lunes, 22 de noviembre de 2010

WITOLD GOMBROWICZ, EL OMBLIGO Y EL CULO DEL MUNDO

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ, EL OMBLIGO Y EL CULO DEL MUNDO



“Por aquel entonces escribía cuentos a escondidas y en mi cabeza no entraba otro proyecto. Pero mi familia había tomado la decisión de enviarme a París a continuar mis estudios y yo no estaba tan loco como para resistirme. Por supuesto, podía ir a París, tanto más cuanto que esos estudios me permitían aplazar ese servicio militar al que temía con verdadero pánico (...)”
“En el Instituto de Altos Estudios Internacionales donde estaba matriculado, había muchos jóvenes interesantes llegados del mundo entero, pero de nada me servía porque iba muy poco la célebre escuela y me había hartado de estudiar. En París no visité ningún museo y toda mi estancia allí se limitaba a andar tontamente por las calles parisienses si hacer absolutamente nada (...)”

“Cuando se lo cuento a los argentinos que durante años han guardado dinero en el calcetín para poder permitirse una peregrinación la Ville Lumière sus dientes crujen. Sin embargo mi indiferencia por París no era más que una apariencia. El chino Chou, a quien cariñosamente llamaba Mon chou, me arrastró a uno de los cafés cercanos al Panteón y me presentó a sus amiguetes (...)”
“Era una juventud con estímulo, vivaz, violenta, incisiva, que poseía una notable capacidad para la formulación. Venían al café también unos cuantos curas, sospecho que más bien por el placer de discutir que para luchar contra los incrédulos. Yo me comportaba con extrema reserva. Mi instinto me aconsejaba no llamar la atención. Estaba contento cuando se me tomaba por un inglés, pero una noche tuve con ellos un pequeño altercado (...)”

“¿Le gusta París?; –Así, así. A decir verdad no he visitado nada; –¿Por qué?; –No me gusta levantar la cabeza delante de los edificios y, en general, las visitas turísticas me aburren y deprimen; –¿Así que París no ha tenido la suerte de caerle en gracia?; –Bueno... más o menos... no mucho; –Pero, cómo, ¿no le gustan las perspectivas de la Place de la Concorde?; –Cómo no, siento respeto por todo ese Gótico y por el Renacimiento (...)”
“Lástima que la población no esté a la altura... Para ser sincero los parisinos son más bien feos y carecen de encanto. Mis comentarios fueron recibidos con regocijo. Les apasionaba discutir, frecuentemente nos enredábamos en las marañas de la filosofía de Bergson o en la cuestión anarquista”. Henri Bergson era el filósofo que apasionaba a los franceses en el tiempo en que Gombrowicz hace su peregrinación a París.

Era el tema de discusión más importante en la mesa del café donde discutía con los amiguetes del chino Chou. Aunque Gombrowicz no se plegaba a la maraña de filosofemas de Bergson, sin embargo el filósofo era para él de gran utilidad en su reacción contra el positivismo y en su combate con la ciencia. “Mi situación no tenía nada de envidiable, estaba solo frente a una banda de gente muy segura de sí misma (...)”
“Esa gente no paraba de burlarse de todo cuanto podía, estaba totalmente solo con mis ideas provincianas y con mi francés que, sin ser un desastre, no podía compararse a la fluidez y agilidad de su lenguaje. Comprendí que tenía que obrar con sensatez, que no podía permitirme ni una pizca de estupidez. Que mi inteligencia tenía que reflejarse no solamente en mis palabras, sino también en el mismo modo de hablar, escuchar, en la mirada (...)”

“Había llegado la hora de poner a prueba toda mi sabiduría polaca que crecía lentamente. Este juego se volvía cada vez más serio, hasta que al final íbamos a ese café como a un campo de batalla para librar un combate que duraba varios días y estaba muy lejos de concluir. Para mí, todo eso tenía una importancia capital. Como polaco, como representante de una cultura más débil, tuve que defender mi soberanía (...)”
“No podía permitir que París se me impusiera. Y durante esas batallas me di cuenta de que lo que hasta entonces me había impedido gozar de París fue justamente eso: la necesidad de preservar mi independencia, dignidad y orgullo. Tenía que evitar a toda costa convertirme en un alumno, imitador, acólito, admirador y mirón. Atribuyo una importancia enorme a aquellas discusiones enconadas (...)”

