sábado, 27 de febrero de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, EL PARIENTE POBRE Y LA GRANDEZA

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS


WITOLD GOMBROWICZ, EL PARIENTE POBRE Y LA GRANDEZA


“Lechon dijo en una conferencia que dio en Nueva York para la colonia polaca, que estamos a la altura de las mejores literaturas del mundo. ‘Nuestros sabios de la escritura, ocupados generalmente en la salvaguarda del idioma polaco, no pudieron cumplir con su papel de asignarle a nuestra literatura el lugar que le correspondía entre otras, de conferir rango mundial a nuestras obras maestras (...)”
“Sólo un gran poeta, maestro de su propia lengua, podría dar a sus compatriotas una idea del nivel de nuestros poetas, situados a la altura de los más grandes del mundo, convencerlos de que nuestra poesía está hecha del mismo metal noble que la de Dante, Racine o Shakespeare’. Diríase que esta comparación que hace Lechon no es demasiado acertada, porque precisamente la materia de la que está hecha nuestra literatura es diferente (...)”

“Comparar a Mickiewicz con Dante o con Shakespeare es comparar la fruta con la confitura, un producto natural con uno elaborado, un prado, un campo y una aldea con una catedral o una ciudad, un alma idílica con un alma urbana, formada entre la gente y no por la naturaleza, imbuida del conocimiento de la especie humana. Pero me quiero referir más bien a lo anticuado del método de Lechon y al eterno carácter repetitivo de ese estilo dirigido a fortalecer los ánimos (...)”
“Es el azúcar con el que nos fortalecemos desde hace tiempo, pero nos gustaría llegar a ver el momento en el que el caballo de la nación agarre con los dientes la dulce mano de Lechon. Tal como están las cosas, Chopin y Mickiewicz sólo sirven para destacar vuestra mezquindad, porque vosotros, con ingenuidad infantil, exhibís ante las narices del extranjero a esos grandes polacos con el único fin de fortalecer vuestro debilitado sentido del valor personal y daros importancia (...)”

“Sois como un pobre que presume de que su abuela tenía un granja y viajaba a París. Pero lo más terrible es que sacrificáis la vida y la razón contemporáneas en aras de los difuntos. No me muero en absoluto de ganas de representar a ninguna cosa aparte de mi propia persona. No obstante, el mundo nos impone esas funciones representativas en contra de nuestra voluntad (...)”
“Y no es culpa mía que para aquellos argentinos yo representara a la literatura polaca contemporánea. De modo que tuve que escoger: o ratificar aquel estilo, el estilo del pariente pobre, o bien destruirlo, pero con la conciencia de que la destrucción echaría a perder todas las informaciones más o menos halagüeñas y ventajosas para nosotros. Y, sin embargo, no fue otra cosa que la dignidad nacional lo que me impidió entrar en cálculos (...)”

“Soy un hombre con un alto sentido de la dignidad personal, y un hombre así, aunque no esté vinculado a su país por los lazos de un normal patriotismo, siempre velará por la dignidad nacional aunque sólo sea porque no puede desprenderse de su nacionalidad y porque ante el mundo es polaco, de ahí que cualquier humillación a su nación también lo humilla a él personalmente ante los demás (...)”
“Y estos sentimientos, de algún modo obligados e independientes de nosotros, son cien veces más fuertes que todas las sensiblerías aprendidas y sobadas. Nada de lo que le es propio debe impresionar al hombre; de tal modo que, si nos impresiona nuestra grandeza o nuestro pasado, ésa es la prueba de que aún no los llevamos en la sangre”. Gombrowicz no estaba de acuerdo con Lechon, sólo distinguía a Shakespeare con los laureles del metal noble.

En cambio Dante era para él un inmoral y Racine no le parecía gran cosa. También tenía diferencias con Shakespeare pues para Shakespeare los sentimientos eran la materia prima de todo lo que existe y para Gombrowicz eran una afección que había que evitar en el arte y también en la vida. Gombrowicz trató a los sentimientos como costumbres agonizantes y esclerosadas de las que se habían escapado sus contenidos vivos quedándose nada más que con la rigidez de las formas puras.
Jan Lechon, uno de los principales poetas polacos del período de entreguerras cuando Polonia recuperó su independencia, tiene el curioso privilegio de ser el primer escritor mencionado en las páginas del “Diario” de Gombrowicz, y también el último. Poeta, narrador, crítico de teatro, diplomático, fue uno de los fundadores del movimiento literario “Sakamander”.

Le dio el nombre a este movimiento literario y pronunció el discurso de apertura en la primera reunión del grupo celebrando la independencia de Polonia. Agregado cultural en la embajada de París entre 1930 y 1939, cuando estalló la guerra se fue a Brasil y más tarde se estableció en New York, donde, en el mismo año que conocí a Gombrowicz, saltó desde el duodécimo piso del Hotel Hudson.
Gombrowicz pronunciaba con picardía la palabra Lechon, pues el nombre del poeta se nos asociaba en el café Rex con el cerdo mamón o con el aspecto de un joven obeso. Son bastante conocidas las diferencias que Gombrowicz mantenía con Jan Lechon: la del caballo de la nación, la del cambio de opinión y la de los judíos. Jan Lechon era un miembro distinguidísimo del grupo de los Skamandritas.

Gombrowicz se despide de Jan Lechon en las últimas páginas del “Diario”, con una crítica al poeta que también es una crítica que le hace a Polonia. “El ‘Diario’ de Lechon que he vuelto a examinar con más detenimiento es sorprendente y vergonzoso. ¿Cómo surgió esta mezcla, una mezcla que constituye la originalidad de este diario, esta amalgama de arte, sensibilidad excepcional, perspicacia con ignorancia, incultura, estrechez de miras, obcecación? (...)”
“Un lenguaje por lo general exquisito en el que son expresados unos juicios sutiles sobre la literatura, el arte y a menudo sobre los hombres, aunque con este mismo lenguaje Lechon manifiesta también toda su terrible limitación, insoportablemente polaca. Desde el punto de vista intelectual, este diario es como un traje de 1939 que sacamos del armario oliendo a naftalina (...)”

“Lechon no tenía ningún acceso ni al hombre ni al mundo contemporáneos, se perdía en la cultura, no tenía ni idea del pensamiento contemporáneo ni de nada que le permitiera enfocar y ordenar el mundo actual. Caos. Tinieblas. Abismos y brumas. Pasiones y conflictos realmente epidérmicos. Los años pasados en París se deslizaron sobre él como la lluvia sobre un tejado (...)”
“Y cuando la Historia echó definitivamente a Lechon de Polonia, se ahogó en el vasto mundo igual que cualquier terrateniente expulsado de sus propiedades. ¿Cómo esta caverna con olor a rancio a llegado a instalarse en nuestro espíritu? ¿Acaso la ceguera que nos impide ver el mundo, la ingenuidad, la ignorancia son consecuencia de la pérdida de independencia? (...)”

