novena década de su vida parecía un rey, de pies a cabeza. Trabajó hasta el final, sin doblarse, pugnaz, gozando de su autocracia. Las energías de Tolstói eran tales, que no podía imaginar nada ni crear nada de pequeñas dimensiones. Siempre que penetraba en una habitación o en una forma literaria daba la impresión de un gigante que tenía que inclinar el cuerpo para atravesar una puerta construida para hombres corrientes”

La visión del mundo de Gombrowicz y la de Tolstoi son parecidas, pero parecen muy diferentes, y parecen muy diferentes por la manera radicalmente distinta en que ambos se acercan a la realidad. Gombrowicz no tenía una visión del mundo predeterminada cuando empezaba a escribir, escribiendo, poco a poco, esa visión se la iba formando dándose la cabeza contra la pared pues en el acto mismo de la creación debía utilizar materiales, digámoslo así, que le venían dados, siendo el leguaje el más importante.
Y éste no es un problema menor ya que nadie podría, pongamos por caso, construir un edificio transparente si sólo dispusiera de ladrillos opacos. Los estilos y las formas están hechos y sólo nos resulta posible expresarnos a través de ellos, esto es así para Gombrowicz y para cualquier otro hombre que utilice la palabra como un medio artístico de expresión.

Y ésta es la primera dificultad que atenta contra la existencia de una visión del mundo, pero no es la única. Las necesidades formales lo ponían a Gombrowicz en verdaderos aprietos pues partía de los principios de que la forma debe estar compensada y de que la historia que se cuenta debe desarrollarse recurriendo a los contrarios: a una escena sentimental debe sucederle otra brutal, al análisis la síntesis, a la analogía la oposición, a la simetría el desbalance…
Pero las sustancias de estas estructuras son todavía más inmanejables pues vienen del subconsciente, de la herencia y de mecanismos de asociación que no están presentes en la conciencia. Quizá el aspecto más importante de estas necesidades formales sea la inclinación que tenía Gombrowicz por la ritualización, por la utilización del recurso de la repetición que en “Ferdydurke” se convierte en una obsesión relacionada con las partes del cuerpo.

La emboscada de la conciencia en la que cae Gombrowicz con sus obsesiones tiene una gran importancia en su obra, la obsesión lo induce a acentuar el peso de algún elemento inicial de la historia que va a contar y que en un principio es equivalente a los demás. “Cosmos” es el libro en el que aparece más claramente esta particularidad maniática: la obsesión por la repetición.
Estas reflexiones nos llevan de la mano a la conclusión de que el contenido debe ajustarse a las formas, y no a la inversa, pues es así como salen a la superficie las incongruencias de la realidad, y es así como se puede tomar distancia de la forma, de la tradición y de la cultura. La visión del mundo es pues un producto social que le viene dado al hombre desde el pasado a caballo de la historia, y tiene éxito en la medida que no la pongamos en tela de juicio.

Esto ocurre cuando no somos conscientes de cómo esa visión del mundo afecta nuestra forma de hacer las cosas y de percibir la realidad. La visión del mundo es entonces un marco de referencia interhumano y, de la misma manera que nos pasa con la forma, no es nuestra.
Son las representaciones de ideas, valores, ideologías y creencias que le fueron impuestas durante siglos a la humanidad y que, a juicio de Gombrowicz, nos deforman. Se ocupó de destruir su visión del mundo, una visión del mundo que, por otra parte, no era suya, y no de crear una visión del mundo nueva, pues ningún hombre individualmente, por más genial que sea, puede emprender una empresa semejante, a excepción de los profetas.

Más que la consecuencia de una visión del mundo, sea ésta a priori o a posteriori, su obra es el resultado del esfuerzo consciente que realiza para organizar el caos inicial de una narración que le rebota como una pelota contra las paredes del leguaje y que constantemente es absorbida por estilos y obsesiones que le viene dados por la herencia, por la tradición y por la cultura.
La tarea que le fue encomendada a Gombrowicz fue la de destruir su forma y su visión del mundo con la participación destacadísima que le da, tanto en sus creaciones artísticas en sus diarios y también en su vida, a las ideas de inmadurez y de forma, dos anguilas que tienen la costumbre de escurrírsenos entre las manos como el agua y el aceite.

Utiliza la palabra inmadurez en el sentido corriente que tiene este vocablo como el estado inicial de un camino hacia el completamiento que sigue el género humano, aunque esta definición podría ser aplicada también al resto de los seres vivientes. Gombrowicz se desvelaba por establecer las relaciones que existen entre la inmadurez y la cultura, dos términos marcadamente antitéticos, pues la cultura es la puerta por la que entramos hacia el completamiento.
Sin embargo, el estado inicial es el que guarda celosamente los tesoros preciosos de la belleza y el encanto que le muerden los talones a la cultura con una inmadurez que no necesita de mediadores. Pero la cultura y las ideas son mediadoras por excelencia y la forma su aspecto más visible.

Sólo un profeta entonces puede emprender la gigantesca tarea de crear una nueva visión del mundo y le dejamos a los genios la responsabilidad de destruir la visión anterior pues sólo los genios son conscientes de cómo la visión del mundo afecta nuestra manera de hacer las cosas y percibir la realidad.
La forma es la dirección que toma Gombrowicz para vislumbrar el rostro del porvenir, se empieza a preguntar si los demás caminarán también en esa dirección. La forma es autónoma y disponible, creadora y perversa, analítica y sintética; si en el futuro se difunde esta noción de la forma es posible que la obra de Gombrowicz produzca escalofríos, y de esto depende el porvenir de su literatura.

La crisis de las ideologías y el interés cada vez mayor por la forma en las más recientes tendencias del arte pareciera que le dan la razón a Gombrowicz, pero con esto no basta, es necesario que el formalismo creciente sea compensado por el humanismo, y en esto las cosas no van tan bien que digamos. Además, no podemos saber ahora cuál es la dirección en la que nos vamos a mover ni siquiera en la que nos estamos moviendo.
A pesar de las críticas que le hizo al existencialismo Gombrowicz aceptaba su punto de partida, pero no sus deducciones. El punto de partida de esa filosofía pone a la existencia y no a la idea en el centro de las reflexiones sobre el hombre, las deducciones, en cambio, instalan las ideas de la muerte y de la responsabilidad en una conciencia abstracta que está lejos del hombre.

Gombrowicz estaba convencido de que su idea sobre la forma pertenecía al tronco de la inspiración existencialista y que el existencialismo no pertenece al pasado, que perdurará por más de mil años, para siempre, como han perdurado las filosofías del realismo y del idealismo, repetidamente perdidas y vueltas a encontrar.
Es un movimiento profundo del alma que, como todos, pasa por períodos de exageración y marginación pero siempre vuelve a la fuente de su revelación original. Si la idea de la forma pertenece al tronco del existencialismo, y si el existencialismo es una concepción del hombre que perdurará por los siglos de los siglos, entonces, Gombrowicz es un profeta que destruye su visión del mundo y vislumbra una nueva visión para el porvenir en la que lo humano se encontrará con lo humano, y ni él ni su obra se extinguirán.



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