domingo, 4 de julio de 2010

WITOLD GOMBROWICZ Y LA PINTURA



JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS



WITOLD GOMBROWICZ Y LA PINTURA


“La pintura... Qué sé yo. Es posible que mi fobia sea exagerada. No puedo negar, a pesar de todo, que en un cuadro, incluso cuando es una copia fiel de la naturaleza, hay algo que cautiva y atrae. ¿Qué es lo que cautiva y atrae? Indudablemente, un paisaje pintado nos dice cosas distintas que ese mismo paisaje al natural, su acción sobre nuestro espíritu es diferente (...)”
“Pero no porque el cuadro sea más bello que la naturaleza, no, el cuadro siempre será una belleza torpe, una belleza estropeada por la inhábil mano del hombre. Pero tal vez en esto se oculta el secreto de la atracción. El cuadro nos transmite una belleza sentida, ya percibida por alguien, es decir, por un pintor. La contemplación de un objeto, cualquiera que este sea, nos sume en la desesperación de la soledad (...)”

“Esta angustia nuestra ante la cosa como tal, nos da la explicación de este fenómeno paradójico que hace que un tronco pintado e imperfecto nos sea más próximo que un tronco natural con toda su perfección. Un tronco pintado es un tronco pasado por el hombre... Hace poco, en un banquete, vi a los pintores, todo un gremio. La conversación se centró en la exposiciones, los premios, la venta de cuadros (...)”
“Eran como propietarios de empresa preocupados por su fabriquita, previsores y algo amargados, resentidos con la sociedad, que no entiende nada y no quiera comprar... Ellos por lo general son anarquistas, a veces comunistas, pero en realidad están ligados de por vida a la burguesía. Y se diga lo que se diga, sus objetos valiosos son para que alguien los posea, los posea materialmente, para que se conviertan en propiedad de alguien (...)”

“La posesión en este arte tiene una gran importancia, y esto es imposible sin el capital privado”. La fobia de Gombrowicz con la pintura tiene orígenes remotos: Leonardo da Vinci, el Louvre, la Gioconda. Leonardo da Vinci es un personaje histórico que tiene para Gombrowicz el atractivo de ser archinteligente y de conocimientos completos, unas cualidades que debieron ejercer sobre él una enorme sugestión en su juventud.
Leonardo da Vinci, arquitecto, escultor, pintor, inventor, músico, ingeniero y el hombre más representativo del Renacimiento, es considerado como uno de los más grandes pintores de todos los tiempos y la persona con más variados talentos de toda la historia de la humanidad. Leonardo se revela grande sobre todo como pintor. Regular y perfectamente formado, parecía, en las comparaciones de la humanidad común, un ejemplar ideal.

Del mismo modo que la claridad y la perspicacia de la vista se reflejan más apropiadamente en el intelecto que en los sentidos, así la claridad y la inteligencia eran propias de Leonardo da Vinci. No se abandonó nunca al último impulso de su propio talento originario e incomparable y, frenando todo impulso espontáneo y casual, quiso que todo fuese meditado una y otra vez.
Siempre atento a la naturaleza, consultándola sin tregua, no se imita jamás a sí mismo; el más docto de los maestros es también el más ingenuo, y ninguno de sus dos émulos, Miguel Ángel y Rafael, merece tanto como él ese elogio. El interés por Leonardo da Vinci nunca se ha satisfecho, a través de los siglos ha llegado hasta nosotros. Las multitudes aún hoy hacen cola por ver sus obras y sus dibujos más famosos se divulgan en camisetas.

Los escritores actuales, siguen maravillándose de su enorme genio. Especulan sobre su vida privada y, particularmente, sobre lo que alguien tan inteligente pensaba realmente. La archiinteligencia, los conocimientos completos y el humanismo eran cuestiones que subyugaban su conciencia, por lo tanto Leonardo da Vinci debió ser en su juventud algo así como el Norte de Gombrowicz.
“Yo en aquel entonces estaba efectivamente en mala disposición con el arte. Me saturaba de Schopenhauer y de su antinomia entre la vida y la contemplación, y de Mann en cuya obra este contraste toma un aspecto aún más doloroso. El arte era para mí el fruto de la enfermedad, la debilidad, la decadencia; los artistas no me gustaban, por decirlo así, personalmente, yo prefería al mundo y a la gente de acción (...)”