“Pero es que Polonia en tiempo de los Sajones era sin duda alguna el país más estúpido de Europa, y en la época de los Jaguellón los polacos estaban también a la cola de las naciones civilizadas. ¿Por qué, entonces? ¿Cuál fue la razón? ¿La falta de grandes ciudades, la rusticidad polaca? ¿La indiscutible primacía espiritual del señor párroco en las ciudades de Polonia? Sí, pero esto probablemente no es lo más importante (...)”
“Lo más importante es tal vez la forma, esa pesadez de la forma de Europa que, cincelada con finura como la había cincelado Grecia, pasa por las planicies polacas para convertirse en las toscas inmensidades de Rusia, de Asia. ¡Ser un país de transición no es nada fácil! Como el provincianismo se manifiesta en la manía de utilizar títulos pomposos, Lechon se ha convertido en el ‘Altissimo Poeta’”

Cada persona elige una palabra que considera la más importante, la palabra que eligió Gombrowicz fue grandeza. Si bien es cierto que este detalle no basta para reconstruir una personalidad, el caso de Gombrowicz es muy llamativo. Grandeza es una palabra que nos hace pensar en la nobleza, en la majestad y en la dignidad de lo grande. La grandeza del hombre clásico se expresa en su voluntad de dominio, es una postura en la que el hombre trata de ser dueño y señor.
La postura romántica, en cambio, se expresa en el sometimiento del hombre, en el aguante y en el sufrimiento, la grandeza del hombre romántico recién aparece cuando se convierte en víctima de un mundo que lo supera. En los diarios Gombrowicz adopta respecto a la grandeza la postura clásica, la romántica, y también la negación de la existencia de toda posible grandeza.

En los diarios, la actitud de Gombrowicz respecto a la grandeza, es vacilante, pero vuelve a ella en forma reiterada, en cambio, en todo lo demás, es decir, en sus novelas, en sus piezas de teatro y en sus cuentos, podemos decir que, por lo menos en relación a los protagonistas, la grandeza no aparece nunca. Esta ausencia absoluta de grandeza no se debe a la casualidad, es el producto de una actitud completamente deliberada.
Ningún protagonista de la obra artística de Gombrowicz es grande, ninguno tiene nobleza, valentía, ni siquiera dignidad y, sin embargo, la obra artística de Gombrowicz pone en el centro de la creación la humanidad del hombre, y son la nobleza y la dignidad las inspiradoras de sus escritos. En los diarios Gombrowicz trata a los hombres sin demasiada consideración y en forma dominante.

Sin embargo, está acosado por la dimensión del mundo y por la misión que él mismo se impuso para comprenderlo; al final de la historia Gombrowicz termina quejándose de la grandeza de un Gombrowicz que él mismo había creado con sus propias manos. Gombrowicz anduvo buscando durante toda su vida una manera de pasar de la inferioridad a la superioridad con un movimiento de ida y vuelta.
Quería conservar por separado las propiedades que tienen cada uno de estos estadios, una aspiración a la totalidad y a la universalidad característica de la cultura de su tiempo. La persona de Gombrowicz reconoció al Gombrowicz de la obra como un ser distinto, al Gombrowicz que existía desde afuera. Siente que el rasgo más distintivo de este doble respecto a los demás es la importancia que le había dado a su persona.

Esta función de agrandamiento del yo no le podía ser indiferente a la naturaleza, así que supuso que su suerte después de la muerte debería ser distinta a la de los otros. El yo inferior no tenía por qué gustarle a nadie, más que a él mismo, pero el otro yo se reconocía como superior cuando entraba en contacto con el yo inferior. Mientras estas dos personas miraban al doble, el doble también las miraba despertando de un sueño erótico y humorístico.
En la tercera actualización de su inmadurez que hace en la Argentina conoce a los jóvenes de Tandil, entonces escribe en los diarios páginas en las que el centro de la importancia es ocupado por la desfachatez y la ligereza de la adolescencia. Pero tres años después aparece una de sus reiteradas inversiones copernicanas y cambia el centro, ahora lo ocupa la responsabilidad y el peso de la madurez.

“En aquel entonces yo estaba con toda mi alma del lado de la evolución que iba destruyendo todos esos cultos y veneraciones, que para mí eran simplemente tontos y quitaban a los polacos su audacia y su libertad. Hoy en día, después de haber pasado veinte años en América donde la gente no hace caso a los esplendores del otro, tanto si se trata de un millonario, un dignatario, un artista o un científico, siento de una manera diferente”
“En la Argentina un chiquillo de diez años se dirigiría a Einstein con el mismo desparpajo con el que se dirige a sus compañeros, empiezo a veces a añorar aquellas vergüenzas de otro tiempo, los antiguos rubores y toda aquella torpeza fruto de la admiración. Naturalmente es agradable sentirse seguro de sí mismo y cómodo con todo el mundo, no dejarse impresionar, no interesarse demasiado por nadie, dedicarse a asuntos personales (...)”

“Y, sin embargo, se produjo una especie de empobrecimiento cuando el hombre dejó de sentir en el otro un secreto magnífico e inaccesible y desaparecieron las tensiones entre los diferentes mundos”. Gombrowicz ha expresado en más de una oportunidad que no luchaba contra la falsedad que tenía dentro de sí mismo, sino que se limitaba a revelarla en el momento que se le aparecía.
Pero no sabemos si la falsedad le aparece cuando se pone de parte de la desfachatez de los jóvenes de Tandil o del secreto magnífico e inaccesible del hombre de antes. “Por supuesto no pretendo aseverar que los polacos no tengamos méritos, ni tampoco que no haya que revelarlos, me refiero a la forma en que se hace, que demuestra precisamente ese terrible complejo de inferioridad nuestro y nuestra falta de dignidad e incluso de sentido del humor (...)”

“Tengo la costumbre desde hace siete años de anotar en mi diario de escritor todo lo que me ha molestado o consternado. Fijaos que frente a Dios los polacos se comportan en la iglesia de manera normal y correcta mientras delante de Polonia se sienten perdidos, es algo a lo que todavía no se han acostumbrado. Yo quisiera que los polacos adorasen a Polonia de forma menos ingenua, menos provinciana, que no se traicionasen tanto con el sentimiento de inferioridad que los devora cuando están en el extranjero”
Gombrowicz estaba hasta la coronilla con la pleitesía que le rendían los polacos a sus héroes, lamentablemente a los días de pisar Buenos Aires se encuentra otra vez con ellos, es decir, se los encuentra el Gombrowicz de “Transatlántico”, y se los encuentra justamente en ese lugar del que había que huir como del tedio, se los encuentra en la embajada. Fue a la embajada, se echó a llorar y se puso a los pies del embajador.

