domingo, 30 de agosto de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y ANDRZEJ BOBKOWSKI


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y ANDRZEJ BOBKOWSKI

Es muy difícil pensar en el determinismo en cualquier campo que sea después del broche de oro que le puso Laplace. Este matemático francés coronó el pensamiento causal afirmando que podemos mirar el estado presente del universo como el efecto del pasado y la causa de su futuro. Ni siquiera la física cuántica se libra del demonio de Laplace, un demonio tan poderoso que lo obliga a Einstein a decir que Dios no juega a los dados. Hasta la cabeza de Gombrowicz era zarandeada por el demonio de Laplace.
“Leo los diarios con pasión, me atrae el abismo de la vida ajena, aunque esté adornada o incluso tergiversada; en cualquier caso es un caldo hecho a base de realidad y me gusta saber que, por ejemplo, el 3 de mayo de 1942 Bobkowski enseñaba a su mujer a ir en bicicleta en el bosque de Vincennes (...)”

“¿Y yo? ¿Qué hice ese día? Ya veréis, o más bien no veréis: dentro de doscientos o mil años surgirá una nueva ciencia que establecerá las relaciones de tiempo entre los individuos, y entonces se sabrá que lo que le ocurre a uno no deja de tener relación con lo que le ha sucedido simultáneamente a otro... Y esta sincronización de la existencias nos abrirá nuevas perspectivas..., pero basta...”
La nueva ciencia surgida para la sincronización de las existencias crearía un campo donde los sucesos estarían completamente definidos, y esta es una cuestión que tiene que sobresaltar a Gombrowicz.
“Mi novela ‘Cosmos’ es capaz de angustiarme, y hasta de asustarme. ¿Por qué? Porque a lo largo de mi vida me he forjado una sensibilidad especial hacia la forma, y, verdaderamente, el hecho de tener cinco dedos en la mano me da miedo (...)”

“¿Por qué cinco? ¿Por qué no 327.584.598.208.854? ¿Y por qué no todas las cantidades a la vez? Y en definitiva, ¿por qué dedos? Para mí no existe nada más fantástico que el estar ahí, y ahora, y el ser tal, definido, concreto, éste y no otro?”
Sin embargo, el demonio de Laplace es paradójico. Si mis acciones determinan inexorablemente el futuro, soy responsable de todo lo que ocurrirá en el mundo. Pero si mi propia vida está regida por circunstancias que escapan a mi control, entonces, no soy responsable de mis acciones. “Cosmos” es la obra más abstracta de todas las que escribió Gombrowicz, y es por ella que recibió el “Formentor”, es decir, el Premio Internacional de Literatura. Las relaciones que Gombrowicz tenía con la abstracción, especialmente con la matemática que es su forma más pura, se pusieron de manifiesto muy tempranamente.

“Volvió a repetirse lo mismo, desgraciadamente, en el examen escrito de matemáticas. Mi falta de talento en esta materia se dejó ver con toda claridad. Ataqué el problema de trigonometría con la bravura de un suicida y, para mi mayor sorpresa, lo resolví en diez minutos. Todo iba como la seda: bastaba sumar unas cuantas cifras y ya estaba listo. Pero yo sabía que era demasiado hermoso para ser cierto y me dispuse a buscar, horrorizado, otras soluciones (...)”
“Pero no había nada que hacer, cada vez, como un tren sobre una vía muerta, llegaba a la misma solución sencilla, clara, deslumbrante por su evidencia. Por fin sucumbí, no pude resistirme más a la evidencia y, presa de los peores presentimientos, entregué el trabajo (...)”

“Sabía que me iban a poner un cero pero, ¿qué podía hacer si no existía mancha ninguna en mi obra? Sí, un cero en trigonometría, un cero en álgebra, un cero en latín: tres ceros coronaron mis esfuerzos. Parecía que no tenía salvación”
La naturaleza de “Cosmos” tiene sin embargo una extraña relación con la ciencia de matemática, especialmente en los desarrollos de series y en el análisis combinatorio, un asunto que ha despertado el interés, entre otros, de Gilles Deleuze. En agosto de 1963 Gombrowicz retoma “Cosmos”, una obra que había interrumpido en febrero de ese año al enterarse que la Fundación Ford lo invitaba a pasar un año en Berlín. En mayo, recién llegado a Berlín, nos empieza a decir que tenía dificultades para terminarlo. En septiembre nos escribe que le faltaban aproximadamente cuarenta páginas muy difíciles y que no le aparecía claro el título.

Dudaba entre Cosmos, Figura y Constelación. En octubre nos confiesa que la obra lo había aburrido en tal forma que no tenía ganas de terminarla, que el final era bravísimo y que ensayaba nuevos métodos y concepciones. En diciembre nos cuenta que le faltaban tres páginas para terminar pero que no sabía cómo hacerlo y que a lo mejor lo dejaba sin terminar.
En junio de 1964 nos dice que le faltaban diez páginas y en agosto, que lo había terminado. A Gombrowicz no le gustaba dar datos sobre su obra cuando la estaba escribiendo ni detalles sobre su vida privada, por esta razón es que no nos informaba qué parte de la historia de “Cosmos” no tenía resuelta cuando le faltaban cuarenta páginas.

Pero por esa cantidad de páginas yo calculo que todavía no había decidido hacerlo masturbar a Leon, ahorcar a Ludwik ni desencadenar el diluvio final que se parece bastante a dejar sin terminar la historia. Si bien la masturbación de Leon, el ahorcamiento de Ludwik y el diluvio son elementos verdaderamente dramáticos del final de “Cosmos” todavía nos podemos imaginar que Gombrowicz podía haberlos cambiado por otros.
Sin embargo, hay un momento de las obras en el que ya han aparecido las escenas claves, las metáforas fundamentales y los símbolos que apuntan en una dirección determinada y no se pueden cambiar por otros. Del caos inicial, por una acumulación de forma, se pasa a las escenas, a los personajes, a los conceptos y a las imágenes que el proceso de control ya no puede eliminar, y de lo ya creado se creará el resto.

Ese momento es para “Cosmos” la integración del análisis combinatorio con el sistema de series de las bocas de Lena y de Katasia y de los tres elementos colgantes: el gorrión el palito y el gato. Gombrowicz zambulle al matemático de la combinaciones que tiene dentro en los mundos de la causalidad, del azar, de la lógica interna y externa, del intento de organizar el caos.
También se introduce dentro de los mundos de la formación de la realidad, de las bocas erotizadas y sexualizadas, de la pasión enfermiza de un joven estudiante, de la masturbación y de la muerte. La acción está constituida por ideas que se perfilan poco a poco y luego se vuelven nítidas, el protagonista le sigue la pista a estas formas para asociarlas pero constantemente le vuelven a caer en el caos.

La realidad surge de asociaciones de una manera indolente y torpe en medio de equívocos, a cada momento la construcción se hunde en el caos, y a cada momento la forma se levanta de las cenizas como una historia que se crea a sí misma a medida que se escribe, introduciéndose de una manera ordinaria en un mundo extraordinario, en los bastidores de la realidad.
Gilles Deleuze habla de Gombrowicz en un curso que da sobre la confrontación entre Whitehead y Leibniz como un ejemplo del escritor que sale del caos haciendo series. Para Deleuze, “Cosmos” es el desorden puro del que Gombrowicz sale organizando dos series diferentes, la de los ahorcados y la de las bocas. Después habla de la tonalidad afectiva fundamental de Leibniz y de la de Descartes, la tonalidad afectiva fundamental de Cartesius vendría a ser la sospecha.

La filosofía es para Deleuze el arte de formar, de inventar y de fabricar conceptos, una idea realmente interesante.
“Sólo hay una manera de salir del caos, haciendo series. La serie es la primera palabra después del caos, es el primer balbuceo. Gombrowicz hizo una novela muy interesante que se llama ‘Cosmos’, donde él se lanza, como novelista, en la misma tentativa. ‘Cosmos’ es el desorden puro, es el caos, ¿cómo salir del caos? La novela de Gombrowicz es muy bella, muestra cómo se organizan las series a partir del caos, sobre todo hay en ella dos series insólitas que se organizan. Una serie de animales ahorcados, el gorrión ahorcado y el pollo ahorcado, y una serie de bocas, series que se interfieren la una con la otra y poco a poco trazan un orden en el caos. Es una novela muy curiosa que uno no hubiera terminado de leer si es que no se hubiera metido de cabeza dentro de ella”


"Las opiniones vertidas en los artículos y comentarios son de exclusiva responsabilidad de los redactores que las emiten y no representan necesariamente a Revista Cinosargo y su equipo editor", medio que actúa como espacio de expresión libre en el ámbito cultural.


sábado, 29 de agosto de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y HENRI LEFEBVRE


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y HENRI LEFEBVRE

“Lefebvre sobre Kierkegaard: ‘Perdió su amor, su novia. Ruega a Dios que le devuelva todo lo perdido y espera (....) ¿Qué es lo que reclama, pues, Kierkegaard? Reclama la repetición de una vida que no vivió, la recuperación de la novia perdida (...) Reclama la repetición del pasado; que le sea devuelta Regina, tal como era en los tiempos de noviazgo’ (...)”
“¡Qué parecido tan grande entre este pensamiento de Lefebvre y ‘El casamiento’! Sólo que Henryk no se dirige a Dios sino a los hombres. Derriba a su padre-rey (el único eslabón que lo une con Dios y con la moral absoluta), tras lo cual, al proclamarse rey, intentará recuperar el pasado sirviéndose de los hombres, creando de ellos y con ellos una realidad. Magia divina y magia humana”

“Lefebvre, igual que todos los marxistas que escriben sobre el existencialismo, resulta a ratos, al menos para mí, perspicaz, pero al cabo de poco tiempo es como si se hubiera caído de una ventana a la calle, resulta totalmente vulgar, insoportablemente plano”
Henri Lefebvre, filósofo marxista, intelectual, sociólogo y crítico literario, enfrentado al pensamiento estructuralista francés, sus ideas sobre un marxismo humanista tuvieron una gran influencia en las líneas de pensamiento de los años 1960 y 1970. Lefebvre consideraba necesario que la cotidianidad se libere de los caracteres impuestos por el capitalismo a la vida individual y colectiva. De lo contrario, la cotidianidad será como un depósito subterráneo en el que se sedimentan los convencionalismos y las mentiras del poder y por tanto será también una barrera que impida la creatividad.

Para Lefebvre el individuo puede crear una ideología política que le permita cambiar la estructura del entorno y reorganizar el territorio, de manera que el hombre se apropie del espacio que hace a su identidad. En cuanto a Kierkegaard podemos decir que era enemigo del disimulo y las mentiras, quería llevar una vida auténtica en el reino de la fe cristiana y luchar contra la mala fe de los que fingían tenerla sin vivir al nivel de los severos y austeros principios del cristianismo verdadero.
Quiso ponerse a prueba él mismo y eligió romper su compromiso con la hermosa Regina Olsen que lo adoraba, una conducta que utilizó desvergonzadamente en sus libros describiendo a la mujer como el eterno enemigo del espíritu, como el diablo que arrastra a los jóvenes a sus trampas.

Pero todas estas actitudes con las justificaciones respectivas eran mentiras, mentiras al mundo y a sí mismo. El sueño de Kierkeggard que ruega a Dios que le devuelva a Regina, no es el mismo de Gombrowicz en “El casamiento”; Manka estaba pasada de vueltas cuando Henryk le ruega al padre que se la devuelva virgen e inocente. Los padres de Henryk no tenían una buena opinión de Manka.
“Por favor, no piensen que pueden permitírselo todo porque esto es una posada. ¿Pero qué es esto? ¡Eh! Les entran las ganas, también es una calamidad que a esta arrastrada todos la quieran manosear, no piensan más que en tocarla, todos la tocan y la sofaldan, día y noche, sin parar, siempre igual, frotarla, sobarla, sofaldarla, y eso trae problemas (...) ¡No te cases con ella! (...)”

