domingo, 31 de mayo de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y LUIS GREGORICH

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y LUIS GREGORICH

“En 1962 yo dirigía la redacción del ‘Diccionario de la Literatura Universal’ cuyos originales se preparaban integramente en Buenos Aires. Le pedí a Gombrowicz su colaboración para la parte polaca. No quería redactar los textos, sólo los supervisaba. Sé que había una ficha sobre ‘Ferdydurke’ escrita por Luis Gregorich, el secretario de redacción del diccionario. Gombrowicz trabajó con nosotros de 1962 a abril de 1963, cuando dejó la Argentina. En realidad no trabajaba nada, venía sobre todo a charlar. Cobró tres mil pesos, pero hay que multiplicarlos al menos por cinco”
Gombrowicz entra entonces en el mundo de los diccionarios de la mano de Luis Gregorich, pero Gombrowicz, tanto como Sócrates, le tenía una cierta desconfianza a la palabra escrita, y mucho más si se trataba de documentos o de diccionarios.

Esta desconfianza, sin embargo, no era tan drástica como podría suponerse, al punto que la primera obra literaria de su vida fue la monografía “illustrissimae familiae Gombrovici”. La conservó en estado de manuscrito, y aunque no contenía nada de especial pues los Gombrowicz eran tan solo miembros de una pequeña nobleza, se pavoneaba con cada detalle referente a los bienes, funciones y vínculos familiares, y disfrutaba de esta manía.
“Yo era, como ya he dicho, de origen noble, terrateniente, y ésa es una herencia poderosa y trágica. La primera obra que escribí, a los dieciocho años, era la historia de mi familia elaborada a partir de nuestros documentos, que abarcaban cuatro siglos de bienestar en Zemaitija (...)”

“Un terrateniente, da igual que sea un noble polaco o un granjero americano, siempre tendrá una actitud de desconfianza hacia la cultura, puesto que su alejamiento de las grandes aglomeraciones lo vuelve impermeable a los conflictos y a los productos interhumanos. Y tendrá una naturaleza de señor. Exigirá que la cultura sea para él y no él para la cultura; todo aquello que sea humilde servicio, entrega y sacrificio le resultará sospechoso. ¿Quién, de aquellos señores polacos que se hacían traer antaño los cuadros de Italia, habría tenido la idea de postrarse ante una obra maestra que había colgado de la pared? Ninguno. Trataban de una manera señorial tanto a las obras como a los maestros. Pues bien, yo, aunque traidor y escarnecedor de mi esfera, pertenecía a ella a pesar de todo, y como seguramente ya he dicho, muchas de mis raíces deben buscarse en la época de mayor depravación de la nobleza, el siglo XVIII (...)”

“Yo, que tenía un pie en el bondadoso mundo de la nobleza terrateniente y otro en el intelecto y el la literatura de vanguardia, estaba entre dos mundos. Pero estar entre es también un buen método para enaltecerse, puesto que aplicando el principio de divide et impera puedes conseguir que ambos mundos empiecen a devorarse mutuamente, y entonces tú puedes zafarte y elevarte por encima de ellos”
El camino que siguen los grandes escritores después de muertos está compuesto de una mezcla de asuntos cuyas proporciones varían a medida que pasa el tiempo. Los ingredientes de esa mezcla son la propia obra del hombre de letras, los testimonios de los que lo conocieron, una gran variedad de documentos, los escritos de los que escriben sobre el muerto y los diccionarios.

A medida que pasan los años estos compuestos van perdiendo actividad, como víctimas de una entropía –esa función termodinámica que en el lenguaje de la ciencia es la parte no utilizable de la energía en un sistema cerrado– que los degrada, excepción hecha de los documentos que vendrían a ser a la literatura lo que al mundo físico es el calor, algo así como si la bibliofilia fuera una necrofilia..
Así como la física predice la muerte térmica del universo, pues el calor no puede devolverle a las otras formas de energía en la misma cantidad lo que recibe de ellas, la literatura podría predecir la muerte literaria de un autor cuando no quedan de él más que los documentos y las enciclopedias. El héroe de la primera novela de Sartre, “La Náusea”, es un intelectual francés desilusionado.

No tiene familia, ni amigos, ni trabajo a no ser la tarea que él mismo se ha impuesto de escribir una biografía de un aventurero del siglo XVIII, Monsieur de Robellon. Al promediar el libro, Roquentín, después de reunir una gran cantidad de documentos, abandona su intento de escribir la vida de Monsieur de Robellon.
Puesto que no puede recobrar su propio pasado –que sólo se le presenta en forma de imágenes desconectadas– se da cuenta que es claramente fútil tratar de revivir el pasado de otra persona.
“¿Por qué nadie se atreve a poner de manifiesto la falsa erudición científica y filosófica de los literatos que, depravados por la ciencia, trabajan con enciclopedias? Porque se descubriría que fingen ser más cultos de lo que son”

La relación que tenía Gombrowicz con los libros, con los bibliotecarios y con las bibliotecas no era del todo clara. Mientras Sastre termina tratando a los libros como si fueran sólo productos, Gombrowicz comienza a relacionarse con ellos desde un principio en forma despectiva. Y llega el momento en el que Gombrowicz les da el golpe final a los libros, a los bibliotecarios y a las bibliotecas.
Al bibliotecario de Royaumont le pregunta si el gobierno estaba tomando las medidas preventivas adecuadas para controlar un fenómeno catastrófico. El gobierno debía afrontar la llegada inminente del desbordamiento total, cuando las bibliotecas hicieran estallar las ciudades, cuando hubiera que entregarles no sólo los edificios, sino barrios enteros.

Cuando los libros y las obras de arte acumulados inundaran los campos y los bosques desbordándose de las ciudades llenas hasta reventar. La cantidad se iba convirtiendo rápidamente en calidad al mismo tiempo que la calidad se transformaba con la misma rapidez en cantidad, un fenómeno de velocidad creciente que anunciaba el Apocalipsis final.
Gregorich no compartía en absoluto la desconfianza que Gombrowicz tenía por la palabra escrita y terminó de redactar el gigantesco trabajo del “Diccionario de la Literatura Universal’. Del mismo modo que lo había hecho su jefe, Roger Pla, Gregorich también tuvo para Gombrowicz palabras amables en el testimonio que le dio a la Vaca Sagrada.

“Un hombre cansado, escéptico, nada generoso con la estupidez ajena, que no parecía confiar en el reconocimiento público de su obra y que, a través de simples miradas, medias palabras y observaciones triviales, dejaba percibir un resplandor interior, una inteligencia acerada que ninguna penuria había conseguido borrar. Eso es: creo que fue uno de los seres más agudos e inteligentes que conocí, aunque jamás sostuve con él una conversación importante”


"Las opiniones vertidas en los artículos y comentarios son de exclusiva responsabilidad de los redactores que las emiten y no representan necesariamente a Revista Cinosargo y su equipo editor", medio que actúa como espacio de expresión libre en el ámbito cultural.

sábado, 30 de mayo de 2009

WITOLD GOMBROWICZ Y ROGER PLA

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y ROGER PLA


“Y eso me recuerda a Pla en la Diagonal Norte haciéndome reproches llenos de cólera a causa de los elementos de estúpido sentimentalismo de mi discurso. Pero yo, aún dándole la razón de todo corazón, es decir, sufriendo con él, sabía hasta que punto era inevitable. Vivimos períodos en que nuestra personalidad se desdobla. Entonces una mitad de nosotros mismos se burla de la otra, pues el objetivo y la vía que la vida ha escogido son diferentes”
Roger Pla conoce a Gombrowicz en la época de su prehistoria argentina, el año en el que le roban el reloj de oro, el año en el que vive en un conventillo de la calle Corrientes, el año en el que los Furstemberg organizan una colecta para que no se muera de hambre.

Roger Pla participó activamente en la guerra que estalló en la Argentina cuando se publicó “Ferdydurke”.
“La más ambivalente de las críticas resulta la que hizo Roger Pla en la revista ‘Expresión’. Muestra buen conocimiento y le dedica un largo estudio a las cuestiones filosóficas del libro –a veces reconocemos ecos de las charlas con Gombrowicz en esas explicaciones–, pero no se deja llevar por el entusiasmo; se queja por la falta de elementos constructivos en la novela, el personaje de Gombrowicz existe entre ruinas, cuando le convendría tener alguna forma. El nihilismo del libro, afirma Pla, ‘deja insatisfecho al lector, y digámoslo francamente, lo deja divertido, pero fastidiado’. Sin embargo, es la crítica que provoca una gran impresión por la longitud del texto, y además por su ímpetu interpretativo”

Roger Pla también participó activamente en la batalla que libró Gombrowicz en la conferencia que dio contra los poetas.
“(...) la gente, en su mayoría jóvenes, empezaron a hacerle preguntas a Gombrowicz; él respondía con vivacidad. Todos estaban muy animados. Alguien se levantó y empezó a insultar. Algunos chiflaban. Gombrowicz estaba en su salsa, se sentía muy bien, adoraba el clima polémico (...)”
“Cuando empezó a hablar se hizo silencio. Gombrowicz entonces sacó del bolsillo un reloj y declaró: –Sé que entre el público hay por lo menos unos veinte poetas... Les doy un minuto para la réplica. Se levantó Córdova Iturburu, y tras él muchos más pidieron hablar (...)”

“Córdova Iturburu trató de leer algo, pero no encontró las papeletas. Gombrowicz se declaró rey de los poetas. El marido de Wally Zenner, radical de Forja, tembló de indignación y estuvo a punto de proceder (...)”
“Los amigos del conferenciante estaban desorientados por el ataque a la poesía, no era de esperar que este artista pudiera atacar el arte en tal forma, no sabían que un artista, con una sinceridad que lindaba casi con la ingenuidad, podía decir que el arte lo aburre. La charla provocó muchas protestas, de Adolfo de Obieta, de Graziella Peyrou y de Roger Pla”
Gombrowicz anotó en sus apuntes: “(...) más bien un fracaso (...) Adolfo criticó fuertemente la charla (...) Graziella y Pla muy críticos (...) A la última charla, el jueves 4 de septiembre, asistieron quince personas (=22.50 pesos) (...) Liquidación”

Los poetas, sus partidarios y sus acólitos representaban para Gombrowicz la típica conciencia adaptada, son unos obsesos que aprovechan para alimentar su pasión artificial cierto estado de cosas artificial que tiene un origen histórico.
“En una pequeña mesa, unos diez poetas gritan enzarzados en una discusión acalorada. Pero este café tiene una acústica fatal y además a esta hora está lleno de gente, no se oye nada. Así que dije: '¿No sería mejor cambiar de café?', pero mis palabras se perdieron en el tumulto general. De modo que les grité otra vez, y otra más, y seguí gritándoles a los oídos de mis vecinos, hasta que por fin me di cuenta de que ellos probablemente estaban gritando lo mismo que yo, pero nadie oía a nadie. Gente extraña los poetas. Se reúnen cada semana en un local pero no llegan a ponerse de acuerdo para cambiar de sitio”

Fue quizás este absurdo el que le tomó la mano para escribir el ensayo “Contra los poetas”, en el que les propone un cambio de actitud, de tono y de forma, so pena de quedarse sin salvación. Halina Nowinska nos dice sin embargo que una tarde Gombrowicz le había recitado de memoria y en ruso las primera estrofas de “Eugenio Oneguin”. Y Roger Pla recuerda que una noche, a las dos de la mañana, se le puso a recitar versos en polaco en un banco de la Plaza Congreso; para Pla era música, después escribió que aunque se burlaba de los poetas, él mismo era un poeta. Arrillaga, un comunista español, me presentó a Gombrowicz en el año 1956, en el café Rex: –Aquí tiene usted un gran jugador de ajedrez y a un escritor polaco; –Escritor no, poeta, con permiso le voy a recitar mi último poema: –Chip, chip, me decía la chiva/ mientras yo imitaba al viejo rico/ Oh rey de Inglaterra viva/ El nombre de tu esposa Federico.

“Contra los poetas” es un ensayo belicoso que le nació a Gombrowicz de la irritación que le habían producido los poetas de Varsovia, su poeticidad convencional lo tenía harto, pero la rabia lo obligó a ventilar todo el problema de escribir versos. A parte de la alteración que se produjo en el público presente y del bastonazo que le quiso pegar el viejo poeta, se desató una batalla tremebunda en la prensa.
Gombrowicz no podía esperar que los signos de interrogación que le había puesto a la poesía en la conferencia que había dado fueran a ser enriquecidos por los periodistas. Su razonamiento antipoético merecía un análisis bien hecho, no se lo podía despachar en cinco minutos con cuatro garabatos, su idea era nueva y estaba basada en un sentimiento auténtico.