“Estas fobias, a mi edad, eran apasionadas, yo tenía entonces veinticinco años, una edad en la que aún no se ha renunciado a la belleza. El mundo artístico me atraía por su libertad y su esplendor, pero me repudiaba física y moralmente. Así que esa excursión al Louvre no era tan inocente como pudiera parecer. Escaleras. Estatuas. Salas. Al franquear el umbral de ese templo, empezaron a ocurrir cosas raras, aunque en cada uno de diferente manera
“Con la expresión de un perfecto campesino echaba unas miradas descuidadas a aquellas salas llenas de la monotonía infinita de las obras de arte, aspiraba ese olor a museo que da dolor de cabeza, mientras mis ojos se deslizaban de un cuadro a otro con esa expresión mezcla de aburrimiento y menosprecio que produce el exceso. Eran demasiado numerosas esas obras maestras y la cantidad mataba la calidad (...)”

“Y también la mataba esa disposición tan uniforme sobre las paredes”. Desde muy joven la admiración constituyó para Gombrowicz una actitud absolutamente impracticable. No sé que es lo que habrá hecho en Polonia pero aquí, en Buenos Aires, entraba a las exposiciones renqueando apoyado en alguno de nosotros, un maniobra que sorprendía a los que no conocían a Gombrowicz.
Si le preguntaban por qué renqueaba, en algunos ocasiones alegaba que lo hacía para compensar alguna falta de balance de la propia exposición. En otras ocasiones decía que renqueaba porque le dolía mucho una pierna, y que era una lástima que la belleza de la pintura calmara menos el dolor que una aspirina. Cuando en la quinta de Hurlingham me presentó las esculturas metálicas de Giangrande evitó que me pusiera en pose.

“Vea, son unos pluviómetros muy especiales que se fabrican aquí para una empresa agrícola. Cuando se me ocurre ir a un museo me preocupo mucho más por los rostros de los visitantes que miran las pinturas que por los rostros pintados. Mientras los rostros pintados miran con una tranquilidad soberana, en los rostros vivientes y reales se nota algo convulsivo y desesperado (...)”
“Un semblante falso y ficticio que hasta puede asustar a una persona poco acostumbrada. Ah, por Dios, estas miradas piadosas o conocedoras, ese esfuerzo para estar a la altura, esa pseudo profundidad que se junta con todo un mar de pseudo impresiones, pseudo sentimientos, pseudo juicios. La Gioconda es una hermosa tela, de eso no cabe ninguna duda (...)”

“Pero si Leonardo da Vinci hubiese podido presentir las convulsiones que originaría su cuadro, es posible que hubiese aniquilado el rostro pintado en la tela para salvar los rostros reales que la admiraban. El cuadro era hermoso, pero lo que había delante del cuadro era esnobismo y un esfuerzo torpe para advertir algo de esa belleza de cuya existencia se estaba informado”
El sentimiento de admiración que aparece de vez en cuando en las obras de Giombrowicz, es un sentimiento de admiración derrumbado, enfermizo y teatral. Con una expresión de perfecto campesino Gombrowicz echaba unas miradas aburridas. “Hombres normales e inteligentes en todas las demás realidades se pierden frente a cierta clase de fenómenos, hay algo de falso y de malo en su relación misma con esos fenómenos entonces(...)”

“Y, por cierto, en el terreno artístico se acumuló una cantidad tan grande de absurdos, paradojas, falsedades, que eso no se puede explicar sino por algún error básico en nuestro modo de tratar el asunto. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que delante de un cuadro firmado por Rafael nos muramos de entusiasmo y la copia del mismo cuadro aunque perfecta nos deje fríos?”
El escritor debe obligarse a desarrollar una política frente a la cultura, no puede dejarse subyugar, debe conservar su soberanía y no tan sólo en atención a su yo. La atracción que produce la belleza en el arte no tiene lugar en una atmósfera de libertad, una voluntad colectiva que pertenece a la región interhumana de la que no tenemos conciencia nos obliga a admirar.

