jueves, 22 de septiembre de 2011

WITOLD GOMBROWICZ, LA FORMA, LOS INGENIEROS Y LOS EDITORES

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ, LA FORMA, LOS INGENIEROS Y LOS EDITORES



“El problema de la Forma, el hombre como producto de la forma, el hombre como esclavo de las formas, la concepción de la Forma Interhumana como fuerza creadora suprema, el hombre inauténtico” Gombrowicz se hallaba ligado al estructuralismo por la afirmación de la forma. Si la personalidad se crea entre los hombres, en el marco humano que la define, entonces es natural que el hombre sea una función.
Es una función de un sistema de dependencias cercano a lo que llamamos estructura. Pero el mundo de los estructuralistas, si bien tiene analogías con el suyo, es también su contrario. En forma independiente había llegado a conclusiones similares a partir de un estado de ánimo diferente, de otras experiencias, en otro plano. Lo que los separaba contaba más que lo que los ligaba.

“Pero en los estructuralistas la cosa es muy diferente, ellos buscan las estructuras en la cultura, yo en la realidad inmediata. Mi forma de ver las cosas estaba directamente relacionada con los acontecimientos de aquel entonces: hitlerismo, stalinismo, fascismo. Estaba fascinado por las formas grotescas y espantosas que surgían en la esfera de lo interhumano destruyendo todo lo que hasta entonces había sido venerable (...)”
“Era como si la humanidad estuviera atravesando un cierto estadio para entrar en otro: el de una elaboración consciente de la forma. En adelante el hombre podría ‘hacerse’, se fabricaban la verdades a voluntad, y los ideales, los fanatismos e incluso se fabricaban los sentimientos más íntimos. El hombre fue para mí como una abeja, que secretaba continuamente no la miel sino la forma (...)”

“Se modelaba en el vacío. Una fórmula no pude ser más que una fórmula y el agujero que atraviesa el razonamiento de los estructuralistas terminará por engullirlos. En la ciencias exactas se puede razonar en contra de la más evidente realidad cotidiana y personal, pero en las ciencias humanas no ocurre lo mismo”

El ingeniero Juan Carlos Ferreyra tiene algunas particularidades que lo distinguen del resto de los gombrowiczidas de Tandil: leyó la traducción legendaria de “Ferdydurke” antes de que Gombrowicz llegara a Tandil; alquiló la pieza de Venezuela cuando Gombrowicz se fue a Berlín; y recibió uno de los motes más extraños de nuestro club: Ingeniero Fireire.
Durante las décadas del 50 y el 60, la escena filosófica francesa se caracterizó por la aparición del existencialismo y el estructuralismo. Para esa época, el Ingeniero Fireire asiste a un curso de filosofía que da Gombrowicz en la Biblioteca Municipal de Tandil en el que decide exponer sus ideas de una manera sencilla –todavía no había determinado si en Tandil había alguna persona inteligente.

Por las dudas se dedicó a hablar tan solo de las tres capas que tiene el hombre: la física que estudia la anatomía, la psicológica que estudia el psicoanálisis, y la metafísica que estudia la metafísica, ejemplificando estos conceptos simples con el miedo a la muerte que es psicológico y la angustia ante la muerte que es metafísica. En los cafés de Tandil Gombrowicz a veces también se aburría.
Una tarde, sentado a una mesa con Flor de Quilombo, Gombrowicz esperaba a otros contertulios. Pasada media hora de una espera tediosa entra el Ingeniero Fireire, vacila, se sienta, después de un minuto se levanta y sale rápidamente. Cuando vuelve a entrar Gombrowicz está medio amoscado: –Profesor, si usted viene tan solo para irse no venga por favor.

Un poco después de la lectura de “Ferdydurke”, el Ingeniero Fireire, miembro del grupo que se formó al año siguiente de la aparición de Gombrowicz en Tandil, se presentaba con una ramita verde entre los dientes y se tocaba la oreja izquierda si alguna cosa no le gustaba. Un día conoció a Gombrowicz en el León de Francia, uno de los cafés importantes de la plaza principal de Tandil.
Ese día tuvo la seguridad de que Gombrowicz era la encarnación de “Ferdydurke”. A Gombrowicz se le despertaban sus tendencias agresivas cuando tomaba contacto con los ingenieros. Tenía la costumbre de torturar al Pibe Luz, un ingeniero comunista contertulio del café Rex. Durante horas enteras el pobre se defendía con una sonrisita crispada hasta que no aguantaba más y se iba.

La operación magistral con la Gombrowicz liquida la entidad de los ingenieros la realiza en “Ferdydurke”, desmoronando al ingeniero Juventón hasta convertirlo en una piltrafa humana. Al tomar contacto con la forma de los ingenieros Gombrowicz sentía la inmediata necesidad de desestructurarse, se ponía voluntariamente en camino de perder el juicio.
Uno de esos intentos lo hizo en los diarios, un intento al que podríamos considerar como un intento metaliterario. Gombrowicz se las arregla en este pasaje para desvincular a la forma de sus ataduras y darle vida propia echando mano a Creta. Todo ocurre un día en que va almorzar a la casa de un ingeniero que tiene una industria en la localidad de Acassuso.

A medida que ponía atención se iba dando cuenta que la casa, la mesa del comedor y los platos del ingeniero eran demasiado renacentistas, mientras la conversación se centraba también en el Renacimiento, una adoración por Grecia, Roma, la belleza desnuda y la llamada del cuerpo. La conversación con el ingeniero giró alrededor de una columna de Creta, y a Gombrowicz se le pegó el cretino, leitmotive de toda la narración.
Se le había pegado, pero no de una manera renacentista, sino totalmente neoclásica y cretínica. Llegado a este punto le advierte al lector que él sabe que no debería escribir sobre esto. De vuelta en la ciudad se dirigió al café Rex pero, de repente, desde el café París, le hacen señas unas señoras conocidas que aparentemente estaban sentadas a la mesa comiendo unos bizcochos que mojaban en la crema.

Pero era una mistificación, la verdad es que estaban sentadas a un tablero cubierto de esmalte apoyado sobre cuatro barras de hierro torcidas, y la acción de comer consistía en meterse una cosa u otra por un orificio practicado en la cara, al tiempo que sus orejas y sus narices despuntaban. Cháchara va, cháchara viene, Gombrowicz pide disculpas y se marcha alegando falta de tiempo.
El hecho de que estuvieran ocurriendo cosas demasiado cretinas como para ser reveladas, era la razón que lo obligaba a relatarlas pues tenían un exceso de cretinismo.
Al salir del café París se dirigió al café Rex. En el camino se le acerca una persona desconocida, le dice que hacía tiempo que quería conocerlo, lo saluda, le da las gracias y se va.

Cuando iba a ponerlo de vuelta y media al cretino, se da cuenta que no es cretino, puesto que esa persona sólo quería conocerlo y lo había conocido. Se empiezan a encender las luces de la noche, pasan los coches, caminan los transeúntes, mientras tanto Gombrowicz mira las casas. En el balcón de un séptimo piso le están haciendo señas Henryk y su mujer.
Él también les hace señas. Henryk y su mujer hablan y hacen señas. Coches, tranvías, gente, bocinazos, Gombrowicz les responde con señas. De pronto repara en que Henryk, más que hacer señas, enseña..., ¿pero qué es lo que enseña? Se está enseñando a sí mismo como si fuera una botella. Los dos están haciendo señas, pero Henryk se enseña a sí mismo.

“Yo hago señas. De repente ella (pero no, yo no puedo hacer el cretino; sin embargo, si tengo que desenmascarar al Cretino debo hacer el cretino); entonces ella le enseña hasta que él se asoma y ella le enseña con saña (pero qué es lo que enseña?), después de lo cual los dos se ensañan ligeramente, y uno hacia aquí, el otro hacia allá, y, ¡puff!... (¡Esto sí que no puedo decirlo, está por encima de mis fuerzas!)”
El Ingeniero Fireire se vengó del desprecio que Gombrowicz sentía por su profesión recurriendo a un procedimiento simple: no lo admiró ni quiso ser uno de sus discípulos. “¿No es acaso sospechosa una persona que, tras componer una obre literaria, tiene que explicarla una y otra vez? Recurrió al apoyo de Kierkegaard y de Schopenhauer, dos nombres fuertes de la filosofía (...)”

“También recurrió al apoyo de Paul Valery, como respaldo literario; al de Martin Buber, como apoyo y garantía general de seriedad. Parecía obtener una especie de lúgubre diversión en estos despliegues que embarullaban completamente a sus oyentes”. Estas reflexiones ponen al descubierto el carácter obsesivo de la naturaleza de Gombrowicz, naturaleza a la que yo no soy del todo ajeno.
Por esa inclinación que tiene el hombre de encontrar una idea única que explique a todas las demás, yo también en mi juventud la quería encontrar, pero mientras crecía, en vez de tener cada vez menos ideas, cada día tenía más. La combinación de estos asuntos me iba creando una confusión creciente en la cabeza que sólo me alivió un poco la pérdida de la idea de Dios.

El único pensamiento que me acercaba a la idea única era la matemática, pero a medida que avanzaba en su conocimiento esta ciencia se me hacía un tanto indigesta, un poco por la dificultad de comprenderla, otro por pereza, y otro más por su dureza inhumana. Si yo hubiera conocido la historia de la mano que mucho tiempo después leí en los diarios de Gombrowicz, hubiera resuelto mi problema.
Con una idea insignificante y sin mucho entusiasmo Gombrowicz nos lleva a pasear por el carácter de las obsesiones. En cuanto a la actividad de escribir se refiere mis obsesiones más conspicuas se me presentaron con los editores, una obsesión que no se le presentaba a Gombrowicz. En el año 1960 Jacobo Muchnik, por una sugerencia del Pterodáctilo, le propuso a Gombrowicz la reedición de “Ferdydurke” en Fabril Editora.