El discurso al que se refiere Gombrowicz en su paseo con Roger Pla por la avenida Diagonal Norte lo había dado en la casa de Antonio Berni, una charla sobre el por qué y el cómo Europa había sentido el deseo del salvajismo, y cómo esta inclinación enfermiza del espíritu europeo podía aprovecharse para la revisión de la cultura demasiado alejada de sus propias bases.
Eran los tiempos de su prehistoria argentina, debería correr todavía mucha agua bajo el puente para que Cecilia Benedit de Debenedetti, “esa dama que había resultado ser un báculo de virtudes y un calor de encantos, a pesar de la neurastenia que la perseguía”, le abriera paso a la resurrección de Gombrowicz apoyando la edición argentina de “Ferdydurke”.

Dos meses después del derrumbe que había sufrido en la casa de Berni, se anima a dar otra conferencia. Decidió rehabilitarse de su fracaso anterior e insistió con el tema: “Regresión cultural en la Europa menos conocida”, la dio en el Teatro del Pueblo. Le adelantaron que era un teatro de primera clase, frecuentado por la flor y nata de la intelligentsia de Buenos Aires, en vista de lo cual decidió preparar un texto del más alto nivel intelectual. Otra vez planteó la cuestión de cómo la ola de barbarie que había invadido a Europa central y oriental podía aprovecharse para revisar los fundamentos de la cultura. Leyó el texto, lo aplaudieron y muy contento volvió al palco reservado para él donde se encontró con una joven bailarina y admiradora, muy escotada y con unos collares de monedas.

Cuando estaba por retirarse con la bailarina observa que alguien se sube al estrado y empieza a vociferar, lo único que puede distinguir con claridad es la palabra Polonia, la excitación y los aplausos. Acto seguido sube otra persona, pronuncia un discurso agitando los brazos mientras el público empieza a chillar. Gombrowicz no entiende nada pero estaba contento de que su conferencia hubiera despertado tanta animación. Pero, de repente, los miembros de la Legación de Polonia abandonan la sala, parece que algo andaba mal. Un escándalo, resulta que la conferencia fue aprovechada por los comunistas allí presentes para atacar a Polonia. La elite intelectual argentina era medio comunistoide y no exactamente la flor y nata de la intelligentsia argentina, de modo que su ataque a la Polonia fascista no se distinguió precisamente por su buen gusto.

Al día siguiente Gombrowicz fue a la legación donde lo recibieron en forma fría, como si fuera un traidor. En vano les explicó que el director del teatro, el señor Leónidas Barletta, no le había informado que era costumbre en el Teatro del Pueblo seguir las conferencias con un debate y que, por otra parte, no podía considerar como comunista a ese señor pues él mismo se hacía pasar por un ciudadano honrado, ilustrado, progresista, adversario de los imperialistas y amigo del pueblo. Pero lo peor fue lo de la bailarina: su colorete, sus polvos, su escote pronunciado y el collar de monedas lo hicieron aparecer como un cínico en un momento dramático. Hasta la prensa polaca de Estados Unidos se puso verde. Hubiese soportado todo ese torbellino demencial de sospechas y acusaciones si no hubiera sido por el presidente de la Unión de los Polacos en la Argentina.

Ese señor había escrito un artículo que le hizo perder el escaso contacto que le quedaba con la realidad. En efecto, a pesar de todo el escándalo que se había armado sólo le recriminó que en la conferencia no hubiera hecho la más mínima mención acerca de la enseñanza que se impartía en Polonia.
Roger Pla tiene palabras muy amables para referirse a Gombrowicz en el testimonio que le da a La Vaca Sagrada.
“Lo que resultaba atractivo de él –aparte de su inteligencia y su modo de expresarse– era su original personalidad. No era un héroe físico, sino un héroe mental (...) En él se percibía una individualidad fuera de serie y, además, –¿por qué no decirlo?– que era un genio. A mi parecer, es uno de los más grandes entre los últimos individualistas, probablemente sin posible sucesor”





viernes, 29 de mayo de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y EL CASTILLO DE WAWEL

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y EL CASTILLO DE WAWEL

Después de contarnos una historia de vacaciones lejos de su casa familiar, llena de misterios, de asesinatos, de masturbaciones, de locuras y de un amor enfermizo, termina la narración en medio de una lluvia torrencial caída milagrosamente del cielo, y la cierra comiendo pollo relleno con sus padres.
No podía consagrar por mucho tiempo ninguna situación dramática, tampoco podía presentarse a los lectores como un hombre trágico, y las bromas no eran solamente literarias, ocupaban también un lugar destacado en su vida corriente.
Gombrowicz pertenecía a esa clase de personas a las que no le gusta moverse demasiado. Fue por primera vez a Cracovia cuando ya tenía el manuscrito de “Ferdydurke” casi terminado.

Tenía una vaga necesidad de confrontarse en Wawel con el pasado polaco debido a la congoja que le producían el rearme de Alemania y la angustia de Europa. En Wawel se encuentra el Castillo Real donde se coronaban los reyes polacos y la catedral con el panteón nacional, sepulcro de reyes, héroes y grandes vates de la época del romanticismo, es el lugar histórico más importante de Polonia.
Pero Gombrowicz no estaba haciendo un peregrinaje a esa ciudad legendaria en la que vivía un dragón en una cueva situada al pie de la colina, sino una visita de control. Ya sabemos que no tenía una buena predisposición para la admiración, vimos con qué prudencia despectiva se había comportado en París, reconocía la belleza noble de Wawel pero...

Entró al castillo y comenzó esa peregrinación eterna de una sala a otra, siempre igual en todos los castillos y en todos los museos. Un cicerone trataba de explicarles a dos industriales belgas en un francés defectuoso el origen de los tapices de Arras. Como Gombrowicz había soplado algunas palabras el cicerone le pidió ayuda, pero enseguida le entraron las dudas: –¿Por qué dijo usted un hermoso tapiz de Arras y no la obra maestra?; –Quieren saber si los tapices son belgas; –¡Dígales que Bélgica no existía en aquella época! Gombrowicz traducía pero su compatriota estaba cada vez menos satisfecho: –¿Qué son esas risitas?; –Estábamos bromeando porque este techo les hace recordar a no sé qué tablas de planificación de la empresa en la que trabajan; –Le agradezco su ayuda pero, basta, veo que usted no es una persona seria.

La veneración polaca por Wawel funcionaba más o menos bien entre polacos, pero cuando había extranjeros se tornaba vergonzosa, hasta cómica se podría decir, pues se tropezaba a cada instante con los italianos que la habían construido, pintado y esculpido, todo ese esplendor demostraba que casi mil años atrás las artes plásticas polacas estaban en pañales. ¿De qué presumir entonces? Gombrowicz sintió la obligación de comportarse como un ciudadano del mundo y controlar esa admiración polaca por Wawel, pero como su actitud respecto a Polonia todavía no estaba elaborada se descargó burlándose y provocando a ese lugar sagrado en un folletín que inmediatamente fue atacado por los nacionalistas. No era para menos, estaba comparando su peregrinación con la que había hecho Zeromski cuarenta años atrás, a la que el vate romántico había descripto en sus diarios como el minuto maravilloso de la vida sólo equiparable al de la primera comunión.

Para combatir la sacralidad de la belleza de Wawel con un ojo italiano Gombrowicz se vale de un recurso extraño. En el comienzo de sus diarios hay dos cosas que llaman la atención: los cuatro yo que mete en la primera página y una frase de los diarios del yerno de Mussolini que mete en la segunda.
“Cracovia. Estatuas y palacios que a ellos le parecen magníficos y que para nosotros, los italianos, no tienen mayor valor. Galeazzo Ciano”
Y ya que Gombrowicz no había ido a Wawel en santa peregrinación sino para efectuar una visita control es oportuno recordar que la función más importante de la policía es el control, y sobre la policía, el control y la homosexualidad Gombrowicz escribe una página memorable en los diarios.

“La confección de estos recuerdos ha estado influida por el hecho de que la policía de Buenos Aires ha llevado a cabo una gran purga en el Corydonismo local. Han sido arrestadas centenares de personas (...)”
“¿Pero qué puede hacer la policía contra una enfermedad? ¿Es capaz de arrestar un cáncer? ¿O multar el tifus? Sería mejor, pues, descubrir al sutil bacilo de la enfermedad que sofocar los síntomas. Pero, ¿quién está enfermo? ¿Acaso sólo los enfermos? ¿O también los sanos? (...)”
“No comparto la estrechez mental que no ve en ello más que un degeneración sexual. Degeneración, sí, pero que tiene su origen en el hecho de que las cuestiones de la edad y de la belleza no son suficientemente transparentes y libres en la gente normal. Es una de nuestras debilidades e impotencias más graves (...)”

“¿No sentís que en este campo también vuestra salud se vuelve histérica? Estáis encorsetados, amordazados: sois incapaces de confesar (...)”
“Por eso quiero hablar. Pero tengo que puntualizar algo sobre lo que estoy diciendo: nada de esto es categórico.. Todo es hipotético... Todo depende –¿por qué iba a ocultarlo?– del efecto que vaya a producir (...)”
“Es el rasgo que caracteriza a toda mi producción literaria. Intento diferentes papeles. Adopto diferentes posturas. Doy a mis experiencias diferentes sentidos, y si uno de estos sentidos es aceptado por la gente, me establezco en él (...)”
“Es lo que hay de juvenil en mí. Placet experiri, como solía decir Castorp. Pero supongo que es la única manera de imponer la idea de que el sentido de una vida, de una actividad, se determina entre un hombre y los demás (...)”

“No sólo yo me doy un sentido. También lo hacen los demás. Del encuentro de estas dos interpretaciones surge un tercer sentido, aquel que me define”
Gombrowicz estaba preocupado porque su prontuario en la Policía Federal estaba un poco sucio con estas cosas del Corydonismo, así que le pidió ayuda al Esperpento a ver si conocía a alguien que se lo pudiese limpiar.
Ya se sabe que los argentinos somos medio fanfarrones al momento de hablar de las medidas: cuando se habla de longitud, la más larga del mundo la tenemos nosotros por la calle Rivadavia; cuando se habla de anchura, la ancha del mundo la tenemos nosotros por la avenida 9 de Julio; y cuando se habla de la policía, la mejor del mundo la tenemos nosotros por la Policía Federal.

El Esperpento concertó una reunión con un comisario que era miembro de su familia en un café cercano al Departamento Central de la Policía Federal. Las cosa iban más o menos bien hasta que Gombrowicz, para hacerse el simpático, empezó a canturrear en voz baja: –La mejor del mundo... la mejor del mundo...
El comisario le contó después al Esperpento que Gombrowicz le había parecido una persona poco seria, así que no había hecho nada por él.


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jueves, 28 de mayo de 2009

WITOLD GOMBROWICZ Y EL CASTILLO DE BODZECHOW

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y EL CASTILLO DE BODZECHOW


“Así pues, en el año 1911, Witold tuvo que abandonar el campo que había constituido el marco de su infancia. El viejo castillo de Bodzechow, rodeado de un vasto parque, era un lugar lleno de misterios que marcó profundamente la sensibilidad de Gombrowicz. Tras haberlo evocado con sus leyendas y sus fantasmas en su primera novela por entregas, ‘Los hechizados’, hizo de ese castillo el escenario de ‘Pornografía’ (...)”
La abuela materna de Gombrowicz habitaba una casa grande y bastante aislada en Bodzechow. Un hijo demente que vivía con ella era el tío de Gombrowicz. Por las noches se animaba con cantos terribles para combatir el miedo, estos cantos se convertían en unos aullidos que le ponían los pelos de punta a cualquiera que no estuviera acostumbrado.

Desde muy joven Gombrowicz se dedicó sistemáticamente a hacerle un lugar a la inmadurez y a tocarle la cola al diablo, siendo la característica común de estas dos inclinaciones la de ser movimientos descendentes. Profundizó estos intentos escribiendo narraciones, teatro, una novela mala, folletines y los diarios. La cuestión de escribir adrede una novela buena para las masas, es decir, mala no parecía más fácil que escribir una novela buena.
Escribir una novela buena para las masas no significaba en absoluto escribir una novela accesible, interesante, noble e impregnada de cultura como las de Sienkiewicz, sino escribir una novela con lo que las masas experimentan en realidad penetrando sus instintos más bajos.

El que emprendiera esta tarea debería liberar su imaginación más sucia, turbia y mediocre, quitarle las cadenas a la conciencia oscura y baja. Este pobre concepto de las masas tenía más que ver con el miedo que con el desprecio. La intelectualidad polaca estaba amenazada por el primitivismo de la masa mucho más ignorante y terrible en Polonia que en otros países de cultura superior.
En aquellos años al dirigirse a los de abajo el escritor escribía desde arriba en la medida que su cultura y su buena educación literaria se lo permitía. Pero el proyecto de ese Gombrowicz veintiañero era otro: entregarse a la masa, rebajarse, convertirse en un ser inferior, una idea que más tarde le sirvió para enunciar un postulado según el cual en la cultura no sólo el inferior debe ser creado por el superior, sino también a la inversa.