De modo que somos puestos en el trance de tener que admirar, la relación que surge entonces entre el que admira y la belleza que admira es falsa. En esta escuela de tergiversaciones se ha formado un estilo, no sólo artístico sino también de pensar y de sentir de una elite que se perfecciona y consigue la seguridad de su forma de una manera inauténtica.
“¿Cómo es posible reducir todo eso a la pura estética y a una retórica estéril y vacía sobre la grandeza del arte? ¿Cómo se puede de tal modo enseñar la literatura y el arte a los niños en las escuelas acostumbrándonos desde pequeños a una pura ficción? Nuestra vida artística se desarrolla en un clima de perpetua mentira, y es por eso que la clase culta no tiene ningún real contacto con la cultura (...)”

“En verdad, todas nuestras actuaciones culturales recuerdan mucho más un rito solemne que una auténtica convivencia espiritual. Mientras no tengamos el valor necesario para dejar las ilusiones, mientras no lleguemos a una mejor conciencia de las fuerzas que nos dominan, siempre el rostro pintado de la Gioconda va a transformar nuestro propio rostro en algo... algo... en fin, en algo bastante dudoso (...)”
“Corrió mucho agua bajo el puente hasta conseguir establecer una base y sólidas razones a mi contienda contra las artes plásticas iniciada aquel día delante del Louvre, en París. Sólo después de la guerra, en la Argentina, empezó a cristalizar en mí esa hostilidad hacia la pintura. Mi primera declaración pública sobre este tema, un artículo en el diario argentino ‘La Nación’ (...)”

“Llevaba por título ‘Nuestra cara y la cara de la Gioconda’ y hacía referencia a mis experiencias en París. Hoy veo hasta qué punto mis reacciones son polacas: de un hidalgüelo polaco, de una campesino polaco, polacas de carne y hueso. Mi polonidad incurable, que experimento a cada paso cuando estoy en el extranjero, casi hace reír a un hombre como yo, aparente liberado de todos sus lazos (...)”
“Llevo en la sangre esa desconfianza polaca hacia el arte y, sobre todo, hacia las artes plásticas. El hombre no está hecho para la pintura, sino la pintura para el hombre. En aquel momento yo aún no sabía que estaba estableciendo una de las fórmulas más importantes en todo mi desarrollo ulterior”. Gombrowicz se pregunta si su rebelión contra la pintura no habrá empezado con sus retratos.

Posaba con inquietud a raíz de esa mirada ajena que se deslizaba por su forma. El pintor, detrás del caballete, hacía con él lo que se le venía en gana. Pero mientras lo pintaba, poco a poco se iba dando cuenta de que la superioridad del pintor era ilusoria. Sus dificultades técnicas para la reproducción de las formas en el lienzo lo convertían en un laborioso artesano más que en un amo y señor del cuerpo de Gombrowicz.
La combinación de líneas y manchas se volvía cada vez más complicada, cuanto más lo trasladaba a la tela tanto más se adueñaba Gombrowicz del cuadro, y hacia el final, el pintor ya no podía hacer nada con él, no podía cambiarlo ni transformarlo. El pintor, para atrapar a las formas, tiene que someterse a ellas, pero, a partir del momento en que las ha atrapado y traslado al lienzo, ya no las domina.

Ahora la cosa reina por sí misma en el cuadro y aplasta con su realidad implacable. El margen destinado a la creación se volvía, a medida que Gombrowicz se iba concretando en el cuadro, inexorablemente estrecho y pobre. El pintor Zygmunt Grocholski, llamado Zygro, tenía la costumbre de hacerse el loco con un estilo que a Gombrowicz le encantaba, a veces recibía en casa desnudo absorto sobre una tela.
Mis recuerdos volvieron a Zygro en el año 1999, cuando el Pterodáctilo y el Buey Corneta presentaron “Cartas a un amigo argentino” en el Centro Cultural de España, una jornada inolvidable en la que tomé contacto con el Bucanero. Antes de los discursos una hermosa mujer puso en mis manos la copia de un retrato que Grocholski le había hecho a Gombrowicz en la casa de la Madame du Plastique.