“Esas polémicas tuvieron lugar en la pequeña cafetería del Boul’Mich, en aquella mesa del rincón; fue allí y entonces cuando por primera vez cogí por los cuernos a un toro con el que luego me enfrentaría en numerosas ocasiones, el toro de la superioridad occidental. Veo la escena como si hubiera ocurrido ayer: junto a la pared había un sofá donde estaban sentados unos dependientes de la tienda que se inmiscuían en nuestra conversación (...)”
“De lado, aunque en principio sentado en otra mesa, participaba también un poeta catalán, el padre Barcelos, mientras nosotros, seis o siete con el chino Mon chou, discutíamos arduamente gritando como desesperados. La dialéctica es la madre de la ciencia. Fue entonces cuando descubrí el método apropiado para polemizar con París”. El abate Barcelos le tenía aprecio a Gombrowicz.

Lo consideraba una oveja descarriada pues ese joven de buena familia había llegado a relacionarse con algunos tratantes de blancas, y por el aprecio que le tenía tuvo que intervenir en una mediación importante y providencial que lo salvó de la cárcel. “Poco a poco me iba integrando en París y es posible que hubiese terminado siendo un verdadero parisino, pero las cosas se complicaron (...)”
“No estudiaba nada, no pasaba los exámenes, ni me asomaba por el Instituto de Altos Estudios Internacionales. ¿Cómo justificarlo ante mi padre quien en sus cartas preguntaba por mis progresos? Por suerte, los vértices de mis pulmones que parecían curados volvieron a dar señales de vida. Apareció la febrícula acompañada de un debilitamiento general, Janek Balinski se ocupó de mí y me mandó al médico (...)”

“Llegué a la conclusión de que esa enfermedad me caía del cielo como la mejor justificación de mi holgazanería y me puse a quejarme delante del matasanos, quien enseguida sentenció que debía partir inmediatamente hacia el sur, hacia las montañas. De este modo, una noche cualquiera me encontré en un tren que me llevaba a la región de los Pirineos Orientales, allí donde los Pirineos se lanzan al Mediterráneo (...)”
“Viajaba con el espíritu en estado de ebullición, lleno de los fermentos acumulados durante mi estancia en París y justamente aquella noche se me hizo claro y evidente que sería artista, escritor. Al sumergirme en esa noche de Francia tuve la sensación de estar penetrando en mi propio futuro. En el transcurso de ese viaje no sucedió nada extraordinario (...)”

“Sin embargo, todavía hoy cuando viajo en tren de noche y centellean detrás de las ventanas luces misteriosas y formas inexploradas, vuelve a golpearme la fortísima impresión de aquel viaje colmado de intensos presentimientos, casi lindantes con la evidencia”. En el tren que lo llevaba de París a los Pirineos Orientales entabló conversación con una joven escocesa bastante feucha durante gran parte de la noche.
Cuando la joven se enteró de que sus caminos se separaban en Perpignan supuso que después no se volverían a ver, entonces, sin pensarlo dos veces, le hizo unas confidencias realmente monstruosas: en la casa familiar ocurrían cosas indecentes en las que la escocesa participaba activamente. Se despidieron cariñosamente en Perpignan. Gombrowicz llegó a su destino y se hizo compinche de unos lugareños que jugaban al billar.