A los últimos folletines que escribió en Polonia le puso el nombre de “Los hechizados”, los escribió con un seudónimo en el mismo año que se vino a la Argentina. “Los hechizados” indaga en nuestra ilimitada capacidad de hacer daño a través de una historia sobre la irresistible atracción de dos jóvenes con los destinos entrelazados que se niegan a dejarse seducir mutuamente, y que atraen al mal como un imán.
El eje del suspenso de esta novela gira alrededor de una servilleta colgada de un clavo en la vieja cocina del castillo, y que se mueve constantemente. Esta novela retrata con marcado cinismo el día a día de las diferentes clases sociales de una Polonia sin futuro donde las personas no tienen mucho que perder y luchan por sobrevivir más o menos como pueden.

“Nosotras, las mujeres, a los hombres de clase inferior no los tomamos para nada en cuenta. Es como si no existieran. Yo no podría nunca amar a un campesino o a un obrero. ¿Qué puede tener una en común con un hombre de esa clase? ¿Qué proximidad espiritual puede haber entre nosotros?”
En vida, Gombrowicz nunca autorizó la publicación de esta obra con su nombre y bajo la forma de libro, sólo hacia el final de su vida reconoció su autoría. El Príncipe Bastardo, refiriéndose a “Los hechizados”, se lamentaba de que Gombrowicz no hubiese releído esos folletines, él creía que en ese caso hubiera autorizado la publicación del libro con su nombre. “Los hechizados”, a juicio del Príncipe Bastardo, terminó por alcanzar la categoría de una buena mala novela.

Una buena mala novela vale más que una mala buena novela, y los lectores que saben discernir prefieren una serie negra bien escrita a un mediocre premio Goncourt. Sin embargo, las reticencias de Gombrowicz respecto a “Los hechizados” se debieron a que carecía de la técnica que había elaborado en los cuentos, a que no hacía de la inmadurez la materia misma de la escritura, y a que no era un verdadero vehículo para su contrabando subversivo.
Gombrowicz no le tenía confianza a esos folletines, se le parecían a una pequeña embarcación atada a una ballena que la llevaba a cualquier parte. Hasta le llegó a pedir consejo a Iwaszkiewicz para resolver la historia de terror que había introducido en esa novela policial y que no sabía cómo terminar.

En fin, el autor no consideraba a “Los hechizados” como miembro de su familia artística, el Príncipe Bastardo, como buen bastardo que era, consideraba que sí lo era, y fue él quien hizo publicar este folletín cuando Gombrowicz ya no podía protestar.
“Sí, todos los ingredientes de su obra están acá, todavía dispersos. Le bastará hacerlos jugar dentro de una mecánica sabia para llegar a construir esas ‘máquinas infernales’ que Sartre ha saludado en las grandes novelas posteriores”
“Los hechizados” ha dividido siempre a los gombrowiczidas en dos bandos irreconciliables, unos aman a esta obra y otros la detestan. Para poner dos ejemplos digamos que Miguel Villafañe, editor de Santiago Arcos, considera a esta novela como la obra maestra de Gombrowicz.

“(...) no sé si entiendo a Gombrowicz, a mí me gustó mucho “Los hechizados,” y se la recomiendo a todo el mundo, así que fijate cómo viene la mano. Milita es muy amiga, además le publicamos “Los sospechados”, y a vos te seguimos con la olida... estoy medio fundido por publicar tanto libro para el gheto, como dice Libertella, así que me tomé un año sabático, voy a leer tu texto, con mucho gusto (...)”
Milan Kundera, uno de los gombrowiczidas ilustres, deja a la novela en cambio fuera de concurso.
“Hablo con un amigo, un escritor francés; insisto en que lea a Gombrowizc. Cuando vuelvo a encontrármelo está molesto: –Te he hecho caso, pero, sinceramente, no entiendo tu entusiasmo; –¿Qué has leído de él?; –‘Los hechizados’; –¡Vaya! ¿Y por qué ‘Los hechizados’? (...)”

“Esta novela no salió como libro hasta después de la muerte de Gombrowicz. Se trata de una novela popular que en su juventud había publicado, con seudónimo, por entregas en un periódico polaco de antes de la guerra. Hacia el final de su vida se publicó, con el título de ‘Testamento’, una larga conversación con Dominique de Roux. Gombrowicz comenta en ella toda su obra. Toda. Libro tras libro. Ni una sola palabra sobre ‘Los hechizados’. –¡Tienes que leer ‘Ferdydurke’! ¡O ‘Pornografía’!, le digo. Me mira con melancolía: –Amigo mío, la vida se acorta ante mí. He agotado la dosis de tiempo que tenía guardada para tu autor”


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miércoles, 27 de mayo de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

En el año 1935 Gombrowicz publica un artículo entusiasta sobre Don Quijote, un libro que en adelante será para él una fuente inagotable de inspiración. El humanismo y el humor de Don Quijote y la teatralidad de Hamlet fueron modelos que Gombrowicz siguió para ordenar su tendencia a la creación anárquica.
“En cuanto a mí, nunca más, yo soy (...) yo soy mí problema más importante y posiblemente el único, el único de todos mis héroes que realmente me interesa. Comenzar a crearme a mí mismo y hacer de Gombrowicz un personaje como Hamlet o Don Quijote”
A medida que fui conociendo a Gombrowicz y a su “Ferdydurke” me di cuenta que era muy cierto lo que después supe leyendo sus diarios.

Él quería hacer de sí mismo un personaje como Hamlet o como Don Quijote mientras andaba detrás de las siete llaves para abrir el arcón de los conocimientos más importantes y fundamentales. La historia argentina de “Ferdydurke” empezó cuando el maestro Paulino Frydman, director de la sala de ajedrez del café Rex, consiguió milagrosamente traer desde Polonia un ejemplar del libro a la Argentina.
Pero ni Piñera ni las otras personas que ayudaron a Gombrowicz a poner en español a “Ferdydurke” pudieron comparar las dos versiones pues no sabían polaco. Los polacos hispanohablantes observaron después que Gombrowicz había creado una versión más fácil de la novela para atraer la atención del lector al contenido de un libro que a primera vista se presentaba como complicado.

Por medio de la eliminación de las partes difíciles y estilísticamente más extrañas, reemplazadas por un breve sumario del sentido del fragmento faltante, los autores de la traducción se propusieron no desalentar a los lectores en el mismo comienzo de la obra.
Por otro lado, los traductores de Gombrowicz, jugando con una mezcla de estilos y variaciones del castellano y sin atender demasiado a la corrección, crearon un lenguaje tan fuera de lo convencional que irritaron a los puristas.
El lector no sabía descifrar muy bien a “Ferdydurke”, pues no sabía en qué grado el lenguaje dependía de las licencias poéticas del autor o de la traducción misma. Por eso no podía juzgar adecuadamente el trabajo de los traductores, ni aún el mismo libro. El motivo general del rechazo a “Ferdydurke” no fueron sin embargo las cuestiones lingüísticas, sino la inmadurez por parte de los lectores para entender el aspecto filosófico del libro.

Virgilio Piñera define a la obra como la realización de un análisis espectral, como un examen de conciencia que todavía hacía falta en la cultura. Ve a “Ferdydurke” como una sátira y la compara con Don Quijote. Según Piñera, a través de lo grotesco y lo absurdo Gombrowicz muestra los mecanismos de la forma, y gracias a su madurez en el oficio, no cae en la trampa de la pura dialéctica que mataría la poesía de la obra.
La costumbre que tenía Gombrowicz de desacreditar la postura, las ideas y el lenguaje de los demás no pocas veces le trajo inconvenientes. El comunista español que me lo había presentado en el café Rex como un gran jugador de ajedrez y un escritor polaco quiso desparramarle mierda en la cara cuando Gombrowicz lo examinó en mi presencia sobre la naturaleza del materialismo dialéctico y puso al descubierto que no conocía ni siquiera el título de un libro de Hegel.

Alicia Giangrade organizaba reuniones literarias en su casa de Hurlingham con temas elegidos de antemano. Había preparado en su quinta una mesa redonda a la que dio en llamar: “La influencia nefasta de Gutenberg en la literatura de nuestro tiempo”. Los invitados principales eran Gombrowicz y Sabato, pero también estaban González Lanuza, Julio Payro, Guillermo de Torre y otros más. Gombrowicz, como no podía ser de otra manera, empezó a provocar a los asistentes.
“Ustedes hablan de literatura sin parar pero en realidad ninguno ha leído a Shakespeare ni a Cervantes; –¿Pero qué barbaridades está diciendo usted?; –Bueno, está bien, pero aunque los hayan leído es seguro que no los han comprendido bien pues sólo un genio puede comprender a otro genio”

“Vea, Goma, yo tengo la inteligencia certificada como la tienen Shakespeare y Cervantes. No sea temerario, no ponga en cuestión mi inteligencia en presencia de otras personas. Usted tiene que realizar un esfuerzo mayor que el mío para ser reconocido como inteligente. Evite hacer esfuerzos innecesarios, trate de imaginar que la razón la tengo yo”
A mí me aplicaba el principio de jerarquía, uno de los principios más difundidos en el mundo, por el cual sabemos que Shakespeare y Cervantes son los mejores, aunque no los hayamos leído, o habiéndolos leído no hayamos comprendido gran cosa. Es una malicia confundir el principio de jerarquía con la ley del gallinero, pues mientras el principio apunta al valor más alto, la ley apunta al poder más grande.

Gombrowicz, poco a poco, se fue deshumanizado en Europa y, por consiguiente, perdiendo su parte de Don Quijote. El legado que nos había dejado, la libertad interior y la amistad, era el que nos ligaba a él cuando se fue. La libertad de Gombrowicz era como la de Don Quijote, una rebelión contra la falsedad, la crueldad y las infamias, y la amistad era la que respirábamos en nuestros encuentros de café y en la atención que le prestaba al dolor ajeno.
Es difícil resumir en pocas palabras el proceso de deshumanización que se manifiesta en sus diarios, pero hay dos cosas que se pueden comprobar sin lugar a ninguna duda: la desaparición de su inclinación a humanizar lo que no es humano y la declinación de su capacidad para formar el pensamiento dejándose tomar por las cosas..

Todo ocurre como si se hubiera alejado de esa libertad con la que descubría zonas enteras de la cultura que el pensamiento crítico había dejado vírgenes, y como si se hubiera quedado sin fuerzas para seguir derribando tabúes, pero esta característica era para nosotros, precisamente, lo más sobresaliente de su humanidad. La enfermedad jugó un papel importante en la deshumanización, pero el cambio de escenario fue decisivo.
Tuvo que reemplazar sus conversaciones del café Rex por un mundo muy distinto: editores, ediciones, profesores, directores, funcionarios, artistas, entrevistas, reuniones, escritores, escritores y escritores… y la administración de su gloria, un mundo diferente al que le había perdido la costumbre durante los veinticuatro años de su estada en la Argentina.

Es claro que Gombrowicz no perdió sus características humanas, y mucho menos aquellas que están relacionadas con el dolor, pero yo empecé a sentir que nos estaba retirando su legado, y a esto me refiero cuando hablo de la deshumanización de Gombrowicz en Europa. Los valores de Kierkegaard están cerca de Dios y de la fe. Los de Sartre más cerca de la política y de la ausencia de Dios.
Y los de Gombrowicz están cerca de Kirkegaard en su guerra con las teorías, y de Sartre en su búsqueda de libertad, pero también de Don Quijote, ese ilustre caballero español que cabalgaba su Rocinante buscando justicia.
Miguel de Cervantes Saavedra es considerado la máxima figura de la literatura española.

Es universalmente conocido, sobre todo por haber escrito “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, que muchos críticos han descrito como la primera novela moderna y una de las mejores obras de la literatura universal. Se le ha dado el sobrenombre de Príncipe de los Ingenios.
En un principio, la pretensión de Cervantes fue combatir el auge que habían alcanzado los libros de caballerías, satirizándolos con la historia de un hidalgo manchego que perdió la cordura por leerlos, creyéndose caballero andante.
A pesar de ello, a medida que iba avanzando el propósito inicial fue superado, y llegó a construir una obra que reflejaba la sociedad de su tiempo y el comportamiento humano universal.

Para los polacos ilustrados era una obra fundamentalmente cómica y de lectura no sólo agradable, sino también útil por su crítica a las perniciosas para la sensatez novelas de caballerías. La figura del caballero se encuentra en la obra de sus grandes poetas románticos: Adam Mickiewicz, Juliusz Slowacki y Zygmunt Krasinski.
Para Ortega, el Quijote es un llamamiento a los españoles para que domestiquen la sensualidad anárquica inherente a su cultura y reivindiquen su herencia teutónica: la meditación, en un sentido lato del término. La alucinación de Don Quijote, que toma por gigantes los prosaicos molinos de viento del campo de Montiel, simboliza el eterno esfuerzo en el que se debate la cultura por dar claridad y seguridad al hombre en el caos existencial en que se halla metido.