Le besó la mano, le ofreció sus servicios y su sangre, y le rogó que en ese momento sagrado, según fuera su santa voluntad y entender, dispusiera de su persona. El embajador le pidió que escribiera artículos para celebrar la gloria de los genios polacos, que por ese servicio le podía pagar setenta y cinco pesos mensuales. Era necesario ensalzar a la patria en momentos tan difíciles.
Pero Gombrowicz le contestó que no podía hacerlo porque le daba vergüenza, entonces el embajador lo empezó a tratar de comemierda, y le recordó que la embajada le había rendido homenaje y que lo iba a presentar a los extranjeros como el Gran Comemier… Genio Gombrowicz.


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miércoles, 24 de febrero de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, LA REBELIÓN Y LA SERVIDUMBRE

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS


WITOLD GOMBROWICZ, LA REBELIÓN Y LA SERVIDUMBRE



“No hay nada más peligroso que hacer de guía a través de las propias obras. El arte es siempre algo más, y es precisamente en ese algo más, un lugar que escapa a la interpretación, donde es más auténtico. Yo he encogido ese arte en mis ‘Conversaciones’, lo he empobrecido, pero un autor tan mal leído como yo no tiene gran cosa que perder. ‘Conversaciones’ puede constituir una guía útil, pero tampoco hay que esperar demasiado de este librito (...)”
“Su mayor defecto es que se demora demasiado en la forma, y no introduce lo suficiente en la inmadurez, otro de mis terrenos. A lo largo de estas ‘Conversaciones’ no me he liberado de la sensación de que mi obra se encontraba por completo en otra parte. Si mi obra hubiera tenido que servir exclusivamente a esa visión del hombre y del mundo, hubiera tenido que ser escrita de manera algo diferente (...)”

“Tal visión está contenida en mi obra, pero mis obras no han sido escritas para eso; en mí, escribir supone sobre todo un juego, no pongo en ello intención, ni plan, ni objeto. He ahí por qué no resulta nada fácil extraer de mis obras un esquema ideológico. Es un esquema, lo subrayo una vez más, a posteriori”. En Gombrowicz existen tres personas distintas: el Gombrowicz inferior, el hijo de buena familia, y el Gombrowicz de la obra.
Estas tres naturalezas no se mezclaban ni en su persona ni en su obra, eran como esos líquidos que no se diluyen en otros. Hay personas que sueñan con desaparecer, otras que sueñan con ser invisibles, en fin, hay muchos sueños, la pasión predominante de Gombrowicz era duplicarse, triplicarse, cuadruplicarse. “Tengo que confesar, además, que yo era diferente con cada uno de ellos, a punto tal que nadie sabía cómo era yo en realidad”

No es extraño, pues, que luego de tantas fragmentaciones se haya querido sintetizar a toda costa convirtiéndose en un campeón de la entronización del yo, tanto que en “Yo y mi doble” sueña con su propio ectoplasma. Es una de las burlas más crueles que Gombrowicz haya hecho de sí mismo hasta el punto de rematar la narración negando la desnudez y afirmando el deseo de servir, a pesar de lo que había escrito en los diarios.
“Bien, por lo que a mí se refiere, afirmo y anoto como uno de los cánones de mi conocimiento de los hombres, que el que desee agradarles alcanzará con más facilidad la humanidad que el que desee tan sólo ser un siervo útil”. Gombrowicz no podía buscar la vida ni en una bienamada ni en la humanidad ni, claro, en un empleo del Ministerio de Relaciones Exteriores.

Y tampoco en ese ectoplasma que en la madrugada de un día se había desprendido del calentador de carbón, no podía mirar con ojos amorosos a un doppelgänger pues no era ni una muchacha ni la patria, sino él mismo, un ectoplasma al que había escupido para que se fuera. Gombrowicz zarandea en este relato con sarcasmo y ligereza unas marionetas a las que llama yo, ser e identidad.
Sin embargo, estas cuestiones eran fundamentales en su concepción del mundo. Entre su yo y lo otro siempre había un mediador, un mediador al que finalmente le puso el nombre de forma, y la forma era el origen de sus archidolores que como un puñal se le hundía en la carne y lo hería una y otra vez. Su conciencia se puso a disposición de su inmadurez y entre ambas entablaron un combate a muerte con las formas.

Y las formas son las máscaras con las que nos aparecemos ante los demás y ante nosotros mismos, una deformación interhumana del ese “yo mismo”. Gombrowicz explica muy claramente cómo asomaban la cabeza los dolores emergentes de esa lucha. “Ignoro cuál es mi forma, lo que soy, pero sufro cuando se me deforma. Así, pues, al menos sé lo que no soy. Mi ‘yo’ no es sino la voluntad de ser yo mismo”
La desnudez, la juventud, el encanto y la libertad, esos eran los ideales de Gombrowicz. Bajo el signo de una constelación erótico sensual, sombría y lúgubre, Gombrowicz despertó un día a las cinco de la mañana. Por uno de esos fenómenos de resurgimiento que deberían estarles prohibidos a la naturaleza, acababa de ver una cosa totalmente perdida para él, su juventud y su primera bienamada.

Cuando miraba al presente, en cambio, Gombrowicz contabilizaba unas mejillas sin frescura, un vejete antipoético y rígido que no podía inspirar poemas y al que ya nadie admiraría. La nostalgia de su propia belleza desvanecida lo agitaba cada vez más. Le quedaba el trabajo, sí, un buen puesto para meterle miedo a las muchachas que ya no languidecían por él.
O tener un hijo y vivir por y en él una vida plena repitiendo el canto eterno de la juventud, de la felicidad y de la belleza. O sacrificar la vida por un ideal para adquirir una segunda belleza y convertirse de nuevo en objeto de nostalgia. Sabía que no tenía ningún atractivo para nadie, era un empleado aburrido para él y para los demás, sus debilidades espirituales eran cada vez más nítidas.

A medida que a Gombrowicz se le iba instalando la rigidez de la edad madura empezó a sentirse mal con sus defectos. Pensó entonces en suicidarse para suscitar después de la muerte la atracción y la nostalgia, y vivir la misma vida de una estatua ya que no podía hacerlo como un hombre privado. O en convertirse en un bombero para adornarse con el uniforme.
De pronto, mientras se hundía en la repugnancia hacia sí mismo, la forma de un espectro se desprendió del calentador de carbón. Como era de madrugada pensó que a esa hora la única que podía llamarlo era la patria, como ya los había llamado a los tres bardos profetas de Polonia. La silueta del espectro era, sin embargo, de un ser humano, aunque no de la figura de su bienamada sino de un hombre.

Debía ser entonces la humanidad que lo estaba llamando para el sacrificio de su vida. Pero, no, no era una abstracción, era un hombre concreto que vestía saco azul marino. Al ver que no era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes lo llamaban, es decir, nada de lo que podía despertar su melancolía, se dispuso a retomar el sueño cuando, repentinamente, se dio cuenta que era él mismo quien estaba de pie frente al calentador, esperando.
El espectro no estaba en pose, se miraba los zapatos, se pellizcaba maquinalmente la manga del saco y parecía avergonzado. Tenía un grano en la mejilla izquierda y, al sentirse mirado, se avergonzó aún más. Estaba lleno de defectos físicos y espirituales, el espectro se dejaba examinar, se acurrucaba e intentaba escapar de la mirada indiscreta del protagonista. Al rato se cansó de mirarlo y cayó de rodillas frente a él.