El domingo del primer fin de semana Gombrowicz con sus compinches se fueron en bicicleta a Banyuls, un pequeño puerto cercano. En se trayecto tuvo su primer deslumbramiento con el Sur. Pedaleaba hacia abajo con ese grupo de meridionales desenfrenados, de pronto se le apareció a lo lejos la superficie inmóvil y resplandeciente del mar latino como si se levantara un telón.
Lo que no habían podido hacer las catedrales y los museos de París lo lograba ese camino vertiginoso que apuntaba al mar. Gombrowicz comprendió el Sur, a Francia, a Italia, a Roma, todo eso se le apareció por primera vez en forma hermosa. Y se le apareció justamente a él, que hasta entonces había considerado a la gente de tez morena como un tipo humano inferior.

La blancura de las piedras, el noble gris ceniza de los plátanos, el azul al frente, la nitidez de las líneas y la plenitud de la forma. Toda la cultura francesa, que hasta entonces le había parecido burguesa y repugnante, se le apareció como algo elemental y salvaje. Nunca más sintió aversión hacia el Sur, el Mediodía lo atrapó con una dureza refulgente, un deslumbramiento que preparó el camino para ese viaje que hizo más tarde a la Argentina.
Gombrowicz decidió quedarse algunos días en la playa del puerto de Banyuls, pero en la mañana del cuarto día vio a la escocesa que le había confesado acontecimientos indecentes en los ella participaba, sentada en la arena. “Banyuls es un puerto diminuto con a penas cuatro casas acurrucadas en los escondrijos multicolores de una orilla abrupta; un paisaje encantador, dulzón, estilo bombón, como una tarjeta postal (...)”

“No me agrada esa belleza tan ostentosa, sin embargo, la pureza del entorno, la inmaculada austeridad de los claroscuros, la blancura de las casitas planas y el azul solemne, eran tan patéticos que me reconciliaban con el paisaje. Decidí quedarme allí, aunque fuera contra la voluntad del médico quien me aconsejaba la montaña, y, al día siguiente, traje mi maleta y busqué una pensión”.
La situación era más embarazosa para la escocesa que para Gombrowicz. Sea como fuere ambos se ponían como un tomate cuando se veían a la distancia. Gombrowicz decidió mudarse a un pueblo vecino. El día después de la llegada, cuando salía del hotel a la mañana, vio a la escocesa bajando del autobús, a ella también se le había ocurrido la idea de mudarse.

Gombrowicz consideró a estas circunstancias como un exceso de realidad y nunca se atrevió a ponerlas en una novela. “Yo he conocido varias veces en mi vida aquello que se llama concursos de circunstancias, tan asombrosos que no me atrevería jamás a introducir algo semejante en una novela. Pasa lo mismo con las puestas de sol, cuando alguien dice: ‘Si un pintor pintara esto, dirían que exagera’”.
Sea exceso de realidad, concurso de circunstancias o irrealidad la cuestión es que la falta de realidad era un asunto muy complicado para Gombrowicz. Tanto era así que podríamos decir que una buena parte de las historias que cuenta en sus novelas no es real, y no sólo porque no relate acontecimientos que hayan ocurrido verdaderamente, sino porque son historias que no pueden ocurrir en el mundo real.

Todas sus narraciones tienen elementos fantásticos, y estos productos de la imaginación son los que le hacen posible la actividad de escribir. El defecto de realidad es entonces el que pone en marcha su obra, pero no su desarrollo ni su término, pues todas ellas tienen, como quien diría, una moraleja. Si el defecto de realidad es el motor de su literatura, se podría decir que el exceso de realidad obraría como un palo en la rueda.
Las tensiones entre la madurez y la inmadurez, entre la superioridad y la inferioridad que tan tempranamente se le manifestaron a Gombrowicz, tuvieron dos representantes que a menudo vuelven en los diarios como el corsi e recorsi del destino: París y Argentina, el ombligo y el culo del mundo. Las obras que expresan más claramente este conflicto son dos novelas contiguas aunque muy separadas en el tiempo: “Ferdydurke” y “Transatlántico”.