Al enfrentar el plano del mito, propio del género épico, con el plano de la tosca realidad, vinculado con la comedia, Cervantes define la misión de la cultura en el mundo moderno y el tema del género híbrido encargado de expresar su visión del mundo: la novela. Esa misión consiste en proclamar un nuevo valor, distinto a las verdades absolutas o a las consabidas tradiciones milenarias: la vida, radicada en el yo de cada ser humano.
De esta manera, el lector percibe que la alucinación de don Quijote simboliza el voluntarismo autocreador en que consiste la existencia humana, obligada a alzar el vuelo del plano cotidiano hacia un más allá de ideales subjetivos.
Existe una analogía en los propósitos iniciales de Cervantes y de Gombrowicz cuando empiezan a escribir sus obras maestras.

En un principio Gombrowicz quería probar sus alcances como artista y sabía que no tenía que medir sus fuerzas por sus intenciones sino sus intenciones por sus fuerzas. Se propuso escribir una sátira que le permitiera sobresalir por el humor, pero la obra se le inclinó hacia lo grotesco y le empezó a nacer un estilo que iba a absorber sus sufrimientos y sus rebeliones más esenciales.
En el medio de un mundo de hombres paralizados a Gombrowicz se le ocurre ponerse en contra del lema del romanticismo polaco que convocaba a los jóvenes a medir las fuerzas por las intenciones y no las intenciones por las fuerzas, y escribe “Ferdydurke” con un propósito restringido, pero la obra se la va de las manos, le sale el tiro por la culata y se pone en línea con la “Oda a la juventud” de Adam Mickiewicz.


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martes, 26 de mayo de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y HONORÉ DE BALZAC

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y HONORÉ DE BALZAC

Existen obras gigantescas por las dimensiones que alcanzan siendo la de Aristóteles, la de Hegel y la de Balzac casos paradigmáticos. Sin embargo, el mero tamaño de un trabajo no salva a nadie de los comentarios maliciosos.
En efecto, las opiniones sobre la calidad del pensamiento de Hegel, por ejemplo, están bastante divididas. Schopenhauer decía que era un charlatán; Stuart Mill era más drástico que Mill, clamaba a los cuatro vientos que el que se sentaba a conversar con Hegel se quedaba sin cerebro; el Asiriobabilónico Metafísico, bromeando con su amigo Dandy, chapuceaba que Hegel no sabía nada de nada y que era un bruto; y más recientemente un historiador de la filosofía dijo que el sistema de Hegel era tan imponente como el de Aristóteles y que no comprendía cómo había sido tan estúpido.

Algunos hombres de letras franceses y hasta el mismísimo Napoleón estaban deslumbrados con la aristocracia polaca, al punto que Honoré de Balzac se enamoró perdidamente de Evelina Hanska, una condesa polaca que se casó con el escritor el mismo año de su muerte.
“No habría sido de extrañar que yo escogiera a los Potocki y a los Radziwill como habían hecho Proust y Balzac. Pero, por otra parte, ya había notado ciertas pequeñas porquerías, que me dieron que pensar a mis catorce años... Por ejemplo... el hurgarse en la nariz. Sí, hurgarse en la nariz. Me percaté que la aristocracia practicaba este deporte con placer.. También reparé en que el hurgarse la nariz de mis muchachos campesinos era de algún modo inocente (...)”

“No producía ningún disgusto, mientras el mismo acto cometido por la mano de un Potocki o un Wielopolski resultaban ser terriblemente desagradable y repugnante. Ese inmenso descubrimiento empezó a orientarme hacia la izquierda. Pero a la vez me invadía una oleada de snobismo que perturbó durante largo tiempo mi desarrollo”
También es cierto que muchos polacos estaban deslumbrados con los franceses, pero éste no era el caso de Gombrowicz. La primera educación que tuvo Gombrowicz se la proporcionaron la madre y las institutrices francesas, y es posiblemente entonces cuando se le empieza a formar su doppelgänger francés, un ectoplasma en el que, como en el “Retrato de Dorian Gray”, va colocando el paso del tiempo, la pérdida de la juventud y la aparición de la vejez.

Éste es el origen de su fobia parisina, sabía que esta ciudad tocaba su parte más sensible, la edad, el problema de la edad, y su conflicto con París se debía a que era una ciudad que pasaba de los cuarenta.
Estas ponzoñas se le removieron cuando se fue de la Argentina y volvió a Europa. Recuerda entonces en el diario a sus institutrices francesas que en la infancia lo habían adiestrado en el idioma y la urbanidad y con las que empezó a rechazar a la lengua francesa y a París.
Emprende la conquista de esa ciudad declarándose antiparisino y lanzando un desafío similar al del personaje de Balzac: “Si voy allí, es en efecto para conquistar (...) en París tendré que ser enemigo de París”.

Treinta y siete años antes había emprendido su peregrinación a Francia, un estudiante sin mundo, provinciano y, no obstante, profundamente ligado a Europa. En París caminaba por las calles, no visitaba nada y no tenía curiosidad por nada, sin embrago, su indiferencia no era más que una apariencia que ocultaba en el fondo una guerra implacable.
Como polaco, como representante de una cultura más débil, tenía que defender su soberanía, no podía permitir que París se le impusiera. La necesidad de preservar su independencia y su dignidad le impedía gozar de París. En París vio a Polonia desde afuera, desde el extranjero. Crecía en él un espíritu de resistencia frente a la propaganda y las inclinaciones patrióticas de los polacos que vivían en París e incitaban a pregonar a Polonia en el extranjero.

Pero en aquellos años no se sentía capaz de tomar una postura clara con respecto a la nación, cosa que ocurrió cuando se puso a escribir el “Transatlántico”. Las cosas empezaron a complicarse, no estudiaba, no pasaba los exámenes, ni se asomaba por el Instituto de Altos Estudios Internacionales. “Ni en París harán de un asno maíz”, decía el padre cuando le preguntaban por los progresos de Gombrowicz.
Su estada en París, y luego en las playas francesas, en los Pirineos orientales, era como un agujero negro, no recordaba casi nada. Suponía que algo corrupto había en ese período francés, no era normal que se le apareciera oculto como tras una cortina. Y otra vez la locura, presumía que en esa época estaba un poco trastornado, que la madre le había transmitido ciertas propensiones hereditarias. Mucho tiempo después, cerca de la muerte, el doppelgänger francés recuperaba la juventud y Gombrowicz se volvía viejo.

Uno de los colegas y amigo de Gombrowicz, Zbigniew Unilowski, era considerado en el medio literario de Polonia como el Balzac polaco por su empecinado realismo, cosa que lo ponía en la vereda de enfrente a la de Gombrowicz.
“En el período en que Unilowski apareció en el campo de la literatura, las tendencias progresistas se vieron de nuevo contrastadas por el implacable culto a la separación de la literatura de la vida. Fue el tiempo en que Gombrowicz quería 'cuculizar' la literatura polaca, ejerciendo por desgracia una gran influencia sobre sus contemporáneos con sus escritos dominados por el infantilismo y el subconsciente. En su novela, cuyo título constituía ya de por sí un programa (puesto que 'Ferdydurke' no significa nada), quiso reducir la vida humana a unos reflejos infantiles (...)”

“Unilowski deseaba mostrar el desarrollo y la maduración de un niño en un mundo severo y malo. Gombrowicz, deseaba todo lo contrario: quiso reducir las cuestiones de la vida, las cuestiones sociales, a la época de la niñez, a la esfera de los reflejos subconscientes... Unilowski era un escritor que iba en la dirección opuesta a Gombrowicz y sus adeptos (...)”
El realismo de Balzac le ponía los pelos de punta a Gombrowicz al punto de referirse a él de una manera desconsiderada. La gordura es uno de los síntomas conspicuos de la fealdad, una sola cucharadita de grasa rancia de Balzac bastaba para volver indigesta toda su personalidad, sin embargo, había que ser indulgentes con su persona porque era un genio.

“Las mujeres que se acostaban con su genial gordura debieron saber algo de esa indulgencia, puesto que para meterse en la cama con el genio tuvieron que vencer en ellas más de una aversión (...) Es más fácil llegar a odiar a alguien por hurgarse la nariz que llegar a amarlo por haber compuesto una sinfonía”
No resulta tan fácil deducir la calidad de una obra de la contextura corporal del autor, pero Gombrowicz la deducía. Yo a veces me pongo a deducir la calidad de “Sobre héroes y tumbas”, y otras veces de “El tilo”, de los cuerpos del Pterodáctilo y del Pato Criollo respectivamente, pero no me sale nada. Entonces hago experimentos más cruciales aún, cruzo las obras con los cuerpos de los autores, pero tampoco en este caso me sale nada.

Honoré de Balzac fue el novelista francés más importante de la primera mitad del siglo XIX, y el principal representante, junto con Flaubert, de la llamada novela realista.
Trabajador infatigable, elaboró una obra monumental, la “Comedia humana”, ciclo coherente de varias decenas de novelas cuyo objetivo es describir de modo casi exhaustivo a la sociedad francesa de su tiempo.
Balzac creía que, así como los diferentes entornos y la herencia producen diversas especies de animales, las presiones sociales generan diferencias entre los seres humanos. Se propuso de este modo describir cada una de lo que llamaba “especies humanas”. La obra incluiría novelas, divididas en tres grupos principales: Estudios de costumbres, Estudios filosóficos y Estudios analíticos.

El primer grupo, que abarca la mayor parte de su obra escrita, se subdivide a su vez en seis escenas: privadas, provinciales, parisinas, militares, políticas y campesinas. Convierte en sublime la mediocridad de la vida, sacando a la luz las partes más sombrías de la sociedad. Confiere al usurero, la cortesana y el dandy la grandeza de héroes épicos.
El extremado realismo de Balzac pone su atención en las prosaicas exigencias de la vida cotidiana. Lejos de llevar vidas idealizadas, sus personajes permanecen obsesivamente atrapados en un mundo materialista de transacciones comerciales y crisis financieras. En la mayoría de los casos este tipo de asuntos constituyen el núcleo de su existencia, siendo la avaricia uno de sus temas predilectos.

Gombrowicz elige un camino completamente distinto al de Balzac. Los lectores de su obra no estaban acostumbrados a que se metieran en las narraciones con tantos grados de libertad, pero Gombrowicz sintió la necesidad de ponerle distancia al realismo, recurrió entonces a las transformaciones que, sin embargo, tienen una fuerte sujeción a la realidad.
Toda la actividad de Gombrowicz, literaria y existencial, se convirtió en un retirada del objeto hacia sí mismo, un objeto que se le volvía agresivo cuando lo esgrimían, en tal que objeto, los propios artistas. Someterse al objeto así nomás sin oponerle resistencia es una ingenuidad que tiene como destino el fracaso pues la realidad no se deja pescar tan fácilmente.

La deshumanización que el mismo Gombrowicz practica, especialmente en “Cosmos”, está acompañada siempre por una energía de signo contrario que impide que la realidad se desmorone y se ahogue en un formalismo irreal. La realidad surge de asociaciones de una manera indolente y torpe en medio de equívocos, a cada momento la construcción se hunde en el caos.
Y a cada momento la forma se levanta de las cenizas como una historia que se crea a sí misma a medida que se escribe, introduciéndose de una manera ordinaria en un mundo extraordinario, en los bastidores de la realidad. En “Cosmos” Gombrowicz descompone el mundo en elementos de la forma, pero también recrea la reacción del hombre frente a ese proceso de descomposición, de modo que es de nuevo el hombre y no la forma quien se halla en el centro de la obra.

Existen gombrowiczidas a los que les encanta ver a Gombrowicz como a un hombre que jugaba y espiaba las cosas a distancia. A esos gombrowiczidas que ponen el acento en su talante de jugador hay que decirles que Gombrowicz era un enemigo implacable de las quimeras y un defensor acérrimo de la realidad, aunque siempre tuvo las manos libres para ponerle distancia al realismo, pues el realismo es una manera pesada e ingenua de ver la realidad.
También es cierto que Gombrowicz sabía que algunos de sus lectores veían en él a un jugador y le gustaba hacer determinados negocios con ellos.
“Pero tengo que puntualizar algo sobre lo que estoy diciendo: nada de esto es categórico. Todo es hipotético... Todo depende –¿por qué iba a ocultarlo?– del efecto que vaya a producir (...)”