Ocultó el rostro y produjo tal cantidad de vergüenza que se quedó sin aliento, entonces el espectro lo miró. Los defectos físicos y espirituales del ectoplasma habían desaparecido, mejor dicho, se habían convertido en su mirada, el protagonista ya no miraba sus defectos sino que los defectos lo miraban a él. Esos signos que habían sido fuente de vergüenza y de indecencia se convirtieron en una mirada brillante, algo tan absoluto como las barbas de Dios Padre.
Y esos defectos que para alguien de afuera sólo podían despertar compasión ahora miraban con la fuerza y la soberanía de la vida, más aún, eran la vida misma, una vida que el protagonista había buscado en todas partes salvo dentro de sí mismo. Por fin la calma, ya no era necesario sentir miedo ni vergüenza, podía existir como él mismo.

El amor y la nostalgia mezclados con el temor lo hicieron volar como una pluma. Pero, de pronto, se dio cuenta que no podía caer de rodillas ni extenderle la mano a una forma que era él mismo. No era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes se le habían aparecido, no podía mirar con ojos amorosos a alguien que era él mismo. Su cabeza hervía, se aparecía ante sí mismo con el aspecto de un egocéntrico y de un narciso sucio.
Sintió que la juventud se burlaba de él y lo despreciaba como a un miserable egoísta y que las alumnas del liceo no verían nunca en él ningún atractivo sexual. Entonces escupió en el rostro del espectro, el espectro lanzó un gemido y desapareció. El protagonista se quedó con la sensación de un vacío profundo, sin otra perspectiva que la de una existencia miserable y vana con la muerte inevitable al final del camino.

La pregunta de quién era él le quedó flotando, a veces le parecía que era una función social, y otras que era, sin más. Pero la palabra ‘ser’ sin atributos era un hecho desnudo y terrible, lo llenaba de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser uno mismo, ni más ni menos. Esa palabra connotaba una horrorosa desnudez. Por otra parte, había escupido al espíritu y el espíritu se había desvanecido.
No quería ser él mismo, prefería ser un empleado subalterno del Ministerio de Relaciones Exteriores, prefería servir para algo o para alguien, inmediatamente, sin tardanza. Debía tratar de servir, buscar con qué abrigarse porque hacía frío y era indecente estar desnudo. Es necesario, hay que servir. “¿Cuántas páginas he escrito a lo largo de mi vida? Unas tres mil. ¿Con qué resultado, si nos referimos a mí personalmente? (...)”

“He abordado estas ‘Conversaciones’ con la intención de ligar mi literatura a mi vida. ¿Me ha servido esa literatura para resolver mis problemas, mis dificultades personales? ¿Adónde me han llevado mis atentados contra la forma? Me han llevado a la forma, precisamente. A fuerza de quebrarla, me he convertido en un escritor cuyo tema es la forma. He ahí mi forma, y mi definición (...)”
“Y hoy, yo, individuo vivo, soy siervo de ese Gombrowicz oficial que he creado con mis propias manos. No puedo hacer otra cosa que seguir adelante. Mis impulsos de antaño, mis meteduras de pata, mis disonancias, toda esa inmadurez que me ponía a prueba... ¿adónde han ido a parar? En mi vejez, la vida me resulta más fácil. Navego con seguridad entre mis contradicciones, mi voz se ha hecho más firme, sí, sí, me he hecho un lugar, cumplo mi papel, soy un siervo (...)”

¿De quién? De Gombrowicz. ¿Renacerá mi rebelión de antaño en la imaginación de algún otro, de nuevo joven y cautivadora? No lo sé. Pero, ¿y yo? ¿Lograré rebelarme siquiera una vez contra él, contra ese Gombrowicz? No estoy muy seguro. He maquinado diversas estratagemas que me permitirían librarme de su tiranía, pero los años y la enfermedad me han quitado facultades (...)”
“Desembarazarme de Gombrowicz, comprometerlo, destruirlo, eso sí que sería vivificante, pero no hay nada más arduo que luchar contra el propio caparazón. Volver al comienzo, refugiarme en la inmadurez de mi juventud, pero, ¿rebelarme? ¿Cómo? ¿Yo? ¿Un siervo?”



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jueves, 11 de febrero de 2010

WITOLD GOMBROWICZ Y EL TIGRE

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y EL TIGRE


“Me apasiona penetrar en una selva virgen o en un desierto salvaje, pero no me gustan los sitios donde te sacuden, te cubren de polvo, te asan, te hielan, te mojan y encima tienes problemas para lavarte los dientes. Me defendía con tanta elocuencia que una conocida mía, testigo de la discusión, me invitó a hacer una excursión al Tigre. Cerca de Buenos Aires se juntan dos enormes ríos, el Paraná y el Uruguay (...)”
Estos ríos forman un coloso llamado Río de la Plata, de decenas de kilómetros de ancho, a cuyas orillas está la capital argentina. Pero el Paraná, antes de unirse al Uruguay, se ensancha creando un enorme delta del tamaño de varias provincias polacas lleno de canales e islotes. Hay cinco islotes y el mismo número de canales, repletos de árboles y de una vegetación exuberante y húmeda semejante a una especie de gran ramo tropical”

“La excursión parte del puerto del Tigre en un día espléndido. Todo era verde y azul, agradable y ameno. En una parada sube una muchacha que... ¿cómo decirlo? La belleza tiene sus misterios. Hay muchas melodías bellas, pero sólo algunas son como una mano que oprime la gargan-ta. Esta belleza era tan magnetizadora que todos se sintieron extraños y quizás, incluso, avergonzados (...)”
“Nadie se atrevía a admitir que la ob-servaba, aunque no había ni un par de ojos que no contemplara a escon-didas aquella espléndida aparición. De repente, la muchacha, con toda la tranquilidad del mundo, se puso a hurgarse la nariz”. No hay cosa que esté más vinculada al tiempo que nuestra propia vida. La belleza detiene el tiempo, el encantamiento que produce en el hombre suspende la actividad de la vida trivial, pero si algún detalle de la vida trivial llega a alcanzarla, la belleza desaparece.

Gombrowicz, en unos comentarios que hace en el “Diario” sobre Balzac, había escrito que es más fácil llegar a odiar a alguien por hurgarse la nariz que llegar a amarlo por haber compuesto una sinfonía. Mientras navegan observan una gran variedad de embarcaciones de muchos colores. “Diré de pasada que la Argentina maneja mejor los colores en la vida cotidiana que Europa (...)”
“Aquí los colores de la ropa o de los objetos son más limpios, más vivos, más simpáticos y mucho más nobles que los de Francia, por ejemplo”. A medida que la conversación a bordo de la embarcación se hacía más intelectual y más pretenciosa Gombrowicz se empieza a irritar. Se le forma la impresión de que en la Argentina la cultura funciona al revés.