“Transatlántico” es la obra polaca más argentina de Gombrowicz, ya tenía encima más de la mitad del tiempo que vivió en Argentina, y no pudo ni quiso sustraerse a su influencia. “Doscientos dólares, toda mi fortuna, me bastaron durante cerca de seis meses, la Argentina era por entonces un país excepcionalmente barato. A veces me veía obligado a pedir prestados algunos pesos para poder comer, unas situación que se prolongó hasta 1947 (...)”
“Después trabajé en el Banco Polaco durante siete años, esto me resultó terriblemente aburrido. El regusto amargo, trágico y poético de los primeros siete años no habrían de borrases fácilmente. Me dejé arrastrar sin vacilaciones en aquel caos de lenguas diversas, me convertí en uno de ellos. Mi ‘Transatlántico’ no alude a un barco, sino a algo como a través del Atlántico (...)”

“Se trata de una novela que mira hacia Polonia desde la tierra argentina. Sigue divirtiéndome ese ‘Transatlántico’, jocoso, esclerosado, barroco, absurdo, escrito en un estilo arcaico, lleno de extravagancias idiomáticas, a veces inventadas... Es la menos conocida de mis novelas, ya que esas excentricidades lingüísticas no resultan fáciles de traducir (...)”
La novela comienza cuando Gombrowicz manifiesta su necesidad de comunicarle a su familia perdida en una Polonia destruida por la guerra, a sus parientes y a sus amigos el comienzo de sus aventuras en la capital de la Argentina, unas aventuras que ya duraban diez años. Llega a Buenos Aires el 21 de agosto de 1939 y desde el primer día, a la salida de las recepciones, les agredían los oídos con el grito obsesivo de “Polonia”.

Ese grito se escuchaba en las calles de Buenos Aires, Gombrowicz se daba cuenta que algo no andaba bien, no había remedio, la guerra estallaría de hoy para mañana. El barco recibe la orden de partir y Gombrowicz se despide de un amigo embarcado con él deseándole un buen viaje. El pobre compatriota sólo atina a rogarle que se presente rápidamente en la embajada.
Cuando el barco se está alejando Gombrowicz pronuncia una blasfemia terrible contra Polonia y se interna en la ciudad. Estaba completamente desorientado y sin dinero, así que visita a un compatriota que había sido vecino de uno de sus primos en Polonia para pedirle opinión y consejo. Pero este hombre empieza a decirle que aprobaba y que no aprobaba su decisión de quedarse.

Que había hecho bien y tal vez mal, que él no estaba tan loco como para opinar en estos tiempos o como para no opinar, que tenía que presentarse enseguida en la embajada o no presentarse, que era igual si se presentaba o si no se presentaba, que se podía exponer o no exponer a graves riesgos. Y, en fin, que hiciera lo que le pareciera oportuno o que no lo hiciera.
Perdido entre la muchedumbre Gombrowicz decidió no inmiscuirse en el asunto de la guerra, no era un asunto de su incumbencia, si allá tenían que sucumbir, que sucumbieran. Fue a la embajada, se echó a llorar y se puso a los pies del embajador, le besó la mano, le ofreció sus servicios y su sangre. Le rogó que en ese momento sagrado, según fuera su santa voluntad y entender, dispusiera de su persona.

El embajador le dijo que sólo podía darle cincuenta pesos, que no tenía más, pero que si quería irse a Río de Janeiro a importunar al embajador de allá, le pagaría el viaje y le daría algo más, que no quería literatos por acá porque lo único que sabían hacer era pedir plata y después ladrar. Gombrowicz se dio cuenta de que el embajador lo estaba despidiendo con moneda menuda, entonces le dijo que él era una literato pero también era un Gombrowicz.
Y cuando el embajador le preguntó de cuáles Gombrowicz era Gombrowicz, le respondió que de los Gombrowicz Gombrowicz, entonces el diplomático le ofreció ochenta pesos en vez de cincuenta, ni un peso más. Le recordó que estaban en guerra y que había que marchar para vencer a los enemigos, matarlos, destrozarlos y aplastarlos, y que no fuera ladrando por ahí que el embajador no había marchado y hablado delante de él.