“Porque el viejo borracho dijo la verdad. Ella tonteaba con Wladzio, en el pasado (...) ¡También yo los sorprendí sobándose junto al pozo en pleno día, se toqueteaban y se buscaban, él a ella y ella a él, Henryk, no te cases!”
Gombrowicz empezó “El casamiento” durante la guerra con el propósito de escribir la parodia de un drama genial. Se propuso mostrar a la humanidad en su paso de la iglesia de Dios a la iglesia de los hombres, pero esta idea no le apareció al comienzo, en la mitad del segundo acto todavía no sabía bien lo que quería. “El casamiento” es la teatralidad de la existencia, una realidad creada a través de la forma que se vuelve contra Henryk y lo destruye. En esta obra Gombrowicz les abre la puerta a sus percepciones proféticas.

Es el sueño sobre una ceremonia religiosa y metafísica que se celebra en un futuro trágico en el que el hombre advierte con horror que se está formando a sí mismo de un modo imprevisible; un acorde disonante entre el individuo y la forma. Si no hay Dios, los valores nacen entre los hombres.
Pero el reinado de Henryk sobre los hombres tiene que hacerse real convirtiéndose en un hecho, las necesidades formales de la acción para hacerlo rey terminan por derrumbarlo y toda la transmutación fracasa; ha recibido un zarpazo de Dios. En esta pieza de teatro se cuenta el sueño de un soldado polaco alistado en el ejército francés que está peleando contra los alemanes en algún lugar de Francia. Durante el sueño se le abren paso las preocupaciones de la guerra.

La angustia que le produce su familia perdida en alguna de las provincias profundas de Polonia le despierta los temores del hombre contemporáneo a caballo de dos épocas. Henryk ve surgir de ese mundo onírico a su casa natal en Polonia, a sus padres y a su novia.
El hogar se ha envilecido y transformado en una taberna en la que su novia es la camarera y su padre el tabernero, y ese padre empobrecido y degradado en una posada miserable, perseguido por unos borrachos que se mofan de él, grita al cielo que es intocable, y alrededor de esta exclamación se empieza a hilar toda la trama de la obra. Los borrachos cantando y bailando a su alrededor con risas beodas y sarcásticas lo señalan con el dedo como si fuera un rey intocable.

Pero, entonces, el hijo le rinde homenaje al padre con toda la seriedad de una consagración real, y el padre se transforma en rey. Ya como rey el padre eleva al hijo a la dignidad de príncipe y le hace la promesa, en virtud de su poder real, de que le concederá un casamiento digno y religioso, y que restituirá a la novia la pureza y la integridad de antaño.
Cuando se está preparando el casamiento digno y sagrado que celebrará un obispo el sueño del protagonista empieza a vacilar junto a la ceremonia, Henryk se siente amenazado por la estupidez, justamente cuando aspira con toda el alma a la sabiduría, a la dignidad y a la pureza y, poco a poco, va perdiendo la confianza en sí mismo y en el sueño.

Otra vez entra en la escena el cabecilla de los borrachos para provocarlos, y cuando Henryk está a punto de pegarle, la escena se metamorfosea en una recepción de la corte en la que el borracho se ha convertido en el embajador de una potencia extranjera que incita al príncipe a la traición. El obispo, el rey, la iglesia y Dios son viejas supersticiones y, si Henryk se proclamara a sí mismo rey, ninguna autoridad divina ni terrenal le sería necesaria.
Se administraría a sí mismo el sacramento del matrimonio y obligaría a todos a reconocerlo y a reconocer a la novia como pura y unida a él. Una transformación que había comenzado con la intocabilidad del padre culmina en el paso de un mundo basado en la autoridad divina y paternal a otro en el que la propia voluntad de Henryk deberá convertirse en la autoridad divina y creadora como la de Hitler, como la de Stalin.

El príncipe cede a la incitación del borracho, destrona al padre y se convierte en rey, pero el borracho anda detrás de algo más. Cuando estaba por finalizar la ceremonia matrimonial le pide a un amigo de Henryk que sostenga una flor encima de la cabeza de la novia; acto seguido la escamotea rápidamente dejándolos en una actitud falsa y sospechosa que despierta los celos del príncipe.
Henryk ve al borracho como si fuera un sacerdote cochino uniendo a su amigo Wlazio y a su prometida Manka en un casamiento inmoral y bajo. Henryk se convierte en un dictador, ha dominado a todo el mundo, también a sus padres, y de nuevo se vuelve a preparar la ceremonia nupcial pero esta vez sin Dios, sin otra sanción que la de su poder absoluto.

Pero el dictador siente que su poder sólo tendrá realidad si es confirmado por alguien que realice voluntariamente el sacrificio de su sangre. Le pide a Wladzio que se mate para él, pues este sacrificio calmará sus celos y lo hará poderoso y formidable para realizar su casamiento y conseguir la pureza de la novia. Wladzio se mata, pero Henryk retrocede horrorizado ante lo que ha hecho y el casamiento no se consuma.

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viernes, 28 de agosto de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GWOMBROWICZ Y STANISLAW IGNACY WITKIEWICZ


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GWOMBROWICZ Y STANISLAW IGNACY WITKIEWICZ

“Witkiewicz, desenfrenado y perspicaz, cuya inspiración provenía del cinismo, era suficientemente degenerado y loco como para salir de la normalidad polaca hacia unos espacios ilimitados, y al mismo tiempo lo bastante sensato y consciente como para devolver la locura a la normalidad y unirla a la realidad. Sin embargo, desaprovechó su talento, al igual que Przybyszewski, seducido por su propio demonismo, sin saber unir lo anormal a lo normal y, víctima, por lo tanto, de su propia excentricidad (...)”
Todo amaneramiento es resultado de la incapacidad de oponerse a la forma; cierta manera de ser se nos contagia, se convierte en vicio, se hace, como suele decirse, más fuerte que nosotros. Y no es de extrañar, pues, que estos escritores muy poco asentados en la realidad, o más bien asentados en la irrealidad polaca o en la realidad incompleta, no supieran defenderse ante la hipertrofia de la forma (...)”

“Para Witkiewicz, igual que para Przybyszewski, el amaneramiento se convirtió en facilidad y absolución del esfuerzo, por eso la forma de ambos es tan apresurada como negligente”
Gombrowicz veía a Witkiewicz a menudo en su juventud, pero tenía que utilizar alta diplomacia para mantener una cierta armonía con una naturaleza tan diferente de la suya. Hay que decir que Witkiewicz también le tenía paciencia a él. Gombrowicz, que conocía el egocentrismo agresivo de ese gigante pesado, estaba dispuesto a romper las relaciones con él en cualquier momento, así que no le importaba que para diferenciarse de Witkiewicz tuviera que insistir en la representación del papel de un terrateniente snob y amanerado.

Witkacy se daba cuenta que le respondía con su propia pose a su pose, pero el séquito de tontos que lo rodeaba, en cambio, lo consideraba a Gombrowicz como a un verdadero idiota. Hay que decir, no obstante, que este hombre endemoniado luchaba contra el fanatismo nacionalista, contra los delirios de grandeza polacos, contra la misión de Polonia “Semper fidelis” en los confines de Europa.
Despreciaba a los intelectuales polacos mediocres. El elemento que lo hace a Witkacy tan familiar a nuestro presente es el demonismo, un demonismo al que Gombrowicz califica de monstruosidad. Su objetivismo inhumano se transformó en algo escandalosamente humano, se transformó en cinismo, y el cinismo se metamorfoseó en brutalidad sexual.

A las monstruosidades del cinismo del intelecto y de la brutalidad del sexo Witkiewicz le agregó otra monstruosidad más: el absurdo. Impotente y desesperado frente la insensatez del mundo lleva el absurdo al punto de convertirse él mismo en un absurdo, un sin sentido que utiliza para vengarse de los hombres en todos los planos de la existencia.
“Finalmente llega a la monstruosidad metafísica. Quiere alcanzar el escalofrío metafísico que nos arranca de lo cotidiano, colocando a la naturaleza humana en contacto inmediato con su insondable misterio. Por otra parte, esta metafísica no eleva al hombre, al contrario, lo desfigura. Witkiewicz tiene algo de un ser fantástico por su deforme y convulsa capacidad de excitarse frente al abismo de su propia persona (...)”

“El frío sadismo con el que este autor trata los productos de su imaginación no se apaga jamás, ni siquiera un segundo. La metafísica es para él una orgía, en la que se abandona con el enfurecimiento de un loco”
Gombrowicz era el benjamín de un grupo que recibió el nombre de los tres mosqueteros: Stanislaw Ignacy Witkiewicz, Bruno Schulz y Witold Gombrowicz. Sin embargo, ninguno de los tres tenía un sentimiento marcado de pertenencia a ese clan de escritores cuyo horizonte era bastante diferente al del nivel medio de la literatura polaca.
Bruno Schulz llevó a Gombrowicz a la casa del más loco de los mosqueteros: Stanislaw Ignacy Witkiewicz. De ese modo esos tres hombres que trataban de orientar la literatura polaca hacia nuevos caminos, que tuvieron una gran influencia en el arte polaco y que fueron apreciados en el mundo, se encontraban por fin juntos.

Si dejamos un poco de lado el entusiasmo de Schulz por Gombrowicz se podría decir que el escepticismo y la frialdad reinó siempre entre ellos. Gombrowicz no creía en el arte de Witkacy, y Witkacy pensaba que Gombrowicz era demasiado hijo de mamá, no esperaba de él nada extraordinario. Desde el primer encuentro Witkiewicz lo cansó y lo aburrió, se atormentaba a sí mismo y a los demás con una actuación teatral incesante para sorprender y centrar la atención de los demás en él.
Sus defectos eran también los de Gombrowicz que los observaba en Witkacy como en un espejo deformante, monstruoso y de proporciones apocalípticas. Cuando le mostró su “museo de los horrores” en el que lucía la lengua seca de un recién nacido Gombrowicz lo detuvo con una actitud de hidalgo polaco: –¡Pero no nos enseñe cosas semejantes! ¡Eso es incorrecto!

Fue el instinto de conservación, Gombrowicz sabía que si no se le oponía de inmediato lo iba a dominar e incluir en su séquito. A pesar de los antagonismos y animosidades de los tres mosqueteros tenían en común el deseo de sobrepasar los límites del provincianismo polaco y salir a aguas más abiertas respirando el aire de Europa y del mundo, al contrario de los ases locales que eran cien veces más polacos.
Los tres mosqueteros conocían el valor de la originalidad en una medida universal más que local, y abordaban el arte formados en técnicas y conceptos extranjeros de vanguardia decididos a tomar a la literatura polaca por los cuernos. Renunciaron a muchos amores que podían atarlos y fueron más libres e incisivos, más severos y dramáticos.

La inteligencia y la intransigencia de Witkiewicz eran espléndidas pero exageraba su actitud de teórico endemoniado y no se daba cuenta de que aburría, su incapacidad de tratar con un hombre vivo sin considerarlo una abstracción era irritante y lo convirtió en un hombre seco y farsante. Witkacy, el demonio, acabó consigo de una manera demoníaca. Huyendo de los bolcheviques en la última guerra se mató en un bosque.
Witkiewicz no creía en la casualidad. Se creyó un profeta. Cuando comenzó la guerra intentó entrar como oficial de la reserva, pero a causa de su edad no recibió la orden de movilización. En diciembre de 1939, al conocer que el Ejército Rojo había invadido Varsovia, salió de su casa en busca de un buen árbol a cuyo pie matarse. Una hora después encontró una encina.