Unos días atrás había podido admirar la actitud audaz y directa ante la vida y el mundo de un puñado de turistas argentinos sin educación que contemplaba el Aconcagua, y ahora, al escuchar la discusión de sus colegas, se volvía a sentir lo peor de la Argentina, ésa de la que se habla con una sonrisa de desdén como algo secundario e insignificante. Lo que pierde al arte argentino es el deseo de mostrarse a la altura del mundo.
Los argentinos caen inevitablemente en Borges, el mayor prosista de la Argentina, un escritor que, aunque poco leído, es admirado en toda Sudamérica. “Expreso mi opinión crítica., para mi gusto esa metafísica fantástica es retorcida, estéril, aburrida y, en el fondo, poco original: –Es posible, señor Gombrowicz, pero es el único escritor nuestro de alto nivel. Ha tenido muy buena prensa en París, ¿ha leído algo de ella? (...)”

“Sí, claro, es una lástima que no escriba de otra forma, yo también preferiría verlo más vinculado a la vida y a la realidad, que fuese más de carne y hueso. Pero de todos modos es literatura”. Con cierta frecuencia Gombrowicz compara el mundo literario polaco con el argentino. La falta de originalidad que obliga a relacionarse con la realidad a través de una autoridad y de una cultura ajena más madura, también la sentía en Polonia, pero con menos fuerza.
Sin embargo, los argentinos tienen una ventaja sobre los polacos, con una historia de menos años, es decir, con menos pasado y, en consecuencia, con una literatura más joven y más pobre, tienen más sitio en la cabeza para dedicarlo al pensamiento y al arte universales. Los polacos, en cambio, están hasta la coronilla con sus tres poetas profetas cuyo estudio les ocupa casi todo el tiempo.

El argentino conoce pues más de la literatura y de la historia del mundo. En cuanto a la filosofía y al pensamiento contemporáneo reciente, Gombrowicz supone que tanto los literatos polacos como los argentinos en general no tienen ni la menor idea. La Argentina, en el sentido intelectual y artístico, es casi una colonia francesa, lo reconocen los mismos argentinos.
“Los polacos los superan en temperamento, en poesía y en un mayor sentido de la realidad. En temperamento, porque al argentino no le gusta hacer locuras, posiblemente no le guste siquiera vivir demasiado intensamente. En poesía, porque aquí falta lo lírico. En el sentido de realidad porque el arte argentino parece estar creado en la luna”. Pero el Tigre toma un aspecto verdaderamente siniestro cuando Gombrowicz escribe unas páginas en los diarios sobre la hijita quemada de Simón.

“Digan lo que digan, existe en toda la extensión del Universo, a lo largo de todo el espacio del Ser, un solo y único elemento horrible, espantoso e inaceptable, una sola y única cosa que está verdadera y absolutamente en contra de nosotros y es totalmente aniquiladora: el dolor. Del dolor, y de ninguna otra cosa, depende la entera dinámica de la existencia. Eliminado el dolor, el mundo pasa a ser un asunto absolutamente secundario”
Es un pasaje que Gombrowicz escribe en los diarios de 1966. El año 1966 es el año de la nostalgia y la melancolía por la Argentina, del infierno, de la muerte y el dolor en las páginas que escribe sobre Dante. Un lustro antes había intentado atrapar literariamente al dolor en algunas páginas del “Diario”, un pasaje en el que Gombrowicz alcanza una de sus más grandes aproximaciones con el sufrimiento.

“¡Hola! ¿Qué haces aquí tan temprano Simón? ¡Siéntate!; –¿Cómo estás?, Simón se sienta y los labios le empiezan a temblar; –¿Qué pasa?; –Una tina de agua hirviendo cayó sobre mi pequeña hija, hace horas que está en el hospital y todavía no terminó, disculpa; –¡Pero no, no es nada! ¡Al contrario, es natural...!”. La quemadura de la niña empezó a quemar a Gombrowicz, hasta que hizo una mueca de dolor: –¿Y si diéramos un paseo?
Gombrowicz y Simon salieron a la calle y empezaron a caminar. Mientras en ellos persistía esa cosa mala quemada, las casas, las calles y el ruido los estaban llamando de todos lados. Era una verdadera carrera contra el tiempo, pensaba Gombrowicz, la hija no podía estar muriéndose eternamente, eso se tenía que terminar de una u otra manera y Simón lo dejaría en paz.

Mientras caminaban vieron un vendedor de frutas: –Manzanas, por favor; –¿Quiere un kilo?; –A este señor le ha pasado una desgracia, tiene una hijita de cuatro años que se está muriendo; –¿Qué dice usted? ¡Qué desgracia!. Gombrowicz estaba perturbado: –¡Quédese con sus manzanas, al diablo con ellas! Y se echó a andar como poseído por el demonio, Simón y su hijita iban detrás. Con el secreto traicionado empezaron a marchar.
Las calles, las casas y los ruidos, y ellos caminaban, pero el grito dirigido al vendedor de frutas que había hecho público el horror de la hijita quemada, también caminaba con ellos. El ladrido de un perro se había mezclado con ese grito, y el grito se había animalizado. Juntos caminaban ahora con esa bestia al lado, calles, casas y ruidos, caminaban por Florida hendiendo el gentío a empujones.

Un señor se acerca y les pregunta en forma cortés por la calle Corrientes. Ni Simón ni Gombrowicz le contestan, es una negación bajo un sol claro, que resulta oscura, negra y sorda. Y caminaban como poseídos por la furia, un grito llegado de no se sabe donde se unió al grito de Gombrowicz, resucitó el ladrido del perro, esa bestia daba otra vez unas señales de vida para las que no tenían respuesta.
Gombrowicz no sabía lo que le pasaba por dentro a Simón, y Simón tampoco sabía lo que le pasaba a él. Se terminó la calle Florida y apareció la plaza San Martín como servida en una fuente. No podían retroceder ni quedarse en la plaza pues caminaban como si se dirigieran a algún destino, caminaron hasta que se agotó el caminar. Cuando se detuvieron un papel crujió entre sus pies movido por el viento.

Simón retuvo el papel con la punta del zapato y la mirada clavada en el suelo; el papel crujía. Ese crujido era como el de la bestia que ya conocían, pero surgía de abajo, de lo más profundo, de un objeto inanimado. Gombrowicz empezó a sentir miedo, no creía en el diablo y Simón era incapaz de matar a una mosca, ... pero... Ese monstruo nacido de un grito humano, del ladrido de un perro y del crujido de un papel se asociaban con la pobre hijita de Simón.
Gombrowicz sintió una profunda desconfianza y pensó en escaparse. Calculó que si empezaba a caminar rápidamente podía alejarse de Simón. Apareció un silencio igual al que había aparecido con la pregunta por la calle Corrientes, entonces, Gombrowicz se marchó. Caminaba hacia la estación para perderse en ella, llega a la ventanilla: –¿A dónde va?; –A Tigre.