Le pidió que escribiera artículos para celebrar la gloria de los genios polacos, que por ese servicio le podía pagar setenta y cinco pesos mensuales. Era necesario ensalzar a la patria en momentos tan difíciles, pero Gombrowicz le contestó que no podía hacerlo porque le daba vergüenza, entonces el embajador lo empezó a tratar de comemierda, y le recordó que la embajada le había rendido homenaje.
Lo iba a presentar a los extranjeros como el Gran Comemier… Genio Gombrowicz. La primera consecuencia de su presentación en la embajada fue que lo invitaron a una recepción. Se trataba de una reunión en la casa de un pintor a la que iban a asistir los escritores y artistas locales. Tenía una gran seguridad en su maestría y sabía que como maestro lograría superar y dominar a todos los demás.

Cuando llegó sus compatriotas lo glorificaron, el consejero Podsrocki lo presentaba y ensalzaba como el gran maestro y genio polaco Gombrowicz. Como nadie le llevaba el apunte, el consejero Podsrocki lo empezó a tratar de comemierda y le exigió que hiciera algo para no avergonzarlos. Entró un hombre vestido de negro, se notaba que era una persona muy importante, un gran escritor, un maestro.
Llevaba en los bolsillos una cantidad inconcebible de papeles que perdía a cada momento, y debajo del brazo algunos libros, se volvía a cada rato inteligentemente inteligente. Los compatriotas de Gombrowicz lo empezaron a azuzar para que mordiera al hombre de negro, que si no lo hacía lo iban a tratar de comemierda y a morder. Entonces Gombrowicz habló con la persona más cercana en voz bastante alta.

“No me gusta la mantequilla demasiado mantecosa, ni los fideos demasiado fideosos, ni la sémola demasiado semolosa, ni los cereales demasiado cerealientos”. El hombre de negro le respondió que la idea era interesante pero no nueva, que ya Sartorio la había expresado en sus “Eglogas”, entonces Gombrowicz le manifestó que no le importaba un comino lo que decía Sartorio.
Lo que le importaba era lo que decía él, el que hablaba; el gran escritor sin pensarlo dos veces le contestó que la idea no era mala pero que existía un problema, ya había dicho algo parecido Madame de Lespinnase en sus “Cartas”. Gombrowicz perdió el aliento, aquel canalla lo había dejado sin palabras, entonces empezó a caminar, y cada vez caminaba con más furia, sus compatriotas estaban rojos de vergüenza y los demás de ira.

Pero alguien comenzó a caminar con él, era un hombre alto, moreno, de rostro noble. Sin embargo, sus labios eran rojos, estaban pintados de rojo. Huyó como si lo persiguiera el diablo. El moreno lo siguió, era muy rico, vivía en un palacio, se levantaba al mediodía para tomar café y luego salía a la calle y caminaba en busca de muchachos; aunque vivía en una mansión simulaba ser su propio lacayo.
Tenía miedo que los muchachos le pegaran o que lo asesinaran para sacarle la plata. El moreno estaba perdidamente enamorado de un joven rubio hijo de un comandante polaco. Junto a Gombrowicz, en la Plaza San Martín, vio al joven rubio, lo siguieron hasta el Parque Japonés, y allí encontraron a los tres socios de la empresa equino-canina donde trabajaba Gombrowicz.

Los socios empezaron a decirle a Gombrowicz que entonces no era tan loco como pensaba la gente, que el moreno tenía millones, insinuándole de esa manera una aventura con él. El joven rubio estaba tomando cerveza con el padre, un hombre bueno, decente, cortés y aterciopelado. Le comenta a Gombrowicz que va a enrolar a su único hijo en el ejército polaco.
Gombrowicz lo previene contra el moreno y le sugiere que se vaya del lugar, el padre no accede. El moreno brinda con el padre desde lejos, el comandante se lo prohibe con un gesto. El moreno se irrita y le arroja el jarro de cerveza, le parte la frente y brota la sangre. Primero la vergüenza en la embajada, después en la casa del pintor, y ahora en el Parque Japonés, mientras allá, del otro lado del océano, se derrama la sangre.