Le ofreció un tercio de los derechos de autor potenciales en carácter de anticipo: “Eso es lo de menos, yo estoy dispuesto a autorizar la publicación de ‘Ferdydurke’ si ustedes se comprometen a editar otro libro, muy importante, que estoy escribiendo”. Sacó un par de hojas de los diarios en los que se refería a la Argentina y le pidió que las leyera en ese mismo momento.
“Sí, como muestra es ciertamente bien elocuente, pero, honestamente, ¿cómo quiere usted que me comprometa a priori y por mi cuenta a editar en nombre de una gran empresa un libro polémico dedicado aparentemente a meterse belicosamente con lo más distinguido de la intelectualidad argentina?”. Gombrowicz no respondió, se puso de pie y por encima del escritorio le quitó de las manos las dos hojas, murmuró algo y se fue.

Al conocimiento se le levantan unas barreras infranqueables que le impiden desarrollar su actividad principal que es la de conocer. Son unos velos pesados que caen delante del entendimiento y nos impiden el acceso al ser y a las cosas. El que le puso el punto final al impedimento de acceder al noúmeno con la razón fue Kant al que le siguieron todos los filósofos que fueron apareciendo después.
Fue Sartre el más connotado de todos los pensadores por haber andado de malas desde el principio con el ser-en-sí. Acorralados de esta manera tan señalada, el conocimiento, el entendimiento y la razón se dirigieron a las cosas a ver si por ahí tenían algo de comer pero resultó ser que tampoco podían acceder a las leyes de la naturaleza, sólo podían acceder a su apariencia.

Cuando Einstein declaró que el cosmos es como un reloj del que sólo conocemos el movimiento de las agujas pero no su mecanismo, se le cerró el camino al entendimiento. De tal modo todo lo que existe se ha convertido en una gigantesca caja negra cuyas entrañas desconocemos en la que por una puerta entran cosas y por otra salen transformadas pero no sabemos el porqué.
Puesto que las editoriales están en el mundo también deben ser pequeñas cajas negras para las que he construido un modelo binario con el propósito de restringir la incertidumbre. Dediqué horas enteras a estudiar las relaciones que me vinculan a los editores, comparé a las editoriales con cajas negras, y analicé el comportamiento de los editores y de sus auxiliares llamados lectores a los que motejé de Pulgones.

Asocié los extremos de la conducta de los Protoseres al comportamiento de los asesinos seriales y de los rufianes melancólicos y determiné que su naturaleza sólo alcanza un desarrollo que no pasa del nivel de los seres en estado de formación y por eso los llamé Protoseres. Dividí en cinco grupos las técnicas que utilizan los editores para contrariar a los autores.
Y al fin, estos personajes vinculados a la actividad de escribir desde hace tantos siglos terminaron por hacerme perder la paciencia y el humor. El verdadero orgasmo de los Protoseres se les produce cuando los libros se venden, sin importarles en absoluto si los libros son buenos o si son malos, ésa es una cuestión que dejó de interesarles hace mucho tiempo.

Después de haber meditado hondamente en la verdadera naturaleza de los Protoseres, de los Pulgones y de la caja negra tuve el convencimiento de que había agotado el tema, sin embargo, algunos acontecimientos más recientes me han demostrado que no, que a todo hay quien gane. El Orate Empobrecido me propuso editar un libro sobre la base de los gombrowiczidas.
Esta proposición la acepté inmediatamente, sin embargo, después del entusiasmo inicial, me asaltaron algunas dudas sobre las reales condiciones de equilibrio de este Protoser, de modo que le pedí opinión a un psiquiatra amigo. En cierto momento en que mi relación con el Orate Empobrecido se había puesto un tanto confusa me manifestó sus temores de que le pasara a él lo mismo que le había pasado a Huston con Sartre.

Huston le había pedido a Sartre que escribiera un guión para hacer una película sobre Freud. Le propuso una cifra realmente astronómica en concepto de honorarios y el contrato se concertó. Pero Huston quería hacer una intriga policiaca al estilo Hollywood, presentar a un Freud en el momento en que comienza a experimentar con la hipnosis.
Sartre se leyó la biografía sobre Freud de Ernest Jones y algunas de las obras del propio Freud y presentó un largo guión que evaluado por Huston arrojó que daría para un filme de cinco horas de duración. Huston le devolvió el libreto con la recomendación de que lo hiciera más breve y práctico a los fines de la producción. Sartre trabajó arduamente durante varios meses y cuando le entregó el nuevo guión a Huston.

El filme ahora duraba ocho horas con el nuevo guión. Huston entregó el libreto a dos profesionales para reducirlo a dimensiones más realizables. Cuando Sartre lo supo se enojó y exigió que su nombre fuese retirado de los créditos. Nunca vio el filme de Huston. Para hacer desaparecer el temor que lo había asaltado al Orate Empobrecido le pedí que le pusiera límites al trabajo.
Quería evitarle al Orate Empobrecido el problema que se había suscitado entre Huston y Sartre. Llegados a este punto le di mi acuerdo, le pedí una fecha para la firma del contrato y la percepción de un anticipo, siguiendo la línea Huston-Sartre. Me estaba preparando para suspender la preparación de gombrowiczidas, una suspensión necesaria para poder cerrar el libro.

Cuando se lo comuniqué al Orate Empobrecido me respondió que por el momento no tenía dinero disponible. En uno de los tantos gombrowiczidas que escribo frecuentemente le abrí las puertas a ciertas tendencias tanáticas que a veces se apoderan de mí y declaré que ya que no podía doblegar a los editores entonces iba a tratar de destruirlos.
En medio de la penumbra y de una horrible tensión que me zumbaba en los oídos, y sin saber a qué santo encomendarme para salir de las entrañas de los Protoseres, una tarde caí en uno de esos estados hipomaniacales en los que de vez en cuando caen los genios, y en cierto momento, el destello de una luz intensísima que me venía desde la inteligencia me hizo ver con claridad meridiana que tenía que dirigirme al Guitarrón.

Esto lo hice a pesar de un mal entendido que ya había surgido entre nosotros siempre a propósito de Gombrowicz. No es tan fácil ubicar al Guitarrón en el rango que cubren los Protoseres y que va desde los asesinos seriales a los rufianes melancólicos y desde la dulzura a la aspereza. La característica más sobresaliente de este distinguido gombrowiczida es la de que, en la mayor parte del tiempo aparece emboscado.
Su aspecto es parecido al que tenían los anarquistas eslavos prerevolucionarios de las historietas a los que presentan con trajes negros, sombrero y una bomba esférica en la mano con la mecha encendida. En la misma época en que los rusos se preparaban para dar el golpe final en los acontecimientos revolucionarios más importantes que registra la historia contemporánea, Iván Pavlov realizaba unos novedosos experimentos.

Estos experimentos se me asociaron sorpresivamente con el Guitarrón. Iván Pavlov, el fisiólogo ruso que realizó estudios sobre las glándulas digestivas, los reflejos condicionados, la actividad nerviosa superior y los grandes hemisferios cerebrales, les hacía mirar a los perros de su laboratorio unos círculos para asociar sus conductas primarias a elementos abstractos.
Un día se le ocurrió ir estirando estos círculos que, poco a poco, fueron adquiriendo la forma de elipses hasta que los pobres pichichos, no pudiendo distinguir qué clase de figura estaban viendo, tuvieron trastornos de conducta. No sé qué asociaciones de la imaginación me indujeron a pensar que Pavlov podía venir en mi ayuda para provocar, como lo hizo el ruso con los perros, trastornos en la conducta del Guitarrón.

El procedimiento que se me ocurrió era benigno y podía ser interrumpido en cualquier momento, posibilidad que los perros de Pavlov no tenían. Le propuse la publicación de “Gombrowicz, y todo lo demás”, pero el libro no se lo mandé, y no se lo mandé con el pretexto de que tenía cuarenta mil palabras y que, quizás, para evitarse una lectura prolongada bastaba con que leyera sólo una parte.
Esa parte estaba constituida por el índice y la presentación del libro, y “Gombrowicz, la deserción y el destierro”, una conferencia que había dado en el Malba pues contenía una parte importante del libro que quería editar. Unos días después, y con la misma excusa anterior, le mandé al Guitarrón “Gombrowicz y los argentinos”, mi ponencia en la mesa redonda del Malba.

Del mismo modo que la conferencia contenía, aunque en menor cantidad, algunos pasajes del libro, pero tampoco esta vez le mandé el libro. Y casi sin respiro realicé otro envío, el de “Gombrowicz, este hombre me causa problemas”, con el pretexto de que, por si acaso no lo hubiera leído, le podría resultar de alguna utilidad para tomar un decisión más fundada, pero el libro no se lo mandé.
El procedimiento me resultaba tan estimulante que acto seguido le mandé “Goma”, “Goma 2” y “Goma 3” del Viejo Vate, para que se informara de la repercusión que tenían mis escritos en Polonia, la patria de Gombrowicz, pero el libro no se lo mandé. De todo esto iba a resultar al final de la historia que el Guitarrón habría leído, si es que no interrumpía el procedimiento en algún momento, cincuenta mil palabras.