Pero detrás de él sintió la voz de Simón: –A Tigre. Gombrowicz huía y Simón lo perseguía. Gombrowicz no se hubiera preocupado demasiado si no hubiese sido por cierto detalle escabroso, por la existencia de ese reptil que se oculta en el seno tenebroso de la existencia: el dolor. Le importaría todo un comino si no doliera, pero ya está informado del dolor de la pequeña niña de Simón.
Esa niña quemada y animalizada por el grito, el ladrido y el crujido de un papel. Llegó el tren y se subieron. Avanzaban hacia Tigre, pero, ¿por qué hacia Tigre?, iban a Tigre sin ninguna razón, raptados por el tren, pero...¿el tigre no es un animal? Simón se movió en medio de la gente, Gombrowicz intentó darse a la fuga pero se hundió en un cuerpo mullido.

Era un gordo, se estaba bien en él, era un lugar silencioso a cien millas de aquel otro problema que quemaba. De pronto un golpe terrible le fue asestado desde abajo. Lo que hubiera sido lo había agarrado descuidado hasta casi morderlo. ¿Sería el animal?, con la cabeza escondida Gombrowicz esperaba el salto. De pronto sintió unas cosquillas en la nuca. ¿Sería el gordo, Simón, un marica? No se hacía ilusiones:
“Sabía bien que la falta de relación entre aquel cosquilleo y el Animal era precisamente la garantía de su combinación infernal, de su complot, de su acuerdo –y esperaba el momento en que el Cosquilleo se aliara definitivamente con él, con el Animal, para clavarse, como un puñal, en un grito desconocido, todavía inconcebible, hasta ahora no lanzado”


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martes, 2 de febrero de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, MUSSOLINI, HITLER Y STALIN




JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ, MUSSOLINI, HITLER Y STALIN

“Después de la muerte de Pilsudski empezaron a notarse nítidamente síntomas de descomposición. Esa Polonia que contaba con poco más de diez años de existencia, no tenía aún principios, instituciones, normas de acción bien implantadas; la democracia no había penetrado por entero en la sangre de la nación. Cuando murió Pilsudski, tuvimos la impresión de que el viento acababa de arrancar la techumbre de encima de nuestras cabezas (...)”
“Por lo que recuerdo, al principio había un gran estupor. Creo que sería muy difícil explicar a la joven generación hasta qué punto estábamos sorprendidos. El tono y el contenido de lo que estaban introduciendo en Europa Hitler y Mussolini, nos pareció algo fantástico. Nosotros estábamos absolutamente seguros de que el progreso significaba la libertad individual, el respeto a la ley, la democracia, la desmilitarización, el pacifismo (...)”

“La liga de las Naciones, la cultura, el arte, la ciencia... Y he aquí que de repente comenzaron a llegarnos noticias de teorías medievales y hechos que nosotros considerábamos ya imposibles en nuestro siglo. El renacimiento del belicismo alemán, la invasión de Abisinia, la guerra de España, pero sobre todo miles de pequeños acontecimientos que demostraban que una gran parte de los europeos empezaba a ser diferente, casi exótica (...)”
“Para nosotros, en Polonia, todo eso resultaba todavía más extraño, porque nos habían mantenido alejados de las tensiones dramáticas de Europa. No nos dábamos cuenta del empuje del comunismo. El comunismo ruso nos parecía algo torpe y más bien salvaje, asiático; nos nutrían sin cesar con la creencia de que el coloso ruso seguía irguiéndose sobre pies de barro (...)”

“En Polonia la acción roja organizada, apenas se manifestaba y tampoco tuvimos conciencia suficiente de la amenaza de los movimientos revolucionarios que pesaba sobre Alemania e Italia. Vivíamos con la ilusión de que Europa era una pradera soleada, cuando en realidad era una caldera calentada por el fuego de la revolución y sometida a una presión de millares de atmósferas”
En esa caldera europea tan extraña a Polonia tres hombres se propusieron ser dioses: Mussolini, Hitler y Stalin, pero antes de hablar de ellos vamos a echarle una mirada a la relación que el hombre tiene con Dios. De los atributos omnímodos que tiene Dios –la omnipotencia, la omnisciencia, la omnipresencia y la omnibenevolencia– hay dos alrededor de los cuales dan vueltas tanto Sastre como Gombrowicz: la omnipotencia, la omnisciencia.

Gombrowicz piensa que el hombre quiere afirmarse en su personalidad para ganarle la batalla a los demás, para llegar a ser eminente. Él sabe que no lo sabe ni lo puede todo, pero no permite que su yo se empequeñezca, ese yo le ha sido impuesto con demasiada brutalidad y lo acompaña a todas partes adonde va y durante todo el tiempo. La complexión del pensamiento de Gombrowicz es existencialista, así que vamos a seguirle los pasos a Sartre a ver que piensa de Dios y de sus atributos.
Este filósofo admite abiertamente que el proyecto fundamental del hombre es el de convertirse en Dios. Estar en el mundo es un proyecto que el hombre tiene para poseer el mundo en su totalidad, como aquello que le falta a la existencia, para entrar en algo que lo abarca todo y que es precisamente el ideal, o el valor. Esta idea no ha sido extraída del “Mein Kampf de Hitler, donde encajaría muy bien como el sueño pangermanista de poseer y gobernar el mundo entero, sino de “El Ser y la Nada”, la obra fundamental de Sartre.

Dios es el ser que posee el mundo, un proyecto que de igual modo tienen los hombres porque también quieren poseerlo, pero este proyecto fundamental, así como el proyecto del amor, caen en el vacío. Los polacos sufrieron en carne propia el ejercicio de la voluntad divina y creadora de Hitler y de Stalin que querían ser Dios, y Gombrowicz sintió la manifestación pública de ese poder antes de que se adueñara del mundo, en un viaje que hace a Italia.
“Voy a contar alguna que otra cosa sobre mi viaje a Italia; fue mi última confrontación con Europa, si descontamos un vistazo que eché un año más tarde a las orillas de Francia en Boulogne y a una Inglaterra envuelta en las brumas del canal de la Mancha”. Gombrowicz se había entregado al vagabundeo, el gran esfuerzo que le había demando “Ferdydurke” había quedado a sus espaldas.