Comenzó a inyectarse una droga para que la sangre le circulara más rápido y la perdiera de prisa, y luego ingirió luminal. Se hizo un tajo en el brazo con una hoja de afeitar. Al día siguiente lo encontraron muerto, las bellotas de la encina seguían cayendo sobre su cuerpo. Stanislaw Ignacy Mitkiewicz quiso tener más de un nombre, como también los tiene el diablo, y adoptó el seudónimo de Witkacy para distinguirse de su padre, Stanislaw Witkiewicz, pintor y escritor como él.
“La derrota que sufrió Witkacy era inteligente: el demonismo se convirtió para él en un juguete, y ese payaso trágico estuvo muriéndose durante su vida, como Jarry, con un palillo entre los dientes, con sus teorías, con la forma pura, sus dramas, sus retratos, sus 'tripas', su 'panza' y sus colecciones porno-macabras (...)”

“Lo que se destaca en él es la impotencia frente a la realidad y la suciedad de su imaginación, que no era sólo el resultado de la irrupción de lo asqueroso en el arte europeo, sino también la expresión de nuestra impotencia ante la suciedad que nos devoraba en una casa de campesinos, en el camastro judío, en las casas sin retrete. Los polacos de esta generación ya percibían con toda claridad la suciedad como algo extraño y horrible, pero no sabían qué hacer con ello, era un forúnculo que llevaban encima y cuyas ponzoñas los envenenaban”



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martes, 25 de agosto de 2009

GOMBROWICZIDAS WITOLD GOMBROWICZ Y GONZALO



JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y GONZALO

“¡Psicoanálisis! ¡Diagnóstico! ¡Fórmulas! Yo mordería la mano del psiquiatra que pretendiese destriparme privándome de mi vida interior (...) Pero como hecho a propósito, a causa de este montaje oculto que no soy el único en descubrir en la vida, por esa misma época me fue dado observar el cuadro clínico de una histeria que lindaba con mis propios sentimientos y era casi una advertencia: ¡cuidado, estás a un paso de esto! Ocurrió, pues, que a través de unos amigos de un conjunto de ballet en gira por la Argentina, entré en contacto con un ambiente de un homosexualismo extremo y enloquecido. Digo extremo, porque con un homosexualismo normal ya me topaba desde hacía tiempo; el cualquier latitud, el mundillo artístico está saturado de esta clase de amor, pero aquí lo que se me pareció fue su rostro frenético hasta la locura (...)”

“El grupo que conocí esta vez se componía de hombres enamorados de otros hombres más que cualquier mujer, eran putos en estado de ebullición, incansables, siempre a la caza, zarandeados por los jóvenes, desgarrados por ellos como si fueran perros, igual que mi Gonzalo en ‘Transatlántico’ (...)”
Cuando Gombrowicz empezó a escribir “Transatlántico” no pensó demasiado en Polonia. Los elementos iniciales de la obra son recuerdos de los primeros días en Buenos Aires, había pasado el tiempo y la memoria se los traía al presente con un color prehistórico y un sabor rancio. Se le presentan algunos componentes que seguían la línea de la realidad, y entre la fantasía y los recuerdos realiza un control mediante el cual elimina el primer bosquejo.

La obra se le empieza a escapar y le aparecen asociaciones estrafalarias con los polacos en la Argentina, elementos excitantes: un puto, un duelo, hasta que le queda marcada una dirección de la que ya no puede regresar, una obra fantástica. Polonia se metió de paso, como un anacronismo que retuvo los recuerdos de la esclerosis prehistórica. La idea que resulta para el lector de esta chifladura formal con alguna imprecación blasfema es que Gombrowicz se está rebelando contra la patria. El “Transatlántico” estrafalario fue convertido por los lectores en un barco corsario cargado de dinamita que puso rumbo a Polonia. Es el caso singular de una obra que transformó al autor, un niño irresponsable y jovial, en un capitán pensador y experimentado. Polonia no era el tema, eran aventuras de Gombrowicz y no de Polonia, era una sátira de su vida en Buenos Aires; en Polonia pensó más tarde.

“¡Volved, compatriotas, marchad, marchad, marchad a vuestra nación! ¡Marchad a vuestra santísima y tal vez también maldita nación! ¡Volved a ese santo monstruo oscuro que está reventando desde hace siglos sin poder acabar de reventar! ¡Volved a ese santo engendro vuestro, maldito por la naturaleza, que no ha dejado un solo momento de nacer y que, sin embargo, continúa nonato! ¡Marchad, marchad para que él no os deje ni vivir ni reventar y os mantenga siempre entre le ser y la nada! !Marchar a esa santa babosa para que os vuelva más moluscos! ¡Volved a vuestra demente, a vuestra loca y santa y ay, tal vez maldita aberración para que con sus saltos y sus locuras os torture, os atormente, os inunde de sangre, os ensordezca con sus gritos y rugidos, os martirice con su suplicio, así como a vuestros hijos y a vuestras mujeres, hasta la muerte, hasta la agonía, y que ella misma en la agonía de su demencia os enloquezca, os perturbe!”

“Transatlántico” comienza cuando Gombrowicz manifiesta su necesidad de comunicarle a su familia, a sus parientes y a sus amigos el comienzo de sus aventuras en la capital de la Argentina, unas aventuras que ya duraban diez años. Llega a Buenos Aires el 21 de agosto de 1939 y desde el primer día, a la salida de las recepciones, les agredían los oídos con el grito obsesivo de “Polonia”, que se escuchaba en las calles.
Gombrowicz se daba cuenta que algo no andaba bien, no había remedio, la guerra estallaría de hoy para mañana. El barco recibe la orden de partir y Gombrowicz se despide de un amigo embarcado con él deseándole un buen viaje, el pobre compatriota sólo atina a rogarle que se presente en la embajada. El barco se aleja, Gombrowicz pronuncia una blasfemia terrible contra Polonia y se interna en la ciudad.

Estaba desorientado y sin dinero así que visita a un compatriota que había sido vecino de uno de sus primos en Polonia para pedirle opinión y consejo. Pero este hombre empieza a decirle que aprobaba y que no aprobaba su decisión de quedarse, que había hecho bien y tal vez mal, que él no estaba tan loco como para opinar en estos tiempos o como para no opinar, que tenía que presentarse enseguida en la embajada o no presentarse, que era igual si se presentaba o si no se presentaba, que se podía exponer o no exponer a graves riesgos. Y, en fin, que hiciera lo que le pareciera oportuno o que no lo hiciera. Perdido entre la muchedumbre decidió no inmiscuirse en el asunto de la guerra, no era un asunto de su incumbencia, si allá tenían que sucumbir, que sucumbieran.

Fue a la embajada, se echó a llorar y se puso a los pies del embajador, le besó la mano, le ofreció sus servicios y su sangre, y le rogó que en ese momento sagrado, según fuera su santa voluntad y entender, dispusiera de su persona. El embajador le dijo que sólo podía darle 50 pesos, que no tenía más, pero que si quería irse a Río de Janeiro a importunar al embajador de allá, le pagaría el viaje con mucho gusto y le daría algo más, que no quería literatos por acá porque lo único que sabían hacer era pedir plata y después ladrar.
Gombrowicz se dio cuenta que el embajador lo estaba despidiendo con moneda menuda, entonces le dijo que además de literato era también un Gombrowicz. Y cuando el embajador le preguntó de cuáles Gombrowicz era Gombrowicz, le respondió que era Gombrowicz de los Gombrowicz Gombrowicz, en ese momento le ofreció 80 pesos en vez de 50, ni un peso más.

Le recordó que estaban en guerra y que había que marchar para vencer a los enemigos, matarlos, destrozarlos y aplastarlos, y que no fuera ladrando por ahí que no había marchado y hablado delante de él. Le pidió que escribiera artículos para celebrar la gloria de los genios polacos, que por ese servicio le podía pagar aproximadamente 75 pesos mensuales.
Era necesario ensalzar a la patria en momentos tan difíciles para Polonia, pero Gombrowicz le contestó que no podía hacerlo porque le daba vergüenza, entonces el embajador lo empezó a tratar de comemierda, le recordó que la embajada le había rendido homenaje y que lo iba a presentar a los extranjeros como el Gran Comemier… Genio Gombrowicz.

La primera consecuencia de su presentación en la embajada fue que lo invitaron a una recepción en la casa de un pintor a la que iban a asistir la flor y nata de los escritores y artistas locales. Gombrowicz tenía una gran seguridad en su maestría y sabía que como maestro lograría superar y dominar a todos los demás. Cuando llegó sus compatriotas lo glorificaron, el consejero lo presentaba y ensalzaba como el gran maestro y genio polaco Gombrowicz, pero nadie le llevaba el apunte, entonces lo empezó a tratar de comemierda y le exigió que hiciera algo para no avergonzarlos.
Entró un hombre vestido de negro, una persona muy importante, un gran escritor, un maestro. Llevaba en los bolsillos una cantidad inconcebible de papeles que perdía a cada momento, y debajo del brazo algunos libros, se volvía a cada rato inteligentemente más inteligente.

Los compatriotas de Gombrowicz lo empezaron a azuzar para que mordiera al hombre de negro, que si no lo hacía lo iban a tratar de comemierda y a morder. Entonces Gombrowicz se dirigió a la persona más cercana en voz bastante alta.
“No me gusta la mantequilla demasiado mantecosa, ni los fideos demasiado fideosos, ni la sémola demasiado semolosa, ni los cereales demasiado cerealientos”
El hombre de negro le respondió que la idea era interesante pero no nueva, que ya Sartorio la había expresado en sus “Eglogas”, y cuando Gombrowicz le manifestó que no le importaba un comino lo que decía Sartorio sino lo que decía él, el que hablaba, el gran escritor le contestó que la idea no era mala pero que existía un problema, ya había dicho algo parecido Madame de Lespinnase en sus “Cartas”.

Gombrowicz perdió el aliento, aquel canalla lo había dejado sin palabras, entonces empezó a caminar y a caminar, y cada vez caminaba con más furia, sus compatriotas estaban rojos de vergüenza y los demás estaban pálidos de ira. Pero alguien comenzó a caminar con él, era un hombre alto, moreno, de rostro noble. Sin embargo, sus labios eran rojos, estaban pintados de rojo.
Huyó como si lo persiguiera el diablo. El moreno lo siguió, era muy rico, vivía en un palacio, se levantaba al mediodía para tomar café y luego salía a la calle y caminaba en busca de muchachos; aunque vivía en una mansión simulaba ser su propio lacayo, tenía miedo que le pegaran o que lo asesinaran para sacarle la plata. Gonzalo estaba perdidamente enamorado de un joven rubio hijo de un comandante polaco..

Junto a Gombrowicz, en la Plaza San Martín, Gonzalo lo vio, siguieron al joven rubio hasta el Parque Japonés, y allí encontraron a los tres socios de la empresa equino canina donde trabajaba Gombrowicz. Los socios empezaron a decirle a Gombrowicz que entonces no era tan loco como pensaba la gente, que Gonzalo tenía millones, insinuándole una aventura con él. El joven rubio estaba tomando cerveza con el padre, un hombre bueno, decente, cortés y aterciopelado.
El padre le comenta a Gombrowicz que va a enrolar a su único hijo en el ejército polaco. Gombrowicz lo previene contra Gonzalo y le sugiere que se vaya del lugar, el padre no accede. Gonzalo brinda con el padre desde lejos, el comandante se lo prohibe, entonces Gonzalo le arroja el jarro de cerveza que tiene en la mano, le parte la frente y brota la sangre.

Gombrowicz pensaba en la vergüenza que había pasado en la embajada, en la casa del pintor y ahora en el Parque Japonés, mientras allá, del otro lado del océano se derramaba la sangre. A la mañana siguiente apareció el padre en la pensión de Gombrowicz y le rogó que desafiara a Gonzalo en su nombre, vaca o no vaca el hecho era que llevaba pantalones y que lo había ofendido públicamente.
Cuando Gombrowicz se lo contó a Gonzalo éste le recriminó que se hubiera puesto de parte del viejo y no del joven, que tenía que defender al joven de la tiranía del padre, que de qué le servía a los polacos ser polacos, que si acaso habían tenido hasta hora un buen destino, que si no estaban hasta la coronilla de su polonidad, que si no les bastaba ya el martirio, el eterno suplicio y el martirologio, que había llegado el momento de la filiatría.