Esta cantidad de palabras superaba en diez mil las que tenía “Gombrowicz, y todo lo demás”, un libro que por su ausencia sistemática debería, pensaba yo, haber despertado en el Guitarrón un deseo incontenible de poseerlo y de publicarlo. Pero las cosas no ocurrieron así. La carta que me escribió el Guitarrón me puso sobre aviso de que al desempeñar su papel de Protoser se había emboscado.
Pero como yo estaba decidido a llevar hasta el final el experimento seguí haciendo maniobras de aproximación. El Guitarrón no es persona de ir directamente al grano, igual que las gallinas, cloquea mientras gira en círculos alrededor del maíz antes de comerlo. En vez de desestimar de entrada la publicación de mi libro o de poner la respuesta en un futuro incierto, puso la respuesta que me iba a dar en un futuro cierto.

Sin embargo la respuesta, por supuesto, no me la dio. Así como en la presentación polaca de “Gombrowicz, este hombre me causa problemas” enuncié el canon del treinta por ciento, canon con el que me manejo para leer, ha llegado el momento que enuncie los tres principios con los que me manejo para escribir, principios que no se pueden usar al mismo tiempo, o uno u otro, porque son excluyentes.
1º Nadie lee nada de nada; 2º algunos leen pero no entienden nada; 3º algunos entienden pero se olvidan enseguida Gombrowicz no era muy entusiasta que digamos pero se obsesionaba frecuentemente con temas laterales. “Yo miro esta mesa y me fijo en el cenicero. Si me fijo sólo una vez no pasa nada. Pero ocurre algo diferente si vuelvo al cenicero y lo miro otra vez (...)”

“Entonces me voy a preguntar por qué el cenicero se ha convertido en un objeto más interesante que los demás. Y si vuelvo a mirarlo una tercera y una cuarta vez, el cenicero se convierte en un objeto decisivo. Por la repetición de un acto de conciencia se llega a dar una importancia terrible a una cosa que no tiene aspecto de ser tan importante. Esta emboscada de la conciencia tiene una gran importancia en mis obras”
En el segundo intento que hizo con un tipo de historias a las que podríamos considerar al margen de la literatura, valiéndose de un tema de tan poco interés como el de mi charla apasionada en el café Rex, utilizó una mano. Pero mientras yo trataba de despertar la atención de los demás con el entusiasmo, Gombrowicz lo despierta con la maestría que tiene para sacarle jugo a las piedras.

A las diez de la mañana estaba tomando un café en el Querandí. El mozo se le acerca y Gombrowicz empieza a ponerle atención a su mano que cuelga silenciosa, secreta y desocupada pero, de pronto, sin saber por qué, sus pensamientos vuelan hacia un árbol que había visto una vez desde la ventanilla del tren. La mano del mozo lo había asaltado de repente en medio del silencio.
Al volver a su casa la mano ya no estaba con él, pero una lectura que estaba haciendo de la conferencia de Heidegger sobre Zarathustra le inyectó a la mano una nueva dosis de existencia. La idea que lo llevó nuevamente al Querandí fue la del eterno retorno. Mientras se preguntaba si debía preparar la ropa para lavar, ese ser de Nietzsche que venía desde los primeros orígenes hasta las últimas realizaciones, estaba con él.

Un ser representante de la amargura, la furia y el silencio de la humanidad. Silencioso como la mano del mozo. ¿Qué estaría haciendo la mano en el Querandí mientras Gombrowicz estaba en casa? Si dejara de pensar en la mano del mozo la mano se disiparía en la facilidad de la nada, pero la mano volvía a él porque él había vuelto a ella con Nietzsche.
Después estuvo con la mano del Embajador de Polonia con quien ahora estaba conversando. Miraba esa mano diplomática apoyada en el brazo del sillón, pero no era ésa la mano, sino aquella otra abandonada allá, como un punto de referencia. Gombrowicz empieza a tener miedo del diablo, un sentimiento extraño para un incrédulo.

Pero la presencia del mal convertía su ser en una existencia azarosa, inquietante y susceptible del diabolismo. Le resultaba difícil aceptar cualquier tipo de certeza en un asunto en el que la falta de datos tenía el mismo significado que su abundancia. Su propia mano descansaba tranquila en el bolsillo, también descansaban tranquilas las manos sobre las rodillas de los automovilistas que corrían en sus coches.
¿Y la mano del Querandí qué estaría haciendo? Estaba vagabundeando en la periferia de sus límites en busca de no se sabe qué. ¿Y si Gombrowicz de repente se arrodillara ante la mano? Sería un intento fallido, como siempre, de construir un altar cualquiera. Una desesperación por agarrase de algo, de la mano del mozo del café Querandí. Más tarde, en el restaurante Sorrento, se le acercó el mozo.

Este mozo también se le acercó con una mano desocupada igual que en el Querandí, una mano que sólo era importante para él porque no era aquélla. Gombrowicz está adorando un objeto que él mismo enaltece. Se arrodilla frente a un objeto que no tiene derecho a exigir que se postren ante él, de modo que el ponerse de rodillas sólo depende de Gombrowicz.
Escogió esa mano del Querandí para agarrarse de algo, para tener un punto de referencia. Pero no quiere que la mano haga algo con él, o de él. Ya es de noche, llega a un café de Lavalle y San Martín. Discute con Gómez sobre el tema de Raskólnikov. Su punto de vista es que en “Crimen y Castigo” no existe un drama de conciencia en el sentido clásico de la palabra.

El juicio de Raskólnikov no es el juicio de su conciencia, es un juicio surgido de un reflejo, un juicio reflejado, un juicio de espejo. Este tipo de reflejo se convierte también en un mecanismo que nos lleva a decir lo que nos pasa por la cabeza. Esta conciencia de espejo es como fijar la mano en alguna parte, fuera de nosotros, por la fuerza de un reflejo.
Así como se iba construyendo la conciencia de Raskólnikov, así es como se le estaba construyendo esa mano a Gombrowicz. Esa mano se ha convertido en un parásito, ahora se está alimentando de Dostoievski, no parará hasta chupar de Gombrowicz todas las palabras que necesite. Llegó la medianoche, habían pasado catorce horas desde el comienzo de la aventura. ¿Dónde estará la mano en ese momento?

Todavía en el Querandí? ¿Descansará en alguna almohada y se habrá puesto a dormir?
“Me pareció tranquila al verla por primera vez en el Querandí... , pero se ha vuelto cada vez más posesiva... , y yo mismo ya no sé qué es la que podría frenarla allá, en la periferia..., donde está mi límite”


jueves, 15 de septiembre de 2011

WITOLD GOMBROWICZ Y EL IDIOMA DE LA NATURALEZA

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ Y EL IDIOMA DE LA NATURALEZA



Gombrowicz, nacido de terratenientes y educado en un colegio aristocrático, era el producto del refinamiento y del tipo de belleza que produce la riqueza. Pero Gombrowicz era, antes que ninguna otra cosa, un escritor, y sólo un escritor puede confundirse o incomodarse cuando lo mira una vaca. Quien ha decidido ocupar su vida escribiendo debe empezar a tomar apuntes y a realizar experimentos originales.
También debe escribir un diario para alcanzar sus objetivos y no malograrse. Cuando el escritor comienza a meditar en el resultado de su actividad se le presenta el problema de la originalidad, y en este campo Gombrowicz era un maestro. La más de las veces pensaba que su vida no era interesante, que a él no le ocurría nada que valiera la pena contar en los diarios.

Aquí, en la Argentina, se nos aparecía como una persona sin pasado, un Deus ex machina, y tanto era así que los cubanos habían hecho correr el rumor en el café Rex de que era hijo de un relojero próspero de Varsovia, y de que de esta profesión provenía su filosemitismo. Ya sabemos que Gombrowicz se sentía confuso y en contradicción con la naturaleza.
Al momento de ponerse en contacto con la naturaleza Gombrowicz se transformaba en un demonio, en una verdadera anti-naturaleza. La importancia que fue tomando el dolor respecto de la muerte con el transcurso del tiempo era, a su juicio, la causa de esta inseguridad, pero la causa también podría ser el papel preponderante que le daba Gombrowicz a la actuación y al artificio.

Sea como fuere vamos a ver qué cosas le ocurren cuando se pregunta cómo debía comportarse en los encuentros que había tenido con una vaca en los campos de su amigo Wladyslaw Jankowski. Paseando por un avenida arbolada de la estancia “La Cabaña” en Necochea, detrás de un árbol se le apareció una vaca. Quizá el hecho que lo obligó a realizar indagaciones sobre este encuentro fue que la vaca lo miró.
Él le había permitido a la vaca que lo mirara, y si bien es cierto que no estaba en condiciones de sacar de ese encuentro las consecuencias drásticas que saca Sastre de la mirada, se sintió tenso y con una vergüenza propia de hombre frente al animal. Continuó el paseo pero se sentía incómodo, como si toda la naturaleza lo estuviera asediando mientras lo contemplaba.

La primera idea que le pasó por la cabeza para resolver esta oposición entre su humanidad y la naturaleza fue la de que el hombre es no-natural, es anti-natural, pero resulta que Gombrowicz tenía la tendencia a establecer contacto con lo inferior. En el mundo humano pone al descubierto la dependencia que tiene la conciencia superior de la inferior, recorre el camino descendente de la madurez a la inmadurez.
Entonces, ¿por qué no seguir descendiendo hasta el fondo en la escala de las especies? Y cuando pareciera que empieza a seguir los pasos de San Francisco de Asís, de pronto se detiene. Mirar, contemplar y comprender la naturaleza es una cosa, pero dejarla aproximar como algo igual a nosotros porque la comunidad de la vida nos engloba, tutearla, es demasiado.