A la mañana siguiente apareció el padre en la pensión de Gombrowicz. Le rogó que desafiara al moreno en su nombre. Vaca o no vaca el hecho era que ese malvado llevaba pantalones y que lo había ofendido públicamente. Cuando Gombrowicz se lo contó al moreno éste le recriminó que se hubiera puesto de parte del viejo y no del joven, que tenía que defender al joven de la tiranía del padre.
De qué le servía a los polacos ser polacos, ¿acaso habían tenido hasta hora un buen destino? Gonzalo se preguntaba si no estaban hasta la coronilla de su polonidad, si no les bastaba ya el martirio, el eterno suplicio y el martirologio, había llegado el momento de la filiatría. Aceptaba el duelo bajo la condición de que las balas fueran de salva, que las verdaderas se debían escamotear al momento de cargar la pistolas en el forro de la manga.

Para asegurar esta impostura Gombrowicz nombró a dos socios de la empresa equino-canina como padrinos del duelo. El moreno había rematado su exhortación con la palabra filiatría, y esta palabra le retumbaba en la cabeza a Gombrowicz junto a los gritos de “Polonia, Polonia” que escuchaba en la calle mientras caminaba presuroso hacia la embajada.
¡Viva nuestro heroísmo!, exclamaba el embajador, un coronel ya le había contado lo del duelo entre el comandante y Gonzalo. Como todos descontaban que el duelo terminaría sin sangre convinieron en agasajar al comandante con una comida que se daría en la embajada; mientras el consejero Podsrocki volcaba en el libro de actas la invitación que estaba haciendo el embajador escribió también que iban a asistir al duelo.

Tenían que ver la valentía del polaco con la pistola en la mano atacando al enemigo. Pero un duelo no es una partida de caza, tenían que asistir con una excusa bien pensada, bien podría ser una cacería con galgos a la que invitarían a los extranjeros. Mientras tanto Gombrowicz le preguntaba al embajador cómo era posible que marcharan sobre Berlín si los combates se estaban librando en los suburbios de Varsovia.
El embajador le dijo que todo se había ido al diablo, que todo había terminado. Habían perdido la guerra y había dejado de ser embajador, pero la cabalgata se iba a realizar de todos modos. Al día siguiente, el duelo, se dio la señal y los adversarios entraron al terreno. Gombrowicz cargó las pistolas y metió las balas en el forro de la manga. Vacío absoluto, eran disparos vacíos.

A lo lejos apareció la cabalgata; vacío porque no había balas y vacío porque no había liebres. El duelo era una trampa que no tenía fin porque se había convenido a primera sangre. De pronto se oyó un furioso ladrido de perros y un grito espantoso. El hijo estaba siendo atacado por los perros, el padre disparó contra los animales enfurecidos pero con un revolver vacío, entonces, el moreno se arrojó sobre la jauría y salvó la vida joven.
El padre se conmovió y le ofreció su amistad eterna que el moreno aceptó. Para cerrar todas las heridas Gonzalo lo invito a su casa. No era el palacio de la ciudad, era otro distante a tres leguas, el comandante tenía malos presentimientos pero igual fue. Pinturas, esculturas, tapices, alfombras, cristales… se depreciaban muy rápidamente por su abundancia excesiva. La biblioteca estaba llena de libros y de manuscritos amontonados en el suelo.

Era una montaña que llegaba hasta el techo sobre la que estaban sentados ocho lectores flaquísimos dedicados a leer todo. Obras preciosas escritas por los máximos genios, se mordían y devaluaban porque había demasiadas y nadie podía leerlas debido a su excesiva cantidad. Lo peor es que los libros se mordían como si fuesen verdaderos perros rabiosos hasta darse muerte.
El moreno regresó pero vestido con una falda y le dio indicaciones a un muchacho para que se pusiera en el medio de la sala y luciera su figura, que para eso le pagaba. Pero ese mequetrefe estaba allí, más que para lucir su figura, para moverse en honor al hijo, pues cada vez que se movía el hijo también se movía él. Al final fue un alivio que el dueño de casa diera la señal de ir a dormir.