En ese año el jurado de “Wiadomosci Literackie” debía fallar sobre el mejor libro de 1937, Gombrowicz empezó a gastar zlotys a cuenta, pero el premio se lo dieron a Boy-Zelenski. “No me importó mucho, con premio o sin premio sabía que había entrado en la literatura polaca para siempre. Descansaba”. El aire de Roma, el clima limpio, transparente, latino, contrastaba con las brumas de Polonia, ese aire tenía para Gombrowicz un perfume particular.
“Y, sin embargo, en este aire y sobre el fondo de un paisaje tan noble, también se dejaba sentir algo turbio y monstruoso, como una pesadilla. Los diarios alababan ruidosamente el eje Berlín-Roma, por todas partes olía a chantaje y a traición, para mí el complot de Italia con Alemania era la traición a Europa en la calle, en los discursos de Mussolini, en las canciones de los fascistas y hasta en los juegos bélicos de los niños delante de villa Borghese”

Gombrowicz se da cuenta de que los italianos están desorientados. La duda que flotaba en el aire era la de saber cuál era la verdadera naturaleza de Mussolini, a lo mejor el Duce era un hombre providencial y un caudillo infalible, quizá le había sido impuesta la misión histórica de liquidar el mundo latino, siempre tan equilibrado. “Qué difícil resultaba definir algo en la bruma de aquella época, todos esperaban el veredicto de la Historia (...)”
“Pero la Historia no tenía prisa, no se sabía quién mentía, quién faroleaba, quién era honesto, los contornos estaban borrosos, los límites diluidos”. Abrumado por esa Roma fascista Gombrowicz se va a Venecia. Conversa en el tren con cuatro pilotos italianos: –¿Y si el Duce os ordenara bombardear todo esto, la iglesia, el palacio, la procuraduría?; –Entonces no quedaría de esto ni una piedra.

Esta respuesta era de esperar, pero fue sorprendente para Gombrowicz la alegría con la que se lo anunciaban de una manera triunfal. Lo que les encantaba tanto era el hecho de que se sentían creadores de la historia, el pasado para ellos había llegado a ser menos importante que el futuro, podían destruirlo. Este sentimiento de omnipotencia, aunque no referido a las campañas militares y a los bombardeos, también lo tenía Gombrowicz.
“Esa semana, pasada en Venecia, me resultó difícil, emponzoñada por algún elemento salvaje que se infiltraba en la tranquilidad del Renacimiento y del gótico. Regresaba a Polonia de un humor siniestro. Anochecía, el tren corría en dirección hacia Viena, pero yo tenía la impresión de que me llevaba a las tinieblas, los ojos dejaban de distinguir las formas, en espacios desconocidos aparecían unas pequeñas luces, una presión rítmica y balanceante hacia este espacio se convertía en una sensación apocalíptica (...)”

“De repente me di cuenta de que no era el único que tenía miedo. Alrededor de mí, en el compartimento, en el pasillo, todos tenían miedo. Las caras estaban tensas, se intercambiaban observaciones, comentarios... ¿De qué se trataba? Era evidente que algo había pasado. Pero no quise preguntar. Cuando llegamos a los suburbios de Viena, vi grupos de gente con antorchas, victoreando (...)”
“Los gritos ‘¡Heil Hitler!’ llegaban a nuestros oídos. La ciudad enloquecía. Comprendí: era el Anschluss. Hitler estaba entrando en Viena”. No hay hombre que pueda creerse Dios si los demás no lo ayudan, y los alemanes lo ayudaron tanto a Hitler que sobrepasó los límites de Alemania, sin embargo como el hombre es una pasión fracasada no llegó a ser Dios. Los alemanes les tiene confianza a sus ingenieros, a sus generales y a sus pensadores, los obreros alemanes confían en la elite y la elite en los obreros.

“Perdieron guerras colosales, pero tuvieron en jaque al mundo entero y, antes de ser aplastados, sus líderes los llevaron de victoria en victoria. Pese a todo, están acostumbrados a las victorias: en la fábrica, en la guerra y en solucionar cualquier tipo de problemas... Hitler fue también, y sobre todo, una cuestión de confianza. Como los alemanes no pudieron creer que lo que estaba ocurriendo fuera tan groseramente simple, tuvieron que presumir que era genial... pero (...)”
“¿Quién podría asegurarme que el pie derecho de ese señor de cierta edad no había aplastado en aquel tiempo la garganta de alguien hasta verlo morir?... Tenía la sensación de que Berlín, igual que lady Macbeth, se lavaba las manos sin cesar. Ah, el exotismo alemán, su hermetismo, su propia sustancia imposible de expresar, ese control sobre sí mismos rayano en la locura, esa humanidad que es preludio de una humanidad futura, desconocida (...)”

“Y su funcionalidad, gracias a la cual cinco alemanes de lo más normales se convierten en algo imprevisible. ¡Producción! ¡Técnica! ¡Ciencia! Si Hitler se convirtió en la maldición de aquella generación, con qué facilidad la ciencia podría convertirse en una catástrofe para la juventud alemana de hoy. La ciencia, reuniéndolos en la abstracción, en la técnica, podría hacer de ellos cualquier cosa”
Las sonrisas que los alemanes le dispensaban a Gombrowicz no podían borrar la enorme agonía polaca; no podían seducirlo a Gombrowicz, porque él no los podía perdonar. Hitler estaba presente en todos los polacos asesinados y seguía presente en cada uno de los polacos sobrevivientes, a pesar de todo la condena y el desprecio no eran los métodos que había que utilizar para vencerlo.

Despotricar continuamente contra el crimen solo contribuye a perpetuarlo, había que digerirlo, porque el mal sólo se puede vencer en uno mismo. Todos los hombres, según sea el lugar donde nazcan, empiezan a tener desde jóvenes algún sentimiento negativo hacia alguna nación, pueblo o religión. La geografía y la historia pusieron a los polacos en el trance de temer y de odiar a los alemanes y a los rusos.
Gombrowicz tenía la sensación de que Berlín y Moscú eran el diablo y el mal, y el diablo y el mal son socios desde que Dios creó el mundo, una sociedad que preocupaba mucho a Gombrowicz. Mientras Gombrowicz padecía todas estas tribulaciones respecto a Polonia Jósef Stalin consolidaba su poder absoluto. Desde 1928 impulsó una política izquierdista denominada de “clase contra clase”.

Esta política provocó un conflicto frontal con la socialdemocracia europea, lo que facilitó el ascenso de Hitler al poder. Algunos jerarcas de la Komintern llegaron a celebrar el ascenso de Hitler a la cancillería como la muestra de que el sistema capitalista había llegado a su estadio final según las predicciones que había hecho Marx y ya estaba maduro para derrumbarse.
La evidencia del error se fue haciendo tan grande que finalmente, en el año 1935, Stalin giró hacia una nueva política exterior para acercarse a las democracias occidentales y tratar de frenar el expansionismo nazi, una nueva dirección política que tuvo su mayor manifestación en los frentes populares en Francia y en España. La política de apaciguamiento y su desarrollo posterior, el pacto de Munich, precipitaron un cambio radical en la política soviética.