Gonzalo aceptaba el duelo bajo la condición de que las balas fueran de salva, que las verdaderas se debían escamotear al momento de cargar la pistolas en el forro de la manga. Para asegurar esta impostura Gombrowicz nombró a dos socios de la empresa equino canina como padrinos del duelo.
Gonzalo había rematado su exhortación con la palabra filiatría, y esta palabra le retumbaba en la cabeza a Gombrowicz junto a los gritos de “Polonia, Polonia” que escuchaba en la calle mientras caminaba hacia la embajada. “¡Viva nuestro heroísmo!”, exclamaba el embajador, un coronel ya le había contado lo del duelo entre Gonzalo y el comandante, y como todos descontaban que terminaría sin sangre convinieron en agasajar al comandante con una comida que se daría en la embajada.

El consejero volcaba en el libro de actas la invitación del embajador y escribió también que iban a asistir al duelo, que tenían que ver al polaco con la pistola en la mano atacando al enemigo. Pero un duelo no es una partida de caza, tenían que asistir con una excusa bien pensada, bien podría ser una cacería con galgos a la que invitarían a los extranjeros.
Mientras tanto Gombrowicz le preguntaba al embajador cómo era posible que marcharan sobre Berlín si los combates se estaban librando en los suburbios de Varsovia. El embajador le dijo entonces que todo se había ido al diablo, que todo había terminado, que habían perdido la guerra y que había dejado de ser embajador, pero que la cabalgata se iba a realizar de todos modos.

Al día siguiente, el duelo, se dio la señal y los adversarios entraron al terreno. Gombrowicz cargó las pistolas y metió las balas en el forro de la manga. Vacío absoluto, eran disparos vacíos, a lo lejos apareció la cabalgata; vacío porque no había balas y vacío también porque no había liebres. El duelo resultó ser una trampa que no tenía fin porque se había convenido a primera sangre.
De pronto se oyó un furioso ladrido de perros y un grito espantoso. El hijo estaba siendo atacado por los perros, el padre disparó contra los animales enfurecidos pero con un revolver vacío, entonces, Gonzalo se arrojó sobre la jauría y salvó la vida joven. El padre se conmovió y le ofreció su amistad eterna que Gonzalo aceptó, y para cerrar todas las heridas lo invito a su casa.

No era el palacio de la ciudad, era otro distante a tres leguas, el comandante tenía malos presentimientos pero igual fue. Pinturas, esculturas, tapices, alfombras, cristales… se depreciaban rápidamente por su abundancia excesiva, y la biblioteca llena de libros y de manuscritos amontonados en el suelo, una montaña que llegaba hasta el techo sobre la que estaban sentados ocho lectores flaquísimos dedicados a leer todo.
Obras preciosas escritas por los máximos genios, se mordían y devaluaban porque había demasiadas y nadie podía leerlas debido a su excesiva cantidad. Lo peor es que los libros se mordían como si fuesen perros hasta darse muerte. Gonzalo regresó muy alegre a la media hora pero vestido con una falda y le dio indicaciones precisas a un muchacho.

Ese joven tenía que se ponerse en el medio de la sala y lucir su figura, que para eso Gonzalo le pagaba, pero ese mequetrefe estaba allí, más que para lucir su figura, para moverse en honor al hijo, pues cada vez que se movía el hijo también se movía él. Al final fue un alivio que el dueño de casa diera la señal de ir a dormir.
Gombrowicz le confiesa al padre que lo había traicionado con Gonzalo realizando un duelo con balas de salva, estaba conmovido y estalló en un llanto desconsolado frente al padre que, desesperado por una terrible congoja, le hace un juramento sagrado: iba a lavar su honra mancillada con sangre, pero no con la sangre afeminada de ese miserable, sino con la sangre densa y terrible de su propio hijo, era la ofrenda del hijo que le hacía a la guerra.

Cuando Gonzalo se entera de que el padre quiere matar al hijo le dice a Gombrowicz que tiene un medio para convencer al hijo de que mate al padre, y al convertirse en parricida necesitará su amparo, se ablandará y caerá en sus manos afectuosas y protectoras. Gonzalo y el hijo juegan en un frontón y golpean a la pelota con todas sus fuerzas, bam, bam, bam, resonaban los golpes mientras el mequetrefe golpeaba con una madera unos palitos que estaban mal colocados, bum, bum, bum.
Y en medio de aquel bum-bam la pelota zumbaba y el hijo golpeaba más fuerte porque sentía que tenía un partidario. El padre comprendió que con el bumbam le estaban robando al hijo. Gombrowicz había perdido la patria y se había asociado con Gonzalo en una empresa ignominiosa para humillar al padre.

Los compañeros de la empresa equino canina donde trabajaba sintieron la necesidad de llevar a cabo un hecho más terrible aún que el filicidio y el parricidio que se estaba planeando, un horror que los colmara de poder, se propusieron entonces torturar al embajador junto a su mujer y sus hijos y después matarlos a todos arrancándoles los ojos.
Todo les parecía poco, así que pensaron que lo mejor sería matar al hijo del comandante, esa muerte aumentaría tanto el horror que la naturaleza, el destino y el mundo entero iban a cagarse en los pantalones. Gonzalo y el hijo jugaban a la pelota y el mequetrefe se movía con el hijo clavando palitos, bumbambeaban. El comandante se paseaba comiendo ciruelas, el hijo estaba delante de Gombrowicz con su voz fresca y alegre, su risa armoniosa, y los movimientos de todo su cuerpo ágiles y livianos.

El padre observaba a Gonzalo que llevaba el ritmo del bumbam, y el bumbameo unía a los muchachos debajo de los árboles. ¡A bailar!, un gentío increíble, la flor y nata de la colonia polaca, mejor olvidar y no dejar transparentar nada. En la oscuridad se escondían algunas siluetas monstruosas, parecían perros pero tenían cabezas humanas, se agrupaban en un montón y parecían brincar, copular y morder.
Los polacos de la empresa equino canina se preparaban para ser terribles matando al hijo. Las parejas bailaban y el hijo bailaba con una hermosa polaquita lleno de brillo y gallardía. Si el joven saltaba, el mequetrefe saltaba, bailaban al ritmo del bumbam, temblaban los cristales, la colonia polaca quería bailar la mazurca pero era imposible, sólo había bumbam.

El padre tomó un gran cuchillo y lo guardó en un bolsillo. Y, de pronto, bum, el criado contra una lámpara; y el hijo, bam, a la lámpara; vuelve el mequetrefe, bum, a un jarrón; y el hijo, bam, al jarrón; bum, el criado contra el padre; el padre cae al suelo y ya se apresuraba el hijo a bambearlo con su bam.
En aquel pecado general, mortal, en aquella debacle, en medio de esa enorme corrupción no existía otra cosa que el llamado del bum-bam y el trueno del asesinato. El hijo volaba hacia el padre, pero en vez de bambearlo con su bam, lo bambeó con una risa que le estalló en la garganta. El embajador también estalló de risa. Fue un bramido de risa general en todo el salón. Junto a las paredes habían quienes se pedorreaban y quienes se meaban de risa. Bambeabam..

“Solía comer en un restaurante donde los putos del ballet habían establecido su cuartel general y cada noche me sumergía en las aguas turbulentas de su locura, de su ritual, de su conspiración infatuada y atormentada, de su magia negra. Por lo demás, había entre ellos personas excelentes, de grandes virtudes espirituales, a los que observaba con terror, viendo en el negro espejo de esos lagos alocados el reflejo de mi propio problema (...)”
“Y de nuevo me preguntaba si a pesar de todo yo no era uno de ellos (...) Durante los siguientes años de mi estancia en la Argentina, la necesidad de trabajar para vivir me agobió de tal manera que toda la realización de mi programa a largo plazo y escala más amplia se hizo técnicamente imposible (...)”

“No podía concentrarme. La burocracia me absorbió y me atrapó entre sus papeles absurdos, mientras la verdadera vida se alejaba de mí como el mar durante la manera baja. Con un último esfuerzo escribí “Transatlántico”, en el que encontraréis muchas de las experiencias que acabo de contar (...)”
“Luego fui condenado a una labor literaria esporádica, de domingos y días festivos, como este diario que estoy escribiendo, donde no puedo transmitiros nada aparte de un resumen superficial, pobremente discursivo, casi periodístico. Qué le vamos a hacer. Que sea al menos una huella de mi manera de comportarme con mi segunda y dolorosa patria, la Argentina, que el destino me había deparado y de la que hoy en día ya no podría separarme”

El “Transatlántico” estrafalario, esa sátira de la vida de Gombrowicz en Buenos Aires en sus comienzos argentinos, se convirtió en un barco en el que regresó a Polonia.
“Sea como fuere, en este barco he regresado a Polonia. Se acabó el tiempo de mi exilio. He regresado, pero ya no como un bárbaro. Tiempo atrás, en la época de mi juventud, en mi país, me sentía completamente salvaje frente a Polonia, no sabía afrontarla, no tenía estilo, ni siquiera era capaz de hablar de ella; ella sólo me atormentaba. Después, en América, en América me hallé fuera de ella, separado. Hoy las cosas son distintas: regreso con unas exigencias concretas, sé qué es lo que debo pedir de la nación y sé lo que puedo darle a cambio. Me he convertido en un ciudadano”




"Las opiniones vertidas en los artículos y comentarios son de exclusiva responsabilidad de los redactores que las emiten y no representan necesariamente a Revista Cinosargo y su equipo editor", medio que actúa como espacio de expresión libre en el ámbito cultural.


domingo, 23 de agosto de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y KAROL SWIECZEWSKI


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y KAROL SWIECZEWSKI


“Ayer, en el Club Polaco. Acerté a llegar al final de la trituración de mi alma y de mis obras. La ponencia a mi favor la realizó Karol Swieczewski, mientras que la señora Jezierska pronunció un discurso en contra... Luego se desató la discusión al final de la cual aparecí yo. ¿Cómo hubiera sido mi creación si desde el primer momento la hubiesen ceñido los laureles, si hoy en día, después de tantos años, no tuviera que dedicarme a ella como a algo prohibido, vergonzante e inconveniente? Y, sin embargo, cuando entré en la sala, la mayoría de los allí presentes me saludaban con cordialidad y tuve la sensación de que el ambiente había cambiado mucho desde el tiempo en que los fragmentos de “Transatlántico” habían aparecido en “Kultura”. Lo cual, según creo, se debe principalmente a la existencia de este diario (...)”

“Asimismo fui informado de que la mayoría de los participantes en la discusión se había pronunciado a mi favor. Inmerso en la multitud ondulante, me sentía un poco como los marineros de Odiseo: ¡cuántas sirenas tentadoras en esas caras amistosas, que se agolpaban a mi alrededor y me salían al encuentro! Tal vez no sería difícil echársele al cuello y decir: soy vuestro y siempre lo he sido. Pero ¡cuidado! ¡No te dejes comprar con la simpatía! No permitas que te derritan unos sentimentalismos insulsos y una dulce alianza con la masa, en la que tanta literatura polaca se ha ahogado. ¡Sé siempre extraño! Sé desganado, desconfiado, lúcido, agudo y exótico. ¡Resiste, muchacho! ¡No te dejes domesticar por los tuyos, no te dejes asimilar! Tu lugar no está entre ellos, sino fuera de ellos, eres como la comba de los niños, que hay que echarla hacia delante para poder saltar por encima de ella”

La familia Swieczewski tenía una casa en San Isidro que Gombrowicz visitaba a menudo. Hacía paseos con Karol Swieczewski, era un buen amigo al que le tenía aprecio y confianza al punto de hacerle ciertas confesiones.
“No me aburro, porque paso seis horas diarias, aproximadamente, escribiendo y estudiando ciertas cuestiones de tipo intelectual. Estoy luchando duramente con mi obra, como un animal salvaje, a veces, ¡Santo cielo!, me gustaría mandarlo todo al diablo, ¡para qué, oh Dios, esta tarea superior a mis fuerzas!, no estoy hecho en absoluto para esto y, además, hay que tener una paciencia sobrehumana”
Gombrowicz pensaba que los hombres de letras tienen una vida artificial, están obligados a sacar apuntes de lo que les ocurre, a estimular la imaginación con ocurrencias que no siempre tienen un final feliz, a estudiar ciertas cuestiones de tipo intelectual que en algunas ocasiones no conducen a nada.