Le confiesa al padre que lo había traicionado con el moreno realizando un duelo sin balas, Gombrowicz estaba conmovido y estalló en llanto frente al padre que desesperado por la congoja le hace un juramento sagrado. Iba a lavar su honra con sangre, pero no con la sangre afeminada de ese miserable, sino con la sangre densa y terrible de su propio hijo, era la ofrenda del hijo que le hacía a la guerra.
Cuando el moreno se entera de que el padre quiere matar al hijo le dice a Gombrowicz que tiene un medio para convencer al hijo de que mate al padre, y al convertirse en parricida necesitará su amparo, se ablandará y caerá en sus manos afectuosas y protectoras. El moreno y el hijo juegan en un frontón y golpean a la pelota con todas sus fuerzas, bam, bam, bam, resonaban los golpes.

Mientras tanto el mequetrefe golpeaba con una madera unos palitos que estaban mal colocados, bum, bum, bum. Y en medio de aquel bum-bam la pelota zumbaba y el hijo golpeaba más fuerte porque sentía que tenía un partidario. El padre comprendió que con el bumbam le estaban robando al hijo… Gombrowicz había perdido la patria, se había asociado con el moreno en una empresa ignominiosa para humillar al padre…
Los compañeros de Gombrowicz de la empresa equino-canina donde trabajaba sintieron la necesidad de llevar a cabo un hecho más terrible aún que el filicidio y el parricidio que estaban planeando el padre y Gonzalo, un horror que los colmara de poder, se propusieron entonces torturar al embajador junto a su mujer y sus hijos. Después los matarían a todos arrancándoles los ojos.

Todo les parecía poco, así que pensaron que lo mejor sería matar al hijo del comandante, esa muerte aumentaría tanto el horror que la naturaleza, el destino y el mundo entero iban a cagarse en los pantalones. El moreno y el hijo jugaban a la pelota y el mequetrefe se movía con el joven clavando palitos, bumbambeaban. Mientras tanto el comandante se paseaba comiendo ciruelas.
El hijo estaba delante de Gombrowicz con su vos fresca y alegre, su risa armoniosa, los movimientos de todo su cuerpo ágiles y livianos. El padre observaba al moreno que llevaba el ritmo del bumbam, y el bumbameo unía a los muchachos debajo de los árboles. ¡A bailar!, un gentío increíble, la flor y nata de la colonia polaca, mejor olvidar y no dejar transparentar nada.

En la oscuridad se escondían algunas siluetas monstruosas, unas siluetas que parecían perros pero tenían cabezas humanas, se agrupaban en un montón y parecían brincar, copular y morder. Los polacos de la empresa equino-canina se preparaban para ser terribles matando al hijo. Las parejas bailaban y el hijo bailaba con una hermosa polaquita lleno de brillo y gallardía.


Si el joven saltaba, el mequetrefe saltaba, bailaban al ritmo del bumbam, temblaban los cristales, la colonia polaca quería bailar la mazurca pero era imposible, sólo había bumbam. El padre tomó un gran cuchillo y lo guardó en un bolsillo. Y, de pronto, bum, el criado contra una lámpara; y el hijo, bam, a la lámpara; vuelve el mequetrefe, bum, a un jarrón; y el hijo, bam, al jarrón.

Bum, el criado contra el padre; el padre cae al suelo y ya se apresuraba el hijo a bambearlo con su bam. En aquel pecado general, mortal, en aquella debacle, en medio de esa enorme corrupción no existía otra cosa que el llamado del bum-bam y el trueno del asesinato. El hijo volaba hacia el padre, pero en vez de bambearlo con su bam, lo bambeó con una risa que le estalló en la garganta.


El embajador también estalló de risa. Fue un bramido de risa general en todo el salón. Junto a las paredes habían quienes se pedorreaban y quienes se meaban de risa. Bambeabam. “Y, entonces, de risa en risa, riendo, bum; riendo; bam, bum, bumbambeaban”



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