En este punto Gombrowicz regresa rápidamente a su casa humana y cierra la puerta con doble llave. La negativa a reconocer la humanidad de una vaca, es decir, de la naturaleza, una negativa que se le traduce en fatiga y aburrimiento a partir del momento en que intenta reconocer a esa vida inferior en un pie de igualdad, vendría a ser una de las características principales de la humanidad de Gombrowicz.
El realismo y la sensatez de su postura frente a la vida le abren las puertas a la fantasía y al absurdo en su creación literaria. En “La rata”, una historia escabrosa de extroversión e introversión, Gombrowicz saca a la superficie con ligereza e indiferencia el aspecto automático que tiene la muerte. “La rata” es uno de los relatos cortos que Gombrowicz escribió en 1937, el año de la publicación de “Ferdydurke”, su obra fundamental.

“La rata” ilustra todos los fermentos del alma de Gombrowicz. En este cuento se manifiesta su talante de demonólogo de la forma y su carácter de demiurgo de la inmadurez a los que apunta con tanta inteligencia y genio este magnífico integrante de los tres mosqueteros. Un malhechor llamado Huligan asolaba con sus fechorías una comarca de Polonia.
Tenía un carácter exuberante y no admitía restricciones de ninguna especie. Odiaba a los ladrones de carteras y de cosas pequeñas, si tenía que elegir entre pellizcar a alguien o despacharlo al otro mundo con un golpe violento, lo liquidaba y seguía caminando y cantando a pleno pulmón. Nadie podía atribuirle un asesinato vil o hecho a traición, todos sus asesinatos tenían un aspecto noble y los realizaba al son de una tonada.

“Ay, María, María, Mariíta mía”. Amaba a María más que a nadie, la amaba con amplios gestos, entre bailes, saltos y vodka en abundancia. No concebía el silencio ni la falta de lenguaje tan común en los hombres de nuestro tiempo. A veces le pesaba la nostalgia, entonces toda la comarca escuchaba sus lamentos sonoros y lánguidos. Los perros aullaban dentro de los corrales y su aullido contagiaba a los hombres.
“Ay, María, vida mía”. Poco a poco se convirtió en una leyenda y se compusieron canciones en su honor con el estribillo: “Ay, ay, ay, vida mía”. En una villa solitaria vivía un soltero encallecido que había sido juez y detestaba la fantasía exuberante de la región. Se quejaba a las autoridades por la tolerancia que tenían con sus asesinatos y sus escándalos a pleno día.

Pero la policía se mostraba impotente porque la población lo protegía. Además sólo mataba a unas pocas personas y a la gente le gustaba presenciar sus asesinatos. Mientras el comisario conversaba con el ex-juez volaba por los aires un cadáver y llegaba a sus oídos un grito magnífico, como si miles de bisontes hollaran los campos sembrados y los prados. La conversación que mantuvo con el comisario no lo satisfizo.
Entonces el juez jubilado se propuso detenerlo con sus propias manos y encerrarlo en una jaula para limitar su naturaleza exuberante. Le ordenó a su mayordomo que se colocara debajo de un árbol en la colina y lo encadenó a su tronco. Excavó con sus manos un hoyo en el que puso una trampa de hierro y regresó a su casa. Llegó la noche y el juez miraba a la colina desde un balcón.

Hulingan se encaminó hacia el sirviente a grandes zancadas para despedazarlo a la luz de la luna pero cayó en la trampa, el juez llega a la carrera y con mucho trabajo lo transporta al sótano de su vieja casa. En los días siguientes el jubilado se regocijaba de tener en el sótano al bandido amordazado para evitar que aullara y provocara escándalos. Durante meses enteros reinó en la comarca un gran silencio.
Huligan soportaba las vejaciones del juez en silencio, y su silencio crecía, crecía y se agigantaba en las tinieblas, digno de sus hazañas más gloriosas. Con la meticulosidad de un ratón de biblioteca el viejo buscaba el punto flaco del bandido para transformarlo en un ser de naturaleza estrecha, tan estrecha como la de él. Cuando le quitaba la mordaza para darle de comer Huligan estallaba en aullidos.

De esa manera la población de las aldeas se daba cuenta de que estaba vivo. El juez seguía buscando el punto de menor resistencia y finalmente lo encontró: la rata. En una ocasión una rata entró en la celda y en ese momento el malhechor se contrajo. El juez le quitó la mordaza pero Huligan permaneció en silencio, el asco y el miedo lo paralizaron. Cuando la rata se acercó a sus pies, sujetos al cepo, se rió nerviosamente.
Huligan no se había conmovido ante los tormentos a que lo sometía el juez pero le tenía mucho miedo a una rata, matar a una rata con sus propias manos se le aparecía como una acción realmente inaccesible. El viejo jubilado se convirtió finalmente en el amo de Huligan, y a partir de entonces, sin la menor piedad, le propinaba todos los días y a cada momento rata.

Pasaron los años y el mayordomo, hastiado de todas las tareas que tenía que realizar para maltratar a Huligan, empezó a maldecir a la rata, al amo, a la casa y al bandido. La tensión crecía y crecía. Una noche la rata rompió la cuerda que la tenía sujeta, el sirviente bajó la cabeza y la persiguió, el juez también la persiguió con la cabeza baja, ambos habían perdido los estribos y se envistieron.
Se oyó un estruendo enorme en el sótano y los cerebros volaron por el aire. Después de once años Huligan se halló libre. Lo obsesionaba el pensamiento de qué habría ocurrido con la rata, pero la rata no aparecía. Había conocido demasiado bien el aspecto horroroso de la rata al punto que su sola ausencia era más importante para él que los sonidos más dulces y que todas las brisas del mundo.

El oído del bandido era empleado para captar el rumor más ligero semejante al que hace una rata, pero la rata no aparecía. Era increíble que el roedor, durante tantos años unido a su persona por relaciones tan estrechas y espantosamente profundas, hubiera podido separarse de él, desaparecer y renunciar a él de buenas a primeras. No había caso, la rata no aparecía.
Un día la vio, la rata deslumbrada por la luz buscaba refugio, y las cavidades de la ropa y el cuerpo de Huligan eran los escondites más a mano que tenía la rata. Huligan empezó a correr seguro que detrás de él galopaba la rata, estaba confundido y sin darse cuenta se metió en la cabaña de María, la muchacha dormía con la boca abierta. De pronto apareció la rata y empezó a remolonear cerca de las faldas de María.

El bandido había descubierto la madriguera y hacía maniobras silenciosas para que el roedor se metiera en ella, pero, repentinamente, algo atrajo a la rata hacia la rodilla derecha de la joven, y Huligan se quedó paralizado. El terror que le produjo el contacto de la rata con María hizo que el bandido aullara. Aulló como en el pasado para despertar al mundo entero.
Se lanzó aullando contra la rata, ya no tenía miedo, la atacó de frente, tenía la convicción de que estaba acorralada, pero ocurrió algo terrible. La rata, ciega de terror, sintió la necesidad de meterse en un agujero, se dirigió rápidamente a la boca de María y saltó dentro de la cavidad abierta de la muchacha dormida. María, semidormida, se despertó sorprendida.

Cerró las mandíbulas mecánicamente pero de manera implacable y puso fin a la máquina del horror: la rata terminó con la cabeza guillotinada. Un mordisco en el cuello consumó la muerte de la rata. La rata dejó de existir. Huligan tuvo que enfrentase a la espantosa muerte de la rata en la adorable cavidad oral de su amada María. Y con esa visión en los ojos desapareció.
“Da un paso y otro paso y otro paso, pero lo sigue aquella rata muerta. Paso tras paso, paso tras paso, y en la boca de María sigue la rata muerta”. Uno de los propósitos deliberados que tenía Gombrowicz era el de desvincular la conducta humana de la voluntad y del determinismo psíquico. A la voluntad la trasponía con el automatismo y al determinismo psíquico con partes del cuerpo.

Entre el idioma de la naturaleza y el idioma de sus novelas Gombrowicz busca un lenguaje intermedio, el del “Diario”. Dos de los reproches más frecuentes que suelen hacerle a Gombrowicz son los de su falta de sinceridad y su histrionismo, cargos que son más bien aplicables a sus diarios que a su obra artística. Hay que decir que los diarios de Gombrowicz tienen una génesis particular.
En efecto, Gombrowicz empieza a escribir los diarios porque, según lo sentía él, su empleo de bancario le impedía emprender proyectos literarios de mayores alcances. Gombrowicz comienza a publicar sus diarios cuando todavía no había alcanzado la celebridad pero, lamentablemente para su suerte, la gente sólo compra diarios de escritores famosos.

Uno de los propósitos que tenía Gombrowicz cuando escribía los diarios era introducir a los lectores por una puerta lateral en los bastidores de sus novelas y de sus piezas de teatro. Su época le estaba pidiendo a la palabra que fuera, además un recurso artístico, un instrumento del devenir del escritor en el mundo, algo íntimamente ligado a la vida y a la otra gente para definir y fijar su lugar en la sociedad.
Gombrowicz le agradece al Ser Supremo por haberlo sacado de Polonia y lanzado a la Argentina. También le da las gracias al Ser Supremo Dios por haberle permitido escribir el “Diario”. El quid de las obras de Gombrowicz, por lo menos en una gran parte, es su propia vida. Pero, ¿es su vida o una puesta en escena de su drama personal lo que relata en sus diarios?