“Es el rasgo que caracteriza a toda mi producción literaria. Intento diferentes papeles. Adopto diferentes posturas. Doy a mis experiencias diferentes sentidos, y si uno de estos sentidos es aceptado por la gente, me establezco en él.
Es lo que hay de juvenil en mí. Placet experiri, como solía decir Castorp. Pero supongo que es la única manera de imponer la idea de que el sentido de una vida, de una actividad, se determina entre un hombre y los demás. No sólo yo me doy un sentido. También lo hacen los demás. Del encuentro de estas dos interpretaciones surge un tercer sentido, aquel que me define”



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lunes, 25 de mayo de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y JEAN RACINE

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y JEAN RACINE

“Nuestros sabios de la escritura, ocupados generalmente en la salvaguarda del idioma polaco, no pudieron cumplir con su papel de asignarle a nuestra literatura el lugar que le correspondía entre las otras, de conferir rango mundial a nuestras obras maestras. Sólo un gran poeta, un maestro de la lengua, podría dar a sus compatriotas una idea acerca del nivel de nuestros poetas, situados a la altura de los más grandes del mundo, convencerles de que nuestra poesía está hecha del mismo metal noble que la de Dante, Racine y Shakespeare”
Son unas palabras que Jan Lechon pronunció en una conferencia que dio en Nueva York para la colonia polaca donde aparece Racine como uno de los campeones de la literatura universal.

Gombrowicz no estaba de acuerdo con Lechon, sólo distinguía a Shakespeare con estos laureles, en cambio Dante era para él un inmoral y Racine no le parecía gran cosa. También tenía diferencias con Shakespeare pues para Shakespeare los sentimientos eran la materia prima de todo lo que existe y para Gombrowicz eran una afección que había que evitar en el arte y también en la vida.
Gombrowicz trató a los sentimientos como costumbres agonizantes y esclerosadas de las que se habían escapado sus contenidos vivos quedándose nada más que con la rigidez de las formas puras. La acción de sus piezas de teatro transcurre en un medio cortesano, un poco porque quería imitar a Shakespeare y otro poco porque sus manías genealógicas nunca lo abandonaron del todo.

Su familia tenía una posición ligeramente superior a la media de la nobleza polaca, pero no pertenecía a la aristocracia. La pertenencia de Gombrowicz a una clase social situada entre la alta aristocracia y los hidalgos campesinos se le manifestó como un gran problema que llegó a tener alcances de obsesión, una obsesión que se le mitigó en la Argentina. El encuentro con Berlín, la ciudad en la que se había planificado la ruina de Polonia, y la enfermedad habían puesto a Gombrowicz fuera de concurso.. Royaumont es una transición, en la vieja abadía Gombrowicz recupera el dominio y la alegría que había perdido en Berlín.
“Una abadía del siglo XIII, donde san Luis servía a los monjes y donde, al parecer, gobernó a Francia durante un tiempo; un gótico poderoso, de base cuadrada, de cuatro pisos, murallas, galerías, arcos, rosetones, columnas, un parque tranquilo con canales y estanques de agua verde y podrida”

Royaumont era un centro científico y cultural donde se celebraban congresos internacionales, conferencias, conciertos y seminarios. Tenía conversaciones estrafalarias en el comedor destinado a los residentes habituales y a los miembros del círculo. Presidía la mesa un anciano muy distinguido, experto en quesos y devorador de ensaladas. Era sordo como una tapia, lo que no le impedía llevar la conversación con la cordialidad típica de los franceses: –Ah, es usted escritor polaco, perfecto, ¿me podría decir a cuál de los escritores franceses contemporáneos aprecia usted más? ; –¡A Sartre!; –¿A quién? ¿A Sartre? Sartre no es mi amigo para nada. ¿Y no le gusta Racine?; –¡Oh, no!; –¿Cómo que no?; –¡Pues no me parece gran cosa!; –¿Qué? ¿Perdone? ¿Qué ha dicho ese señor? ¿Qué no le parece gran cosa? Pero, perdóneme mi amigo, usted exagera.

No sólo con este señor d’Hormon sostenía diálogos de sordo, también con las damas intelectuales: –¿Usted comparte las opiniones que tiene Simone de Beauvoire sobre la mujer contemporánea?; –No del todo, yo tengo una opinión más bien parecida a la del emperador Guillermo: –‘K.K.K’, o sea, ‘Kinder, Küche, Kirche’, es decir, ‘hijos, cocina, iglesia’; –¿Qué, qué?, ¿usted está hablando en serio?; –Sí, estoy hablando en serio.
Estas locuras arrogantes de Gombrowicz seducían a los estudiantes, así fue como sedujo a la Vaca Sagrada en esta vieja abadía medieval. Hablaba aparte con los jóvenes, especialmente con uno de los estudiantes más rebeldes: –¡Le, adoro, usted tiene el don de convertir a la gente en idiotas!

Prefería la diversión a la seriedad, especialmente con el presidente del círculo, el señor André d’Hormon, sordo como una tapia: –En su Renán está oculto Bergson; –Sí, es cierto, porque a la mónada hay que abordarla desde esta perspectiva, créame, he pensado mucho en ello, y además Demócrito...; –Desconfío de Teócrito; –¿Qué? ¿Heráclito? Sí, sí, hasta cierto punto comparto sus sentimientos, querido señor, pero los horizontes heraclitianos.
“Nos escuchaban con devoción, en un silencio profundo, la mesa entera estaba suspendida de nuestros labios, hasta que finalmente el anciano me dio una palmadita en el hombro: –Somos del mismo piso”
Jean Racine seguía al pie de la letra las enseñanzas de Aristóteles para concebir sus tragedias.

“Los personajes en la escena no actúan para imitar caracteres, sino que reciben los caracteres como un accesorio, a causa de las acciones. Así las acciones y la fábula son el fin de la tragedia... Sin acción no puede haber tragedia, pero pueda haberla sin caracteres”
Estas palabras pertenecen a las enseñanzas clásicas de Aristóteles sobre la tragedia griega. De sus tres componentes: el relato, la acción y los caracteres, sólo el relato y la acción son necesarios según el parecer del Estagirita. El teatro de Racine muestra la pasión como una fuerza fatal que destruye al que la posee. Respetando los ideales de la tragedia clásica, presenta una acción simple, clara, en la que las peripecias nacen de las propias pasiones de los personajes.

Se le considera el principal exponente de la poesía clásica francesa. Sus siete tragedias más famosas figuran aún en el repertorio de la Comédie Française, y la interpretación de sus principales personajes se ha convertido en la máxima prueba para un actor en Francia. Los dramas de Racine contienen numerosas situaciones en las que intervienen intensas pasiones humanas, pero su estricto formalismo neoclásico, desprovisto de toda emoción espontánea, era para Gombrowicz una sustancia fría y artificial.
Gombrowicz está de acuerdo con las enseñanzas de Aristóteles sólo en parte, y sólo en parte porque para él también el relato, es decir, la fábula es un elemento accesorio. La literatura, como cualquier otro género de arte, es un fenómeno social. El autor escribe para el lector, al que necesita para completar la realización de su obra, tal como el pintor necesita del espectador y el compositor del oyente.

Gombrowicz tiene una concepción del arte compuesta de ideas contradictorias: la obra de arte debe ser intencional, pero sin que lo parezca. Rechaza las sustancia en cualquiera de sus formas: el carácter, el temperamento o la naturaleza humana. La herencia, la educación, el ambiente y la constitución fisiológica no son más que los grandes ídolos explicativos de nuestra época porque corresponden a una interpretación sustancialista del hombre.
El término carácter proviene de un vocablo griego que significa sello o estampa. Y estamos habituados a emplear el término en el sentido de las peculiaridades estampadas en una persona como resultado de su herencia y de su medio. La literatura dramática de Racine se funda sobre caracteres de estructuras definidas, que determinan las acciones en circunstancia dadas.

Pero Gombrowicz se convirtió en un autor dramáticos sin utilizar caracteres. Liquida la sustancia de los caracteres con la forma y con las palabras.
“Las palabras se alían traicioneramente a espaldas nuestras. Y no somos nosotros quienes decimos las palabras, son las palabras las que nos dicen a nosotros, y traicionan nuestro pensamiento que, a su vez, nos traiciona (...) Las palabras liberan en nosotros ciertos estados psíquicos, nos moldean... crean los vínculos reales entre nosotros”
La trama no tiene mucha importancia en la obra de Gombrowicz, la utiliza sólo como pretexto. Tampoco la tienen los caracteres, lo importante para él es la acción, por eso toda su creación, también las novelas y los cuentos, tiene esa marcada característica teatral.



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domingo, 24 de mayo de 2009

GOMBROWICZIDAS: WITOLD GOMBROWICZ Y FRANÇOIS RABELAIS

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y FRANÇOIS RABELAIS

Los géneros más pesados según la óptica de Gombrowicz eran el histórico y el aburrido, el más ligero y agradable era el que provocaba risa. La idea de la historia está relacionada con el pasado, con la causalidad, con el determinismo, con la dialéctica histórica, unas formas del pensamiento que no andaban bien con el talante de Gombrowicz. Vivió en una época que experimentó un ascenso irresistible de la actividad política cuya forma más representativa fue el marxismo, intentó entonces darle una forma artística a estas transformaciones de la historia en su última obra.
Gombrowicz acostumbraba a recurrir a la desnudez del cuerpo y a la risa para debilitar el exceso de estructura de la forma humana. Empieza con el cuculeilo en “Ferdydurke” y termina justamente con en los pies, es decir, con los zapatos en “Historia”, el primer bosquejo que hace de “Opereta”.

Los pies en Polonia formaban una línea cruel que separaba la miseria extrema del resto de los hombres, pues los pies de la miseria iban sin zapatos tanto en el campo como en la ciudad. En su obra final Gombrowicz se propuso liberar a los hombre desnudándolos, con una desnudez parcial o total, pero desnudándolos al fin y al cabo. En el primer proyecto intentó liberarlos descalzándolos, pero este bosquejo le pareció de alcances limitados y no llegó a convertirlo en obra.
Le sirvió sin embargo de base para un segundo intento de alcances más amplios en el que la desnudez abarca al cuerpo entero de Albertina. Al proyecto le llamó “Historia” y a la obra le llamó “Opereta”. En “Historia” intervienen como personajes el mismísimo Gombrowicz y el resto de la parentela, el padre, la madre y sus tres hermanos, con sus verdaderos nombres.

A medida que se desarrolla la acción estos fantasmas se van transformando en personajes históricos de las cortes europeas de principios del siglo XX, entre los que Gombrowicz se mueve como un enviado especial que se pasea descalzo invitando a los reyes a que hagan lo mismo, es decir, a que se quiten los zapatos.
Se propone liberar a los hombres pidiéndole a los emperadores que dejen de representar sus papeles y que se queden descalzos.
Esta manera de ver las cosas tiene mucho ver con las fuerzas que habían hostigado a Polonia durante siglos, la aristocracia que la empujaba hacia lo alto, y el fango y los pies descalzos de los campesinos con abrigos de piel de cordero, que ligaba a Polonia con la parte más atrasada de Europa.

En el libreto de “Historia” Gombrowicz entra descalzo a su casa junto con el hijo del portero. A partir de ese momento la familia se convierte en un jurado que examina esta confraternización entre clases y se pregunta si Gombrowicz será capaz de graduarse de bachiller debido a esta circunstancia.
De junta examinadora la familia se transforma en un tribunal militar y, de delirio en delirio, llega hasta la corte del zar Nicolás II, a las puertas de la primera Guerra Mundial. Con un lenguaje y un estilo absurdo como el de Rabelais Gombrowicz observa cómo Polonia es destruida y poco a poco empieza a desaparecer.
Pero no sólo Polonia desaparece, desaparece también la Europa de la alta cultura, de la alta costura, de la alta cocina, de la aristocracia, de las ideas, del romanticismo; desde nuestras pampas ve caerse el inmenso y majestuoso edificio europeo.

Gombrowicz se convierte finalmente, a través de su obra, en un arquetipo al que terminan reverenciando los ricos y los pobres, la izquierda y la derecha, la saciedad y el hambre. Manuel Gálvez pone de relieve en una carta que le escribe a Gombrowicz cuando se publica “Ferdydurke” su parecido con Rabelais.
“Como no me conformo con tocarme la oreja derecha cuando lo vea, ahí va mi opinión sobre ‘Ferdydurke’. No he leído en mi vida libro más original ni más raro. No se parece tanto a Rabelais, salvo en la invención de palabras. Pero pertenece a una corta familia de libros muy raros, entre los que yo colocaría, además de la obra de Rabelais, el drama ‘Le roi Bombance’ de Marinetti, varios libros futuristas, dadaístas y ultraístas y algo de Ramón Gómez de la Serna (...)”