Los años 1955 y 1956 fueron años turbulentos, los conflictos civiles entre los peronistas y los antiperonistas se transforman en conflictos bélicos, aunque restringidos y muy localizados. Se produjeron enfrentamiento entre las fuerzas armadas, la marina de guerra amenazó con bombardear el puerto de Buenos Aires, con más exactitud, las refinerías de petróleo, las refinerías no la ciudad.
Gombrowicz se siente muy cerca de las refinerías por su tendencia a convertir en inminente lo remoto y se escapa, aproxima su casa de Venezuela 615 a las refinerías y el miedo que le sobreviene lo obliga a hacer una mudanza preventiva, se muda a San Isidro, se muda a la casa de Karol Swieczewski, a muchos kilómetros del puerto de Buenos Aires.

“(...) Escríbeme, mis lazos con la Argentina se aflojan y no se puede remediar, cada vez menos cartas, pero es casi seguro que apareceré un día por Buenos Aires, porque experimento una curiosidad casi enfermiza; es realmente extraño que no me atraiga en absoluto Polonia, en cambio, con Argentina no puedo romper (...)”
“(...) En los últimos tiempos vuelvo a menudo, con mis pensamientos, a Argentina y también me acordé del momento de la revolución de 1955, cuando escuchábamos la radio con María (Madame du Plastique) (...)”
Son fragmentos de cartas que Gombrowicz le escribe a Karol Swieczewski en el año 1966, el año en que a Gombrowicz se le despierta la nostalgia melancólica por la Argentina.

Los lectores de diarios no estaban acostumbrados a que se metieran en este género literario narraciones con tantos grados de libertad, pero Gombrowicz sintió la necesidad de ponerle distancia, al realismo primero, y al objetivismo después, recurrió entonces a algunas transformaciones que, sin embargo, tienen una fuerte sujeción a la verdadera realidad.
Toda la actividad de Gombrowicz, literaria y existencial, se convirtió en un retirada del objeto hacia sí mismo, un objeto que se le volvía agresivo cuando lo esgrimían, en tal que objeto, los artistas. Someterse al objeto sin más es una ingenuidad que tiene como destino el fracaso. La realidad surge de asociaciones de una manera indolente y torpe en medio de equívocos.

A cada momento la construcción se hunde en el caos, y a cada momento la forma se levanta de las cenizas como una historia que se crea a sí misma a medida que se escribe, introduciéndose de una manera ordinaria en un mundo extraordinario, en los bastidores de la realidad.
Para mostrar cómo Gombrowicz lleva adelante en sus diarios propósitos que en general están reservados a géneros más creadores vamos a ver cual es la razón por la que pone una atención desmedida en la casa de Prilidiano Pueyrredón.. El abuelo paterno de Gombrowicz se vio obligado a vender sus posesiones en Lituania y a instalarse en Polonia. Jan Onufry, su padre, compró una propiedad en Maloszyce donde nacieron Gombrowicz y todos sus hermanos.

Cuando Gombrowicz tenía un año se mudaron a Bodzechow, y a los siete años terminó viviendo en Varsovia. El viejo castillo de Bodzechow, rodeado de un vasto parque, era un lugar lleno de misterios. La familia de Marcelina Antonina, su madre, se hallaba establecida en esa región desde hacía mucho tiempo. Gombrowicz cambió sus mansiones de Polonia por las pensiones más miserables de Buenos Aires.
Y, finalmente, las cambió por esa pieza de la calle Venezuela donde vivió dieciocho años. Sin embargo, ni las mansiones de Polonia ni estas pensiones miserables de la Argentina fueron sus casas verdaderas. Desde una colina Gombrowicz y Karol Swieczewski están viendo el Río de la Plata y a la mano derecha, a la sombra de los eucaliptos, la casa de Prilidiano Pueyrredón.

Blanca y centenaria, con las ventanas cerradas, deshabitada desde que la abandonaron, es la casa construida por Prilidiano Pueyrredón, arquitecto y pintor argentino cuyas obras son retratos de la época que siguió a nuestra independencia. Entre esa casa y Gombrowicz se había creado un vínculo arbitrario. Empezó a preguntarse sobre qué pasaría si esa casa se le volviera familiar irrumpiendo en su destino por el solo hecho de que le era completamente extraña, y porque era justamente esa casa la que le inspiraba tan extraordinario deseo.
“De modo que ahora esta luz, estos arbustos, estas paredes, despiertan en mí cada vez más emoción y angustia, y siempre que estoy aquí me hundo bajo un peso indecible, mientras en algún lugar, en el límite, en el extremo de mi ser, estalla un grito, una violencia, un pánico tremendo”

Después de registrar esta conmoción llena de angustia, apunta que sus sensaciones de miedo y desesperación no eran de carne y hueso, sino un contorno de sentimientos, no rellenos con nada, absolutamente puros, y por eso más dolorosos. Mientras camina con Karol la casa va quedando atrás, pero el hecho de no verla aumenta su presencia. Está allí hasta la exageración, con sus ventanas y columnas neoclásicas, pero a medida que se aleja de ella en vez de diluirse existe con más fuerza.
No encuentra la razón por la que esa casa ajena, blanca, puesta en un jardín de eucaliptos, lo acompaña, lo persigue, lo inoportuna y no lo suelta.
“¡No es eso lo que debo hacer! ¡No es aquí donde debo estar! Pero, ¿dónde entonces? ¿Dónde está mi lugar? ¿Qué debo hacer? ¿Dónde estar? (...)”

“Mi país natal no es mi lugar, ni la casa de mis padres, ni el pensamiento, ni la palabra, no, la verdad es que no tengo sino precisamente esta casa, sí, desgraciadamente mi única casa es esta casa deshabitada, la blanca casa de Prilidiano Pueyrredón. Pero él, Swieczewski, también parece estar ausente: sus dedos reducen a polvo una ramita seca”
El debate “Por o contra Gombrowicz” que se realizó en el Club Polaco en el año 1954 es también recordado por su amiga Halina Grodzicka, aunque de otra manera (...)”
“Karol Swieczewski fue el que realizó su exposición en primer lugar. Excelente. Después le tocó el turno a un adversario, la señora Jezierska, que sentía alergia ante la obra de Gombrowicz: ‘Gombrowicz, en sus libros, me hace pensar en alguien que empieza a serruchar la rama sobre la que está sentado y, naturalmente, cae. Pero pueden imaginarse dónde cae. En la mierda..., ¡esa palabra que le gusta tanto!’ (...)”

“Su marido tomó el relevo anunciando que tenía formación universitaria, que nunca se dormía sin leer antes alguna cosa. Pero bastaba con que abriera un libro de Gombrowicz para dormirse de inmediato. Entonces Zygro (Zygmunt Grocholski) se puso de pie gritando: ‘Se ha subido a un árbol, ha cogido las ciruelas y vio pasar las golondrinas. La conferencia de estos dos me recuerda a esta canción: No hay discusión posible a este nivel’ (...)”
“Después todos querían intervenir, la gente se levantaba, se interpelaba violentamente, gesticulaba. Jeremi Stempowski, el presidente del club polaco, intentó educada y suavemente, con delicadeza, conseguir que la sala volviera a entrar en razón, pero sin éxito (...)”

“Por fin el abogado Stanislaw Szwejs puso fin a esta confusión. Explicó con mucha autoridad e inteligencia lo que era el universo de Gombrowicz.. Y el debate se terminó tranquilamente. Yo sabía que Gombrowicz esperaba fuera de la sala. Habíamos convenido que le avisaría cuando la cosa hubiera terminado. Abrí la puerta y el avisé. ¡Pobre! Estaba emocionado como un estudiante que acaba de aprobar un examen (....)”
“Al entrar en la sala, se dominó. Parecía, como siempre, muy reservado, un poco irónico y aparentemente seguro de sí mismo. Discreto, no quería darse a conocer. La señora Jezierska se acercó a él y le tendió la mano. Después Witold se unió a nuestro grupo y preguntó qué se había dicho de él. Naturalmente, se lo contamos todo. Estaba divertido, pues le gustaban las polémicas. Pero no había tenido el valor de estar presente”

"Las opiniones vertidas en los artículos y comentarios son de exclusiva responsabilidad de los redactores que las emiten y no representan necesariamente a Revista Cinosargo y su equipo editor", medio que actúa como espacio de expresión libre en el ámbito cultural.



sábado, 22 de agosto de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y EL NEGRO


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y EL NEGRO

Cuando Gombrowicz publica “Memorias del tiempo de la inmadurez” por primera vez le parece que se había excedido en originalidad, entonces escribe un prefacio para la primera edición que no aparece en las siguientes.
“(...) En lo tocante al elemento sexual, en particular, su preponderancia resultó del espíritu de la época que, desgraciadamente, pone cada vez con más frecuencia el énfasis en la relación de la esfera erótica con la del espíritu; la preponderancia de la crueldad y de la repulsión resulta, a mi entender, del hecho de que su papel en la vida sobrepasa a nuestra imaginación más audaz (...)”
Al entregarle un ejemplar de “Memorias del tiempo de la inmadurez” a su respetable familia se sintió raro.

Marcelina Antonina se lo agradeció cortésmente mientras los hermanos lo recibieron con una reserva que no auguraba nada bueno: –Ah, sabes, acabo de terminar tu libro. Tal vez sea un poco demasiado moderno, pero es interesante... me ha gustado, ya veremos qué dice la crítica. De todos modos, ¡te felicito! Tanto su madre como sus hermanos decidieron ser benignos con Gombrowicz.
“Supongo que si hubiera entrado a formar parte de un ballet y me hubiera puesto a saltar medio desnudo delante del público, mi familia no se hubiera sentido más incómoda. Era una familia respetable que no sabía a causa de qué pecados tenía que sufrir semejante vergüenza (...) Debo precisar aquí, según mis juicios de aquella época, que lo que se llama falta de tacto era, en el arte, un factor altamente original y creativo (...)”

“Consideraba que un artista que temía cometer una incorrección, producir un disgusto, no valía gran cosa, y que no debían someterse a las formas mundanas quienes creaban la forma. Así pues, me daba perfecta cuenta de que lo que escribía era inconveniente y que por esta razón lo había escrito”
Gombrowicz escribió “Aventuras” en el año 1930, es una novela corta que remata con un pasaje que nos contaba reiteradamente en el café Rex, especialmente para intranquilizar al Alemán. En aquel tiempo comenzaba a frecuentar los cafés literarios y seguía escribiendo novelas cortas. Decide permanecer en Radom pero choca con la hostilidad de los abogados locales que en su gran mayoría pertenecían al Partido Nacional, una agrupación política de derecha.

Los integrantes del Partido Nacional se escandalizaban por sus relaciones con centros de izquierda y, particularmente, por las que tenía con Wiadomosci Literackie. Desde ese momento renunció a la continuación de su carrera jurídica.
“Era una época en la que estaba en mala disposición con el arte. Me saturaba de Schopenhaher y de su antinomia entre la vida y la contemplación, y de Mann en cuya obra ese contraste tiene un aspecto más doloroso. El arte era para mí el fruto de la enfermedad, la debilidad, la decadencia; los artistas, por así decirlo, no me gustaban, personalmente yo prefería al mundo y a la gente de acción. Estas fobias, a mi edad, eran apasionadas, yo tenía entonces veinticinco años, que es cuando todavía no se ha renunciado a la belleza (...)”