Amordazado en Polonia, aislado del gran mundo por el exotismo de la legua polaca, acorralado en el ambiente cerrado y estrecho de le emigración, en esta bruma nacían sus obras difíciles. A tal punto eran difíciles sus obras que en el mismo corazón de París debieron luchar duramente para ser reconocidas. La superficialidad de las cabezas polacas con las que trataba en el emigración era enorme.
Se la podría medir por el hecho de que el mismo “Diario”, más fácil de comprender en apariencia que sus otras obras creativas, no conseguía penetrar en sus cerebros. Lo tildaron de egotista, no se les ocurrió pensar que uno puede hablar de sí mismo sin que su yo sea por eso egotista y trivial, sino alguien consciente, con un egotismo metódico y disciplinado, y un objetivismo desarrollado y distante.

Cuando estaba llegando a los cincuenta años empieza a escribir sus diarios y emprende un camino sin regreso hacia la madurez. Gombrowicz es creado por su obra pero ahora es ese Gombrowicz el que a por fin le dicta su ley al “Diario”, ahora es él el que escribe, el que crea su propia obra. Es un sentimiento nuevo que se le contrapone al sentimiento de que su obra se había escrito sola, por fuera de él.
La tensión entre la grandeza y la falta de seriedad, un registro profundo que aparece en el "Diario" de Gombrowicz, le sigue los pasos a la representación de los sentimientos. Un sentimiento que se representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi indiscernibles: decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o representar una comedia que hará que permanezca con mi madre, es casi la misma cosa.

Dicho de otro modo, el sentimiento se construye con actos que se realizan; no puedo pues consultarlo para guiarme por él. Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los conceptos que me permitirían actuar. La idea de la representación de los sentimientos es el centro de gravedad alrededor del cual giran las ideas de Gombrowicz.
También éste es el origen de su inseguridad personal que se le puso de manifiesto en su juventud. Como no le aparece clara la diferencia que existe entre un sentimiento sentido y uno representado no está seguro de que pueda coger el toro por los cuernos. “Ya está listo para la impresión. Lo he revisado. He corregido algunas cosillas. Ya lo puedo enviar a Giedroyc para que aparezca el volumen de mi diario (...)”

“Estoy lejos de sentirme satisfecho. Lo diré con sinceridad. Uno de los objetivos más importantes que palpitaba en mí en esos años, cuando me ponía a trabajar en el diario, no ha sido cumplido. Ahora lo veo claramente... y me deprime... No he sabido expresar debidamente mi transición de la inferioridad a la superioridad, ese paso del Gombrowicz insignificante al Gombrowicz significante (...)”
“El sentido espiritual de esta cuestión no ha sido debidamente tratado. Tampoco lo han sido el sentido vergonzosamente íntimo, ni el sentido social. Las conveniencias resultaron más fuertes. Cada vez que tocaba este tema, siempre se me desmenuzaba, se me volatilizaba, se me transmutaba en broma fácil, en polémica, en aparente fanfarronería, en provocación..., en simple crónica (...)”

“Los medios de expresión trillados de la literatura han conseguido imponérseme. A los fragmentos de mi diario que tocan esta cuerda les falta energía, coraje, seriedad e ingenio. Es un fracaso personal -estilístico- considerable. Y dudo que en el futuro pueda coger ya a este toro por los cuernos. Es demasiado tarde. El presente volumen contiene los textos de mi diario que se han venido publicando en ‘Kultura’ (...)”
“Estos textos están completados con fragmentos hasta ahora inéditos. Aún me queda algo en reserva, pero ese material, más íntimo, prefiero no incluirlo. No quisiera exponerme a tener problemas. Quizás algún día... Más adelante. Es una escritura bastante desordenada, hecha de un mes para otro; seguramente me repito o me contradigo más de una vez (...)”

“¿Qué hacer? ¿Ordenarlo? ¿Pulirlo? Prefiero que no quede demasiado relamido”. Gombrowicz siente a sus tres debuts, el de Polonia, el de la Argentina y el de polaco emigrado, como se podría sentir la presencia de un archienemigo, y a su cuarto debut con el “Diario”, como una espada flamígera. En “Aventuras” también se siente la presencia de un archienemigo y la posibilidad de una salvación.
Gombrowicz escribió “Aventuras” en el año 1930, una narración en la que retoma el idioma de la naturaleza. Esta novela corta termina en un pasaje que nos contaba reiteradamente en el café Rex. En aquel tiempo comenzaba a frecuentar los cafés literarios y seguía escribiendo novelas cortas. Decide permanecer en Radom pero choca con la hostilidad de los abogados locales.

Estos abogados en su gran mayoría pertenecían al Partido Nacional, una agrupación política de derecha. Sus partidarios se escandalizaban por sus relaciones con centros de izquierda y, particularmente, por las que tenía con Wiadomosci Literackie. Desde ese momento renunció a la continuación de su carrera jurídica. “Era una época en la que estaba en mala disposición con el arte (...)”
“Me saturaba de Schopenhaher y de su antinomia entre la vida y la contemplación, y de Mann en cuya obra ese contraste tiene un aspecto más doloroso. El arte era para mí el fruto de la enfermedad, la debilidad, la decadencia; los artistas, por así decirlo, no me gustaban, personalmente yo prefería al mundo y a la gente de acción. Estas fobias, a mi edad, eran apasionadas (...)”

“Yo tenía entonces veinticinco años, que es cuando todavía no se ha renunciado a la belleza. El mundo artístico me atraía por su libertad y su resplandor, pero me repudiaba física y moralmente” En este cuento hay dos personajes: el protagonista y el Negro. Es un relato fantástico sobre la naturaleza del encierro y del miedo, pero lo es más bien como un acontecimiento exterior.
Unas aventuras cuyas variaciones son mecánicas y automáticas, y ajenas a los fenómenos psíquicos y a las concepciones morales. En el mes de septiembre de 1930 el protagonista navegaba rumbo a El Cairo y cayó en las aguas del Mediterráneo. Advirtieron su caída pero el barco ya se había alejado un kilómetro, el capitán se puso muy nervioso y ordenó un regreso a toda marcha.

La maniobra fue tan brusca que cuando el gigante llegó donde estaba el protagonista no se pudo detener. El navío volvió a dar la vuelta pero otra vez lo volvió a pasar como un tren a toda velocidad, esta maniobra se repitió diez veces hasta que un yate se acercó y lo recogió, mientras el otro barco retomaba tranquilamente su ruta. Por casualidad descubrió que el capitán del yate tenía el rostro y los pies blancos pero era negro.
El capitán se puso furioso, lo hizo atar, lo encerró en un camarote y empezó a alimentar un odio ilimitado. Era la única persona en el mundo que había descubierto su secreto: era un negro blanco. Durante los ocho meses siguientes navegó sin parar y se deleitó con el poder que le proporcionaba el tenerlo encerrado en un camarote oscuro. Un día, finalmente, lo condujo al puente del yate y el protagonista se preparó para morir.

Fue colocado en el interior de un recipiente de cristal en forma de huevo, podía mover los brazos y las piernas pero no cambiar de posición. El Negro le enseñó el mapa del océano Atlántico y señaló la ubicación del yate, estaban en el centro del mar, entre España y México. En esa zona marítima las corrientes eran circulares, si algo caía al agua, después de un viaje de circunvalación, volvería a pasar por el mismo lugar.
Lo equiparon con tres mil comprimidos de caldo que le alcanzaban para vivir diez años, con un pequeño instrumento para destilar agua, y lo tiraron al océano. Como las paredes del huevo eran de cristal observaba todo lo que pasaba en el exterior. Bajo la superficie del mar había una calma verdosa, pero arriba el mar estaba muy agitado, finalmente estalló una tormenta y se levantaron olas gigantescas.

El Negro lo siguió un par de semanas, después se aburrió y tomó otro rumbo. Tenía ganas de aullar encerrado en ese huevo pero se puso a cantar ya que el desencadenamiento de los elementos marítimos lo predisponía al canto. Un barco francés lo atropello, rompió el cristal del huevo y lo rescató. Habían pasado unos años desde que el Negro lo tirara al océano.
Cuando desembarcó en Valparaíso se escondió, estaba convencido de que el Negro lo había seguido, había disfrutado mucho de él y no iba a renunciar a ese placer. El protagonista atravesó el mundo huyendo de esa amenaza, finalmente le pareció que el lugar más seguro era Islandia, pero ya en el puerto apareció el Negro, lo atrapó y lo condujo al yate.

Después de largos meses de prisión sofocante pudo respirar nuevamente el fresco del aire marítimo en el puente de popa. Vio una enorme bola de acero cuya forma recordaba a la de un obús, abrieron una portezuela lateral y lo arrojaron a su interior donde había un pequeño saloncito. Se encontraban en el Pacífico, en el punto del abismo oceánico más profundo del mundo.
El Negro tenía curiosidad por saber qué existiría en el fondo del mar al que vería con su imaginación adivinando lo que estaría mirando el protagonista moribundo. El peso de la bola de acero fue mal calculado y cuando la tiraron al agua no se hundió, entonces el Negro ordenó que le engancharan un ancla pesada, el protagonista fue arrojado al mar y comenzó a descender.