Era un cambio en el que Stalin había venido pensando bastante tiempo antes, la búsqueda de un acuerdo con Hitler. Esta política marcó un nuevo rumbo que desembocó en el pacto de no agresión germano-soviético. La consecuencia inmediata de este pacto fue que en septiembre de 1939, Hitler, tras repartirse las influencias en la Europa oriental con Stalin, se lanzara a la invasión de Polonia.
El enfrentamiento entre el nacionalsocialismo y el comunismo soviético había sido simplemente pospuesto por un tiempo. El pacto de no agresión que Stalin firmó con Hitler en 1939 no impidió la invasión alemana de 1941. Stalin participó en las conferencias de Teherán, Yalta y Potsdam, en las que se organizó el reparto del mundo en dos bloques ideológicos.

Stalin ha pasado de ser considerado un mito del socialismo internacional a estar incluido en la nómina de dictadores irracionales del siglo XX. No en vano se conoce como estalinismo al régimen político caracterizado por el rígido autoritarismo comunista. El pacto de no agresión que firmaron Hitler y Stalin tuvo una consecuencia inesperada para Gombrowicz: se quedó un cuarto de siglo en la Argentina.
“Cuando llegamos a Buenos Aires la situación internacional parecía distenderse. Pero al día siguiente de nuestra llegada, los telegramas de Moscú y de Berlín que anunciaban el pacto de no agresión entre Alemania y Rusia cayeron sobre el mundo como un cañonazo. ¡Era la guerra! Una semana más tarde, las primeras bombas alemanas caían sobre Varsovia. Seguía viviendo en el barco con mi amigo Straszewski (...)”

“Al enterarse de la declaración de la guerra, el capitán decidió regresar a Inglaterra (ya no se podía pensar en llegar a Polonia). Straszewski y yo celebramos un consejo de guerra. Él optó por Inglaterra. Yo me quedé en la Argentina”. Gombrowicz vivió en una época que experimentó un ascenso irresistible de la actividad política cuyas formas más representativas fueron el fascismo y el marxismo.
Las posturas políticas de Gombrowicz son ajustes de cuentas que hace entre el individuo y la nación, un pedido de cuentas a ese pedazo de tierra creado por las condiciones de su existencia histórica y por su situación especial en el mundo. El propósito de Gombrowicz es reforzar y enriquecer la vida del individuo haciéndola más resistente al abrumador predominio del estado y de las instituciones colectivas que presionan sobre el hombre.

Benito Mussolini, Adolf Hitler y Józef Stalin quisieron ser dioses utilizando dos de los cuatro atributos omnímodos que tiene Dios: la omnipotencia y la omnisciencia, recurriendo el poder militar y una ideología. De entre los tres dictadores el que pudo prescindir finalmente de la ideología una vez que el régimen llegó a su apogeo fue Hitler, poniendo al descubierto el funcionamiento de la forma, el gran descubrimiento de Gombrowicz.
La tesis de Gombrowicz es que Hitler se armó de una enorme audacia para alcan-zar el límite del terror, y creció con el miedo ajeno. Aplicó el prin-cipio de que ganaría el que tuviera menos miedo, y que el secreto del poder consiste en dar un paso más, en aterrorizar al otro y aplastar-lo, tanto que el otro sea una persona o una nación; ese paso más frente al que los demás exclaman: –No lo doy.

Quiso que una vida extremadamente cruel fuera la prueba definitiva de su capacidad de vivir, y quiso también alcanzar la he-roicidad luchando contra su propio miedo. Se prohibió la debilidad y se cortó la retirada, una estrategia absolutamente contraria a las tácticas de Gombrowicz. Es muy útil descomponer el ascenso de la forma desde la persona hasta la historia, siguiendo el camino de Hitler.
Primero se unió a un conjunto pequeño de indivi-duos y se hizo líder de ese grupo reducido a partir de sus cualidades personales, y en esta primera fase del proceso la idea era el instru-mento para conseguir el sometimiento del otro. Hasta aquí, tanto el líder como sus subalternos estaban situados en un terreno humano, po-dían renunciar. Aquí empieza a aparecer un factor decisivo.

El aumen-to de la cantidad cambia la dimensión, se hace inaccesible para un so-lo individuo. La forma demasiado pesada y maciza empezaba a vivir su propia vida. Un poco de fe en cada obediente se multiplicó por la can-tidad y se convirtió en una carga de fe peligrosa, porque cada uno de ellos ya no podía saber cómo reaccionarían los demás, a los que no co-nocía, si se le ocurriera decir: –Renuncio.
Hitler, reforzado por la cantidad y por la fe, había crecido, pero todavía no había nada en su naturale-za privada ni en la de los otros que les impidiera tomar la palabra, y decir: –Paso. La forma creció por su propia ley general y transfirió a una esfera superior la acción de la conciencia individual: Hitler fue dejando de actuar con su propia energía y utilizó la fuerza de la ma-sa, superior a la suya propia.

El grado de excitación entre el líder y sus subordinados creció en audacia y alcanzó tal estado de ebullición que el conjunto se volvió terrible y superó la capacidad de cada uno de sus miembros. En este continuo ascenso de la forma, el terror se a-poderó de todos, también del jefe, que entró en una dimensión extrahuma-na; ya nadie podía retroceder, porque sus conductas habían sido trans-feridas de la región humana a la interhumana.
Gombrowicz introduce la idea teatral del artificio, una idea que denota todo su mundo. Hitler finge ser más valiente de lo que es para forzar a los demás en esta carrera enloquecida del crecimiento de la forma, pero de este artifi-cio nació una realidad que produjo hechos. Las masas no pudieron sen-tir el carácter teatral de la actuación de su líder, y una nación de millones de habitantes retrocedió aterrorizada.

Los alemanes no pudieron resistir la aplastante vo-luntad de su jefe. El jefe se vuelve grande con una grandeza verdaderamente extraña cuyo rasgo más característico es que se estaba creando desde el exterior. Hitler se había partido en dos: un Hitler privado con pensamientos y sentimien-tos simples estaba en manos del Gran Hitler, que se le imponía desde afuera.
Una vez que estas transformaciones entraron en la esfera inter-humana, la idea ya no funcionó, porque no era necesaria, era una aparien-cia detrás de la cual el hombre se posesionó del hombre. Una mano blan-da que no hacía tanto tiempo tomaba un pincel para hacer trazos sobre una tela se convirtió en una maza con la que se golpeó a la historia. Gombrowicz se tomó un descanso de un cuarto de siglo alejándose de todas estas tensiones que lo habían perseguido en Europa.

“Veinticuatro años de esta liberación de la historia. Buenos Aires: un campo de seis millones de personas, un campamento de nómadas, una inmigración procedente de todo el globo terráqueo: italianos, españoles, polacos, alemanes, japoneses, húngaros, todo mezclado, provisional, viviendo al día... Los auténticos argentinos decían con naturalidad ‘qué porquería de país’, y esa naturalidad me sonaba a maravilla después de la furia sofocante de los nacionalismos”


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