“El mundo artístico me atraía por su libertad y su resplandor, pero me repudiaba física y moralmente”
En “Aventuras” hay sólo dos personajes: el protagonista y el Negro. Es un relato fantástico sobre la naturaleza y la forma del encierro y del miedo, pero lo es más bien como un acontecimiento exterior, como unas aventuras cuyas variaciones son mecánicas y automáticas, y ajenas a los fenómenos psíquicos y a las concepciones morales.
En el mes de septiembre de 1930 cuando el protagonista navegaba rumbo a El Cairo se cayó en las aguas del Mediterráneo. Los tripulantes advirtieron su caída pero el barco ya se había alejado un kilómetro, el capitán se puso muy nervioso y ordenó un regreso a toda marcha, tanta que cuando el gigante llegó donde estaba el protagonista no se pudo detener.

El navío volvió a dar la vuelta pero otra vez lo volvió a pasar como un tren a toda velocidad, esta maniobra se repitió diez veces hasta que un yate privado se acercó y lo recogió, mientras el otro barco retomaba tranquilamente su ruta. Por casualidad descubrió que el capitán del yate tenía el rostro y los pies blancos pero era negro. El capitán se puso furioso cuando lo descubrió, lo hizo atar, lo encerró en un camarote y empezó a alimentar un odio ilimitado.
Era la única persona en el mundo que había descubierto su secreto: era un negro blanco. Durante los ocho meses siguientes navegó sin parar y se deleitó con el poder absoluto que le proporcionaba el tenerlo encerrado en un camarote oscuro. Un día, finalmente, lo condujo al puente del yate y el protagonista se preparó para morir.

Fue colocado en el interior de un recipiente de cristal en forma de huevo, podía mover los brazos y las piernas pero no cambiar de posición. El Negro le enseñó el mapa del océano Atlántico y le señaló la ubicación del yate, estaban en el centro del mar, entre España y México. En esa zona marítima las corrientes era circulares, si algo caía al agua, al cabo de un tiempo, después de un viaje de circunvalación, volvería a pasar por el mismo lugar.
Lo equiparon con tres mil comprimidos de caldo que le alcanzaban para vivir diez años, con un pequeño instrumento para destilar agua, y lo tiraron al océano. Como las paredes del huevo eran de cristal observaba todo lo que pasaba en el exterior. Bajo la superficie del mar había una calma verdosa, pero arriba el mar estaba muy agitado, finalmente estalló una tormenta y se levantaron olas gigantescas.

El Negro lo siguió un par de semanas, después se aburrió y tomó otro rumbo. El protagonista tenía ganas de aullar pero se puso a cantar ya que el desencadenamiento de los elementos marítimos lo predisponía al canto. Un barco francés lo atropello, rompió el cristal del huevo y lo rescató, habían pasado unos años desde que el Negro lo tirara al océano. Cuando desembarcó en Valparaíso se escondió, estaba convencido de que el Negro lo había seguido, había disfrutado mucho de él y no iba a renunciar a ese placer.
El protagonista atravesó el mundo huyendo, finalmente le pareció que el lugar más seguro era Islandia, pero ya en el puerto apareció el Negro, lo atrapó y lo condujo al yate. Después de largos meses de prisión sofocante pudo respirar nuevamente el fresco del aire marítimo en el puente de popa.

Vio una enorme bola de acero cuya forma recordaba a la de un obús, abrieron una portezuela lateral del artefacto y lo arrojaron a su interior donde había un pequeño saloncito. Se encontraban en el Pacífico, en el punto del abismo oceánico más profundo del mundo. El Negro tenía curiosidad por saber qué existiría en el fondo del mar al que vería con su imaginación adivinando lo que estaría mirando el protagonista moribundo.
El peso de la bola de acero había sido mal calculado y cuando la tiraron al agua no se hundió, entonces el Negro ordenó que le engancharan un ancla pesada, el protagonista fue arrojado al mar y comenzó a descender. Al final de un viaje de dos horas sintió una ligera sacudida, había tocado fondo. Pasó el tiempo y no pudiendo resistir más, comenzó a dar golpes en todas las direcciones.

Aquella locura estéril provocó seguramente algún movimiento en el exterior, y la cadena arruinada por la herrumbre se rompió, el hecho es que la bola empezó a ascender aumentando a cada minuto su velocidad saliendo disparada como un proyectil a un kilómetro de altura sobre la superficie del mar. El obús fue abierto por la tripulación de un barco mercante, el Negro había desaparecido.
Hicieron escala en el puerto de Pernambuco desde donde el protagonista partió para Polonia. En ese mismo período un gigantesco bólido había caído sobre el mar Caspio y las aguas se evaporaron en un instante. Las nubes que se formaron cubrieron la tierra amenazando con producir un segundo diluvio universal.. Finalmente alguien tuvo la idea de perforar una nube que se encontraba encima del lecho del mar Caspio en la parte más ventruda y la nube empezó a desaguar.

Cuando se vació por completo otras nubes ocuparon su lugar y, mecánicamente, en forma automática entregaron el agua y reconstituyeron el mar. En su casa de campo de Polonia, descansaba y se entretenía para pasar el tiempo. El Negro había desaparecido, el otoño se acercaba. Por mera diversión empezó a construir un globo aerostático tipo Montgolfier.
Una mañana, después que lo tuvo terminado, encendió la llama de la lámpara y empezó a ascender. Voló sobre el bosque y sobre el río, desde abajo la población lanzaba gritos jubilosos, cuando llegó a una altura de cincuenta metros apagó la mecha y empezó a descender. Aterrizó en un patio en el que lo recibieron con risas y bravos. Interrumpieron la merienda y lo invitaron a tomar café, queso y pastelillos.

El protagonista les propuso que uno de ellos podía subir a la cesta y volvió a encender la llama. La pasajera que subió le proporcionaba una alegría íntima mucho mayor que el globo mismo. Por primera vez en la vida sentía que estaba perdiendo el juicio mientras ella lo escuchaba con atención.
A pesar de que es bien sabido que las mujeres aman lo novelesco, no se atrevió a contarle nada de sus aventuras con el Negro... Llegó el día del cambio de anillos... Luego empezó a acercarse también el día de la boda. Pero una semana antes de la fecha del casamiento, cuando el protagonista se sentía penetrado por el secreto y el escalofrío jubiloso del tiempo prenupcial, se le ocurrió hacer un paseo en globo durante un día de tormenta.

La tormenta fue tan grande que lo arrastró con fuerza diabólica, y después de varias horas, al levantarse el telón del alba, vio que debajo de él se agitaban las olas del Mar Amarillo.. Se despidió por dentro de los abedules y de los ojos de su amada y se abrió dócilmente a las pagodas contrahechas, a los bonzos y a las divinidades extrañas. Cuando descendió de la cesta se le acercó gritando un chino leproso.
Tocó con sus manos la piel pustulosa y lo condujo hacia unas cabañas miserables que se veían a lo lejos. Todos los habitantes de la aldea eran leprosos, pero a pesar de su condición aquellas personas no tenían nada que ver ni con la modestia ni con la humildad. El protagonista se alejó al instante de aquel pueblo pero la chusma lo seguía a cierta distancia.

Los amenazó con los puños en alto y desaparecieron, pero un momento después lo volvieron a seguir. La isla donde había caído ocupaba poco más de unos quince kilómetros cuadrados, estaba desierta y buena parte de ella era boscosa. El protagonista caminaba acelerando el paso pues sentía detrás de él la presencia de aquellos monstruos anhelantes. No sabiendo bien que hacer se internó en la espesura de la selva pero ellos le pisaban los talones.
No podía comprender qué es lo que quería esa chusma roñosa, tenía la misma sensación que se apodera de las mujeres cuando los vagabundos maleducados las importunan en la calle, primero persiguiéndolas y después permitiéndose bromas de mal gusto y palabras soeces, hasta que las pobres se veían obligadas a huir con la cabeza baja.

Si bien ignoraba la causa de la excitación de esos leprosos, eran evidentes sus demostraciones de obscenidad, de impudicia y de lascivia, tanto en los monstruos machos con su dura brutalidad, como en las monstruosas hembras con su diversión maliciosa que no podía significar otra cosa que inocencia o inmadurez. El protagonista hubiese aceptado la lepra, pero la lepra y el erotismo a la vez, no los podía aceptar.
Estaba enloquecido y empezó a huir, se escondió en la fronda de un árbol con un garrote en la mano dispuesto a romperle la cabeza al primero que se acercara. Durante dos meses llevó en la isla una vida de mono escondiéndose en la cima de los árboles. Finalmente, por azar, descubrió unas cuantas botellas de petróleo provenientes, posiblemente, de algún naufragio.

Logró inflar nuevamente el globo y levantar vuelo. Se preguntaba qué podía hacer cuando volviera a ver los abedules y los ojos de la mujer amada. No, no le era posible volver, tenía que abandonar todo aquello que ya lo había abandonado a él.
“Por otra parte nuevas aventuras reclamaron muy pronto mi atención. Recuerdo que en 1918 fui yo, yo solo, quien rompió el frente alemán. Como es de todos sabido, las trincheras llegaban hasta el mar. Se trataba de un verdadero sistema de canales profundos que tenían una longitud de hasta quinientos kilómetros. Sólo a mí se me ocurrió la sencilla idea de inundar los canales. Una noche trabajé a escondidas, cavé un foso que comunicó los canales con el mar. Al penetrar ininterrumpidamente, el agua inundó las trincheras y corrió por toda la línea del frente. Con gran estupor los aliados vieron a los alemanes, empapados hasta los huesos, saltar fuera de las fosas enloquecidos de pánico, cuando despuntaban las primeras luces de un amanecer brumoso”



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viernes, 21 de agosto de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y PAUL CLAUDEL


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y PAUL CLAUDEL

“La correspondencia de Gide con Claudel: ¡menudo espectáculo! ¡Qué ridículo se ha vuelto todo esto en los últimos años! Lo que hace reír no es el diálogo de un creyente con un no creyente, sino el disfraz..., este disfraz de mondalité perfectamente francesa, y el hecho de que todo esté tan literalmente pulido. La ‘Maja desnuda’ y ‘La Maja vestida’, y Dios entre Monsieur Gide y Monsieur Claudel. ¡Cuánta ingenuidad en este refinamiento! ¡Quelle délicatesse des sentiments! El verdadero autor de esta correspondencia es el servicio doméstico, porque se trata de una delicadeza mimada y acariciada por gente inferior, de un diálogo altisonante que tiene sus raíces en el populacho, aunque ya no se acuerde de ello y reine en todas partes como si viviera por su propia cuenta. De nuevo, pues, resulta inevitable referirnos a aquella verdad inferior que constituye la base de la verdad superior”

Paul Claudel es un representante del catolicismo francés en la literatura moderna. Toda su obra, en la que hace alarde por extraña paradoja de simbolismo y de realismo, de complejidad y de sencillez, de polifacetismo y de profundidad, aparece informada por una honda inquietud religiosa en la que supo conciliar la ortodoxia clásica con el modernismo.
Durante la mayor parte de su vida formó parte del cuerpo diplomático francés, pero se le conoce fundamentalmente como uno de los hombres de letras del siglo XX más famosos y prolíficos. Los volúmenes de poesía, teatro, prosas religiosas, libros de viajes y crítica literaria de Claudel expresan su ardiente fe en la Iglesia católica. Utilizó con frecuencia temas que relacionaban los conflictos espirituales y la salvación del alma.