Es una obra en la que reina una tranquilidad y un equilibrio que es difícil deducir del aspecto de Zygro y de su comportamiento, no así del mismo Gombrowicz que acostumbraba a posar de una manera inexpresiva e impasible tanto para los retratos como para las fotografías. Janusz Eichler y Zygmud Grocholski eran dos pintores polacos amigos de Gombrowicz.
Alcanzaron prestigio internacional cada uno en su estilo, y recibieron a su turno los comentarios especiales que Gombrowicz le dedicaba a la pintura. Gombrowicz se había declarado enemigo mortal de toda la pintura y, en general, de todas las artes plásticas, pero tenía una cierta debilidad para con los pintores. Ejercitaba todas las variantes de provocador profesional e histriónico y no ocultaba su odio a los museos y a las vernissages.

¡No creo en la pintura, descreo de toda la pintura!–, era una exclamación que, según decía él, le daba mucho prestigio entre los pintores, que recibían esas declaraciones con un sincero respeto y que despertaba entre ellos una amistad espontánea. En un principio la pintura se había ocupado de reproducir la naturaleza, pero la naturaleza pintaba mejor porque era más precisa que la copia.
Entonces los pintores buscaron la salvación en un espíritu humano que metían en el cuadro, pero la pintura trata casi exclusivamente con la materia, así que el intento resultó cómico. Se hizo claro entonces que el pintor no debía expresar la naturaleza ni el espíritu, sino su propia visión de la naturaleza, expresarse a sí mismo con medios estrictamente pictóricos, con la forma, la línea y el color.

Empezaron entonces a deformar el objeto, pero aún así el objeto no se movía, ¿cómo podían los pintores expresarse a sí mismos utilizando algo inmóvil si la existencia es movimiento? La pintura puede transmitir la visión del pintor pero la de un solo instante. La idea de que Van Gogh o Cézanne nos han transmitido su personalidad en sus telas es cierta solo parcialmente.
Si a un escritor le dijeran que tiene que expresarse utilizando girasoles o manzanas se pondría a llorar como un bendito. Sin embargo Van Gogh y Cézanne han llegado a sernos tan familiares porque las palabras, es decir, sus biografías han completado la inmensa laguna dejada por los girasoles y las manzanas. Los pintores, aunque ya se permitían deformar la naturaleza, seguían insatisfechos.

Sintieron la necesidad de liberarse del objeto al que estaban atados como el perro a su cadena. Se propusieron entonces descomponer el objeto en sus propios elementos y crear con ellos un lenguaje abstracto, pero la pintura abstracta tiene la extraña particularidad de que tampoco se mueve. En la música la forma pura es posible porque está metida en el tiempo.
La forma se renueva a cada momento y por eso es posible la melodía, pero un cuadro abstracto es como un acorde único. Además, la abstracción le quita al cuadro el carácter de reemplazo de la vida que tenía cuando imitaba a la naturaleza sin darle nada a cambio. Gombrowicz no creía en el lenguaje espontáneo y natural del hombre, toda forma es limitación y mentira.

Sin embargo, igualmente acusa a la pintura de ser artificial, demasiado artificial, y empieza por decirle a Dubuffet que la única arma que utilizará contra la pintura en su polémica será el cigarrillo. Para Gombrowicz el fundamento del valor es la necesidad, pero las necesidades pueden ser legítimas y también artificiales. La necesidad del pan es legítima y natural, en cambio la necesidad del cigarrillo es artificial.
La admiración por la pintura es la consecuencia de un largo proceso de adaptación que se ha llevado a cabo durante siglos. La pintura se ha fabricado laboriosamente un receptor adaptado en una relación convencional. La pintura no está basada en una necesidad verdadera de belleza. Las joyas son pequeños guijarros cuyo efecto estético es casi nulo, sin embargo, se han gastado millones para tenerlas.