“Si ‘Ferdydurke’ no es una obra genial, está muy cerca de serlo. Tiene usted una imaginación formidable y un poderoso sentido dramático. Sobre lo segundo, le diré que muchas escenas me han apasionado por su dramaticidad, a pesar de tratarse de asuntos en cierto modo absurdos, como me apasionaron escenas realistas o sentimentales, escritas por verdaderos maestros (...)”
François Rabelais, hombre de letras, sacerdote, médico y humanista escribió Gargantúa y Pantagruel para hacer reír a sus enfermos y Gombrowicz consagra a la risa como un canon de orden superior. El recurso a los gigantes le permite a Rabelais trastocar la percepción normal de la realidad de una manera hilarante pero también sabia que nos conduce a un humanismo.

Rabelais es sin duda un crítico de la naturaleza humana a través de la exageración de sus características y de su lenguaje escatológico lleno de inmundicias, secreciones y referencias explícitas a los órganos sexuales, condimentadas siempre con un explosivo sentido del humor, un estilo que nos hace recordar al del Quijote de Cervantes.
Los gigantes son cómicos pero también simbolizan el ideal humano del Renacimiento, con ellos Rabelais intenta conciliar la cultura humanística erudita y la tradición popular. Sus intenciones últimas resultan, sin embargo, bastante enigmáticas. En el “Aviso al lector” del Gargantúa, dice querer ante todo hacer reír. Después, en el “Prólogo”, mediante una comparación que hace con los Silenos de Sócrates, sugiere una intención seria y un sentido profundo oculto tras el aspecto grotesco y fantástico.

Pero en la segunda mitad del prólogo critica a los comentaristas que buscan sentidos ocultos en las obras. En conclusión, Rabelais quiere dejar perplejo al lector y busca la ambigüedad para perturbarlo. Este talante de burla, risa y humanismo de Rabelais es el mimo que Gombrowicz despliega en “Ferdydurke”.
Rabelais agotó la alegría de vivir, el disfrute franco y sin barreras de las gracias de la vida terrenal. Tuvo una especial destreza para inventar términos nuevos y enriquecer el idioma francés. Se burló de las supersticiones y del oscurantismo. Le otorgó más importancia a las exigencias de la vida material que a las promesas inciertas de una vida espiritual, pese a que era un sacerdote. El cuerpo humano, con sus excrecencias y solicitudes, ocupa un lugar central en su obra.

La filosofía de Gargantúa es simple: “Las horas se han hecho para el hombre y no el hombre para las horas”. A veces recuerda al Quijote por la aparatosidad incongruente. “Gargantúa y Pantagruel” ha quedado como un hito de la literatura universal que contribuyó a despejar oscuridades, confusiones e ignorancias usando uno de los más poderosos recursos que tiene el hombre: la risa.
La historicidad le ha puesto a la literatura conflictos y dudas ig-norados por completo en la literatura de antaño. Rabelais escribía pa-ra divertirse y para divertir a los demás, escribió lo que le dictaba el corazón y le salió un arte purísimo e imperecedero que expresó la esencia de la humanidad, la de sí mismo como hijo de su tiempo, y la de sí mismo como germen del tiempo por venir.

La creación no puede tener un programa para ahogar el miedo de no ser aceptado; este miedo no nos conduce a ninguna a parte, el escritor no se libera de la sole-dad con unos tirajes más o menos grandes; sólo aquél que logra separar-se de la gente y existe como un ser singular le puede poner algún lí-mite a la soledad.

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sábado, 23 de mayo de 2009

WITOLD GOMBROWICZ Y MICHEL DE MONTAIGNE

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JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS

WITOLD GOMBROWICZ Y MICHEL DE MONTAIGNE

“Gombrowicz, detrás de Montaigne, reivindica el derecho nativo del sujeto a no serlo, a quitarse toda sujeción, a demoler las formas en favor de la vida. Una lucha incierta para todo escritor, cuyo problema constante es la formalización del discurso. Pero, ya se sabe, siempre hacemos lo que no estamos haciendo: intentando salirnos de la vida y sintiendo, en la nostalgia del exilio, que sólo podemos volver a ella”
Unas palabras tan atinadas escritas por un connotado gombrowiczida nos ponen en camino de saber por qué Gombrowicz reconocía en Montaigne a un verdadero maestro. Montaigne fue un humanista que tomó al hombre, y en particular a él mismo, como objeto de estudio en los “Ensayos”, su principal trabajo: “Quiero que se me vea en mi forma simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, pues yo soy el objeto de mi libro”

El proyecto de Montaigne era mostrarse sin máscaras, sobrepasar los artificios para desvelar su yo más íntimo en su esencial desnudez. Fue un crítico agudo de la cultura, la ciencia y la religión de su época, hasta el punto de que llegó a considerar la propia idea de certeza como algo innecesario. Continuó extendiendo y revisando sus “Ensayos” hasta su muerte. En las vigas del techo de su castillo hizo grabar una de sus divisas favoritas: “¿Qué sé yo?”, y mandó acuñar con ella una medalla con una balanza cuyos dos platos se hallaban en equilibrio. Por encima de todo, Montaigne es un gran seguidor y defensor del Humanismo. Si cree en Dios, rehúsa toda especulación sobre su naturaleza y, ya que el yo se manifiesta en sus contradicciones y variaciones, piensa que debe ser despojado de creencias y prejuicios que lo extravíen.

Algunos pensamientos de Montaigne parecen robados por Gombrowicz: “Nadie está libre de decir estupideces, lo malo es decirlas con énfasis (...) La principal ocupación de mi vida consiste en pasarla lo mejor posible (...) Sé bien de qué huyo pero ignoro lo que busco (...) La palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha (...)Yo no me encuentro a mí mismo cuando más me busco. Me encuentro por sorpresa cuando menos lo espero (...) El que no esté seguro de su memoria debe abstenerse de mentir”
En las ocasiones en las que le preguntaba a Gombrowicz si había leído tal o cual libro siempre me respondía que yo debía suponer que él había leído todo. Al llegar a la Argentina ya tenía asimilados a Shakespeare, Rabelais, Montaigne, Dostoievski, Mann..., yo nunca lo vi comprar un libro, no tenía plata para comprarlos.

A veces se lamentaba de no disponer de los más actuales para escribir sobre ellos en sus diarios, y como no era un hombre de ir a las bibliotecas leía sólo lo que le prestaban. La curiosidad que tienen las personas cultas por saber cuáles han sido las lecturas de los hombres de letras eminentes es análoga al deseo de conocer sus antecedentes familiares, es una necesidad que se manifiesta en todos los campos del conocimiento humano, la necesidad de clasificar y de darle una estructura lo más simple posible al desorden. Pero ni de sus antecedentes familiares ni de sus lecturas podemos deducir la naturaleza de Gombrowicz. Una de las funciones mas importantes que Gombrowicz le atribuía a la inteligencia era el control, especialmente el control de la propia actividad de la inteligencia, pero no solamente de ésta.

“Usted, Gómez, no vaya a creer que yo a veces no tengo sentimientos normales como todo el mundo, claro que los tengo, pero me controlo, mucho más cuando estoy escribiendo”
En el mismo acto de la creación literaria existe una ultraactividad de la forma que debe ser controlada. La función de control que el autor ejerce, eliminando buena parte de los primeros miembros de un conjunto que se va formando, es muy importante y debe estar presente en todo el proceso de la creación. Mediante el control el autor debe contrastar siempre el resultado con el sentido interior de su vida que, sin embargo, no conoce. Del caos inicial, por una acumulación de forma, se pasa a las escenas, a los personajes, a los conceptos y a las imágenes que el proceso de control ya no puede eliminar, y lo ya creado dictará el resto.

“Tu principio debe ser el siguiente: no sé dónde me llevará la obra pero, me lleve donde me lleve, tiene que expresarme y satisfacerme”.
El sentido interior de la vida es el ángel de la guarda que toma la palabra para confrontar constantemente la imaginación con la realidad y para controlar la lucha entre la vida y la existencia.
Una de las manías del existencialismo es la de darle a la nada y a la angustia, que vendría a ser algo así como el miedo a la nada, un lugar fundamental en la cultura. Gombrowicz piensa que debe controlarse esta sobreactividad de la razón porque no se corresponde con la realidad del hombre, el hombre es un ser intermedio que tiene necesidad de temperaturas medias.

“Pertenezco a la escuela de Montaigne y estoy a favor de una actitud más moderada, no hay que sucumbir a las teorías, conviene saber que los sistemas tienen una vida muy corta y no hay que dejarse impresionar por ello”
Sin embargo, a pesar de que Gombrowicz sigue al pie de la letra las ideas de Montaigne sobre el control, pasa por alto uno de sus pensamientos fundamentales: “El que no esté seguro de su memoria debe abstenerse de mentir”. En efecto, en un pasaje memorable de los diarios Gombrowicz decide cancelar sus cuentas pendientes que tiene con Sastre, y para alcanzar este propósito se refiere a un relato que le hace un francés recién llegado de París en el café la Fragata. Este personaje mencionado por Gombrowicz le cuenta que Sartre, cuando todavía era muy joven, acostumbraba a pasear por la avenue l’Opéra a las siete de la tarde, la hora de más tráfico.

Sartre le había dicho que la percepción del hombre a una distancia tan corta actúa como una amenaza física. Debido a la cantidad de hombres que también paseaban, el hombre le resultaba enormemente próximo y terriblemente lejano. Esta apretujada masa no humana de hombres condicionaba el pensamiento del joven Sartre, empieza a buscar un sistema solitario para la actividad de su conciencia, y se refugia, le dice, en sí mismo, se aísla herméticamente de los demás, cerrando la puerta del propio yo.
Paradójicamente, esta soledad había nacido de la multitud. Cuando la idea de la soledad se instaló en él, advirtió que su soledad iba a encontrar resonancia en miles de otras almas. La cantidad parecía seguir formando parte de la idea que derivaba de ella: la soledad.

Pero la filosofía y la cantidad son antinómicas, la conciencia y el hombre concreto no pueden alimentarse con la cantidad, sin embargo, se estaban alimentando con ella. El sistema de Sartre en su fase inicial proclama sencillamente que yo soy yo de manera impenetrable para los otros, como una lata de sardinas; los otros no existen.
El miedo que le produce esta idea no está solo, lo ve multiplicado por la cantidad de aquellos a los que puede haber convencido con la idea. No podía seguir adelante con este pensamiento que se comía la cola, debía pues volver a reconocer, mejor dicho, a construir al otro, pero cuando termina de construirlo empieza a sentir sobre él la mirada de ese otro, es uno de los pasos más dramáticos que da Sartre en su concepción existencialista.

Y ese otro, determinado y construido por él, ya no tenía nada que ver con el hombre concreto, ese otro al que tenía que reconocerle la libertad era al mismo tiempo un objeto. Sartre se encuentra cara a cara, le dice, con la cantidad en toda su plenitud, con todos los hombres posibles, con el hombre en general, y él, que de joven se había asustado de la multitud parisina, se las está viendo ahora con todos los individuos. Estaba solo frente a todos.
A pesar de este panorama terrible no se asusta y se pone sobre los hombros la responsabilidad por todos los hombres. Pero esta plenitud se le viene a mezclar nuevamente con una cantidad relacionada ahora con su obra. La cantidad de ediciones, de ejemplares, de lectores, de comentarios, de ideas derivadas de sus ideas, y variantes de estas variantes.

“Entonces, me dice, lo vi acercarse a un cristal empañado y escribir con el dedo: Nec Hercules contra plures”
La bancarrota era completa, Hercules no puede contra todos, pero como esa bancarrota estaba dividida por millones a causa de la cantidad, se empequeñecía justamente gracias a ella, en medio del caos y de la confusión donde nadie sabe nada, nadie entiende nada, donde se parlotea y se habla sin ton ni son, y donde todo acaba en nada.
Debiéramos decir que esta historia que cuenta Gombrowicz en el “Diario” no tendría nada de particular si no fuera porque esa conversación que había mantenido con el francés en la Fragata nunca existió, y no existió porque no existía el francés. Existen varias maneras de comprobarlo.

La más sencilla consiste en descubrir que cada vez que nombra al francés, siete veces en total, lo hace de una manera diferente, variando las letras y el tipo de acento. Es decir, en este caso no sólo se está burlado del lector sino que también le da pistas para que sepa que se está burlando de él. Sin embargo, las reflexiones son atinadas y están de acuerdo con su manera de pensar.



jueves, 21 de mayo de 2009

CONTRA LOS POETAS



CONTRA LOS POETAS

POR WITOLD GOMBROWICZ

Sería más delicado por mi parte no turbar uno de los pocos rituales que aún nos quedan. Aunque hemos llegado a dudar de casi todo, seguimos practicando el culto a la Poesía y a los Poetas, y es probablemente la única Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa, con profundas reverencias y con voz altisonante,¡Ah, Shelley! ¡Ah, Stowacki! ¡Ah, la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y, sin embargo, me veo obligado a abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis posibilidades, estropear este ritual en nombre..., sencillamente en nombre de una rabia elemental que despierta en nosotros cualquier error de estilo, cualquier falsedad, cualquier huida de la realidad. Pero ya que emprendo la lucha contra un campo particularmente ensalzado, casi celestial, debo cuidar de no elevarme yo mismo como un globo y de no perder la tierra firme bajo mis pies.