“La ira que me acomete cuando pienso en artistas como Gide o como Claudel, ¿no estará relacionada con el hecho de que ellos, a pesar de todo, eran capaces de leerle a alguien un texto suyo sin esa desesperante sospecha de estar aburriendo? También pienso que un poco de conciencia de lo que llamamos la importancia social del artista me hubiera sido más conveniente que esta certeza mía de ser socialmente un cero, un marginal (...)”
“Además yo..., con mi vida... Si se suprimiera del ‘Diario’ de Gide toda la parafernalia de nombres ilustres, imagino que perdería buena parte de sus clientes. Yo me veía en el café Rex con Eisler, a quien conseguía sacar algunas monedas ganándole al ajedrez. Mi vida secreta no poseía la fuerza ni el color que nutren las memorias de los vagabundos auténticos”

Paul Claudel y André Gide son completamente opuestos como creadores y también como personas. Quizá sea eso lo que los atrae en un principio y los empuja a iniciar un intercambio epistolar bastante regular sin apenas haberse visto, en el que tratan sobre todo temas literarios y morales.
Fueron éstos últimos los que provocaron la crisis, el enfado sin reconciliación y hasta el desprecio, según lo que se desprende de algunas cartas de Claudel a amigos comunes en las que habla del “caso Gide”. Paul Claudel fue, ante todo, un poeta católico. Su obra no se comprende sin la doctrina cristiana más férrea, y suele reflejar la satisfacción constante que le produce la seguridad de poseer la verdad, de haberla atrapado y disfrutar de ella sin reparos ni pudor.

Cuando Claudel considera que su relación con André Gide ya ha obtenido un nivel aceptable de confianza, ataca sin tregua y empieza a pedirle su conversión al catolicismo. Claudel estaba convencido de que una de sus misiones principales en la vida consistía en arrojar la luz del catolicismo sobre las pobres almas que dudaban, que tenían miedo y sufrían porque no acababan de estar seguros de que el Dios cristiano fuera la verdad absoluta, ni siquiera una verdad aceptable.
Gide era todo lo contrario: inseguro, heterodoxo, variable... su lucidez extrema y su incomodidad frente al mundo le provocan hondas crisis que supera mediante la escritura, la música, los amigos, los viajes, y finalmente la confesión de su homosexualidad.

La página de “Las Cuevas del Vaticano”, donde el narrador describe la perversa atracción que le produce un candoroso chiquillo, es el desencadenante del escándalo general y la indignación de Claudel, que después de exigir el arrepentimiento de Gide y al ver que éste no hace sino reafirmarse en su postura, corta en seco la relación con el poseedor de ese defecto abominable.
La iglesia de Claudel y los defectos abominables de Gide eran extremos entre los que Gombrowicz se movía con aparente comodidad, echando mano a un ardid al que había recurrido desde su temprana juventud: la representación de los sentimientos.
“Gide ha dicho muy bien que un sentimiento que se representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi indiscernibles (...)”

“Decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o representar una comedia que hará que permanezca con mi madre, es casi la misma cosa. Dicho de otro modo, el sentimiento se construye con actos que se realizan; no puedo pues consultarlo para guiarme por él. Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los conceptos que me permitirían actuar”
Gombrowicz podría haber puesto su firma debajo de estas palabras de Sartre, la idea de que la representación de los sentimientos es el centro de gravedad alrededor del cual giran sus propias ideas. Gide le dio entonces a Gombrowicz más que un modelo para escribir los diarios, él también creía que los sentimientos empiezan a existir cuando se representan.

Pero en el caso de la correspondencia de Gide con Claudel el punto central para Gombrowicz no es la iglesia ni los defectos abominables ni la representación de los sentimientos, el punto central es el disfraz. El disfraz, es decir, la máscara, es decir, la facha, es el archienemigo de Gombrowicz.
Este contrincante impiadoso, cuyo representante más conspicuo es París, suele ser atacado por Gombrowicz oponiéndole la desnudez. Los parisinos son enemigos de la desnudez, en cambio parecen contentos disfrutando de su fealdad. Su sensibilidad, en vez de desahogarse en la desnudez, se ha posado en los afeites; la belleza de París está puesta en las estatuas y parece que los parisinos han renunciado con alegría a la belleza joven y desnuda.

La belleza que se adquiera en la madurez es incompleta, mancillada por la falta de juventud, por eso la belleza joven es una belleza desnuda, la única que no necesita avergonzarse. La desnudez es una idea que gira alrededor de la cabeza del hombre desde hace muchos siglos. Acteón era un cazador que sorprendió a la hermosa Diana bañándose desnuda.
Se quedó mirándola fascinado por su belleza, la diosa se irritó, lo convirtió en ciervo y Acteón fue devorado por sus propios perros. En “El ser y la nada”, Sartre, al que no le alcanzaban los complejos de Edipo y de inferioridad, se inventó otros dos: el de Acteón y el de Jonás. El de Acteón está relacionado con la mirada curiosa y lasciva de la desnudez humana cuya sublimación es el origen de toda búsqueda.

Para Sartre, la esencia de las relaciones humanas, incluido el amor, es una tentativa de posesionarse de la libertad del otro, de esclavizarlo. Pero esta actividad de apropiación del hombre no está relacionada solamente con las personas sino también con las cosas. El conocimiento, en el sentido de descubrimiento de la verdad, es un cazador que sorprende una desnudez blanca y virgen, para robarla, apropiarse de ella y violarla con la mirada..
El conocimiento o descubrimiento de la verdad es un modo de apropiación, es algo análogo a la posesión carnal, que nos ofrece la seductora imagen de un cuerpo desnudo que es perpetuamente poseído y perpetuamente nuevo, y en el cual la posesión no deja rastro alguno.

Casi veinte años después de la aparición de “Aurora”, de la que lamentablemente se editó un solo número, Gombrowicz confronta otra vez, ahora en los diarios, al refinamiento de las máscaras humanas con la desnudez. El relato que hace en los diarios sobre el día en que se bajó los pantalones en un restaurante de París no parece cierto –no era capaz de ponerse un traje de baño cuando iba a la playa– pero las consecuencias que saca no están del todo mal.
Estaba almorzando en un local muy distinguido a orillas del Sena conversando animadamente con gente del ambiente literario: –¡Quién es ese escritor; –Es un escritor eminente; –Sí, eminente, pero ¿quién es?; –Viene del surrealismo y se pasó al objetivismo.

Gombrowicz empieza a manifestar una cierta intranquilidad: –Muy bien, objetivismo, pero ¿quién es?; –Pertenece al grupo Melpomène; –No tengo nada en contra de Melpomène, pero ¿quién es?; –Una combinación de géneros: el argot con una metafísica de elementos fantásticos; –Sí, la combinación me parece bien, pero ¿quién es?; –Cuatro años atrás le concedieron el Prix St. Eustache..., y tú cómo te consideras; –Yo no soy escritor, ni miembro de nada, ni metafísico ni ensayista, soy yo mismo, libre, independiente, vivo...; –Ah, sí, eres existencialista.
Los contertulios estaban turbados con la mirada ingenua de Gombrowicz que les traspasaba la ropa, y es aquí cuando decide hacer el experimento crucial: se empieza a bajar los pantalones.

“(...) cundió el pánico, salieron rajando por puertas y ventanas. Me quedé solo. El restaurante estaba desierto, hasta los cocineros habían huido... Sólo entonces me di cuenta de lo que estaba haciendo, de lo que pasaba...., y me quedé así, hecho un tonto, con una pernera puesta y la otra en la mano”
Los franceses caen en éxtasis si se le cita un poema de Cocteau o se les muestra un Cézanne, lo asocian con la belleza y, entonces, segregan saliva, es decir, se ponen a aplaudir. Los parisinos se ocupan de su espíritu como los campesinos de las vacas, a las que sólo hay que limpiar, ordeñar e ir luego a vender la leche.
“París es un palacio, pero los parisinos me dan la sensación de ser sólo el servicio palaciego. En París, la ciudad de los perros que segregan saliva al son de la trompeta, tuve aventuras equívocas y perversas”

Después de una comida sabrosa y de buen vino en la cabeza, Gombrowicz vio el portal entornado de un palacio magnífico. Cuando se estaba paseando por sus salas llenas de esculturas, plafones, escudos y dorados, se le presentó una persona menuda de aspecto modesto. Supuso que era el mayordomo y le pidió que le mostrara las salas, lo que el hombre hizo muy amablemente.
Al marcharse Gombrowicz se llevó la mano al bolsillo: –Oh, no, soy el príncipe, aquí mi mujer la princesa, y mi hijo el marqués, y el conde, y el vizconde. Pensaba cómo huir de este mundo artificioso mirando las estatuas de París, y de pronto vio al Acteón de mármol que huía de sus propios perros después de haber visto a Diana desnuda.

“¡Qué horror! El pecado mortal de ese joven temerario, huyendo y a punto de ser devorado, no se movía en absoluto... Y seguirá siempre así, por toda la eternidad, como un arroyo fijado por el hielo. Y frente al pecado inmovilizado por la muerte, oí el aullido de Pavlov alejándose hasta los límites de París...¡Y los aullidos sordos de Pavlov siguieron oyéndose en la noche inmóvil!”
La desnudez es una idea que rondaba en la cabeza de Gombrowicz, una idea que se le aliaba la más de las veces con la juventud para librar su constante batalla con la forma. Gombrowicz presenta por primera vez la idea de la desnudez en “Aurora”. Con la aparición de “Ferdydurke” Gombrowicz decide publicar una revista a la que llamó “Aurora”.

Aurora formaba parte de aquellas palabras e ideas, como Poesía Pura y Perfección, que Gombrowicz detestaba. La revista era un panfleto escrito en plan humorístico, una farsa estudiantil, teatral y vulgar. En esta revista Gombrowicz hace una publicidad canina distribuida armoniosamente a lo largo de todo el texto, y sigue ejercitándose en su aspiración central: la destrucción de la forma en todas sus formas.
Para destruir la forma de la palabra Gombrowicz recurre a un relato en el que un escritor escrupuloso va ajustándose estrictamente a los cánones de las palabras y termina transformando el lenguaje de los protagonistas, una señora y su mucamo, en un griterío de gallinas. La majestad rotunda del cuerpo vestido era un gran enemigo de Gombrowicz.

Las partes del cuerpo que aparecen en “Ferdydurke”, entre las que reina el culo, deben ser desacreditadas, y no hay recurso al que no eche mano en esta novela para conseguir este propósito. En “Aurora” se vale de un pequeño número teatral para mostrar qué cosas ocurren cuando la majestad de un cuerpo vestido decide desnudarse. La acción se desarrolla en un banquete muy distinguido entre dos personajes: el Orador y el Público.

El Orador: L’eternel sourire dans lequel la grace et l’ingence... (y se quita la corbata).
El Público: algo extrañado.
El Orador: La clarte de la pensee et l’insuperable exprit de la mesure... (y se quita los zapatos).
El Público: más extrañado.
El Orador: L’elegance exquise et le charme... (y se quita el saco)
El Público: muy extrañado.
El Orador: La distinction, le tact et la finesse unies au bon gout... (y se quita los pantalones).
El Público: se levanta.
El Orador: La cravate, le veston, les bottines et les pantalons... (y se quita todo lo demás). Telón.



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jueves, 20 de agosto de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y LA SEÑORA KOWALSKA


JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y LA SEÑORA KOWALSKA

“La presión sexual me llevaba hacia lo bajo, hacia las aventuras secretas y solitarias en los barrios lejanos de Varsovia con mujeres de la peor especie. No, no se trataba de putas, en esas aventuras desgraciadas yo buscaba justamente la salud, algo elemental, lo que lo hacía más bajo aún, y, sin embargo, más auténtico (...) Mordería la mano del psiquiatra que pretendiera destriparme privándome de mi vida interior; no se trata aquí de que el hombre no tenga complejos, sino de que sepa transformar el complejo en un valor cultural”
La popularidad de las indagaciones de Sartre sobre la mirada y de Freud sobre la participación de la sexualidad en la conducta humana facilitaron la comprensión de la obra de Gombrowicz un tanto hermética, a pesar de la desconfianza que le tenía a estos ilustres pensadores.