La prueba de que esos cristales no representan la belleza es que un diamante artificial, absolutamente idéntico al diamante auténtico, sólo vale unos céntimos. Esto mismo pasa con las copias de los cuadros, el original puede valer una fortuna, en cambio la duplicación no vale nada. Si las formas artísticas no expresan, aunque de una manera transpuesta, esas necesidades entonces se convierten en un vicio.
Es un vicio que se aprovecha de un estado de cosas artificial con un origen histórico. A juicio de Gombrowicz la pintura es el ejemplo más señalado de un vicio que compara al del cigarrillo para caracterizar la polémica que mantuvo con Jean Dubuffet. Este mecanismo de la convivencia humana hizo que el comprador de un Ticiano fuera un hombre muy respetable, pues mostraba su riqueza.

El objeto bonito estimuló el instinto de posesión de los reyes, de los príncipes, de los obispos hasta llegar a la burguesía, y poco a poco se fue creando una escala de valores. Un mecanismo complicado y gregario con un remoto origen histórico, estimula una sobre atención sobre el cuadro. Arrancado el éxtasis que tiene origen en esta sobre atención el espectador y el crítico concluyen que si el éxtasis existe es porque la obra es digna de él.
Las paredes de una Vernissage en la que estaba Gombrowicz aparecían colmadas de composiciones abstractas saturadas de colores inmovilizados, mientras una multitud de bípedos caóticos desfilaba salvajemente ante ellas. En las paredes, astronomía, lógica y composición, en la sala, desbarajuste y una desorganización que va y viene a los empujones.

Gombrowicz y un pintor holandés hacían comentarios sobre las masas, dominadas por tensiones lineales oblicuas, de unas litografías. De pronto, alguien lo golpea en la cadera, es un fotógrafo doblado en dos que apunta con su cámara a los invitados más importantes. Mientras intenta reponerse junto a Alicia de Landes examinado con fuerza un conjunto de colores sometidos a sus propias leyes, el fotógrafo lo enviste nuevamente.
Lo enviste por detrás disparando dos veces, una de frente y otra de perfil. Se compone por segunda vez y se dirige al encuentro de un grupo de franceses que analiza la lógica interior de una composición lineal, pero tropieza otra vez con el fotógrafo. Cuando está a punto de decirle algo desagradable aparece un desconocido con una cara que le parece conocida: –¡A quién veo! ¡El mundo es un pañuelo!

¡Hace siglos que no nos vemos!; –Es verdad. ¡Qué encuentro...! En el mismo momento en que Gombrowicz hacía esfuerzos por recordar a ese desconocido, de un salto se le aparece el fotógrafo, hace clic, le pide veinte pesos y le da una recibo. Estaba furioso, lo había fotografiado justo con los ojos clavados en ese rostro olvidado, con una cara de bobo. Gombrowicz se había hartado de la Vernissage y se va furioso sin saludar a nadie.
Al día siguiente Gombrowicz sigue haciendo esfuerzos para recordar al desconocido que se había entusiasmado con el encuentro, hasta que se da cuenta que a ese rostro olvidado podría recordarlo mirando la fotografía que le había sacado el fotógrafo inoportuno. Corre rápidamente a la dirección estampada en el recibo: –Ah, ¿usted también con el talón? Ya han venido varias personas, me parece que ese fotógrafo es un impostor.

“¿Qué es lo que sé de Eichler? Imagino un ser tan delicado que no pertenece a nuestro mundo grosero. Este príncipe devorado por la civilización y convencido de la imposibilidad de contentarse con lo que es decide escaparse a la simplicidad y al universo del cuento. Construyó entonces una pequeña casa coloreada, divertido como un niño. Al mismo tiempo dulce y amargo, tierno y cruel, débil y fuerte, sobrio y romántico, inerte a lo asiático y activo a lo europeo, Eichler es hasta cierto punto una compensación permanente”


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