Al final de un viaje de dos horas sintió una ligera sacudida, había tocado fondo. Pasó el tiempo y no pudiendo resistir más, comenzó a dar golpes en todas las direcciones. Aquella locura estéril provocó seguramente algún movimiento en el exterior, y la cadena arruinada por la herrumbre se rompió, el hecho es que la bola empezó a ascender aumentando a cada minuto su velocidad.
Finalmente salió disparada como un proyectil a un kilómetro de altura sobre la superficie del mar. El obús fue abierto por la tripulación de un barco mercante, el Negro había desaparecido. Hicieron escala en el puerto de Pernambuco desde donde el protagonista partió para Polonia. En ese mismo período un gigantesco bólido había caído sobre el mar Caspio y las aguas se evaporaron en un instante.

Las nubes cubrieron la tierra amenazando con producir un segundo diluvio universal. Finalmente alguien tuvo la idea de perforar una nube que se encontraba encima del lecho del mar Caspio en la parte más ventruda y la nube empezó a desaguar. Cuando se vació por completo otras nubes ocuparon su lugar y, mecánicamente, el forma automática entregaron el agua y reconstituyeron el mar.
En su casa de campo de Polonia, descansaba y se entretenía para pasar el tiempo. El Negro había desaparecido, el otoño se acercaba. Por mera diversión empezó a construir un globo aerostático tipo Montgolfier. Una mañana, después que lo tuvo terminado, encendió la llama de la lámpara y empezó a ascender. Voló sobre el bosque y sobre el río, desde abajo la población lanzaba gritos jubilosos.

Llegó a una altura de cincuenta metros, apagó la mecha y empezó a descender. Aterrizó en un patio en el que lo recibieron con risas y bravos. Interrumpieron la merienda y lo invitaron a tomar café, queso y pastelillos. El protagonista les propuso que uno de ellos podía subir a la cesta y volvió a encender la llama. La pasajera que subió le proporcionaba una alegría íntima mucho mayor que el globo mismo.
Por primera vez en la vida sentía que estaba perdiendo el juicio mientras ella lo escuchaba con atención. A pesar de que es bien sabido que las mujeres aman lo aventurero y novelesco, no se atrevió a contarle nada de sus aventuras con el marinero Negro. Llegó el día del cambio de anillos. Luego empezó a acercarse también el día de la boda.

Una semana antes de la fecha de casamiento, se sentía penetrado por el secreto y el escalofrío jubiloso prenupcial. En ese momento se le ocurrió hacer un paseo en globo durante un día de tormenta. La tormenta fue tan grande que lo arrastró con fuerza diabólica, y después de varias horas, al levantarse el telón del alba, vio que debajo de él se agitaban las olas del Mar Amarillo.
Se despidió por dentro de los viaje en globo, de los abedules y de los ojos de su amada y se abrió dócilmente a las pagodas contrahechas, a los bonzos y a las divinidades extrañas. Cuando descendió de la cesta se le acercó gritando un chino leproso. Tocó con sus manos la piel pustulosa y lo condujo hacia unas cabañas miserables que se veían a lo lejos.

Todos los habitantes de la aldea eran leprosos, pero a pesar de su condición aquellas personas no tenían nada que ver ni con la modestia ni con la humildad. El protagonista se alejó al instante de aquel pueblo pero la chusma lo seguía a cierta distancia. Los amenazó con los puños en alto y los leprosos desaparecieron, pero un momento después lo volvieron a seguir.
La isla donde había caído ocupaba poco más de unos quince kilómetros cuadrados, estaba desierta y buena parte de ella era boscosa. El protagonista caminaba acelerando el paso pues sentía detrás de él la presencia de aquellos monstruos lascivos y anhelantes.
No sabiendo bien que hacer se internó en la espesura de la selva pero ellos le pisaban los talones.

Gombrowicz no podía comprender qué es lo que quería esa chusma roñosa, tenía la misma sensación que se apodera de las mujeres cuando los vagabundos maleducados las importunan en la calle, primero persiguiéndolas y después permitiéndose bromas de mal gusto y palabras soeces, hasta que las pobres se veían obligadas a huir con la cabeza baja.
Si bien ignoraba la causa de la excitación de esos leprosos, eran evidentes sus demostraciones de obscenidad, de impudicia y de lascivia, tanto en los monstruos machos con su dura brutalidad, como en las monstruosas hembras con su diversión maliciosa que no podía significar otra cosa que inocencia o inmadurez. El protagonista hubiese aceptado la lepra, pero la lepra y el erotismo a la vez, no.

Estaba enloquecido y empezó a huir, se escondió en la fronda de un árbol con un garrote en la mano dispuesto a romperle la cabeza al primero que se acercara. Durante dos meses llevó en la isla una vida de mono escondiéndose en la cima de los árboles. Finalmente, por azar, descubrió unas cuantas botellas de petróleo provenientes, posiblemente, de algún naufragio. Logró inflar nuevamente el globo y levantar vuelo.
Se preguntaba qué podía hacer cuando volviera a ver los abedules y los ojos de la mujer amada. No, no le era posible volver, tenía que abandonar todo aquello que ya lo había abandonado a él. “Por otra parte nuevas aventuras reclamaron muy pronto mi atención. Recuerdo que en 1918 fui yo, yo solo, quien rompió el frente alemán. Como es de todos sabido, las trincheras llegaban hasta el mar (...)”

“Se trataba de un verdadero sistema de canales profundos que tenían una longitud que alcanzaba los quinientos kilómetros. Sólo a mí se me ocurrió la sencilla idea de inundar los canales. Una noche trabajé a escondidas, cavé un foso que comunicó los canales con el mar. Al penetrar ininterrumpidamente, el agua inundó las trincheras y corrió por toda la línea del frente (...)”
“Con gran estupor los aliados vieron a los alemanes, empapados hasta los huesos, saltar fuera de las fosas enloquecidos de pánico, cuando despuntaban las primeras luces de un amanecer brumoso"


lunes, 5 de septiembre de 2011

WITOLD GOMBROWICZ, LA ALIMENTACIÓN Y LA COLIFLOR

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS


WITOLD GOMBROWICZ, LA ALIMENTACIÓN Y LA COLIFLOR


La alimentación y el mismo acto de alimentarse son cuestiones primordiales que ocupan una atención especial en el pensamiento de los hombres y Gombrowicz no podía ser ajeno a esta particularidad. Ahora bien, sea por espíritu de contradicción, sea por ambivalencia o por alguna otra cosa Gombrowicz trataba de muy diferente manera sus comidas reales y sus comidas literarias.
La comida se había convertido en Vence en uno de los pocos placeres que le quedaban, a través de la comida se le despertaba la nostalgia de su infancia y de Polonia desde donde una familia amiga le mandaba saches de bortsch. También se le despertaba la nostalgia de la Argentina, en su último otoño que transcurre en Vence tuvo una época ascética, en la que comía carne asada a la parrilla con pan y no comía ninguna otra cosa.

Las comidas de por acá las hacíamos generalmente en el “Sorrento”, pero cuando Gombrowicz tenía ganas de comer un buen bife a la parrilla, una comida que le gustaba mucho, íbamos a “La Churrasquita” o a “El Palacio de la Papa Frita”. Dio pocas recepciones en la Argentina, no tenía medios para darlas, pero la cumbre como anfitrión la alcanzó en el Club Americano.
Dio una cena en honor de los amigos polacos que tenían la costumbre de invitarlo. Henryk Gruber, un polaco muy rico y snob se hizo cargo de todos los gastos del Club Americano: –No entiendo por qué eres amigo del señor Gruber, un hombre tan distante y antipático. “Los trajes del señor presidente (lo había sido del Banco Polaco antes de Nowinski) me viene de maravilla (...)”

“No molestes a mi protector y está a la altura de las circunstancias pues el señor presidente usa ahora un impermeable inglés muy elegante que espero vestir en un futuro próximo”. Distendido, rejuvenecido, se paseaba por aquel decorado de tapices orientales. Mesas recubiertas de manteles bordados, cubiertos ingleses de plata, velas y flores. Un rostro radiante de propietario efímero pero soberano de todo aquel lujo.
Para Gombrowicz era un ejercicio con la forma, fiestas a la antigua con la hospitalidad y el gusto por recibir que le venían de las tradiciones familiares. El restaurante Sorrento, donde acostumbraba a comer, se convirtió en un santuario gastronómico. Allí recibí enseñanzas sobre los modales de la mesa: el cuchillo sólo se utiliza si no se puede prescindir de él, nunca para una omelette, una tarta, con el tenedor alcanza.

La cuchara debe ingresar de costado a la boca, nunca de punta. El caldo se debe absorber en silencio; no se deben tomar los alimentos con las manos; lo que ingresa a la boca no puede salir por la boca: ¿Y los carozos y las espinas?; –Arréglese, hay que sacarlos antes; jamás usar mondadientes y mucho menos llevarse una mano a la boca para ocultar las maniobras que se hacen con él.
Basta decir que Gombrowicz violaba una por una todas estas prohibiciones. ¿Qué hace, Gombrowicz?; –Vea, Gómez, una vez que se sabe, está permitido. Y es el Sorrento el que le da una idea sobre la que escribe un pasaje célebre en las páginas de los diarios en el que convierte a la comida en un mecanismo que baila al son de una música metafísica. “A derecha e izquierda, burguesía (...)”

“Las mujeres se meten en sus orificios bucales trozos de carne mortecina y mueven la bocacha. Esta carne les pasa al esófago y después al aparato digestivo. Todo ello con cara de sacrificio, y de nuevo abren el orificio para llenarlo... Los hombres se valen de cuchillo y tenedor; entre otras cosas, sus pantorrillas embutidas en las perneras se nutren aprovechando el trabajo de los órganos digestivos (...)”
“¿Sería francamente extraño abordar la actividad de la gente aquí reunida como la nutrición de las pantorrillas...? Pero el mecanismo de sus movimientos está fijado en los más mínimos detalles, todas estas operaciones están definidas y formadas desde hace siglos: alargar la mano para alcanzar el limón, untar los trocitos de pan, conversar entre dos tragos (...)”