Supongo que la tesis del presente ensayo: que a casi nadie le gustan los versos y que el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y falseado, puede parecer tan atrevida como poco seria. Y sin embargo, yo me planto ante vosotros y declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y hasta me aburren. Me diréis quizá que soy un pobre ignorante. Pero, por otra parte, llevo mucho tiempo trabajando en el arte y su lenguaje no me resulta del todo ajeno. Tampoco podéis utilizar contra mí vuestro argumento preferido afirmando que no poseo sensibilidad poética, porque precisamente la poseo y en gran cantidad, y cuando la poesía se me aparece no en los versos, sino mezclada con otros elementos más prosaicos, por ejemplo, en los dramas de Shakespeare, en la prosa de Dostoyevski o Pascal, o sencillamente con ocasión de una corriente puesta de sol, me pongo a temblar como los demás mortales. ¿Por qué, entonces, me aburre y me cansa ese extracto farmacéutico llamado «poesía pura», sobre todo cuando aparece en forma rimada? ¿Por qué no puedo soportar ese canto monótono, siempre sublime, por qué me adormece ese ritmo y esas rimas, por qué el lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante de todos los lenguajes posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco seductora y por qué no conozco nada peor en cuanto estilo, nada más ridículo, que la manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía?

Pero yo tal vez estaría dispuesto a reconocer una particular carencia mía en este sentido..., si no fuera por ciertos experimentos..., ciertos experimentos científicos... ¡Qué maldición para el arte, Bacori! Os aconsejo que no intentéis jamás realizar experimentos en el terreno del arte, ya que este campo no lo admite; toda la pomposidad sobre el tema es posible sólo a condición de que nadie sea tan indiscreto como para averiguar hasta qué punto se corresponde con la realidad. Vaya cosas que veríamos si nos pusiéramos a investigar, por ejemplo, hasta qué punto una persona que se embelesa con Bach tiene derecho de embelesarse con Bach, esto es, hasta qué punto es capaz de captar algo de la música de Bach. ¿Acaso no he llegado a dar (pese a que no soy capaz de tocar en el piano ni siquiera «Arroz con leche»), y no sin éxito, dos conciertos? Conciertos que consistían en ponerme a aporrear el instrumento, tras haberme asegurado el aplauso de unos cuantos expertos que estaban al corriente de mi intriga y tras anunciar que iba a tocar música moderna. Qué suerte que aquellos que discurren sobre el arte con el grandilocuente estilo de Valéry no se rebajan a semejantes confrontaciones. Quien aborda nuestra misa estética por este lado podrá descubrir con facilidad que este reino de la aparente madurez constituye justamente el más inmaduro terreno de la humanidad, donde reina el bluff, la mistificación; el esnobismo, la falsedad y la tontería. Y será muy buena gimnasia para nuestra rígida manera de pensar imaginarnos de vez en cuando al mismo Paul Valéry como sacerdote de la Inmadurez, un cura descalzo y con pantalón corto.

He realizado los siguientes experimentos: combinaba frases sueltas o fragmentos de frases, construyendo un poema absurdo, y lo leía ante un grupo de fieles admiradores como una nueva obra del vate, suscitando el arrobamiento general de dichos admiradores; o bien me ponía a interrogarles detalladamente sobre este o aquel poema, pudiendo así constatar que los «admiradores» ni siquiera lo habían leído entero. ¿Cómo es eso? ¿Admirar tanto sin siquiera leerlo hasta el final? ¿Deleitarse tanto con la «precisión matemática» de la palabra poética y no percatarse de que esta precisión está puesta radicalmente patas arriba? ¿Mostrarse tan sabihondos, extenderse tanto sobre estos temas, deleitarse con no sé qué sutilidades y matices, para al mismo tiempo cometer pecados tan graves, tan elementales? Naturalmente, después de cada uno de semejantes experimentos había grandes protestas y enfados, mientras los admiradores juraban y perjuraban que en realidad las cosas no son así..., que no obstante...; pero sus argumentos nada podían contra la dura realidad del Experimento.

Me he encontrado, pues, frente al siguiente dilema: miles de hombres escriben versos; centenares de miles admiran esta poesía; grandes genios se han expresado en verso; desde tiempos inmemorables el Poeta es venerado, y ante toda esta montaña de gloria me éncuentro yo con mi sospecha de que la misa poética se desenvuelve en un vacío total. Ah, si no supiera divertirme con esta situación, estaría seguramente muy aterrorizado. A pesar de esto, mis experimentos han fortalecido mis ánimos, y ya con más valor me he puesto a buscar respuesta a esta cuestión atormentadora: ¿por qué no me gusta la poesía pura? ¿Por qué? ¿No será por las mismas razones por las que no me gusta el azúcar en estado puro? El azúcar sirve para endulzar el café y no para comerlo a cucharadas de un plato como natillas. En la poesía pura, versificada, el exceso cansa: el exceso de palabras poéticas, el exceso de metáforas, el exceso de sublimación, el exceso, por fin, de la condensación y de la depuración de todo elemento antipoético, lo cual hace que los versos se parezcan a un producto químico.

El canto es una forma de expresión muy solemne... Pero he aquí que a lo largo de los siglos el número de cantores se multiplica, y estos cantores al cantar tienen que adoptar la postura de cantor, y esta postura con el tiempo se vuelve cada vez más rígida. Y un cantor excita al otro, uno consolida al otro en su obstinado y frenético canto; en fin, que ya no cantan más para las multitudes, sino que uno canta para el otro; y entre ellos, en una rivalidad constante, en un continuo perfeccionamiento del canto, surge una pirámide cuya cumbre alcanza los cielos y a la que admiramos desde abajo, desde la tierra, levantando las narices hacia arriba. Lo que iba a ser una elevación momentánea de la prosa se ha convertido en el programa, en el sistema, en la profesión, y hoy en día se es Poeta igual que se es ingeniero o médico. El poema nos ha crecido hasta alcanzar un tamaño monstruoso, y ya no lo dominamos nosotros a él, sino él a nosotros. Los poetas se han vuelto esclavos, y podríamos definir al poeta como un ser que no puede expresarse a sí mismo, porque tiene que expresar el Verso.

Y, sin embargo, no puede haber probablemente en el arte cometido más importante que justamente éste: expresarse a sí mismo. Nunca deberíamos perder de vista la verdad que dice que todo estilo, toda postura definida, se forma por eliminación y en el fondo constituye un empobrecimiento. Por tanto, nunca deberíamos permitir que alguna postura redujera demasiado nuestras posibilidades convirtiéndose en una mordaza, y cuando se trata de una postura tan falsa, es más, casi pretenciosa, como la de un «cantor», con más razón deberíamos andarnos con ojo. Pero nosotros, hasta ahora, en lo que al arte se refiere, dedicamos mucho más esfuerzo y tiempo a perfeccionarnos en uno u otro estilo, en una u otra postura, que a mantener ante ellos una autonomía y libertad interiores, y a elaborar una relación adecuada entre nosotros y nuestra postura. Podría parecer que la Forma es para nosotros un valor en sí mismo, independientemente del grado en que nos enriquece o empobrece. Perfeccionamos el arte con pasión, pero no nos preocupamos demasiado por la cuestión de hasta qué punto conserva todavía algún vínculo con nosotros. Cultivamos la poesía sin prestar atención al hecho de que lo bello no necesariamente tiene que «favorecernos». De modo que si queremos que la cultura no pierda todo contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa.

Hay dos tipos contrapuestos de humanismo: uno, que podríamos llamar religioso, trata de echar al hombre de rodillas ante la obra de la cultura humana, nos obliga a adorar y a respetar, por ejemplo, la Música o la Poesía, o el Estado, o la Divinidad; pero la otra corriente de nuestro espíritu, más insubordinada, intenta justamente devolverle al hombre su autonomía y su libertad con respecto a estos Dioses y Musas que, al fin y al cabo, son su propia obra. En este último caso, la palabra «arte» se escribe con minúscula. Es indudable que el estilo capaz de abarcar ambas tendencias es más completo, más auténtico y refleja con más exactitud el carácter antinómico de nuestra naturaleza que el estilo que con un extremismo ciego expresa solamente uno de los polos de nuestros sentimientos. Pero, de todos los artistas, los poetas son probablemente los que con más ahínco se postran de hinojos -rezan más que los otros-, son sacerdotes par excellence y ex professio, y la Poesía así planteada se convierte sencillamente en una celebración gratuita. Justamente es esta exclusividad lo que hace que el estilo y la postura de los poetas sean tan drásticamente insuficientes, tan incompletos.

Hablemos un momento más sobre el estilo. Hemos dicho que el artista debe expresarse a sí mismo. Pero, al expresarse a sí mismo, también tiene que cuidar que su manera de hablar esté acorde con su situación real en el mundo, debe expresar no solamente su actitud ante el mundo, sino también la del mundo ante él. Si siendo cobarde, adopto un tono heroico, cometo un error de estilo. Pero si me expreso como si fuera respetado y querido por todo el mundo, mientras en realidad los hombres ni me aprecian ni me tienen simpatía, también cometo un error de estilo. Si, en cambio, queremos tomar conciencia de nuestra verdadera situación en el mundo, no podemos eludir la confrontación con otras realidades diferentes de la nuestra. El hombre formado únicamente en el contacto con hombres que se le parecen, el hombre que es producto exclusivo de su propio ambiente, tendrá un estilo peor y más estrecho que el hombre que ha vivido en ambientes diferentes y ha convivido con gente diversa. Ahora bien, en los poetas irrita no sólo esa religiosidad suya, no compensada por nada, esa entrega absoluta a la Poesía, sino también su política de avestruz en relación con la realidad: porque ellos se defienden de la realidad, no quieren verla ni reconocerla, se abandonan expresamente a un estado de ofuscamiento que no es fuerza, sino debilidad.

¿Es que los poetas no crean para los poetas? ¿Es que no buscan únicamente a sus fieles, es decir, a hombres iguales a ellos? ¿Es que estos versos no son producto exclusivo de un hombre determinado y restringido? ¿Es que no son herméticos? Obviamente, no les reprocho el que sean «difíciles», no pretendo que escriban «de manera comprensible para todos» ni que sean leídos en las casas campesinas pobres. Sería igual a pretender que voluntariamente renunciaran a los valores más esenciales, como la conciencia, la razón, una mayor sensibilidad y un conocimiento más profundo de la vida y del mundo, para bajar a un nivel medio; ¡oh, no, ningún arte que se respete lo aceptaría jamás! Quien es inteligente, sutil, sublime y profundo debe hablar de manera inteligente, sutil y profunda, y quien es refinado debe hablar de un modo refinado, porque la superioridad existe, y no para rebajarse. Por tanto, no es malo que los versos contemporáneos no sean accesibles a cualquiera, lo que sí es malo es que hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida de unos mundos y tinos hombres idénticos. Al fin y al cabo, yo mismo soy un autor que defiende obstinadamente su propio nivel, pero al mismo tiempo (lo digo para que no se me eche en cara que practico un género que combato), mis obras ni por un momento se olvidan de que fuera de mi mundillo existen otros mundos. Y si no escribo para el pueblo, no obstante escribo como alguien amenazado por el pueblo o dependiente del pueblo, o creado por el pueblo. Tampoco se me ha pasado nunca por la cabeza adoptar una pose de «artista», de «escritor», de creador maduro y reconocido, sino que ; precisamente represento el papel de candidato a artista, de aquel que sólo desea ser maduro, en una incesante y encarnizada lucha con todo lo que frena mi desarrollo. Y mi arte se ha formado no en contacto con un grupo de gente afín a mí, sino precisamente en relación y en '' contacto con el enemigo.