“En la escalera de servicio” es una novela corta que Gombrowicz escribe en el año 1929. Es la historia de un acomodado funcionario, casado con una refinadísima señora de clase alta, al que lo pierde su atracción por las criadas gordas, feas y embrutecidas.
“Hay algo aquí que quizás se remonte a la infancia, a la época en la que se le despertaron sus primeros deseos, hacia su séptimo u octavo año (...) Seguramente vio algo que le causó impacto, unas pantorrillas, o algo mejor, y que una y otra vez acudía a su mente”
La inclinación de Gombrowicz por las pantorrillas, los muslos y las criadas aparece frecuentemente en su obra. El apetito por las criadas que ilustra la narración de “En la escalera de servicio” tiene unos orígenes igualmente remotos.

“Ese sentimiento perdura en mí desde la infancia, desde esos años en que, sin aliento, con el corazón golpeándome en el pecho, contemplaba a nuestra criada. Cuando nos servía en la mesa, cuando enceraba el parquet, cuando nos traía el desayuno (...) Yo miraba ávidamente, tímidamente, bajo mis párpados entornados”
En este cuento Gombrowicz pone en funcionamiento una de sus partes oscuras que saca a la superficie con mano maestra. A diferencia de otros funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores y de los secretarios de embajadas extranjeras que salían a las calles a hacer conquistas aquí y allá, según su gusto, fantasía y temperamento, Filip, el protagonista de “En la escalera de servicio” sólo salía a conquistar a las criadas gordas, comunes y corrientes que llevaban un pañuelo en la cabeza.

Al poco tiempo de su nombramiento como segundo secretario de la embajada en París tuvo que renunciar al cargo debido a la nostalgia que sentía por las criadas polacas. Abordaba a las criadas en la escalera de servicio y les preguntaba si conocían a la señora Kowalska como una manera de presentarse. No se puede decir que fuera una conquista concreta, en los últimos años había abordado más de mil quinientas criadas y jamás había recibido ni siquiera un beso.
Las criadas, con la cesta en la mano, no tenían el sabor de las legumbres frescas sino más bien el de la grasa de cerdo, no se las podía comparar con los complicados bocadillos que ofrecía la ciudad. Filip se preguntaba cómo era posible que en cada uno de los estratos sociales se podían encontrar señoritas llenas de poesía, mientras las criadas eran las únicas que carecían de belleza y atractivo.

Con el tiempo descubrió que eran las amas de casa las que elegían a esos monstruos deformes seguramente para evitar que algún miembro de la familia fuera tentado por deseos poco honestos. Pero la timidez que Filip guardaba desde la niñez, sofocada por el lujo y los éxitos, seguía prefiriendo a esos monstruos de la escalera de servicio que pululaban alrededor de los mercados.
Sus colegas del Ministerio se burlaban tanto de Filip que por miedo al ridículo se casó con una joven que era algo así como el antídoto de la criada. La mujer con la que contrajo matrimonio tenía una silueta delgada y elegante, era el testimonio de su buen gusto para elegir, lo que hizo que la pareja produjera por doquier una magnífica impresión.

Contrataron a una graciosa camarera completamente diferente a las criadas habituales, llevaba una cofia de encaje blanco y servía la mesa con mucha desenvoltura. La personalidad de su mujer se fue imponiendo en la casa con pie firme pero delicado, cien mil veces más distinguido que los pies hinchados, deformes y planos de las criadas. En el fondo del alma la sospecha de que su mujer pudiera llegar a saber algo de lo que habían sido sus gustos lo perseguía cruelmente.
Filip observaba con una hipócrita admiración el mundo hostil y helado de una mujer tan refinada, su geografía blanca y tersa, esos detalles que para él eran tan vacuos y desérticos como el mundo lunar, mientras que la Madre Tierra permanecía exilada quién sabe dónde.

Pero, poco a poco, él también se fue volviendo europeo, lavado y reluciente, con estas convenciones conquistó el corazón de su mujer y creció en el trabajo. Hasta la mujer mejor pertrechada se abría como una ostra cuando se pronunciaban las palabras precisas, las santificadas por la costumbre, y cuando se realizaban los gestos rituales. El asunto con las criadas era más complicado, en todas partes había resistencia y susceptibilidades.
Una tarde, después de perseguirla, y cuando finalmente la criada terminaba su ronda de compras y entraba en el portón del edificio, Filip la alcanzó en la escalera de servicio y le preguntó si conocía a la señora Kowalska. Cuando la criada se detuvo él le acarició la mano y le dijo que le gustaba mucho.

La criada se echó a reír y lo trató de sinvergüenza, se hizo la ofendida, y después de manifestarle que no le gustaba conocer a la gente en la escalera, le preguntó con quién se imaginaba que estaba hablando. La otras criadas del edificio se asomaron a la escalera de servicio riendo y murmurando, mientras la que estaba con Filip se desternillaba de la risa, de pronto, extendió las piernas y empezó a gritar: –¡Ji, ji, ji, güri, güri, giu!
Las criadas que estaban colocadas en los pisos superiores empezaron a gritar también: –¡Ji, ji, ji, güri, güri, giu! Filip desciendió por la escalera con la cabeza baja mientras a sus espaldas se desencadena un infierno: –¡Habrase visto semejante cerdo! ¡Dale María, tíralo por la escalera! ¡Rómpele la cresta! ¡Sinvergüenza! ¡Atacar de esa manera a una señorita!

Debía ser el miedo que tenían de encontrase con sus amas el que las ponía en ese estado. Aquello no era como con las manicuras y las coristas, tales eran sus recuerdos prohibidos, los recuerdos del pasado. Hoy en día sabía, como también lo sabía entonces, que nada hubiera podido ocurrir entre las criadas y él porque los separaba un abismo naturalmente infranqueable.
Pero hoy, igual que ayer, se negaba a reconocer la existencia de ese abismo y su ira se dirigía contra las amas de casa. Tal vez si no fuera por culpa de ellas que las paralizaban con el miedo y con la vergüenza de descubrirlas en la escalera de servicio, las criadas se hubieran comportado mejor con Filip. Pasaron los años, Filip empezó a envejecer, en sus sienes aparecieron algunas canas.

En el Ministerio ocupaba el alto cargo de viceministro de Asuntos Exteriores y en pulcritud y aseo había llegado a superar hasta a su propia mujer. Para Filip la pulcritud se había convertido en audacia, en esplendor y en un modelo de vida. La mujer se asombraba de que Filip se tomara tan a pecho esas cosas, y en cuanto a la suciedad del mundo le decía que ella no la aborrecía, que simplemente la ignoraba. Pero esa ignorancia no llegó muy lejos.
Una noche, seguramente en medio de una pesadilla, Filip se puso a gritar: –¿Vive aquí la señora Kowalska?, y un poco después, ¡Ji, ji, güiri, güiri, güi!, y que quería estrangular a ciertas lunas pálidas (las amas de casa) vacías y sofocantes. La mujer empezó a tener tanto miedo de él como un ratón puede tenerlo de un gato.

Se le dio por quejarse de que jamás había tenido una noche de tranquilidad por culpa de los ronquidos de su marido y de que tenía miedo que fuera a suceder una desgracia. Estaba arrepentida de haberse casado con Filip, le recriminaba que desde que había empezado a envejecer estaba cada vez peor, que quería que le explicara lo de las lunas pálidas, y que si llegaba a ocurrir algo se acordara de que había sido una buena esposa y que siempre le había demostrado afecto.
Filip no comprendía bien lo que le estaba pasando, era un hombre que envejecía, sin pasiones, inofensivo, desgastado por la vida familiar y la oficina. Pero del episodio de las lunas nacieron unos cuantos lances que se tiró con la camarera, la mujer lo advirtió y la despidió inmediatamente.

La camarera que la reemplazó también tuvo que ser despedida porque a Filip se le había despertado el apetito. Terminó por decirle a su mujer que era más fuerte que él, que estaba envejeciendo y que antes de retirarse quería darse un gusto, que las graciosas camareras eran el bocado preferido de los embajadores, que se las consumía en las mejores mesas.
Finalmente la mujer contrató a uno de esos monstruos de chal en la cabeza que, según le parecía a ella, no podía atraer la atención de nadie con sus dedos gordos repugnantes, la piel arrugada y ennegrecida del antebrazo y su tufo de grasa y cebolla. El corazón de Filip palpitaba emocionado, volvía a ser tímido otra vez, amedrentado, como lo había sido en otra época en las escaleras de servicio.

Pensaba que los temores de su mujer eran absurdos, que él era un hombre que se estaba apagando y que sólo quería, antes de extinguirse, saborear un poco el aire del pasado. En la mujer crecía el deseo de estrangular a esa fuerza erguida ante ella que anunciaba el desencadenamiento de una lucha cruel que se remontaba a la prehistoria. La señora empezó a amenazar a la criada.
Si no controlaba sus ruidos intestinales, si no se bañaba por lo menos una vez por semana con estropajo y jabón, la iba a despedir inmediatamente. La criada la engañaba y no le hacía caso, y esa desobediencia iba transformando a la esposa de Filip en una de esas amas de casa agrias y despiadadas. Filip había caído en una especie de estado cataléptico.

Una mañana escribió con un dedo en un cristal, sin pensar en lo que hacía: “¡Vergüenza a quien abandona su propia suciedad por la pulcritud de los demás! ¡La suciedad siempre es nuestra; la pulcritud es de los demás! Una tarde se dirige a la criada para decirle que la señora estaba en contra de las criadas, de ella y de todas las del edificio, porque son vulgares y escandalosas, porque transmiten enfermedades y porque roban con la complicidad de sus novios.
Ese mismo día la mujer le pidió que despidiera a la criada, que se había vuelto arrogante, que se pasaba el día entero en la escalera de servicio con las otras criadas, y que en el patio murmuraba con los porteros. La señora se ponía cada día más nerviosa y le rogaba a Filip que la despidiera a fin de mes, estaba tan alterada que le propuso retomar a la primera camarera.

Que no la aguantaba más, que se burlaba de ella, que a sus espaldas le hacía muecas, le sacaba la lengua y gesticulaba en forma soez. También se burlaban las otras criadas del edificio, estaba segura de que se iba a enfermar. Filip se le quejó a la criada y al propietario del edificio, pero al día siguiente alguien le arrojó una cebolla marchita por una ventana.
Una de las criadas de la escalera de servicio se atrevió a reírse abiertamente de la señora, en la puerta se veían dibujos repugnantes en los que Filip y su mujer aparecían en posiciones obscenas; comenzaron a ser víctimas de todo tipo de bromas pero no podían pescar a nadie con las manos en la masa. La mujer empezó a gritar que había que llamar a la policía, que había que despedir a las criadas, a la portera y a sus hijos.

Pero esos gritos no hacían otra cosa más que aumentar la arrogancia de las criadas y despertar un odio tremendo. La señora estaba perdiendo la razón, se le fue el color, se volvió gris y apagada y se acurrucó silenciosamente a un rincón. Filip permanecía en su sillón y pensaba que si su mujer odiaba a la criada, era normal que la criada la odiara también a ella.
A veces escuchaba que la criada le decía a su mujer que si ella le contara todas las rarezas que había visto en esa casa se le helaría la sangre en las venas. Un día la señora se quitó un anillo y lo puso en la mesa del comedor. Filip lo tomó y, mecánicamente, se lo guardó en el bolsillo. Poco tiempo después, sin recordar este episodio, le preguntó dónde tenía el anillo, la mujer pensó que se lo había robado la criada.

“!Ladrona! La criada le respondió con los brazos en jarras; ¡Ladrona serás tú!; –¡Cierra el pico!; –¡El pico lo cerrarás tú!; –¡Fuera, fuera de aquí, inmediatamente!; –¡Fuera de aquí! ¡Vaya escena! En todas las ventanas aparecieron caras de criadas, de todas partes llegaban gritos, insultos e improperios, una terrible carcajada resonó fuertemente, y he aquí lo que vi: la criada asió a mi mujer por los cabellos y comenzó a tirar, a tirar, y a través de una especie de niebla me llegó la voz implorante de mi mujer: –¡Filip!”


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