“Llenar los vasos o servir los platos al margen de una conversación, una uniformidad de movimientos casi como en los conciertos de Brandeburgo. Se ve aquí la humanidad que se repite a sí misma sin descanso. La sala, rebosante de comilona, se manifiesta en una infinidad de variantes, como una figura de vals repetida por los bailarines; y la cara de esta sala concentrada en su eterna función era la cara de un pensador”.
Esta forma constructiva de referirse a los alimentos gira ciento ochenta grados cuando Gombrowicz da rienda suelta a su imaginación creativa. En “Ivona” el alimento es elegido como la forma más adecuada de asesinato para matar a Ivona, una pobre joven que involuntariamente ponía al descubierto las monstruosidades del reino. El Príncipe quiere asesinarla con un cuchillo y la Reina con una pócima de veneno.

Finalmente el Rey se inclina por la alimentación, elige una corvina como el instrumento del asesinato, un pescado que va a ser servido en un banquete de homenaje. El rey escondido detrás de un sillón le dice al chambelán que le gustaría saber qué cosas hace Margarita cuando nadie la ve, está empezando a sospechar que lo engaña. Le habla de la prosperidad de la inmoralidad, el cinismo y la desvergüenza.
El Rey le comenta al chambelán que si pasara por ahí Ivona podría matarla, que ya otra vez lo habían hecho. El chambelán lo previene de que es necesario, debido a los momentos que se viven, conservar la urbanidad y el tacto, que un asesinato como el anterior sería imposible, pero que en el banquete se podría servir un plato de pescado con muchas espinas como la corvina.

Ivona se pone nerviosa delante de la gente, casi se ahoga con una papa, la corvina es un pescado difícil. El rey lo aprueba, esa idiotez es tan grande que no puede despertar sospechas. Entra la reina y el rey se esconde tras el sillón otra vez. Margarita saca un cuaderno de poemas de amor y recita. Se siente humillada por la semejanza que encontró el rey entre sus escritos e Ivona.
Está decidida a matarla con un veneno volcando unas gotas en su medicina. Pero la tiene que matar con otro aspecto, se desordena el cabello, se pintarrajea y cuando está por entrar al cuarto de Ivona el rey se le echa encima y la detiene. Le dice que es un monstruo, una infame y ella se desmaya. Cuando Margarita se despierta el rey le dice que ellos saben como matarla, que hace mucho tiempo habían ahogado a otra tarada.

La reina no está de acuerdo, el rey le dice que la asesinará con estilo y majestad y de una manera tan idiota que nadie podrá pensar mal, que en el banquete de la noche se iba a manducar una corvinita a la crema exquisita. Margarita le dice que ni loca piensa servir corvina, entonces el rey le pide al chambelán que le alcance la corona, la reina retrocede aterrada.
El Rey Ignacio la amenaza con pegarle y le exige que prepare y sirva la corvina. El rey se tranquiliza y le ruega que invite a los dignatarios más snob, a los viejos profesionales de la arrogancia capaces de paralizar a cualquiera. No quiere ver más emociones ni éxtasis, le pide que termine con su poesía, que ella es más que esos versitos, que es la reina.

A la noche todas sus chicas deberán exhibir su elegancia hasta reventar, quiere una recepción brillante, le ordena que vaya a cocinar. El rey y el chambelán escuchan pasos y se esconden, entra el príncipe con un cuchillo en la mano y Cirilo con una bolsa. Desde fuera del cuarto ven como Ivona bosteza y caza moscas, Felipe aprieta el cuchillo y se prepara.
Cuando Ivona se queda dormida le pide a Cirilo que lo haga por él porque es tan fácil como degollar un pollo, Cirilo no se anima, entonces le pide que se vaya, que lo hará solo. Ivona suspira, entra Isabel, se espanta y les recrimina a los dos que se estén preparando para ser asesinos. El rey escondido desea que la mate, Isabel le dice qué es de él en cuerpo y alma, que se ocupe de ella.

El príncipe siente que todos están en el interior de Ivona, que los arrastra por el barro y hace de ellos lo que quiere. Isabel le ruega que la bese, el príncipe la observa a Ivona que ronca y traga saliva, Cirilo le pide que bese a Isabel, el rey en silencio también lo anima, Isabel ofendida se niega a mendigar besos, Felipe le implora que se quede, que no quiere perderla, que el beso será la salvación.
La abraza y le pide que le diga que lo ama, Isabel se niega. Ivona aparece en la puerta restregándose lo ojos. El rey sale de su escondite y lo azuza al hijo para que la mate, le dice que hay que darle duro a la tarada, el chambelán lo contiene e Isabel los convoca a una huida general mientras el rey lo exhorta al hijo para que la degüelle viva con ánimo y valor.

Entra la reina vestida de gala con los invitados, los criados traen las mesas del banquete, entonces el rey se acuerda de la corvina y le pide al hijo que se detenga, que se arregle la corbata y que se pase un peine, y al chambelán que le alcance la corona. El rey le ruega a todos los invitados que se ubiquen y que sienten frente a los reyes a la futura nuera.
Los invitados hacen reverencias, el rey les explica que se celebra la comida en honor a Ivona a la que condecora con el título de Princesa de Borgoña. Los invitados aplauden y se deleitan con la corvina. El rey y el chambelán estimulan a la joven para que coma, Ivona comienza a comer, Ignacio le dice que tenga cuidado con las espinas. Ivona se ahoga.

La reina y los invitados se lamentan de la pobre desdichada y se van retirando poco a poco mirando el cadáver de Ivona. Mientras el príncipe y el chambelán constatan que se murió atragantada con una espina la reina piensa en el luto, acaricia los cabellos del príncipe y le dice que está con él. El chambelán le ordena a los criados que la preparen para las pompas fúnebres y se pone de rodillas.
Todos se arrodillan excepto el príncipe. El chambelán y la reina le piden que se arrodille. El príncipe se arrodilla. En “El banquete” es también la alimentación la que da ocasión a que los miembros de la corte, por medio de la imitación, intentan restituir la dignidad del rey ahorcando a las damas presentes. El rey se enfurece al ver que nada le estaba permitido.

Todo lo que hacía era imitado de inmediato, así que empuja violentamente la mesa y se levanta. Todos lo imitaron. El canciller se había dado cuenta que la única manera de salvar a la corona, ya que no se le podía ocultar a la archiduquesa la verdadera naturaleza del rey, era obligar a los invitados a repetir los actos de Gnulo, especialmente aquellos que no admitían imitación.
Había que convertir los gestos del rey en achigestos para presionar al monarca. Gnulo, enfurecido, golpea la mesa y rompe dos platos, todos los demás hicieron lo mismo. Cada acto del rey era imitado y repetido en medio de las exclamaciones de los invitados. El rey empieza a deambular de un lado para otro cada vez con más furia, y los comensales deambulan.

Cuando el archideambular alcanza una gran altura, Gnulo, repentinamente mareado, lanza un alarido sombrío y cae sobre la archiduquesa. No sabe que hacer y empieza a estrangularla delante de toda la corte. Sin dudarlo un instante el canciller se deja caer sobre la primera dama que encuentra y empieza a estrangularla, los otros siguen el ejemplo.
El archiestrangulamiento rompe los lazos que unen a los invitados con el mundo normal liberándolos de cualquier control humano. La archiduquesa y muchas otras damas caen muertas mientras crece y crece una archiinmovilidad. Presa de un pánico indescriptible el rey empieza a huir con las dos manos tomadas al culo, obsesionado con la idea de dejar atrás todo aquel archireino.

Como nadie podía atreverse a detener al rey el anciano canciller exclama que hay que seguirlo. El rey huía por la carretera seguido por el canciller y los invitados. La ignominiosa huida del rey se transforma de esa manera en una carga de infantería y el rey se convierte en el comandante del asalto. La plebe ve a los magnates latifundistas y a los descendientes de estirpes gloriosas
Galopan junto a los oficiales del estado mayor que, al modo militar, acompañan a los ministros y mariscales mientras los chambelanes forman una guardia de honor rodeando el galope desenfrenado de las damas sobrevivientes. La archicarrera era iluminada por las luces de las lámparas bajo la bóveda del cielo, los cañones del castillo dispararon y el rey se lanzó a la carga.

“Y archicargando a la cabeza de su archiescuadrón, el archirey archicargó en las tinieblas de la noche”. Pero hay un relato de Gombrowicz en el que la alimentación cumple las funciones más crueles e innecesarias. En los tiempos de la antigua Grecia ocurrían cosas que aún siguen ocurriendo entre nosotros, verbigracia, la filosofía y la antropofagia, aunque la filosofía no tanto.
Tántalo, hijo de Zeus y rey de Lidia, fue invitado a la mesa de los dioses del Olimpo. Para jactarse entre los mortales, reveló los secretos de los dioses que había conocido en la mesa, robó néctar y ambrosía para repartir entre los amigos y, con el propósito de corresponder a la liberalidad de los olímpicos, los invitó a un banquete en el que les ofreció la carne de su propio hijo, prolijamente descuartizada y bien cocida.