¿Y los poetas? ¿Acaso puede salvarse el poema de un poeta si cae en manos no de un amigo-poeta, sino de un enemigo, un no-poeta? Como cualquier otra expresión, un poema debería ser concebido y realizado de manera que no deshonrara a su propio creador, ni siquiera en el caso de que no tuviese que gustar a nadie. Más aún, es preciso que los poemas no deshonren al creador ni siquiera en el caso de que a él mismo no le gusten. Porque ningún poeta es exclusivamente poeta, y en cada poeta vive un no-poeta que no canta y a quien no le gusta el canto...; el hombre es algo más vasto que el poeta. El estilo surgido entre los adeptos de una misma religión muere en contacto con la multitud de infieles; es incapaz de defenderse y de luchar; es incapaz de vivir una verdadera vida; es un estilo estrecho.
Permitidme que os muestre la siguiente escena... Imaginémonos que en un grupo de más de diez personas una de ellas se levanta y se pone a cantar. Su canto aburre a la mayoría de los oyentes; pero el cantante no quiere darse cuenta de ello; no, él se comporta como si encantara a todo el mundo; pretende que todos caigan de rodillas ante esa Belleza, exige un reconocimiento incondicional a su papel de Vate; y aunque nadie le da mayor importancia a su canto, él adopta una expresión como si su palabra tuviera un significado decisivo para el mundo; lleno de fe en su Misión Poética lanza anatemas, truena, se agita en un vacío; pero, es más, no quiere reconocer ante la gente ni ante sí mismo que este canto le aburre hasta a él, le atormenta y le irrita, puesto que él no se expresa de una manera desenvuelta, natural ni directa, sino en una forma heredada de otros poetas, una forma que perdió hace tiempo el contacto con la directa sensibilidad humana; y así no sólo canta la Poesía, sino que también se embelesa con la Poesía; siendo Poeta, adora la grandeza y la importancia del Poeta; no sólo pretende que los demás caigan de rodillas ante él, sino que él mismo cae de rodillas ante sí mismo. ¿No podría decirse de ese hombre que ha decidido llevar un peso excesivo sobre sus espaldas? Puesto que no sólo cree en la fuerza de la poesía, sino que se obliga a sí mismo a esta fe, no sólo se ofrece a los demás, sino que los obliga a que reciban este don divino como si fuera una hostia. En un estado espiritual tan hermético, ¿dónde puede surgir una grieta por la cual desde el exterior pudiese penetrar la vida? Y al fin y al cabo no hablamos aquí de un cantor de tercera fila, no, todo esto también se refiere a los poetas más célebres, a los mejores.

Si al menos el poeta supiera tratar su canto como una pasión, o como un rito, si al menos cantara como los que tienen que cantar, aun sabiendo que cantan en el vacío. Si en lugar de un orgulloso «yo, Poeta» fuese capaz de pronunciar estas palabras con vergüenza o con temor... o hasta con repulsión... ¡Pero no! ¡El Poeta tiene que adorar al Poeta!

Esta impotencia ante la realidad caracteriza de manera contundente el estilo y la postura de los poetas. Pero el hombre que huye de la realidad ya no encuentra apoyo en nada..., se convierte en juguete de los elementos. A partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano concreto para fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos en la pendiente que conducía directamente al precipicio del absurdo. Todo empezó a crecer espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno, se desencadenó hasta tal punto que hoy en los versos no hay más que metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas «rosas», esos «ocasos», esas «añoranzas» o esos «dolores», que antaño poseían cierto frescor, a causa de un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto mismo se refiere a los más modernos «semáforos» y demás «espirales». El estrechamiento del lenguaje va acompañado del estrechamiento del estilo, lo cual ha provocado el que hoy en día los versos no sean más que una docena de «vivencias» consagradas, servidas en insistentes combinaciones de un vocabulario mísero. A medida que el Estrechamiento se iba volviendo cada vez más Estrecho, también la Belleza no frenada por nada se volvía cada vez más Bella, la Profundidad cada vez más Profunda, la Nobleza cada vez más Noble, la Pureza cada vez más Pura. Si por un lado el verso, privado de frenos, se ha hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un poema gigantesco (similar a una selva conocida de verdad sólo por unos cuantos exploradores), por otro lado empezó a condensarse reduciéndose a un tamaño ya demasiado sintético y homeopático. Asimismo se empezó a hacer descubrimientos y experimentos con cara de ser los únicos enterados; y, repito, ya nada es capaz de frenar esta aburrida orgía. Porque no se trata aquí de la creación de un hombre pare otro hombre, sino de un rito celebrado ante un altar. Y por cada diez versos, habrá al menos uno dedicado a la adoración del Poder de la Palabra Poética o a la glorificación de la vocación del Poeta.

Convengamos que estos síntomas patológicos no son propios únicamente de los poetas. En la prosa esta postura religiosa también ha hecho grandes estragos, y si tomamos por ejemplo obras como La muerte de Virgilio, de Broch, Ulises o algunas obras de Kafka, experimentamos la misma sensación: que la «eminencia» y la «grandeza» de estas obras se realizan en el vacío, que pertenecen a estos libros que todo el mundo sabe que son grandes..., pero que de algún modo nos resultan lejanos, inaccesibles y fríos..., puesto que fueron escritos de rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción. Esta prosa surgió del mismo espíritu que ilumina a los poetas, e indudablemente, por su esencia, es «prosa poética».

Si dejamos aparte las obras y nos ocupamos de las personas de los poetas y del mundillo que estas personas crean con sus fieles y sus acólitos, nos sentiremos aún más sofocados y aplastados. Los poetas no sólo escriben 'para los poetas, sino que también se alaban mutuamente y mutuamente se rinden honores unos a otros. Este mundo, o mejor dicho, este mundillo, no difiere mucho de otros mundillos especializados y herméticos: los ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana, tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca con el mismo sentimiento religioso que los poetas de Mallarmé, y uno confirma al otro en la convicción de su propia importancia. Pero los ajedrecistas no pretenden tener un papel tan universal, y lo que después de todo se puede perdonar a los ajedrecistas, se vuelve imperdonable en el caso de los poetas. Como consecuencia de semejante aislamiento, todo aquí se hincha, y hasta los poetas mediocres se hinchan de manera apocalíptica, mientras problemas insignificantes cobran una importancia desorbitada. Recordemos, por ejemplo, las tremendas polémicas acerca del tema de las asonancias, y el tono en que se discutía esta cuestión: parecía entonces que el destino de la humanidad dependiera de si era lícito rimar de forma asonante. Es lo que ocurre cuando el espíritu del gremio llega a dominar al espíritu universal.

Otro hecho no menos vergonzoso es la cantidad de poetas. A todos los excesos mencionados más arriba, hay que añadir el exceso de vates. Estas cifras ultrademocráticas hacen explotar desde dentro la orgullosa y aristocrática fortaleza poética; realmente resulta bastante divertido verlos a todos juntos en un congreso: ¡qué multitud de seres más peculiares! Pero ¿es que el arte que se celebra en el vacío no es el terreno ideal para aquellos que justamente no son nadie, cuya personalidad vacía se desahoga encantada en esas formas limitadas? Y lo que ya es verdaderamente ridículo son esas críticas, esos articulillos, aforismos y ensayos que aparecen en la prensa sobre el tema de la poesía. Eso sí que es vanilocuencia, una vanilocuencia pomposa y tan ingenua, tan infantil, que uno no puede creer que hombres que se dedican a escribir no perciban la ridiculez de semejante publicística. Hasta ahora no han comprendido esos estilistas que de la poesía no se puede escribir en tono poético, por lo que sus gacetillas están repletas de semejantes elucubraciones poetizantes. También es muy grande la ridiculez que acompaña los recitales, concursos y manifiestos, pero supongo que no vale la pena extenderse más sobre ello.

Creo haber explicado más o menos por qué la poesía en verso no me seduce. Y por qué los poetas -que se han entregado totalmente a la Poesía y han sometido a esta Institución toda su existencia, olvidándose de la existencia del hombre concreto y cerrando los ojos a la realidad- se encuentran (desde hace siglos) en una situación catastrófica. A pesar de las apariencias de triunfo. A pesar de toda la pompa de esta ceremonia.

Pero aún tengo que refutar cierta acusación.

El simplismo inusitado con que se defienden los poetas (por lo general, hombres nada tontos, aunque ingenuos) cuando se ataca su arte, sólo se puede explicar por una ceguera voluntaria. Muchos de ellos buscan salvarse argumentando que escriben versos por placer, como si todo su comportamiento no desmintiese semejante afirmación. Los hay que sostienen con toda seriedad que escriben para el pueblo y que sus rebuscados jeroglíficos constituyen el alimento espiritual de las almas sencillas. No obstante, todos creen con firmeza en la resonancia social de la poesía, y desde luego les será difícil comprender cómo se les puede atacar desde este lado. Dirán: –¡Cómo! ¿Acaso puede usted dudar? ¿Es que no ve usted las multitudes que asisten a nuestros recitales? ¿La cantidad de ediciones que consiguen nuestros volúmenes? ¿Los estudios, los artículos, las disertaciones publicados sobre nosotros? ¿La admiración que rodea a los poetas famosos? Es usted precisamente quien no quiere ver las cosas como son...

¿Qué les contestaré? Que todo esto no son más que ilusiones. Es cierto que a los recitales van multitudes, pero también es cierto que incluso un oyente muy culto no es capaz en absoluto de comprender un poema declamado en un recital. Cuántas veces he asistido a estas aburridas sesiones, en que se recitaba un poema tras otro, cuando cada uno de ellos tendría que ser leído con la máxima atención al menos tres veces para poder descifrar por encima su contenido. En cuanto a las ediciones, sabemos que se compran miles de libros para no ser leídos jamás. Sobre la poesía escriben, como ya hemos dicho, los poetas. ¿Y la admiración? ¿Es que los caballos en las carreras no despiertan todavía más interés? Pero ¿qué tiene que ver la afición deportiva con que asistamos a toda clase de rivalidades y todas las ambiciones -nacionales u otras- que acompañan a estas carreras, qué tiene que ver todo esto con una auténtica emoción artística? Sin embargo, semejante respuesta, aunque justa, no sería suficiente. El problema de nuestra convivencia con el arte es mucho más profundo y difícil. Y es indudable, al menos a mi parecer, que si queremos entender algo de él, debemos romper totalmente con esta idea demasiado fácil de que «el arte nos encanta» y que «nos deleitamos con el arte». No el arte nos encanta sólo hasta cierto punto, mientras que los placeres que nos proporciona son más bien dudosos... Y ¿acaso puede ser de otra manera, si la convivencia con el gran arte es una convivencia con hombres maduros, de horizontes más vastos y sentimientos más fuertes? No nos deleitamos, más bien tratamos de deleitarnos..., y no comprendemos..., sino que tratamos de comprender...

Qué superficial es el pensamiento para el cual este fenómeno complicado se reduce a una simple fórmula: el arte encanta porque es bello.

–Oh, hay tantos esnobs..., pero yo no soy un esnob, yo reconozco con franqueza cuando algo' no me gusta –dice esta ingenuidad y le parece que con esto todo queda arreglado.

Sin embargo, podemos percibir aquí claramente unos factores que no tienen nada que ver con la estética. ¿Pensáis que si en la escuela no nos hubiesen obligado a extasiarnos con el arte, tendríamos por él, más tarde, tanta admiración, una admiración que nos viene dada? ¿Creéis que si toda nuestra organización cultural no nos impusiera el arte, nos interesaríamos tanto por él? ¿No será nuestra necesidad de mito, de adoración, lo que se desahoga en esta admiración nuestra, y no será que al adorar a los superiores, nos ensalzamos a nosotros mismos? Pero ante todo, estos sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen «de nosotros» o «entre nosotros»? Si en un concierto estalla una salva de aplausos, eso no quiere decir en absoluto que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un tímido aplauso provoca otro, se excitan mutuamente, hasta que por fin se crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse interiormente a esta locura colectiva. Todos «se comportan» como si estuvieran entusiasmados, aunque «verdaderamente» nadie está entusiasmado, al menos no hasta tal punto.

Sería, pues, un error, una ingenuidad lastimosa, pretender que la poesía, o cualquier otro arte, fuera, sencillamente, fuente de placer humano. Y si desde este punto de vista observamos el mundo de los poetas y de sus admiradores, entonces todos sus absurdos y ridiculeces parecerán justificados: pues al parecer tiene que ser así, y está acorde con el orden natural de las cosas, que el arte, igual que el entusiasmo que despierta, sea más bien producto del espíritu colectivo que no una reacción espontánea del individuo.
Y, sin embargo, no. Sin embargo, tampoco este planteamiento logrará salvar a los poetas, ni proporcionar los colores de la vida y de la realidad a su poesía. Porque si la realidad es precisamente así, ellos no se dan cuenta. Para ellos todo sucede de una manera simple: el cantante canta, y el oyente, entusiasmado, escucha. Está claro que si fuesen capaces de reconocer estas verdades y sacar de ellas todas sus consecuencias, tendría que cambiar radicalmente su misma actitud hacia el canto. Pero podéis estar tranquilos: jamás nada cambiará entre los poetas. Y no os hagáis ilusiones de que ante estas fuerzas colectivas que nos falsean nuestra percepción individual muestren una voluntad de resistencia al menos para que el arte no sea una ficción y una ceremonia, sino una verdadera coexistencia del hombre con el hombre. ¡No, estos monjes prefieren postrarse!

¿Monjes? Eso no quiere decir que yo sea adversario de Dios o de sus numerosas órdenes religiosas. Pero incluso la religión muere desde el momento en que se convierte en un rito. Realmente, sacrificamos con demasiada facilidad en estos altares la autenticidad y la importancia de nuestra existencia.

Texto extraído del ANEXO del Diario 1,