Zeus lo arrojó al Tártaro y lo condenó a permanecer a la orilla de un río cuyas aguas se retiran cuando quiere beber, y debajo de unos árboles cuyas ramas se levantan cuando quiere comer sus frutos, padeciendo desde entonces un hambre y una sed inextinguibles. Vamos a ver ahora cómo nuestro Dios, igual que Zeus, castiga a los antropófagos también en los tiempos que corren.
“El festín de la condesa Kotlubaj” es una de las cuatro novelas cortas que Gombrowicz escribió en el año 1929, unos años después de la novela del contable. En “Crimen premeditado” se nota la relación entre el asunto de la novela y su práctica de pasante con un juez de instrucción en un Tribunal de Varsovia, en “La virginidad” asistimos a la confusión del erotismo más refinado con la obscenidad total.

En “El festín de la condesa Kotlubaj” la cuestión es otra. Gombrowicz cuenta como unos personajes aristócratas organizan comilonas aparentemente vegetarianas con el fin de cultivar la sublimación y las sutilezas del espíritu. Pero en realidad asistimos a un banquete en el que se sirve una comida muy sabrosa preparada con trozos de un pequeño muchacho.
Es una narración absurda y cruel, construida con elementos sacados de la vida, un absurdo monstruoso que, sin embargo, es una caricatura de la realidad. Esta novela le trajo a Gombrowicz algunos problemas con una familia Kotlubaj de Lituania que casi termina en un asunto de honor, lo retaron a duelo. Sin embargo, la fuente verdadera de su inspiración había sido Marta Krasinska.

Esa mujer era parienta directa del conde Zygmunt Krasinski, famosa por sus hazañas filantrópicas y estéticas. Ese plasma oscuro de la conciencia de Gombrowicz esta vez se le dispara hacia el lado de la crueldad, está preparando el próximo banquete de los aristócratas antropófagos en el rostro infantil de un pequeño enfermizo que observa por la ventana lo que ocurre en el interior del palacio en medio de la lluvia.
La honestidad burguesa de Mann resulta chocante y vacía en nuestros tiempos pero la perversidad de Gombrowicz nos fascina. El protagonista y la condesa Kotlubaj eran amigos, era la amistad de un joven de un medio burgués y una aristócrata de pura raza. Había conquistado la simpatía de la condesa gracias a su altivez, a su agudeza intelectual y a su tendencia al idealismo.

Su espíritu romántico y ligeramente anacrónico le allanaron el camino para asistir por primera vez a los célebres almuerzos vegetarianos de los viernes que daba la condesa Kotlubaj. La condesa maldecía la carne y los olores que despedían las personas que la comían. Era heredera de los ilustres Krasinski y tenía la convicción de que bastaba que un salón fuera aristocrático para que sus altos propósitos quedaran garantizados.
Un príncipe había aceptado el papel de intelectual y filósofo, una baronesa animaba las reuniones con su canto, era impresionante ver inclinarse a las más grandes fortunas sobre un plato de achicoria en un mundo cruelmente carnívoro. Los tomates rellenos con arroz poseían un sabor inigualable en esas comidas espirituales, las tortillas de espárragos tenían reputación mundial.

Los camareros trajeron una gigantesca coliflor cubierta de mantequilla fresca deliciosamente horneada. Conversaban en forma animada del amor, de la belleza y de la piedad, de que la piedad era más bella que el amor pero que no había que descuidar los modales. ¡Deliciosa coliflor!, exclamó el barón; sí, dijo la condesa mirando el plato con sospechas mientras ordenaba que lo llamaran al cocinero.
Comían la coliflor con una glotonería atroz, sin ningún tipo de modales, el protagonista no pudo contenerse más, estornudó y se levantó de la mesa para ir a buscar un pañuelo, no podía comprender por qué habían perdido tan abruptamente la elegancia y la delicadeza. Volvió al comedor, la enorme bandeja de plata tenía restos de la coliflor, la panza de la condesa parecía la de una mujer en el séptimo mes de embarazo.

El barón hundía la nariz en el plato mientras la marquesa rumiaba moviendo las mandíbulas como una vaca. ¡Divino, maravilloso, efervescente manjar!, exclamaban. El protagonista no comprendía lo que había pasado, entonces empezaron unas aclaraciones que le parecían momento a momento cada vez más extrañas. Se levantaron de la mesa y condujeron sus enormes abdómenes al dorado saloncito Luis XVI.
La alegría de los comensales se alimentaba del desconcierto del protagonista que jamás había presenciado semejante comportamiento. El barón cantaba arias canallescas de opereta. Nosotros, los de la aristocracia, le murmuró al oído la marquesa, adoramos la más completa libertad de las costumbres, somos capaces de emplear expresiones vulgares, sabemos ser frívolos y, en algunas ocasiones, plebeyos.

El barón exclama con aire de superioridad que no eran terroríficos como parecía a primera vista aunque su grosería apareciera como menos aceptable que su elegancia, y la condesa grazna que, claro, no habían cometido ningún delito, que no eran caníbales y que no se habían comido a nadie, con excepción de... Y todos soltaron una gran carcajada lanzando los cojines al aire.
Estos aristócratas no eran los mismos de la sopa de calabaza, una metamorfosis increíble los había hundido en la hostilidad, el sarcasmo y en una mofa ardiente que sostenían con una altivez y un desprecio que le impedían cualquier manifestación de confianza. Después de soportar un largo rato su propio silencio el joven le recordó a la condesa que le había prometido un ejemplar dedicado de los “Efluvios de mi espíritu”.

La condesa tomó un pequeño volumen encuadernado, le escribió unas palabras y firmó: Condesa Podlubaj, una palabra que quiere decir húrgame la nariz. Cuando el protagonista le señala la equivocación le responde que era distraída y estalla en una risa a mandíbula batiente con todos los demás. Afuera diluviaba con una lluvia de ráfagas de un viento cortante que azotaba los ventanales.
La condesa le preguntó por qué tenía esa expresión de terror, mientras los otros lo acusaban de que estaba escandalizado porque en su ambiente nadie se divertía con tanta imaginación, que ellos cultivaban maneras infinitamente mejores que la de los salvajes aristócratas. Empezaron a fingir que estaban temerosos del juicio del protagonista y se acusaban en público fingiendo arrepentimiento.

Desvanecido, sin saber a qué santo encomendarse o hacia dónde huir, se dirigió suplicante a la marquesa que había hablado con tanta piedad de los niños raquíticos, y le pidió piedad suponiendo que si era capaz de sacrificarse por esos pobres desgraciados podría consolarlo. La marquesa se enjugó las lágrimas de risa que tenía en los ojos y miró al joven desventurado.
Le dijo que cuando los veía caer y levantarse sobre sus piernecitas a esos pobres niños enclenques todavía se sentía fuerte como una encina. Ahora era demasiado tarde para montar a caballo así que cabalgaba alegremente sobre sus pequeños paralíticos. De pronto intentó mostrarle sus piernas viejas aunque rectas, sanas y todavía fuertes, el protagonista hizo un gesto de espanto.

¿Y el amor, la piedad, la belleza, los presos, los inválidos y las maestras jubiladas? Nos acordamos de todos ellos, le decían en medio de estruendosas risotadas. Entonces el protagonista empezó a temblar espasmódicamente, finalmente, aunque demasiado tarde, había comprendido dónde se hallaba mientras la lluvia seguía azotando los cristales de las ventanas.
¡De cualquier manera el Señor existe!, balbuceó el pobre tratando desesperadamente de agarrarse de algo, y el barón le respondió que por supuesto que existe, el Señor existe y sale a pasear con la Señora. La marquesa se sentó al piano mientras el barón y la condesa empezaron a bailotear con elegancia, buen gusto y finura. Ahora sabía de qué se trataba... se lo habían hecho comprender con violencia.

¡Era un baile de caníbales! Faltaba sólo la presencia del pequeño tótem, el monstruillo negro de cabeza cuadrada, labios prominentes y nariz chata que desde algún lugar patrocinaba esas bacanales. Dirigió la mirada hacia la ventana y vio algo espeluznante... un pequeño rostro infantil, un rostro febril y enfermizo que observaba lo que ocurría en el interior con una mezcla de idiotez y de éxtasis celestial.
A la madrugada el protagonista logró salir del palacio y se aventuró en la lluvia, vio bajo la ventana un cuerpo exangüe. Era el cadáver de un muchachito de ocho años, de cabellos rubios y pies descalzos, flaco al punto que... parecía haber sido completamente devorado. En eso había terminado el pobre Bolek Coliflor, fascinado por la luminosidad de las ventanas, visibles desde lejos en medio de campos inundados.

Mientras corría hacia el portón apareció Felipe, el cocinero, vestido de punta en blanco con una distinción de maestro en el arte culinario: “Se inclinó, me miró de reojo y dijo en tono servil: –¡Espero que el señor haya disfrutado nuestra comida vegetariana!”. Gombrowicz se refiere a la alimentación en una de las últimas páginas de su “Diario”. “Con todo, mi situación no está exenta de una amarga ironía (...)”
“Después de años de ayuno argentino, ahora podría disfrutar de este país tan elegante, de esta civilización tan elevada, de estos paisajes, de este pan, pescados, manjares, de estas carreteras, playas palacetes, cascadas y lujos; ahora poseo un coche, un televisor, un gramófono, una nevera, un perrito y un gato; ahora estoy en la montaña, al sol, al aire libre, a orillas del mar (...)”

“Ahora que poseo todo esto desgraciadamente ahora he tenido que ingresar en un convento. En mi vida hay una contradicción que me arrebata de las manos el plato con comida justo cuando lo acerco a la boca”



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